¿Engañó Julio César a sus asesinos?

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EL MUNDO - M A G A Z I N E
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Domingo 23 de marzo de 2003
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HISTORIA | CRIMEN SIN RESOLVER
¿Engañó Julio César a sus asesinos?
Todo fue muy rápido. Había prescindido de sus guardaespaldas después de recibir
reiteradas advertencias sobre una posible conspiración. Hasta su esposa había
presagiado en sueños su muerte violenta. El mayor genio militar de Roma, Julio César,
se presentó solo un 15 de marzo ante sus atacantes. Recibió un aluvión de puñaladas,
aunque tan sólo una resultó fatal. Este asesinato mafioso le hizo inmortal. Por ello,
expertos de la Policía italiana han recreado la autopsia original y creen que César
planeó la emboscada e incitó a sus enemigos. Esta hipótesis, aparecida en “The
Sunday Times Magazine”, es rebatida por el historiador César Vidal, que acude a
fuentes autorizadas para analizar este apasionante crimen sin resolver.
por César Vidal, ilustraciones de LPO
Creador del Imperio más importante de la Antigüedad, escritor latino
extraordinariamente elegante, genio militar, político de talento, conocido seductor...
Los calificativos se acumulan a la hora de describir la figura de Cayo Julio César, un
personaje que sigue provocando un interés desusado. No es de extrañar, por tanto,
que su vida y su obra inspirara a Haendel para escribir una obra musical o que llevara a
Shakespeare a redactar una de sus grandes tragedias. En semejante circunstancia
influyó que su final estuviera teñido con el material más adecuado para este inimitable
género.
Ese patetismo ligado a la muerte posiblemente explica que todavía hoy en día se
vuelva periódicamente sobre el asesinato más relevante de la Historia de Roma. Así ha
sucedido en los últimos tiempos en países tan distintos y distantes como son Estados
Unidos e Italia.
En el primer caso, el protagonista ha sido el doctor Harold Bursztajn, miembro de la
Harvard Medical School. De acuerdo con las tesis de Bursztajn, el asesinato de César
no habría sido fruto de una conspiración republicana sino lo más parecido a un acto de
suicidio. César habría sido una mente genial que empujó a sus enemigos para que le
dieran muerte tal y como deseaba y había planeado.
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Naturalmente, la pregunta que surge de manera inmediata es por qué César habría
tomado tan peculiar decisión. Según Bursztajn, padecía una forma de epilepsia que,
entre otros inconvenientes, le habría provocado incontinencia e incluso diarreas.
Enfrentado con el hecho de que semejante mal podría arrojarle con facilidad en el
descrédito e incluso en el ridículo, habría decidido planear su propia muerte y
asegurarse el paso a la posteridad. Al presentarse sin guardaespaldas y, sobre todo, al
colocarse por encima del Senado, proporcionó a sus enemigos un acicate para
asesinarlo. Sin embargo, los puñales de los conspiradores sólo sirvieron para cumplir
con los designios de César. En primer lugar, le aseguraron la muerte deseada. Luego,
se produjo la sucesión en la persona de Octavio, su sobrino, y, finalmente, el dictador
se aseguró un lugar en la Historia.
Menos radical en sus conclusiones y más centrado en aspectos técnicos es el coronel de
la Policía italiana Luciano Garofano. Éste sostiene, en las páginas de The Sunday Times
Magazine, que el asesinato no pudo ser cometido por más de 10 personas. Hasta ahora
se había pensado que el grupo era muy numeroso. De acuerdo con la tesis de
Garofano, César encontró la muerte en un tipo de ejecución similar a las utilizadas por
los matones de la mafia. Precisamente por ello, de haberle asestado 23 puñaladas
como sostienen las fuentes, el número de asesinos tendría que haber oscilado entre
cinco y 10. Una cifra mayor de atacantes, según el policía, hubiera impedido maniobrar
con la destreza imprescindible.
“Basándose en la dirección y en la frecuencia de las puñaladas, no hay duda de que el
ataque inicial tuvo lugar por la espalda”, señala el médico forense y psiquiatra español
José Cabrera. “Una vez caído en el suelo, recibió el resto. La única mortal fue la que
sufrió por la espalda, a la altura del corazón. La muerte fue muy rápida, no sobreviviría
más de cinco minutos, y la causa fue una hemorragia interna”.
¿Qué hay de cierto en las tesis de Garofano y de Bursztajn? A tenor de lo que queda
atestiguado por las fuentes históricas hay que decir que más bien poco. “El suicidio
debido a una conspiración es muy poco probable”, explica Cabrera. “Era un personaje
muy odiado, y todo pudo deberse a un juego político interno. Aunque obviamente sabía
que querían matarle. Si padecía ataques de epilepsia, es normal que tuviera momentos
de ausencia, y que bajara la guardia en el plano mental”. En realidad, la muerte de
César distó mucho de producirse en un momento de decadencia física o política del
emperador. A decir verdad, tuvo lugar cuando se hallaba en la cumbre de su poder.
