Trabajo y malestar contemporáneo. Psicoanálisis y crisis de la

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El trabajo y sus vicisitudes en la contemporaneidad
Trabajo y malestar contemporáneo.
Psicoanálisis y crisis de la subjetividad
José Vicente Caballero Quiñónez*
“Argumentar crisis de valores para explicar la violencia parece ser una
explicación un tanto superficial. Esta vía explicativa, la de las crisis de
valores, no posibilita saber o aproximarse a saber, sobre las razones del
malestar contemporáneo. El malestar contemporáneo va muy emparejado
a un sujeto que está con una falta de significación, una falta de razones
para su presencia y actos en el mundo”.
Genaro Riera Hunter en “Surcos del malestar contemporáneo”,
Editorial Servilibro, 2001, Asunción.
Resumen
La crisis del sujeto moderno que se inicia a fines del
siglo XIX traduce el ascenso de la cultura del consumo y
del “hiperconsumo” (Gilles Lipovetsky) y el declive de
la cultura de la producción, es decir, la crisis del trabajo
como valor. El tiempo lineal del trabajo y del progreso va
siendo desplazado por el tiempo sin proyecto del instante
y del deseo. El psicoanálisis surge en este momento de la
historia económica moderna en que el «malestar» freudiano registra la crisis de la cultura y la moral del trabajo ante
el ascenso de la sociedad de consumo.
Palabras clave
Trabajo, consumo, tiempo, deseo, psicoanálisis, malestar antes de psicoanalisis, Freud, Riera Hunter.
* Psicólogo/Psicoanalista/Criminólogo. Miembro Fundador de ÁGAPE Psicoanalítico Paraguayo.
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1. Modernidad, trabajo y psicoanálisis
En general, es algo aceptado desde hace varias décadas que asistimos a diversas formas de cambio y de crisis
de todas las premisas de la sociedad industrial y, por ello
mismo, de la Modernidad como cultura y como forma de
vida. Una cultura y una forma de vida cuyo origen está en
el ascenso y la posterior hegemonía de esa clase antes, en el
mundo antiguo y feudal, irrisoria, que es la clase burguesa, hegemonía que impone el valor inicialmente asociado
a la expansión social de dicha clase, es decir, al trabajo.
La Modernidad (que alcanzó su momento de predominio universal en el siglo XIX y que en ese mismo siglo
vio el inicio de su crisis, que llega hasta nuestros días)
transformó el mundo premoderno de los privilegios estamentales y las explicaciones religiosas de la realidad con
la ciencia y la técnica de la sociedad industrial, la forma
de vida de la familia nuclear y el papel del trabajo y de la
profesión en el mundo moderno.
Daniel Bell, al estudiar la crisis cultural contemporánea divulgada generalmente con el rótulo de «posmodernidad», señala en Las contradicciones culturales del capitalismo (1994) como un factor central de dicha crisis la tensión
entre los valores ascéticos, en declive, asociados a la cultura del trabajo, por un lado, y la importancia del hedonismo, en aumento, asociada a la cultura del consumo, por
otro. El cambio cultural que expresa este giro ya lo había
anunciado el mismo Bell en El advenimiento de la sociedad
post-industrial (1991), al observar el auge en nuestros días
de valores de otro tipo, como la libertad irrestricta, el individualismo o el rechazo de la disciplina.
La definición clásica del trabajo dentro de la sociedad
industrial está ligada a cada uno de los aspectos de la vida
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El trabajo y sus vicisitudes en la contemporaneidad
moderna, y los desafíos y cuestionamientos que enfrenta
en lo que Lipovetsky ha llamado la «sociedad del hiperconsumo» ocupa un lugar decisivo en la crisis del sujeto
moderno.
El psicoanálisis surge, significativamente, en el contexto de esta crisis del sujeto moderno, que es el contexto de la crisis producida por el paso de una cultura de la
producción (del trabajo) a una nueva cultura del consumo
(del deseo). El tiempo del progreso, asociado al trabajo
productivo, empieza en ese momento a ser desplazado
por un nuevo modelo de tiempo, que es el tiempo del instante, asociado al consumo y, por lo tanto, al deseo.
