Susana Shirkin de Testado

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CRECER EN LA ALEMANIA NAZI:
LA HISTORIA DE FRANZ
Susana Shirkin de Testado*
*
Docente de Historia Contemporánea de la Facultad de Filosofía y Letras de la
U.B.A., Universidad del Salvador, Universidad Nacional de Lomas de Zamora.
CRECER
LA
EN LA
ALEMANIA
HISTORIA DE
NAZI:
FRANZ1
Las nuevas tendencias en la historia interaccionan cada vez más con los análisis de tipo
sociológico y se recurre a formas de la comparación sociohistórica. La historia de vida es una fuente
cualitativamente rica, básica para su utilización en este tipo de perspectiva.
El objetivo principal de la obtención de estas narrativas fue explorar las características de la
recepción y permeabilidad al discurso nazi de los alemanes católicos que, durante el ascenso,
desarrollo y ocaso del Nacionalsocialismo, eran niños y jóvenes, con la característica común de
haberse exiliado posteriormente de Alemania por voluntad propia.
La existencia de un testimonio especialmente valioso dado por un sujeto de singular
sinceridad respecto de sus propias percepciones, justifican su desglose aunque sea complementario
del objetivo principal de la investigación.
La historia de Franz von S. no es la de los católicos alemanes durante el Tercer Reich ni la de
una clase social u otro grupo representativo. Con la siempre presente fusión entre la percepción
individual del entrevistado y el recorte específico efectuado por el investigador que la transcribe y está
basado en su propia subjetividad, es la historia de una individualidad conviviendo con dos universos
de valores y creencias, el cristiano y el construido por el nazismo, que debieron ser antagónicos y
excluyentes pero donde el antagonismo y la exclusión fueron reemplazados durante mucho tiempo
por la complementariedad y la asimilación. También es el relato del tardío e inútil choque de las dos
cosmovisiones y sus consecuencias.
Esta historia de vida forma parte de una larga búsqueda entre alemanes de religión católica
que durante el período nazi hubieran tenido entre 10 y 20 años y mostraran una predisposición
positiva hacia la encuesta.
A lo largo de una extensa serie de entrevistas no estructuradas, logradas después de vencer
resistencias propias y del grupo familiar, Franz von S. relata episodios significativos de su infancia, su
paso por las Juventudes Hitlerianas y posterior reclutamiento por las S.S., junto con muchos de sus
compañeros, en la división acorazada “Juventudes Hitlerianas”; la primera acción de guerra de
Franz se llevó a cabo en el frente de invasión en Normandía, cerca de Caèn. En el curso de 3 meses
cayeron once mil chicos de edades comprendidas entre los 17 y 20 años. De la compañía de Franz
sobrevivió aproximadamente la mitad, que posteriormente fue reubicada y movilizada a distintos
puntos de Europa, donde Franz tuvo oportunidad de presenciar la materialización de los planes nazis
sobre la “Solución Final”: el Holocausto.
1
Publicado en Taller. Revista de Sociedad, Cultura y Política, Vol. 4, No. 9 (Buenos Aires: abril 1999).
Reproducido en RELAHO.ORG por autorización de la editorial de la revista.
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Del relato se desprenden parámetros, prejuicios y estereotipos de una familia en la que sus
miembros se consideraron antes, durante y después del régimen nazi, buenos católicos y buenos
alemanes. Solamente uno de sus miembros cambió, según el relato, su valoración de la actuación
que le correspondió en aquellos acontecimientos: el propio Franz.
La Iglesia Católica mantuvo frente al Nacionalsocialismo una actitud que puede ser descripta,
al menos, como pasiva: su límite de oposición estaba dado por la medida en que el Nazismo
lesionaba concretamente su libertad de organización, actividad educativa, proselitismo o culto. El
conflicto con los nazis surgió especialmente con motivo de la propaganda antirreligiosa y pagana del
régimen y permaneció circunscripto fundamentalmente al plano espiritual. Esto no significa que la
Iglesia no haya concretado algunos gestos de oposición ni que haya maniobrado para salvar su
autonomía frente al estado nazi.