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Tras una juventud relativamente mediocre que le llevó a lamentar amargamente el
haber obtenido logros tan diferentes de los conseguidos por Alejandro Magno,
experimentó, gracias a la alianza con Pompeyo y Craso, una ascensión fulgurante.
Primero, obtuvo el gobierno de las Galias que, salvo un reducido territorio, a la sazón
eran independientes. En una serie de brillantísimas campañas, César no sólo se
anexionó las Galias sino que incluso realizó una expedición de castigo contra lo que hoy
conocemos como Inglaterra para desarticular la ayuda que los galos recibían de los
druidas e incluso se permitió adentrarse por la ignota Germania. Cuando terminó la
guerra gálica, resultaba obvio que Roma, regida por una república oligárquica, sería de
César o de Pompeyo.
DICTADOR PERPETUO. Nuevamente el genio militar de César dio lo mejor de sí. No
sólo aplastó a Pompeyo en Farsalia obligándole a huir a Egipto –donde sería asesinado–
sino que, tras desembarcar en la tierra del Nilo en persecución de su adversario, fue
desarticulando uno tras otro los ejércitos de sus enemigos aunque eso le llevara a
marchar a Oriente Próximo o a tierras españolas. En el año 44 a.C., César había
anunciado una campaña contra los partos –que habían dado muerte a su antiguo aliado
Craso– y se había convertido en imperator y dictador perpetuo, una contradicción
porque la dictadura romana era precisamente una magistratura temporal para
ocasiones de emergencia.
Sin embargo, a pesar de lo señalado por el forense norteamericano, César había sido
moderado en el ejercicio del poder. No elaboró listas de proscripción de sus adversarios
como habían hecho Mario y Sila; por tres veces rechazó la corona, no consintió que se
le convirtiera en dios en Roma, se separó de Cleopatra, que le había dado un hijo, y
perdonó a los partidarios de Pompeyo permitiendo que se reintegraran en la vida
política. Claro que una cosa era que él fuera clemente y otra es que sus enemigos
estuvieran dispuestos a agradecérselo.
Por lo que se refiere a la enfermedad del dictador, es posible que padeciera epilepsia,
pero en ningún caso queda consignado que viniera aparejada de incontinencia o de una
disminución de su capacidad mental. A decir verdad, el César de los últimos tiempos
fue de una extraordinaria brillantez no sólo militar –venció a Farnaces en la famosa
campaña del “veni, vidi, vinci”– sino también política e incluso literaria. Finalmente, es
más que dudoso que se dejara matar.
En realidad, las fuentes clásicas –como Suetonio– señalan que, cuando acudió a la
Curia, los conjurados se le acercaron con la excusa de presentarle sus respetos y uno
de ellos llamado Címber Tilio intentó entregarle un memorial que César rechazó en ese
momento. Entonces, Címber Tilio le cogió de la toga por los hombros, lo que provocó
una rápida reacción de César, que gritó que aquello era un acto de violencia.
Antes de que pudiera decir más, dos atacantes se abalanzaron, hiriéndole uno en la
espalda y otro por debajo de la garganta. La reacción de César fue fulminante y, desde
luego, encaja mal con la tesis de un suicidio. Agarrando del brazo a uno de los
conspiradores, le atravesó con su estilete e intentó abrirse paso, pero un nuevo golpe
le detuvo. Con todo, lo que paralizó su defensa fue descubrir entre los que le atacaban
a Marco Bruto. César había sido amante –y, por cierto, generoso– de la madre de Bruto
e incluso se rumoreaba que podía ser el padre. Las palabras que dirigió al asesino –“Tu
quoque, filie” (tú también, hijo)– parecerían confirmar esa tesis.
El contemplar a Bruto, por el que había sentido verdaderamente afecto, fueran o no
ciertas las noticias sobre su paternidad, desmoronó psicológicamente a César. En un
último gesto de dignidad, se cubrió la cabeza con la toga mientras con la mano
izquierda hacía bajar los pliegues sobre la extremidad de las piernas para caer con más
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decencia. No se puede determinar si en el crimen intervinieron, como afirma Garofano,
tan sólo un número de asesinos que iba de cinco a i0, ya que los conspiradores
pudieron ir acercándose a partir de ese momento al cuerpo de César para apuñalarlo.