En relación a la elección de una actividad profesional
que se traduciría en una actividad laboral es interesante
detenerse en las reflexiones del psicoanalista Genaro Riera
Hunter en “Surcos del malestar contemporáneo. El día a
día en la identidad cultural” (2011), Gen que plantea:
“El valor del trabajo profesional para la economía
libidinal fue destacado seriamente por Freud. La
actividad profesional brinda satisfacción cuando
fue elegida libremente, o sea, cuando permite volver
utilizable, mediante sublimaciones posibles, fuerzas pulsionales. Cada cual debe cultivar su jardín
es el consejo de Voltaire, que Freud aplica cuando se refiere a las elecciones profesionales. Es que
el trabajo es lo que nos liga a la realidad cultural,
es el medio de inserción del sujeto y es con lo que
puede restablecer las pérdidas de goce que implican
las propias exigencias de la cultura. Inserción en la
cultura, pérdida de satisfacciones y recuperación de
satisfacciones es lo que se llama identidad ocupacional, aunque no fija. Y es esa ocupación en donde el
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sujeto debe ser útil y recuperar algo de la pérdida
de goce. Es así, la tarea, una de las vías para la felicidad aunque no siempre apreciada como mecanismo para tal fin. Muchos de los problemas sociales,
precisamente, derivan de los trabajos forzados para
la subsistencia. No siempre, o muy pocas veces, se
constata que la tarea responde, en un sujeto, a una
opción más verdadera”.
El puesto central que ocupa el trabajo en la cultura moderna no tiene parangón con el que ocupa en ningún otro
momento de la historia. La poca y hasta nula importancia
del trabajo en las polis griegas de la Antigüedad se hace
visible si pensamos que se dejaba a cargo de los esclavos.
Si el trabajo fuera una actividad importante o valorada,
eso no habría sido concebible. El hecho de que los esclavos
se ocuparan de realizar el trabajo productivo destinado a
cubrir las necesidades de la vida cotidiana es una señal
inequívoca de que no se trataba de algo lo suficientemente
importante como para merecer la dedicación ni el tiempo
de los ciudadanos libres. Y, como todo el mundo sabe, en
la Edad Media, cuando el trabajo era generalmente manual, la aristocracia lo consideraba una actividad propia
de las clases inferiores.
Quizá lo que distingue de modo más novedoso a la sociedad moderna es que, exactamente a la inversa de lo que
hasta entonces había sido usual, el trabajo y la profesión
no sólo cobran en ella una creciente importancia, sino que
pasan a estructurar todo un nuevo sistema de valores y a
convertirse en el verdadero eje de la vida del sujeto moderno. Aun en nuestros días, y en medio de la tensión y de la
crisis que la cultura moderna y la moral del trabajo, como
ya se señaló, han empezado a atravesar desde la aparición
de la sociedad de consumo, la profesión lucrativa a la que
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El trabajo y sus vicisitudes en la contemporaneidad
se dedica cada individuo sigue siendo el principal medio
que generalmente utilizamos para identificar y valorar a
las personas. Se lo toma como un índice que permite suponer sus probables intereses y capacidades, así como su
posición social y económica, y como una información que
permite inferir otros datos básicos relativos a sus ingresos,
su estatus y sus relaciones, por ejemplo.
Ahora bien, frente a la hegemonía decimonónica de los
valores impuestos como universales por la expansión del
modo de vida de la moderna y burguesa cultura del trabajo, la aparición del psicoanálisis representa la aparición de
un nuevo espacio en el cual es posible enunciar y escuchar
otros contenidos, contenidos reprimidos por la hegemonía
de dichos valores.
No es por casualidad que el psicoanálisis aparezca en
el momento del comienzo del incipiente conflicto entre
los valores que fueran hasta ese momento hegemónicos
y los otros modos de vida que traerá consigo el desarrollo
ulterior, y que en ese momento histórico empieza, de la
siguiente fase del capitalismo industrial, la llamada sociedad de consumo, un desarrollo que inaugura y que agudiza paulatinamente la tensión entre la Modernidad clásica
y las nuevas formas de la cultura del consumo.
Que se trata de un conflicto explica el hecho de que
integrar la nueva lógica del consumo en la vida cotidiana
haya supuesto a partir de ese momento la necesidad de
crear una potente industria de la publicidad y de la promoción comercial. Después de haber logrado imponer la
austeridad y el puritanismo, hubo que vencer la resistencia representada por las formas tradicionales de consumo, por el ahorro «excesivo», por la culpa generada por
la compra. Una nueva misión psicológica trajo consigo la
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formación de una nueva industria de la investigación de
los mercados y de la promoción de los productos con el
objeto de consagrar al consumismo como la nueva lógica
del capitalismo frente a la ética tradicional del autocontrol.
