Editorial. La guerra. Revista Universal. México

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EDITORIAL
La guerra
Se alarma la opinión pública; se comienzan a explotar los rumores de guerra;
se principia a pensar en que se levanta para nuestro país una nueva era
ruinosa de dificultad y de invasión. ¿Quién tiene derecho para pensar todo
esto?
Es verdad que Le Trait d’Union ha publicado unos graves telegramas; es
verdad que los periódicos los reproducen; es verdad que a nosotros los
comunicaron; pero no es menos cierto que llegan los vapores, que se recibe la
correspondencia, que llega al gobierno la oficial, que nada se habla de esto, y
que nada confirma este peligro grave para la tranquilidad y la paz de la nación.
No es digno de la sensatez exagerar el riesgo y presentarlo desfigurado y
abultado a las sensibles y exaltables masas populares. Estudien los sensatos la
situación verdadera, la verdad conocida, la única de que los hechos se pueden
deducir; estudien si pueden llevarnos al peligro anunciado las causas
anteriores; indaguen qué hay de cierto en cuanto vagamente se dice; y a una
vez aconsejen lo que nuestro pueblo posee ya, la dignidad y la energía,
desvaneciendo, con fundamentos de verdad, los errores que la pudieran hacer
exagerada, crédula e inútil.
Bien puede ser que haya habido recíprocas agresiones; que hayan tenido
desahogo antiguos rencores; que de una u otra parte esté la justicia, lo cual se
averiguará a su tiempo; pero no decide esto una declaración de las
hostilidades; no es esta la manera con que las guerras se declaran hoy. Esto
pudiera ser el fundamento de un conflicto: a ser esto cierto, las reclamaciones
injustas pudieran traer graves complicaciones; pero antes de la intención de la
guerra, se la encubre por lo menos con la política de reclamar.
Las relaciones entre México y los Estados Unidos han sido hasta ahora y
desde hace algún tiempo públicamente cordiales: las corporaciones se
esfuerzan en manifestarnos simpatía; el gobierno mantiene y estrecha
amistosas comunicaciones; los hijos de la Unión nos visitan con una frecuencia
creciente a todas luces y verdaderamente extraordinaria: ¿con qué derecho ha
de pensarse que se rompan de repente las leyes de la cortesía, y para hacer
una reclamación un pueblo amigo nos amenace de un modo impolítico con una
guerra inminente?
Cuestiones mucho más graves que las de que ahora se habla, han sido
presentadas a la comisión mixta de reclamaciones y han sido resueltas por la
mutua buena fe de ambos gobiernos.
Las naciones no hablan ni deciden de tan precipitada manera como los
individuos. Se reclama por el ofendido, se contesta por el ofensor, se ofrecen
términos medios que se rechazan o se aceptan; se expone luego el ultimátum
seriamente pensado y discutido, y entonces, hecho todo esto, el ultimátum
rechazado,—el conflicto se concreta, la guerra debe venir, y la guerra viene.—
Pero preparada, dilucidada, discutida. De una manera más o menos violenta,
más o menos acre, más o menos pronunciada, pero por un camino natural,
común, usado, perfecto, que paso a paso se recorre y fuera del cual no es
justificable la alarma ni la exageración que han de conmover a todo un pueblo.
En la cuestión actual, noticias particulares y generales nos hacen ratificar
con placer la consideración que hicimos al publicar nuestros telegramas. No es
solo que en los Estados Unidos existe una compañía mercantil interesada en
que se propalen noticias de guerra con México; no es solo que por vías
privadas sepamos cuánto hay de dudoso en los partes que aquí hemos
recibido; no es que hayamos hablado hoy mismo con personas de tal manera
desinteresadas en la verdad de estas noticias que, a ser ciertas, no hubieran
podido abandonar sus intereses y su país que acaban de dejar por visitarnos;
no es que un caballero americano, ligado de una manera vital con la
certidumbre de estos rumores, nos haya asegurado ayer que la noticia de la
guerra es lo que el lenguaje vulgar y expresivo llama un canard; —es que para
nadie pueden pasar desapercibidos la lucha electoral que se acerca en la
república vecina, el interés del presidente Grant en conservar el poder, los
extraordinarios manejos electorales con que en los Estados Unidos los bandos
se combaten, lo que afianzan en el poder a Mr. Grant los rumores y peligros de
la guerra. Él debe la elevación a la presidencia a sus triunfos militares; a estos
invoca, y la posible necesidad de que el país haya de necesitarlos ayuda a los
fervientes partidarios de la reelección del actual presidente.
¿Pero el ardid de un colegio electoral, el manejo de un partido, la astucia y
habilidad de algunos electores, merecen ser de repente elevados al rango de
un peligro y de una buena guerra?
¿Así se rompe una cordialidad que ellos mismos se esfuerzan en estrechar más
cada día?
¿Así se pasa por sobre los trámites de la diplomacia más sencilla?
¿Así podemos asegurar lo que las noticias oficiales no confirman?
¿Así tenemos el derecho de creer sobre datos no confirmados la alarma y las
dificultades en el país?
Formales y respetables afirmaciones, deducciones severas, cordialidad
anterior; noticias particulares; todo anuncia el origen dudoso del hecho que se
presenta como motivo de una guerra próxima.
Pero, aun cuando el hecho fuera cierto, aun cuando nuestras noticias
mintiesen, aun cuando la cordialidad se rompiese, no se podrían romper entre
los dos gobiernos la cortesía mutua y los trámites precisos para que las
reclamaciones se formulen y se contesten, se estudien y se comparen.
Y podría ser que se violaran estos trámites, que se pasara por sobre estos
deberes, que la situación particular en que México se encuentra precipitase y
rompiese con todas estas costumbres diplomáticas. Pero si esto ha de suceder,
si estos naturales miramientos han de olvidarse y de romperse, no de un modo
prematuro les hemos de prestar atención que aún no merecen:—a que las
costumbres establecidas se violen, a que el rompimiento sea cierto,
esperaremos para ejercer nuestro criterio y estudiar sólidamente la
conveniencia y la actitud de nuestro país.
Revista Universal. México, 15 de abril de 1875.
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