Ansiedad y tristeza La conducta obsesiva puede ser adaptativa en los casos en los que la preocupación facilita el cumplimiento íntegro de tareas. Su exageración, en cambio, puede interferir gravemente con la actividad normal del que la sufre. Del mismo modo, la ansiedad es un rasgo necesario, ya que prepara al individuo a afrontar una tarea exigente o peligrosa y por lo tanto aumenta sus posibilidades de éxito o supervivencia. La angustia como constituyente clave de la normalidad ha sido subrayada por la corriente existencialista, que la ha considerado como un rasgo intrínseco al ser humano. Para esta corriente de pensamiento, cuanta más angustia siente, más «humana» sería la persona. Para Martin Heidegger, de hecho, sólo la angustia permite conocer la verdadera realidad. De modo similar, todo el mundo sabe que la tristeza es esperable y normal en la vida cotidiana, aunque puede constituir el núcleo de los trastornos depresivos. Los trastornos de angustia (o ansiedad, pues es difícil distinguir entre ambos términos) representan una exageración de la ansiedad normal, y conducen a una paralización efectiva del individuo en lugar de a una acción más eficaz. Las personas con un trastorno por ansiedad generalizada, por ejemplo, viven en una constante aprensión respecto de lo que pueda ocurrir en el futuro, lo que puede interferir enormemente en su vida. Otras personas sin embargo muestran una ansiedad menos permanente o/y evidente como patología, pero inadecuada a la realidad a los ojos de quienes les rodean, como en el caso de las fobias. Hay fobias a situaciones con algún riesgo (como volar en aviones), con un hipotético pero improbable riesgo (como a las arañas), o sin riesgo alguno (como a ciertos colores). La ansiedad como rasgo participa también de la problemática de la continuidad entre diagnósticos. La presencia previa de diferentes cuadros, como depresión o trastorno de la personalidad, es uno de los factores de riesgo más claros para un trastorno por estrés postraumático tras la exposición a una situación amenazante o catastrófica [11]. Esta observación se ha replicado en diferentes trabajos, en particular en el que evaluó a supervivientes del atentado al edificio federal de Oklahoma en 1998 [12]. La presencia inespecífica de «trastorno mental» previo fue el factor que, tras el sexo femenino, pudo predecir mejor la aparición de un trastorno por estrés postraumático. Así, el desarrollo de un cuadro de ansiedad patológica tras un suceso que en la mayoría de la población evoca angustia está condicionado significativamente por la presencia previa de diferentes cuadros mentales. A su vez, como veremos, estos problemas predisponentes son, en el caso de los En el límite 183 trastornos de la personalidad, muy frecuentes, y por definición limítrofes entre la normalidad y la patología. En el caso de la depresión, la ansiedad es igualmente un síndrome muy frecuente. Alguna de sus formas, como la distimia (un prolongado ánimo subdepresivo, de intensidad oscilante), puede igualmente representar un modo de transición entre los afectos normales y los patológicos. Un modo de transición que en otros contextos se ha conceptuado como ajeno al dominio de lo patológico. Por otra parte es muy frecuente una preocupación ansiosa anticipatoria que no llega a constituir un síndrome clínico, como evidencia el hecho de que una de las dimensiones básicas de la personalidad descritas con anterioridad sea precisamente el neuroticismo. Esta dimensión, recordemos, consiste en el grado de preocupación anticipatoria de un sujeto normal, y no es síntoma de patología alguna. Sin embargo, cada vez más individuos reclaman atención (o modificación) para estas características de su personalidad, del mismo modo que se reclaman modificaciones del aspecto corporal para atenerse a ciertos cánones de belleza. Se va produciendo así una medicalización de cualquier tipo de malestar, observable en cualquier consulta médica actual, adonde muchos acuden buscando remedios para la ansiedad o tristeza reactivas a eventos vitales. Un asunto nada trivial relacionado con esto es el problema de cómo calificar estados no patológicos similares a la depresión y la ansiedad. Si