Dicha ética tradicional, clásicamente moderna, asociada ya por Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, al puritanismo protestante, se ve ahora rodeada
e inundada por una nueva cultura de consumo de carácter hedonista que afecta a todos los aspectos del modo de
vivir en la sociedad industrial. Convertir la cultura protestante del trabajo en consumismo, pasar de la cultura y
la moral del trabajo a una nueva cultura del consumo se
vuelve la misión de la publicidad y también la de la propia
industria.
La llamada «sociedad de consumo» introduce una
complejidad aún mayor en la crítica de la cultura que causaba «malestar» por chocar contra el deseo individual de
placer en la obra freudiana. Pero, al mismo tiempo, dicha
obra traduce a su modo el conflicto entre un sistema de
valores que comenzaba a verse desplazado por otro nuevo
y ese nuevo sistema que empezaba a imponerse.
En El malestar en la cultura (1929), de lo que se ocupa
Freud es de ese conflicto, al hablar de lo incómodas que
resultan las exigencias de la cultura, que choca con el deseo. En este sentido, Freud es un pensador de la crisis y
un crítico de la cultura, en tanto que adopta la posición
del que escucha las manifestaciones de lo inconsciente, es
decir, en tanto que adopta la posición del psicoanalista.
Lo que propone Freud es una exploración y un saber del
deseo, en tanto que propone la necesidad de estudiar lo
inconsciente.
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El trabajo y sus vicisitudes en la contemporaneidad
El psicoanálisis aparece, así, como un signo de la emergencia de otros valores, en conflicto con los valores en declive de la cultura ascética del trabajo. Este conflicto asume
en el discurso freudiano la forma de un «malestar» subjetivo. Desde esta perspectiva, en Freud existe una continuidad con otros pensadores de la crisis que trae el nuevo
tiempo del consumo, en ese momento iniciado. Pensadores entre los cuales se destaca, principalmente, Nietzsche.
2. Consumo, crisis y desarraigo
Hablando de El hombre sin gravedad (2002), de Charles
Melman, Lipovetsky habla en La sociedad de la decepción
(2008) de la angustia que la sociedad de hiperconsumo
crea a causa de «la extrema confusión en que nos hunde:
los individuos ya no saben lo que está bien y lo que está
mal, no disponen ya de referentes estructuradores».
La sociedad de consumo, que sustituye toda tradición
por el imperativo de la novedad, imperativo que caracteriza el funcionamiento del mercado, trae consigo tensiones y contradicciones en la medida en que inaugura un
nuevo modo de vivir el tiempo y en la medida en que,
en consecuencia, obliga a repensar el sentido mismo de la
propia vida individual y el sentido general de la historia
compartida.
Junto a la creencia, que no está, ni siquiera hoy día,
del todo desarraigada, en un tiempo lineal y acumulativo,
en el tiempo de la historia, que en última instancia es gobernado por la idea del progreso, surge otro tiempo, con
un nuevo ritmo interno insatisfecho y nervioso, que es el
tiempo de la renovación incesante de lo fugaz, de eso siempre fugaz en que consiste la promesa de dicha y placer del
mercado. Tiempo nuevo y fugaz que comienza a ser, y que
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es cada vez más, el tiempo característico de la experiencia
cotidiana general del mundo contemporáneo: el tiempo
fragmentado y discontinuo de los consumidores.
En relación a esta cuestión, la realidad lacerante que
expone el psicoanalista César Rubén Medina (+) en su trabajo “Violencia y goce desregulado en el cuerpo social” (1999):
Uno de los efectos de la llamada globalización del
mercado es la universalización y manipulación impositiva de los goces. Eliminando con esto la posibilidad de contar con una particularidad subjetiva
de un goce que pueda sustentar un sentido para el
existir. El mundo se choca cada vez que se presentan ciertos actos criminosos realizados por jóvenes
de clase media que están siendo educados por los
padres y el sistema escolar, que no son pobres miserables abandonados, son chicos de familia, como se
dice. ¿Cómo puede ser que se presenten tan inseridos en la práctica de esos deportes radicales que ponen su propia vida y la de otros en juego? ¿Cómo es
posible que estos chicos, bien educados, de repente
en una noche, después de una pequeña farra entre
amigos, le pongan fuego a un mendigo que duerme
en la calle? ¿Acaso la toxicomanía compulsiva no
es un “deporte” de ese tipo, un ponerse fuego a sí
mismo o irresponsabilizarse por el goce que se obtiene con la destrucción del otro? ¿Es decir, una
manera de desprenderse del Otro y su ley?
