A cinco meses de su muerte ¡Gracias Michael…! Partió un 25 de junio y la historia de la música quedó marcada con su sorpresivo deceso. Durante los años ochenta, un grupo de chicos recuperó la ilusión en medio del terrorismo, el dólar MUC y la leche Enci con la Caminata lunar. Aquí, el recuerdo de un niño rimense atrapado por las nostalgias del ex Jackson Five. Por: Miguel A. Quiroga Tavera. ([email protected]) Crecí en el Rímac, en la Calle 5789, en el departamento H. Allí, en la misma Florida, en donde el Sporting Cristal tan sólo tenía un club y no un estadio. Allí, donde los “Bentinianos” (del colegio Ricardo Bentín) y los “Parejinos” (del colegio Pasoldán) se peleaban cuerpo a cuerpo en medio de la pista, donde, con dos piedras como arco, se jugaba al mundialito y, donde, buscar chicas del Colegio Bellido o del Colegio Parroquial La Consolación era una aventura que se iniciaba a la salida de aquel turno tarde y terminaba en las bancas y en los pastos del parque del Avión. Si, allí mismo, entre los primeros avistamientos de aquella peruanidad crecí. Pero existió algo que conjugo mi infancia, y ello, se dio un año antes de que yo naciera. Era 1982 y un álbum musical titulado Thriller se consolidaba como el más vendido en la historia sonora. Michael Jackson, sin saber, le había hecho un preludio a mi generación. Generación que en medio de una precaria infancia sonreiría con cada “¡Auuu!” (Grito característico del ya entonces Rey del pop). Aullido que acompañaba cada swing y se desprendía a través de los discos de vinilo y posteriormente de los cassettes. El Rey nos había conquistado. En cada fiesta de los niños de mi calle se escuchaba a Jackson. Era un fenómeno. Todos tratábamos de aprender cada coreografía que lucía en sus videos. El saber de memoria cada paso de Trhiller, en las matinés, era un motivo de júbilo y algarabía. La madre de Pepito le ponía rollo a su cámara y disparaba el flash. Como anhelaba la señora que su hijo luciera como una estrella en el álbum familiar. De la misma manera lo hacía la madre de Panchito, de María, de Jonás. Todos se divertían y coreaban las letras de las canciones en un inglés masticado, esas letras que conquistaron el mundo desde que el pequeño Michael se iniciara en los Jackson Five. Su voz melodiosa nos hacía ingresar a un trance. Los niños se reían, se divertían, sin malicia, sin prejuicios, sin nada. Eran los ochenta y Michael nos hacía olvidar el horrible sabor de la leche Enci de García, el último atentado de Guzmán, las mismas peleas de nuestros padres, la no clasificación de nuestra selección de futbol al mundial. Nada era tan bueno como el escuchar a Jackson y verlo saltar y vibrar con ese estilo único. Recuerdo que al cumplir los seis años, la moda del Rey había trascendido rápidamente. Le pedí a mamá de manera insistente un guante blanco, como el que lucía Jackson en Billie Jean, esa canción que ocupo el primer puesto durante 9 semanas en Estados Unidos. Era 1984, un año después que los de mi generación abriéramos los ojos. Gracias al cielo que no tarde mucho en conseguir un guante. No como el que lució en Moonwalk y por el que se pago hace unos días 350 mil dólares, con sus brillantes incrustados y hecho a su medida; sino un guante blanco que en cada matiné me servía junto a un sombrero viejo del abuelo para acompañar los pasos de la caminata lunar que tanto gustaban. Sí, era una locura. El estilo de Jackson era único, los de secundaría subían las bastas de sus pantalones, las medias blancas se hacían notar y los mocasines o los zapatos acharolados eran el boom en la venta de calzado. No quizás en Monterrey -otrora exitoso supermercado peruano- sino acacito no más, en el Mercado de Ciudad y Campo, en el picante Rímac. Cómo no recordar 1988 cuando Michael Jackson estreno Smooth Criminal. Yo no conocía ni nunca supe de Al Capone, pero dicho single me dio una idea de quién era. La letra era propia de Jackson; así mismo lo era la coreografía que, junto a los vecinos de mi calle nos deleitamos al verla en su película Moonwalker, en una pequeña pantalla de un televisor de Perilla. Era sensacional. La mejor parte era ver al Rey vestido de blanco, abalanzando su cuerpo inmóvil, tentando a la gravedad, hacia el piso, de manera recta, firme y, luego, volver a como estaba en un principio. Ello sin duda, junto con mis coetáneos de ese entonces jamás pudimos lograr, pero eso no importaba, aún podíamos conseguir o el sombrero blanco o el elegante traje. Los ochenta en la historia de nuestro país, y sobre todo en los que crecieron en aquel barrio del Rímac, fue una década en la que el terror cubría las primeras planas y en las que el dólar MUC producía más divorcios y peleas entre los progenitores. Sin embargo, una figura nos ayudo vivir lo que sin duda debe vivir un infante. La ilusión, la gracia, la dicha, la risa, los juegos, la vida misma. Eso era todo lo que no perdimos por él. Gracias Michael. Estés donde estés. Tu legado se inicio en los ochenta. No hay duda.