No se pueden olvidar las ocasiones, pocas pero significativas, en que se adoptaron posturas
valientes, inclusive por sobre sus intereses específicos más inmediatos ni que algunos de sus
representantes participaron en grupos y proyectos opositores. Basta recordar las innumerables
protestas públicas del Obispo Católico de Münster, Monseñor von Galen (1941) contra los arrestos y
persecuciones arbitrarias, la eutanasia y el asesinato de inválidos y de enfermos mentales e
incurables, entre las escasas protestas concretas que surgieron en Alemania durante el régimen nazi,
contra las atrocidades y la violación de los más elementales derechos humanos. Sin embargo no se
trató de una acción sistemática sino, en general, su objetivo fue salvar la posición y autonomía de la
Iglesia, jamás se planteó el problema del Nacionalsocialismo y la sociedad alemana, sino solamente
la cuestión específica entre ella y el régimen nazi.
La Iglesia Católica no dudó en sacrificar su instrumento político, el partido confesional del
Zentrum ante la alternativa de conservar sus estructuras eclesiásticas y su influencia en la sociedad.
Este sería el objetivo, según el pensamiento del papado, del Concordato de 1933, que no solo
comprometió gravemente el prestigio de la Iglesia sino que aportó un aval de su autoridad moral al
régimen nazi. Tal vez la cuestión de fondo radicó en que el nazismo y la Iglesia Católica tenían un
enemigo común: el Bolchevismo.
Si bien la Iglesia adoptó una posición mucho más firme en cuanto a su oposición a las
doctrinas neopaganas de Alfred Rosenberg y de la propaganda oficial, la convergencia seguía
estando más acentuada que la discordancia: en la pastoral de Navidad de 1936, los obispos católicos
reclamaban el respeto de los derechos de la Iglesia ya que sólo con su libertad garantizada podría
ésta prestar una ayuda eficaz a la lucha del Tercer Reich contra el Bolchevismo.
El momento álgido en la polémica entre la Iglesia y el régimen lo constituyó la célebre
encíclica Mit brennender Sorge (1937) del Papa Pío XI: expresaba el incumplimiento del Concordato
por parte de los nazis y denunciaba la actividad antirreligiosa de éstos. Pero la condena en el plano
espiritual continuó netamente separada de cualquiera más específicamente política. Esta actitud no
vario ni siquiera ante las persecuciones nazis contra religiosos, efectuadas con evidente teatralidad
(procesos por inmoralidad, cierre de escuelas y asociaciones, juicios por fraude monetario,
confiscación de conventos y bienes eclesiásticos).
Pese a que la Iglesia Católica no padeció bajo del nazismo, el desgarramiento interno que
afectó a los protestantes, ya que éstos sufrieron la escisión de los “Cristianos Alemanes”, movimiento
favorecido por el régimen y francamente antisemita, la resistencia católica fue obra de algunos
miembros valientes y no de la Iglesia como tal.
La familia de Franz von S. estaba establecida en Berlín cuando, en 1925, nace el tercero de
sus cinco hijos: Franz Gottfried Christian. Su origen social era, por vía paterna, la clase terrateniente
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del este del Elba con una larga tradición militar en el estado prusiano y, después, en el imperio; una
Prusia mayoritariamente protestante, su bisabuelo fue uno de los aristócratas católicos que
accedieron a un título superior después de la victoriosa guerra contra Francia que, en 1871, coronó la
unificación alemana. La familia de su madre provenía de la elite económica no agraria del oeste: La
alta burguesía industrial que, desdeñando la alternativa de la democratización política, pugnaba por
incorporarse a la clase patricia. Un camino frecuentemente transitado era casar a sus hijas con
vástagos de la aristocracia. Cada generación de ambas familias había dado algún hijo a la Iglesia,
incluyendo al hermano mayor de Franz, Wilhelm, cuya decisión de tomar los hábitos fue recibida con
beneplácito por los mayores.
Los cinco hermanos, nacidos durante la frágil democracia de Weimar, fueron educados por
una madre fervientemente católica, dedicada a obras de caridad relacionadas con la Iglesia y un
padre, oficial durante la Primera Guerra Mundial, que aspiraba para Franz una carrera militar basada
en el servicio a la patria, el honor y los valores cristianos.
La fecha más temprana que Franz recordaba con certeza era la Navidad de 1932, momento
álgido en que como resultado del hundimiento económico de 1930, Alemania también se
desmoronaba.
La historia de Franz
“No había alegría esa Navidad, a pesar de que todo estaba iluminado y adornado como
siempre y bajo el árbol vimos una montaña de regalos. Mi abuela Martha nos dijo que deberíamos
agradecer a Dios por tener regalos y comida cuando tanta gente moría de hambre y frío por haberlo
perdido todo. Como si no bastase con la guerra y la invasión francesa del Ruhr. Nosotros tuvimos
suerte, Dios nos había ayudado y debíamos ayudar a los pobres, nuestros hermanos en Cristo.