Esto nos deja claro, que la anulación de la subjetividad tiene una consecuencia directa: la de anular la responsabilidad por sus deseos y sus actos en
un sujeto. Al final, una posición ética y un sujeto
responsable, son precondiciones para sustentar un
sentido. La uniformidad retira responsabilidades
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El trabajo y sus vicisitudes en la contemporaneidad
individuales, sabemos que este es siempre un efecto de la masificación. En la masa se diluye la responsabilidad subjetiva. Es así como en la ideología
masificante del nazismo, los agentes del exterminio
podían sentirse irresponsables de las muertes de las
que eran ejecutores. Se dedicaban a contabilizar y
sacar provecho de las muertes, haciendo jabón de
los cadáveres... por ejemplo. ¡Bueno, por lo menos
sobraba algo de un sentido de utilidad...!
No seamos ingenuos, algo muy próximo al nazismo
con todo su absolutismo, se presenta en nuestros
días en términos de consumismo y absolutismo de
las leyes del mercado. El padre tradicional, que sustentaba su autoridad en esa exigencia simbolizante
para el goce pulsional, se está volviendo un mero
servidor y trabajador esclavizado a las exigencias
del consumo.
Creo ser posible indicar que hay algo, en nuestra
época, de busca desesperada y trágica de sentido y
de marca de singularidad y que se está expresando
en ese desafío a la muerte y con conductas violentas
y francamente desreguladas, donde el matar o morir, se presentan como medios de busca del sentido
y la singularidad anulada por los discursos y medios masificantes, que el absolutismo tecno-científico-económico de nuestro tiempo, impone...”.
Esta experiencia cotidiana general del mundo contemporáneo es la experiencia de un nuevo modo de vivir el
tiempo, y la experiencia de vivir un tiempo nuevo, también. Este nuevo tiempo ya no es el tiempo subordinado a,
y definido por, la utilidad, el cálculo y la necesidad, sino
por el deseo. Y ese motor siempre oscuro y, en última instancia, ajeno a la consciencia, que es el motor del deseo,
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remite este nuevo tiempo a lo inconsciente, que es precisamente (lo inconsciente) la tesis postulada, en este contexto
decisivo, por Freud como el hallazgo psicoanalítico por
excelencia.
Así, el sujeto de la «posmodernidad», el sujeto en crisis, vive el fracaso de los modelos de la modernidad clásica y el choque entre lo que se le exige como productor
moderno y orientado al futuro en términos de previsión y
de progreso, por un lado, y, por otro, lo que se le anuncia
y promete como consumidor de lo instantáneo, de lo fugaz, de lo nuevo. Entre la responsabilidad y el abandono,
entre la renuncia y el placer. Y en este otro tiempo, en este
nuevo tiempo crítico, Freud detecta otra escena: la de lo
inconsciente. El tiempo de la historia moderna, de la cultura moderna que practica renuncias a la inmediatez de
los placeres fugaces del presente, que mira hacia el futuro
y piensa en el progreso, es desafiado por el tiempo del inconsciente, que se vuelca al presente y al instante y se deja
arrastrar por el deseo.
El tiempo del deseo y del consumo, en oposición al
tiempo productivo, es el tiempo de la vertiginosa experiencia del instante, donde todo aquello que la oferta pone
de moda empieza, de manera paradójica, en ese mismo
instante a dejar de estar de moda. Es el tiempo de la experiencia de la repetición y de la aparición perpetuamente
renovada de lo nuevo. Este tiempo es el tiempo del mercado y también es cada vez más la experiencia universal de
los consumidores.
Ese tiempo es también el de la disolución y lo inestable. La imposición del valor de la novedad por parte de
un mercado que debe promover de modo permanente el
consumo con nuevos alicientes en forma de otros bienes y
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El trabajo y sus vicisitudes en la contemporaneidad
ofertas aún no probados equivale para el sujeto a una promesa de placer y de satisfacción de los deseos a costa de
dejar atrás una tras otra y reiteradamente todas las previas
ofertas (de objetos, de ideas, de valores, de estética, etcétera) del pasado, no ya remoto, sino incluso inmediato.