los factores de riesgo coinciden, como vimos al hablar de los genes, y la expresión clínica de la depresión y la ansiedad como trastornos es similar a ciertos estados de la normalidad, ¿podemos distinguir conceptualmente los trastornos del ánimo de la tristeza como rasgo temperamental o como reacción a eventos vitales? O, lo que viene a ser lo mismo, ¿debe considerarse y tratarse como trastorno la tristeza profunda reactiva a una situación vital? Desde luego, su distinción tiene grandes consecuencias prácticas. La respuesta suele depender de la «proporción» entre la intensidad y duración de la respuesta y la situación, pero ¿cómo se determina esa proporcionalidad? En muchos casos es obvio que la conducta y los sentimientos pueden considerarse desproporcionados al desencadenante (si éste existe), sobre todo si aparecen manifestaciones de marcada desconexión con la realidad, como una inmovilización total del sujeto, delirios o alucinaciones, o una respuesta anímica muy diferente de la esperable en la población normal frente al evento desencadenante. Este tipo de reacciones pueden identificarse fácilmente como desproporcionadas y por tanto patológicas. Sin embargo, en otros muchos casos, la situación es mucho menos clara. Ante una dificultad vital importante, como la pérdida de un ser querido, una grave dificultad laboral o una enfermedad, la respuesta anímica y conductual es variable entre personas dentro de la más absoluta normalidad, pues sus modos de afrontamiento individuales y su red social determinan reacciones muy diversas. Probablemente la genética de cada persona limita el espectro de sus posibles reacciones ante tales tipos de eventos, aunque sin prefijarlos. En presencia de un factor desencadenante, no es pues fácil discriminar si la reacción individual está o no dentro de lo esperable, en términos de duración y/o intensidad. De hecho, en la práctica asistencial no pocas situaciones que requieren atención por su gravedad (que puede llegar a suponer un riesgo suicida serio) son desencadenadas por las mismas situaciones que otros sujetos simplemente integran en su biografía. Es lógico pensar que entre los primeros haya una vul184 Las fronteras abiertas de la cordura. No tan diferentes nerabilidad especial, quizá mediada por factores genéticos como los antes expuestos, presentes en la población normal. Esta continuidad causal y fenomenológica no puede, sin embargo, implicar que cualquier persona que atraviese una situación de tristeza intensa a causa de una determinada dificultad vital sea calificada como enferma. Una cosa es que los factores causantes de la depresión y la tristeza sean cualitativamente similares, y otra muy distinta que éstas sean idénticas, como no lo son el delirio y el fanatismo. Esa continuidad tampoco implica que su manifestación «sana» pueda considerarse como una forma atenuada de trastorno, y por lo tanto a las personas con cualquier tipo de malestar psicológico no se las debe considerar automáticamente como necesitadas de ayuda especializada. Esa cuestión es especialmente relevante en tiempos en que se ofrecen más o menos implícitamente remedios de expertos (farmacológicos o psicoterapéuticos) contra toda forma de malestar psicológico. La cultura actual va asumiendo implícitamente como un síntoma de enfermedad cualquiera de las manifestaciones de ese malestar, y con frecuencia creciente se reclama su rápida corrección. Vemos así que incluso las visitas a los servicios de urgencias de los hospitales tienen relación con la intolerancia al malestar producido por situaciones vivenciales más o menos difíciles, reclamando un fin inmediato de ese malestar. O que otros médicos soliciten a psiquiatras o psicólogos que sean ellos quienes informen a las familias de sus pacientes sobre desenlaces dolorosos. Uno puede preguntarse en este contexto si con esta «patologización» no estaremos anulando el potencial para el crecimiento personal de ese sufrimiento y/o facilitando una actitud de irresponsabilidad frente a la propia vida, en el sentido de que es el experto quien debe remediar todo malestar. El sufrimiento deja de considerarse así como una señal de que es necesario un cambio personal. El