En este sentido, el forense José Cabrera sí se inclina por la idea de que pudieron ser no
más de i0: “Probablemente, más cerca de cinco. No todos querían matarle, la mayoría
le apuñaló en zonas no vitales, como las piernas. Más que matar a una persona, parece
que querían eliminar una conducta política a través del magnicidio”. No hay que
olvidar, sin embargo, la personalidad de la víctima. “Como psiquiatra”, prosigue
Cabrera, “creo que padecía un trastorno de la personalidad, con carencia de
afectividad. En algunos momentos se creía Dios, con facultad para matar y violar. No
era un romántico, como Nerón, que leía poesía. Se creía por encima del ser humano”.
PRESAGIOS. Cuando, finalmente, se desplomó, los asesinos olvidaron su propósito
inicial de arrojar el cuerpo al Tíber y huyeron. Permaneció un buen rato el cadáver en
el suelo hasta que tres esclavos lo colocaron en una litera y, con el brazo colgando, lo
trasladaron a su casa. Según relata Suetonio, lo examinaría el médico Antistio, que
llegó a la conclusión de que sólo una de las 23 puñaladas –la segunda, que recibió en el
pecho– había sido mortal. Fue entonces cuando surgió probablemente la leyenda sobre
los anuncios que habían presagiado su muerte –caballos que supuestamente lloraban,
sueños de su esposa en los que se veía que se derrumbaba la casa, etcétera– y que él
habría desatendido.
Sea como fuera, si César recibió advertencias sobre un atentado, lo que puede
afirmarse es que su testamento distaba mucho de estar concebido para burlar a los
conspiradores. Baste decir que en él designaba tutores de un posible hijo futuro a
varios de sus asesinos e incluso a Décimo Bruto, uno de los más destacados, lo incluía
en la lista de sus herederos de segundo grado. Si algo indican todos estos aspectos no
es que César hubiera planeado con detalle su muerte sino, más bien, que no se le
pasaba por la cabeza semejante eventualidad.
Sus funerales, celebrados en el Campo de Marte, fueron precedidos por un desfile de
personas que deseaban rendirle homenaje. El número era tan extraordinario que,
convencidas las autoridades romanas de que no habría tiempo para que todos pasaran
ante el cadáver, se aceptó que no se guardara fila y que cada uno dejara su presente
en el Campo de Marte partiendo de la calle que deseara.
Después de que el cuerpo fuera incinerado, no sólo los romanos manifestaron un
profundo dolor sino también las colonias extranjeras que residían en la capital, en
especial los judíos. Apenas concluyó la ceremonia, en la que se recitaron multitud de
poemas, la muchedumbre se dirigió a las casas de Bruto y de Casio, otro de los
conspiradores, para prenderles fuego. Lo que vendría después sería una guerra civil en
la que los conjurados –defensores de una república idealizada por distintos autores
pero carentes ellos de ideales– serían derrotados. Ninguno falleció por causas naturales
y ninguno logró extender su existencia más de tres años después de la muerte de un
personaje que, a pesar de sus asesinos, fue proclamado dios de manera casi inmediata.
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Un asesinato “mafioso”
El coronel de la Policía italiana Luciano Garofano ha reconstruido el asesinato de
Julio César, ocurrido el 15 de marzo del año 44 a.C. Basándose en la autopsia
original, realizada por el médico romano Antistio, ha elaborado un modelo
informático para avalar su hipótesis: que se trató de un crimen de tipo mafioso.
En la emboscada participaron entre cinco y 10 atacantes. “Desde el punto de
vista psicológico”, explica el investigador, “era importante para todos los
conspiradores manchar sus manos de sangre”. Sólo una puñalada resultó
mortal: la que, a través de la espalda, llegó al corazón del emperador. Su autor
fue, con toda probabilidad, Bruto, su hijo.
23 puñaladas
Aunque sólo una llegó al corazón, los atacantes asestaron en el cuerpo de Julio
César 23 puñaladas. “No todos querían matarle”, asegura el médico forense y
psiquiatra José Cabrera. “Algunos le apuñalaron reiteradamente en las piernas.
Al menos uno o dos de los asesinos le odiaban profundamente. Eso explica las
puñaladas en la cara y en los ojos”. Los múltiples apuñalamientos tienen un
paralelo con los métodos de la moderna mafia: se trata de un ritual en el que
todos los participantes se reparten la culpa. Además, la emboscada pudo contar
con la participación activa de César, que se presentó solo ante sus enemigos.
Cuando el emperador cae al suelo, alguien le marca la cara. “Es la especialidad
favorita en Sicilia: desfigurar el aspecto de un hombre”, comenta el coronel
Garofano. “Da la sensación de tratarse de un crimen simbólico”, señala el
forense Cabrera.
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