Esta emergente, creciente y, por último, hoy ya plena e imperante insistencia en el consumo y no tanto en la
producción trae consigo la creación de una sensibilidad
nueva en los que conviven con un mercado condenado a
renovarse sin cesar y de inmediato. El énfasis ha pasado
del consumo productivo, del consumo con miras a la producción y al trabajo, considerado este como valor central y
dador de sentido en la vida del sujeto, al consumo improductivo e inmediato. Este giro de la economía conduce a
una dirección diferente, que es la de suscitar cada vez más
el deseo, siempre también renovado, de los consumidores.
Un deseo que ya no puede ser, por lo tanto, y que, de hecho, ya no es, del orden de la utilidad o de la necesidad,
y que tampoco es del orden de lo natural. El cambio es de
tal magnitud que, por lo general, ya no se desea algo que
sacie, sino algo que se consuma pronto para poder empezar a consumir otra cosa. No importa si esa otra cosa es
más de lo mismo, siempre que se consuma como si fuera
algo nuevo.
En el contexto de esta crisis, el tiempo concentrado en
el instante presente que Nietzsche ilustra con el mito del
eterno retorno es una forma inédita de reconocer y de dar
nombre a una experiencia hasta entonces todavía inefable.
Nietzsche critica su época pero no le es ajeno sino que se
hace eco de ella, y registra con sutileza los indicios de una
nueva experiencia del tiempo que ya no es la experiencia
racional y previsora, orientada al progreso social e individual, del capitalismo en su fase de énfasis en la produc57
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ción, sino el tiempo de la emergente cultura del capitalismo en su siguiente fase, la fase de énfasis en el consumo,
un tiempo que ya no está regido por una identidad lineal
y acumulativa, sino por el imperativo del deseo, que se
satisface siempre en el instante, el instante que es algo, por
definición, despojado de sentido, en tanto que consiste en
una unidad atómica, desarraigada de todo proyecto personal e histórico. Así lo expresa, «en su más terrible forma», en La voluntad de poder: «Pensemos este pensamiento
en su más terrible forma: la existencia tal como es privada
de sentido y de meta pero repitiéndose ineluctablemente,
sin final en la nada: el eterno retorno».
3. Crisis de la cultura del trabajo y crisis del sujeto
El sujeto es una construcción en el tiempo, una biografía, un proceso, más que algo que ya nace definido y acabado, y en gran medida se define por su experiencia, por
su modo de vivir y por lo que ya ha vivido, así como por la
proyección subjetiva de una continuidad con esa experiencia pasada y presente en el futuro como lo que va a vivir,
y en general el modo que su experiencia tiene de cobrar
realidad no es objetivándose en discursos filosóficos ni artísticos sino haciéndolo en simples pero intransferibles y
propios hábitos, hábitos cuya perduración y estabilidad,
cuya continuidad, va dejando en el tiempo personal la impronta que define al sujeto con, y por, sus peculiaridades.
En el tiempo del consumo, precisamente, lo más característico es que nada perdura y todas las continuidades
posibles se disuelven. Ante el imperativo mercantil de lo
nuevo, es decir, ante el imperativo de lo nuevo como mercancía, ni los hábitos (de consumir, o sea, en el universo
mercantil, de vestir, de actuar, de pensar, de valorar, de
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El trabajo y sus vicisitudes en la contemporaneidad
creer, de ser y de vivir), sean legado de una tradición que
brinda un sentido de pertenencia a algo que define como
parte de una familia, una comunidad, una historia colectiva y compartida, una cultura, sean adquisiciones individuales que igualmente definen, dentro del marco de lo
anterior, una identidad personal, tienen ninguna continuidad posible. El mercado borra cada día lo vivido y dispersa y fragmenta al sujeto de eso que es lo vivido.
La nueva exigencia de reproducción del sistema económico en la fase de consumo crea un nuevo tiempo de
la generación y el consumo de las cosas (las ideas, los valores, la ropa, los utensilios, el arte, todo) en el que hacen
crisis muchas de las grandes verdades con las que el capitalismo de producción se puso en marcha.