sufrimiento psicológico existencial inherente a la vida e incluso necesario es un clásico en la literatura filosófica y religiosa. La consideración apiorística del sufrimiento mental como patológico debe entenderse en el contexto del declive de las redes sociales y familiares de apoyo en la sociedad urbana occidental, que potencia la intolerancia a cualquier modo de malestar. No obstante, y en no escaso grado, esa patologización también puede haber tenido relación con las definiciones modernas de lo que es un síndrome depresivo, en particular a partir de la clasificación de la Asociación Psiquiátrica Americana en su tercera edición (DSM-III), publicada en 1980. Allan Horwitz y Jerome Walkfield tratan de este asunto en su libro The Loss of Sadness. Su planteamiento es que las clasificaciones modernas de la patología mental han «descontextualizado» las reacciones depresivas, al no tener en cuenta en sus criterios diagnósticos los factores desencadenantes89. En estas clasificaciones se establece que En el límite 185 —————— 89 No obstante, la DSM incluye en su definición general de trastorno mental la consideración de que no puede entenderse como tal cualquier tipo de reacción esperable ante un determinado evento en la cultura del paciente. Por otro lado, hay que reconocer que la medición de si una reacción es proporcional o no al contexto en que se da es muy problemática, y dependiente de las opiniones del observador. Además, en las clasificaciones de la enfermedad mental existe una categoría denominada trastorno adaptativo, que viene a ser un cuadro menos intenso que una depresión mayor o un trastorno de ansiedad y que está claramente relacionado con un desencadenante vital, aunque puede persistir cierto tiempo tras cesar éste. Sin embargo, el calificar como «trastorno» este tipo de reacciones implica el riesgo de denominar como patológicas no pocas reacciones en el rango de la normalidad. la depresión se diagnostica si se reúnen en un período de 2 semanas una serie de síntomas (insomnio, falta de concentración, desánimo, anhedonia, inapetencia,...). Pero esos síntomas suelen aparecer también en muchas reacciones normales vivencialmente difíciles y no patológicas. Su duración e intensidad pueden ser similares a las recogidas en la DSM, una similitud que probablemente se condiciona por la implicación de similares factores causales. Hemos visto por ejemplo que la variación en el transportador de serotonina se relaciona con la aparición de depresión ante eventos desfavorables y con distintas reacciones emocionales que siguen dentro del rango de la normalidad, o que un menor volumen del hipocampo puede ser común a las situaciones de gran estrés y la depresión. Sin embargo, la consideración descontextualizada de una serie de síntomas para diagnosticar una depresión puede dar lugar a muchos falsos positivos, es decir, a catalogar como depresiones meras reacciones vivenciales, sobre todo en un contexto social de baja tolerancia al sufrimiento y de excesiva reclamación de soluciones rápidas y especializadas. Esto es especialmente cierto si consideramos que cada vez se va proponiendo la clasificación como trastornos de más situaciones con incluso menos síntomas, como la llamada «depresión menor», o con menos intensidad, como la distimia. Esas situaciones pueden disminuir el rendimiento que un sujeto puede alcanzar en condiciones óptimas, pero eso no implica que sean trastornos mentales per se, pues tal disminución de rendimiento sobre el óptimo es lo esperable en las situaciones de malestar psicológico proporcional a una causa externa. La difusión del concepto implícito en esas clasificaciones entre la población, a través de los medios de comunicación, y el tipo de condicionamiento de los hábitos diagnósticos de médicos generales y especialistas actualmente más común, hacen que la población general identifique a priori como enfermedad cualquier malestar mental. Tal concepto debilita las respuestas normales ante ese malestar. Al asumir que se trata de un «problema mental», el sujeto y el entorno depositan con frecuencia creciente las expectativas (y exigencias) de mejoría en el experto, y descuidan su propio papel en el cambio90. Para