1 LA LITERATURA EN EL LABERINTO Miquel de Palol Confieso

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ENCUENTROS EN VERINES 1994
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
LA LITERATURA EN EL LABERINTO
Miquel de Palol
Confieso que cuando me enteré del tema de la reunión de Verines de este año,
“Literatura en el laberinto”, sufrí un desánimo. El núcleo central de mi última novela
publicada, y perdón por lo que aparenta inmodestia de la frase, es precisamente el asalto
y la resolución de un laberinto por parte del Teseo correspondiente. Entiendo que la
intención de los organizadores al proponer este tema no es el de incitar a los
participantes a una reflexión de tipo técnico o filosófico sobre el laberinto, sino más
bien, por así decirlo, de orden metafórico: una reflexión sobre la literatura, y, por ende,
sobre la visión de la realidad, a partir del modelo conceptual del laberinto. En mi caso,
por lo reciente de la experiencia a la que me acabo de referir, se me presenta una
metarreflexión: “la literatura de uno que ha escrito sobre el laberinto, en el laberinto”.
La cuestión se agrava a partir del momento en que es inevitable la constatación por mi
parte de que el laberinto que forma parte de mi novela es, como no podría ser de otra
forma, una metáfora de la existencia, y así se llega a un punto en el cual parece que,
como Alicia, o como la Dama de Shangai, el discurso ha quedado atrapado entre dos
espejos, uno frente al otro.
Retrocedamos, pues, o, ya metidos en metáforas, rompamos los espejos. No me
queda otro remedio, si no estoy dispuesto a terminar aquí mi intervención, que
resignarme a aceptar la mediatización que introduce en el presente mi inmediato pasado
literario.
Simplificado al máximo podríamos decir que camino + incógnita = laberinto. De
ahí se desprende que si hay camino, hay recorrido, si hay incógnita hay elementos de un
problema, y por lo tanto, posibilidad de elección. El abanico del significado está
servido, y es en buena medida perogrullesco: no tan sólo la literatura es un proceso
laberíntico, sino cualquier actividad creativa o resolutiva en las artes, en la ciencia, en la
investigación y en el pensamiento. El laberinto fue (y utilizo el pasado a plena
conciencia) uno de los emblemas favoritos de la iniciación y es, seguramente, en ese
terreno donde ha pasado sus horas más brillantes.
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Sin embargo, lo que realmente permite establecer tipologías de laberintos, al
margen de cuestiones técnicas en las que ahora sería quizá engorroso entrar, es su
resolución. Los dos tipos básicos son: el que se resuelve a partir de la llegada al centro,
y volviendo después por el mismo camino, y el que, no teniendo un centro propiamente
caracterizado, es decir, un lugar sustancialmente distinto a cualquier otro de los del
laberinto, tiene una entrada y una salida.
Al primero lo podríamos llamar laberinto sexual: la entrada es la vagina, el
centro es la matriz y la salida vuelve a ser la vagina; se trata pues, del emblema del
nacimiento, y como tal, del alumbramiento de la sabiduría dentro del iniciado. Éste es el
modelo más antiguo del laberinto, posiblemente el primigenio. El de Minos respondía a
ese esquema, y el centro es verdaderamente su resolución, donde debe producirse la
muerte o el triunfo, con la existencia de una cámara o momento fatídico (recordemos la
fórmula hic inclusus vitam perdit), asimilable al aborto. Queda una segunda parte no
menos decisiva, la correspondiente al regreso al mundo, ya como maestro. El hilo de
Ariadna es el cordón umbilical que, por transposición, permite que el proceso culmine
felizmente.
El segundo modelo, sin duda más moderno, responde a una visión de la realidad
menos deísta, por no decir más escéptica. Lo podríamos llamar laberinto digestivo: la
entrada por la boca, el recorrido intestinal (recordemos la analogía de los vericuetos del
intestino, y aun los del cerebro, con los laberínticos) y finalmente la salida anal. La
salida es escatológica en los dos sentidos principales del término: el proceso no es
emblema del aprendizaje o la iniciación, ni del triunfo de la sabiduría, sino de la
existencia misma, y parece llevarnos al fatalismo de los estoicos: puede haber, desde
luego, accidentes y perversiones, pero no se anuncia otro triunfo que el del propio
camino y en cualquier caso el resultado es la muerte.
Todo lo dicho hasta aquí sirve para la escritura de un libro, y aun para el
aprendizaje literario; incluso me atrevería a decir que sería tan sólo el guión para
especular más extensamente, por supuesto a partir de una declaración de principios y de
intenciones de cada cual. Que la trampa consista en no caer en un determinado lugar
maligno o, sencillamente, en resolver la dificultad intrínseca para hallar la salida, es tan
sólo cuestión de la naturaleza del problema propuesto, y se resolverá de una manera o
de otra si el caminante piensa que la literatura está, como mucho, para exponer
problemas, o bien es de los que creen (de éstos cada vez quedan menos) que a través de
ella también se puede intentar resolver alguno. Es una cuestión parecida a si uno piensa
que la vida tiene sentido, o bien piensa que no lo tiene. Igual que en la vuelta al mundo,
o tal como informa la teoría de la relatividad, en el viaje al infinito, el que parte en línea
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recta en una dirección acaba volviendo al punto de partida por el camino opuesto, o,
dicho de otra manera, la caza del toro metafísico, la búsqueda de la otredad, conduce a
uno mismo.