No es una simple aceleración, sino que se trata de una
promesa y una expectativa general de innovación, de invención continua de lo nuevo, de modo que el tiempo
de la novedad queda fijado en el instante de un presente
continuamente repetido o de un mandato de innovar que
se repite y que da su vertiginosa potencia al tiempo del
consumo. El tiempo del progreso exige naturalmente continuidad y coherencia, mientras que la discontinuidad de
lo incoherente y de lo fragmentario es la estructura misma
del tiempo del consumo. En el universo de las mercancías
se gesta la ruptura del tiempo del progreso y se engendra
un sujeto deseante más allá de la lógica de la necesidad. Y
una y otro, la ruptura del tiempo y el nuevo sujeto deseante, sostendrán un mercado volcado a la salida comercial
de las mercancías de modo preponderante.
Como ya lo ha señalado Lipovetsky en La sociedad de
la decepción (2008), el giro en lo tocante al deseo es radical,
ya que, antes de que se impusiera la forma de consumo
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que conocemos hoy, «los placeres humanos se han vivido
durante milenios articulados en estructuras sociales y cronologías inmutables». En el mismo libro, Lipovetsky añade que esto produce un déficit de «sentido colectivo y de
integración comunitaria», de «sistemas de sentido integrador», de una «unidad, un sentido, puntos de referencia,
una integración comunitaria», por la crisis «de las grandes
utopías universales, la decadencia de la fe en las grandes
religiones “históricas”, la disolución de las estructuras comunitarias».
Hoy, por el contrario, el único elemento unificador de
los discontinuos instantes que sustituyen la continuidad
del tiempo lineal del progreso será la promesa siempre renovada de la novedad, es decir, un elemento ya paradójico
en sí mismo y cuyo modo de unificar es también paradójico, porque ante todo, dado que supone de nuevo cada vez
el fin y la obsolescencia del momento precedente al ahora
inmediato, no une sino mediante la desunión del nuevo
instante presente con todos los anteriores.
Así, la única pertenencia posible es la pertenencia a ese
presente: sustraerse al consumo es «no estar en el presente», «no ser parte de él», es decir, no ser parte de la sociedad, de la cultura, por más que se trate de una sociedad
y una cultura cuyo modo de ser consista en no ser nunca
nada definitivo. Si la identidad es lineal y acumulativa (es
decir, un proceso, no algo ya dado y cumplido), todas las
identidades entran en crisis con el giro del sistema económico que agudiza el «malestar» freudiano, ya que el
deseo, motor del consumo, es ajeno a toda identidad en
tanto lineal y acumulativa: no responde a otra cosa que al
llamado irresistible y absoluto de la urgencia del presente
inmediato, en sí mismo y por definición único, atómico,
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El trabajo y sus vicisitudes en la contemporaneidad
discontinuo y exterior a toda prospectiva o retrospectiva
concebibles, en tanto que incapaz de reflexión.
4. Patologías del trabajo y patologías del consumo
Como ya se señaló, en la sociedad moderna y burguesa, que desarrolla toda una cultura y una moral del trabajo, el elemento definitorio por excelencia de la identidad
del sujeto y de su pertenencia social será la actividad económica que la persona realice. Quizá a través del concepto
de «alienación», de «trabajo alienado», Marx haya sido el
primer gran pensador de la Modernidad en hablar de una
patología asociada al trabajo como forma de vida en la sociedad industrial. Marx señala que el proceso productivo
en dicha sociedad industrial tiene características completamente distintas al existente antes del desarrollo del capitalismo por el hecho de que la separación del obrero de
sus medios de producción le deja como única posesión su
fuerza de trabajo. Esto transforma la naturaleza del trabajo, o, más bien, introduce otro modo de trabajo, nuevo
en términos históricos y característicos de la sociedad moderna. Como es bien sabido, Marx confiere, en un sentido
universal que excede la circunstancia concreta del modo
particular que adopta en el contexto de la sociedad capitalista, valor antropológico al trabajo en tanto rasgo fundamental y definitorio de lo humano. Expone esta postura
claramente en cierto famoso pasaje de El Capital:
Como creador de valores de uso, es decir como trabajo útil, el trabajo es condición de la vida del hombre, y condición independiente de todas las formas
de sociedad, una necesidad perenne y natural sin la
que no se concebiría el intercambio orgánico entre
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el hombre y la naturaleza ni, por consiguiente, la
vida humana.