Horwitz y Wakefiled, las clasificaciones modernas de la depresión han mejorado la fiabilidad de los diagnósticos, al facilitar el acuerdo entre observadores mediante una descripción clara de qué se considera depresión, pero a costa de la validez, pues en muchos casos se identifica como enfermo a quien simplemente está en una situación personal difícil. Es muy probable que esta identificación errónea de patología y reacciones 186 Las fronteras abiertas de la cordura. No tan diferentes —————— 90 En un sentido similar, recientes «descubrimientos» diagnósticos como la fibromialgia o el síndrome de fatiga crónica en ciertos casos pueden difuminar la responsabilidad personal de quien los recibe más que contribuir a su mejoría, merced a definición realmente limítrofe con los modos de reaccionar normales ante circunstancias más o menos difíciles. En estos casos, el cambio personal puede quedar en el olvido pendiente de la mejoría esperada de la intervención del «experto», lo que también tiene un impacto negativo en la consolidación de redes personales de afrontamiento de las circunstancias difíciles. Igualmente, la atribución de nombres anglosajones a conductas disruptivas como «mobbing» o «bullying» está contribuyendo a su identificación incorrecta como patologías sufridas por un sujeto, descontextualizándolas del entorno en que se producen y separándolas artificialmente de otros problemas similares. Por la atribución de un nombre se las transforma en algo realmente existente. Finalmente, la creación de nuevas etiquetas diagnósticas diferenciadas a situaciones muy similares entre sí salvo en una característica puntual y muy dependientes de la actitud del sujeto y de quienes le rodean (la dependencia de los videojuegos, o del móvil,...) crean la sensación de que se trata de enfermedades de reciente aparición cuya solución incumbe exclusivamente por los profesionales. vivenciales intensas, basada en los criterios DSM, contribuya a la semejanza entre los efectos del placebo y los antidepresivos referida en algún estudio reciente. Por ejemplo, una reciente revisión del Instituto de Salud y Excelencia Clínica británico sugiere que el tipo de antidepresivo más habitual en la actualidad, los inhibidores de la recaptación de serotonina, no ofrece ventajas clínicamente significativas sobre el placebo en el conjunto de todo el espectro de severidad de los problemas depresivos [13]. La respuesta a la cuestión de qué constituye un trastorno en este contexto de similitudes causales y fenomenológicas no es muy evidente. Una forma de abordar el problema que me parece aceptable es considerar trastorno a las disfunciones que resulten perjudiciales para el sujeto en cualquier circunstancia, sin depender primariamente de las características sociales del entorno del sujeto, y sin que ese perjuicio se limite a una reducción de la felicidad. Este concepto nos ayudaría a distinguir entre la auténtica depresión, la tristeza ante situaciones vivenciales y el temperamento ansioso o triste, que no es perjudicial para el sujeto en el sentido que menciono. Este modelo puede aplicarse a la distinción entre la normalidad y otras situaciones que, siendo patológicas, están en una relación de continuidad fenomenológica y casual con la normalidad similar a la presente en los trastornos del ánimo. Hablaré un poco más extensamente de ello al final del libro. Merece la pena comentar que las críticas de Horwitz y Wakefield, entre otros, están contribuyendo al trabajo de las comisiones que trabajan en la elaboración de los criterios para la depresión que aparecerán en las nuevas ediciones de las clasificaciones de enfermedades (DSM-V y CIE-11), que se espera aparezcan en 2012. Algunos proponen la necesidad de incluir en estas clasificaciones un criterio situacional, similar al que ahora existe para las reacciones de duelo [14]. Otros en cambio proponen eliminar esta limitación y dejar simplemente criterios de duración e intensidad de síntomas. En mi opinión, el problema es que no sabemos predecir qué reacciones emocionales se perpetuarán o desaparecerán sin tratamiento en un plazo razonable. En buena lógica, sólo las primeras deberían ser llamadas enfermedad