Llegados a este punto, parece que la cierta gravedad metafísica en la que he
aterrizado hará imaginar que uno pretende tener más de Plutarco que de Luciano (por
poner dos arquetipos fuera del barullo y la mixtificación de la modernez, que para eso
están los clásicos), lo cual, por supuesto salvadas las distancias, creo que no
corresponde a la realidad. Por lo tanto, voy a permitirme con una pequeña fábula sobre
la cuestión:
Un leopardo y un conejo están condenados a cadena perpetua en la misma selva.
Han intentado por todos los medios encontrar la solución para salir, y están ya a punto
de desistir y resignarse definitivamente cuando, un día, el conejo le dice al leopardo:
-Después de tantos años sin perderte de vista, creo que ya lo tengo. El plano de
la salida está representado en las manchas de tu piel.
El leopardo dijo:
-Eso me suena. Y, por los vagos recuerdos que me trae, es posible que, si estás
en lo cierto, nos convirtamos en el leopardo y el conejo más sabios de todo los tiempos,
pero dudo mucho que nos sirva para salir de aquí.
El conejo dijo:
-Puede que tengas razón, pero si no lo intentamos nunca lo sabremos.
El leopardo no lo tenía claro, pero ante lo exiguo de las alternativas, terminó por
acceder. Después de unos cuantos gruñidos, dijo:
-De acuerdo. Y ahora, ¿qué hay que hacer?
-El conejo dijo:
-Es muy sencillo: tú te tiendes en el suelo, boca abajo, como si estuvieras
agazapado preparándote para saltar sobre una presa...
El leopardo le interrumpió:
-Una manera delicada de organizar las cosas a tu manera...
El conejo retomó el discurso, un poco molesto:
-Bueno, mejor será que dejemos la filología, porque si no, no vamos a acabar
nunca. Pues bien, como te decía, tú te tiendes, en decúbito supino si lo prefieres...
El leopardo se rió:
-Ah, ¿lo ves? ¡El inconsciente te traiciona!
El conejo optó por no apuntarse al escepticismo del leopardo, y prosiguió:
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-Bueno, te pones como quieras, y entonces yo recorro tus manchas,
saltando desde cada una de ellas a las más próxima, de manera que el recorrido
sea el más breve posible, y con un ánimo de repeticiones...
El leopardo no pudo reprimir un comentario:
-Ah, ¿no puedes, evitarlo, eh? ¡Te sale el stajanovista!
El conejo hizo oídos sordos y continúo:
-...y, a medida que avanzo, tomo nota del recorrido, y después lo repito
en el suelo. Tu me sigues, y ya verás cómo esto nos lleva a la salida de la selva
de la cadena perpetua.
El leopardo se desperezó y se rascó la oreja con una pata trasera.
-Muy bien, pero veo un problema: ¿por dónde empiezas el circuito?
El conejo sonrió. Estaba claro que no iban a pillarlo en falso.
-Todo proceso de conocimiento es ascendente, de manera que empezaré
por el rabo y terminaré en el hocico.
Sin demasiado interés, el leopardo se prestó al experimento, y el conejo
recorrió su piel metódicamente tal como había anunciado, y tomando nota
escrupulosamente, aunque en voz baja. Pero cuando llegó al hocico, el leopardo,
que además de algo fastidiado con la falta de sentido del humor y de paciencia
del conejo, estaba ya impaciente por ir a comer, no pudo resistir la tentación y se
lo zampó de un par de bocados.
Naturalmente, como consecuencia de un acto tan irreflexivo, se encontró de
repente solo, como único condenado a cadena perpetua en aquella selva. Siempre le
quedó la duda sobre si el conejo estaba en lo cierto en su teoría y, por lo tanto, por culpa
de su incontinencia gástrica, había perdido para siempre la oportunidad de viajar por el
mundo. Mil y una veces intentó reconstruir, tal como creía recordarlo, el camino del
conejo sobre su piel, pero siempre fue inútil: paseos caprichosos por la inmensidad de la
selva. El conejo no debía ser muy listo para pretender alcanzar la sabiduría en las
narices de un leopardo. O a lo mejor sí, pensó al cabo de los años. Después de todo, de
una forma u otra, el conejo había conseguido salir de la selva, aunque hubiera sido
después de un proceso descendente: ¡Parece mentira, un conejo cusano, que gracias a él,
el leopardo, había culminado el conocimiento con el desconocimiento! Sí, estaba claro,
la sabiduría es un camino de ida y vuelta: a partir del hocico de leopardo, el conejo
había culminado el regreso, aunque hubiera sido solamente hasta, digamos, un poco
antes del inicio del rabo de su socio de cautiverio.
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