Contra esta concepción universal del trabajo como
actividad propia del ser humano, Marx caracteriza el sistema que tiene su origen en la separación del capital, el
trabajo y la tierra durante el proceso productivo con la
noción propiamente moderna de la relación laboral en la
cual quien carece de medios de producción se ve obligado
a vender su fuerza de trabajo a quien posee esos medios
y le compra esa fuerza de trabajo para su beneficio. Este
trabajo, cualitativamente distinto del trabajo en su sentido
originario y universal, es en Marx el «trabajo enajenado»:
¿En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo? Primeramente, en que el trabajo es externo al
trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que,
en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que
se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino
que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por
eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y, en el trabajo, fuera de sí. Está en lo suyo
cuando no trabaja, y cuando trabaja no está en lo
suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de
una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de
que, tan pronto como no existe una coacción física
o de cualquier otro tipo, se huye del trabajo como de
la peste. El trabajo externo, el trabajo en el que el
hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio,
de ascetismo. En último término, para el trabajador
se muestra la exterioridad del trabajo en que éste
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El trabajo y sus vicisitudes en la contemporaneidad
no es suyo, sino de otro, en que no le pertenece, en
que cuando está en él no se pertenece a sí mismo,
sino a otro.
Este fragmento de los Manuscritos económico-filosóficos
introduce una definición del carácter «enajenado» del trabajo como un «malestar» y una «patología» producidos
por la desviación de su curso natural de la actividad humana del trabajo, es decir, como una perversión de dicha
actividad o como un estado de enfermedad de la misma,
un estado morboso por el cual el que está obligado a realizarla «no se afirma, sino que se niega, no se siente feliz,
sino desgraciado» y «no desarrolla una libre energía física
y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu».
Weber indica de modo menos directo la patología asociada a la moderna cultura y a la moderna moral del trabajo caracterizándolas por el valor que ambas otorgan al
tiempo, concebido como equivalente virtual de riqueza,
de modo tal que la duración cronológica pasará a significar ante todo acumulación económica, y, en consecuencia,
el tiempo ocioso, perdida su inocencia o su inocuidad, se
convertirá en culpable despilfarro. También Weber indica
la innovación y la desviación del curso natural de las cosas
que este giro histórico encierra cuando afirma en La ética
protestante y el espíritu del capitalismo que «lo que el hombre quiere por naturaleza no es ganar más y más dinero,
sino vivir pura y simplemente como siempre ha vivido, y
ganar lo necesario para seguir viviendo», mientras que en
el orden económico moderno la ganancia se convierte, de
medio de subsistencia, en un fin por sí misma, y en el fin
por excelencia del trabajo: la ganancia «representa, dentro
del orden económico moderno, el resultado y la expresión
de la virtud en el trabajo».
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El trabajo en su sentido más universal y el trabajo «necesario para seguir viviendo» son, en Marx y en Weber,
respectivamente, los modos originarios de los cuales se
desvían, también respectivamente, el «trabajo enajenado»
de Marx y el trabajo como deber moral y orientado a la
ganancia por la ganancia misma de Weber. El concepto de
trabajo tal como Marx y Weber lo conciben en el mundo
moderno prefigura así las relaciones que la escucha analítica de Freud permitirá establecer en la teoría y la práctica del psicoanálisis entre los síntomas neuróticos, por un
lado, y, por el otro, el conflicto entre el deseo de placer del
sujeto y los imperativos del deber y la cultura que exigen
la postergación de ese placer o la renuncia al mismo.
Estas desviaciones, las representadas por el trabajo
como deber moral en Weber y por el trabajo enajenado o
alienado en Marx, se presentan como fenómenos socioculturales cuyo origen histórico se sitúa, para ambos pensadores, en la Modernidad. En ambos casos, el «malestar»
se encuentra ya presente: en Marx es definido como una
forma «de autosacrificio, de ascetismo», y en Weber se manifiesta, según lo describe este autor en La ética protestante
y el espíritu del capitalismo, en la noción del trabajo como un
elemento que disciplina y que regula la existencia, y que
pone límites a «todo goce desenfrenado de la vida».
Freud descubre en el síntoma neurótico la producción
simbólica y desfigurada de un conflicto interior cuya historia es la del neurótico pero también la del entorno en
el cual éste nace y se desarrolla como víctima paradójica
del «malestar» con el que su propia y suprema creación, la
cultura, lo enferma. Los síntomas del neurótico no se dan
en el vacío ni fuera de la cultura, la sociedad y la historia,
sino que se conforman a partir de la historia personal del
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El trabajo y sus vicisitudes en la contemporaneidad
individuo, que es también la historia de su sociedad y de
su época.
Esos síntomas dicen en clave patológica aquello de su
historia que ha marcado al sujeto con el estigma de la neurosis o de la enfermedad, aquello que en su entorno lo ha
vuelto productor de mensajes cifrados, de síntomas, y lo
ha señalado como enfermo, la otra cara de la civilización,
de la que surge con su inadaptación y su desdicha, aquello de sí mismo como humano que no tiene cabida en su
orden social y en su cultura, aquello que esta cultura margina, excluye, niega o prohíbe y que se vuelve mueca, tic
o lapsus, sueño, pesadilla, fobia o delirio, gesto postulado
desde su inicio por su propio emisor involuntario como
inadmisible y censurado, como vergonzante y malsano.
Freud vio el precario ajuste del sujeto humano a la cultura como el marco histórico de la patología individual, y
señaló, dentro de ese marco, el lugar de los conflictos que
surgen de la protesta del placer postergado y de las renuncias a la satisfacción, conflictos manifiestos como una
secreta resistencia a los deberes que trae consigo esa cultura: las patologías del trabajo forman parte, en la obra freudiana, de las patologías del deber y la cultura, situándose
trabajo y malestar como líneas confluyentes que integran
toda una vasta y ubicua malla social de valores, de preceptos, de sabotajes misteriosos y de involuntarios rechazos.
De haber sido una sociedad básicamente de productores somos cada vez más una sociedad de consumidores, una sociedad de consumidores que suma, a las nunca
superadas patologías del trabajo, las nuevas patologías
del consumo. La ergopatía encuentra así su opuesto equivalente y simétrico en el consumismo compulsivo, y la
inflexible eficacia del neurótico obsesivo convive con las
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TATARENDY: Nº 3, agosto, 2012.
adicciones y el desorden del borderline. De haber hecho del
autocontrol, del dominio de uno mismo, de la capacidad
de aplazar las satisfacciones y de la capacidad de resistir el sufrimiento y el esfuerzo los principales fundamentos de una identidad adecuada mientras tuvo vigencia la
mecánica propia de una economía centrada en la producción, hemos pasado a la promoción y al aliento generales
y masivos del fin de todo control de los deseos y de los
apetitos, del hedonismo, de la impulsividad, de la inclinación a satisfacer lo que se apetezca en el momento sin
demora ni espera, del ocio como espacio de consumo con
fines explícitos de puro placer, de la atención a todos los
caprichos, grandes o pequeños, del aplauso de toda expresión de «sano egoísmo». De la mano de un cambio en las
exigencias económicas por efecto del paso de una fase del
desarrollo capitalista a otra, hemos pasado de la exigencia
de la represión de los instintos y del placer a lo contrario,
a su culto cada vez más abierto.
Si esta irrupción hoy se hubiera perfilado como un
antídoto para las patologías del trabajo, cabría reconocer
al menos una función moderadora de los excesos precedentes en las patologías del consumo, pero, lejos de contrarrestarse mutuamente, completan el malestar de un
panorama asociado, desde las primeras grandes lecturas
sociológicas de la Modernidad, como hemos visto, a un
orden económico cuyos engranajes marcan la experiencia
colectiva y el psiquismo individual, la vivencia del tiempo
y el lugar del trabajo y sus patologías, y el de sus conflictos
con nuevas formaciones emergentes y patologías también
nuevas, factores todos de cuya interacción en el marco general de los permanentes cambios de la historia reciente el
clásico «malestar» freudiano surge con inéditas complejidades que vuelven el concepto de trabajo, tanto como tra66
El trabajo y sus vicisitudes en la contemporaneidad
bajo enajenado cuanto como trabajo en tanto deber y como
trabajo en tanto valor central de una cultura actualmente
en crisis, más problemático cada vez, si cabe.
Con un carácter, cabe decir finalmente, a modo de
síntesis del panorama esbozado aquí, lo bastante problemático como para que incluso la fina sensibilidad de un
Nietzsche, o la atenta escucha de un Freud para los signos
de malestar del mundo contemporáneo, no hayan podido
sino anticiparla, pero en modo alguno resolverla.
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