Nosotros no sufrimos la crisis: salimos favorecidos. Mi padre estaba en Roma en 1929
visitando unos buenos amigos del Vaticano que se lo advirtieron y le aconsejaron vender
inmediatamente sus valores americanos. Así lo hizo y compró oro: ganó un respetable capital, luego
volvió a comprar los valores por una minucia y con las ganancias adquirió una manzana entera de
casas.
Los mendigos me impresionaban, muchos tenían sus condecoraciones de guerra prendidas
sobre harapos. Mi padre encontró una vez a sus antiguos soldados y lloró por la indignación, me dijo
que todavía estábamos en guerra, otra forma de guerra, contra los que estaban destruyendo a
Alemania.
Mis tíos y mi padre discutían cada vez que hablaban de la guerra: empezaban todos de
acuerdo sobre la infamia de Versalles y terminaban a los gritos respecto de la solución para
Alemania. Coincidían en que el gobierno era completamente inoperante para frenar el caos y el
desastre económico; sólo tío Kurt pensaba que los nacionalsocialistas serían una buena opción y ya
había asistido a sus reuniones. Los otros tres hermanos, incluído mi padre, los consideraban gansters
de baja estopa; el tal Hitler era un agitador más, austríaco y cabo ¡cabo!. ¿Un gobierno conducido por
un cabo austríaco que gritaba como poseído?. Tío Erich, que era sacerdote, no estaba tan seguro
¿era mejor el ateísmo bolchevique?
No sabía quién era Hitler pero mi madre me había explicado que los bolcheviques no creían
en Dios y quería destruir a la Iglesia.
También estaban los judíos. En casa no se le daba importancia pero a la cocinera le fascinaba
el tema; era una mujer agradable pero inculta y supersticiosa que nos contaba que los judíos tenían
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cola como los monos, ocultas bajo la ropa. Los tres mayores no lo creímos pero mi hermanita
Gudrun, de 6 años, se quedó con la boca abierta de asombro: llegó a pedirle al señor Feldstein, el
peletero de mi madre, muy amablemente, que se bajara los pantalones para ver su cola de mono. A
mi madre casi le da un colapso y por poco despide a la cocinera; cuando mi padre se enteró, rió hasta
las lágrimas y se alegró de que el viejo fuera sordo. A Gudrun hubo que explicarle que eran patrañas
de gente ignorante y que jamás, bajo ninguna circunstancia, pidiera a un hombre que se bajara los
pantalones.
Recuerdo bien al señor Feldstein: fue el único judío “real” con quién hable; quiero decir una
persona, no la imagen existente de ellos y reforzada por los nazis. No tuve ocasión de tratar con
ningún otro. Había judíos en Berlín pero sólo me los cruzaba por la calle, generalmente vestidos de
negro y con largas barbas. Era como distintos mundos que se veían pero no se tocaban: no había
contacto. Pero ¿de qué habla un chico con un viejo de 70 años que entra por la puerta de servicio?
En casa no se le daba importancia al discurso antisemita de los nazis, machacado hasta el
hartazgo. Lo sabía todo el mundo desde que recuerdo: en catecismo explicaron que los judíos
mataron a Jesús y conspiraban con los comunistas para destruir a la Iglesia. Que eran taimados y
sucios, lo oí siempre, pero no podría precisar donde: lo decía la gente. Lo que preocupaba en casa
era el comunismo, aunque se decía que la mayoría de los judíos eran comunistas.
Para las mujeres de la familia los nazis eran matones peligrosos, pero al agravarse con el
ascenso de Hitler la persecución a la Iglesia y clausurar la Acción Católica, los consideraron
criminales. Mi abuela Martha dijo que Hitler era el Anticristo. Mi padre le explicaba lo peligroso que
era que alguien la oyera pero fue inútil: estaba más allá del bien y del mal: tenía 73 años en 1933 y 85
al final de la guerra. Jamás dejó de hablar pestes de los nazis y se convirtió en el terror de la familia,
pudo mandarnos a todos a un campo de concentración. Jamás fue denunciada por nadie, en
momentos en que se ejecutaba por derrotismo, ante un simple comentario que sonara a crítica al
gobierno o a la guerra; supongo que la consideraban una vieja inofensiva. Pero vivir con ella era
como caminar sobre un campo minado.
A los 11 años me incorporé a las Juventudes Hitlerianas. Era obligatorio y mi madre estaba
emocionada; tuvo suficiente disgusto con el cierre de nuestra escuela católica y el paso a una del
estado. A mí me había parecido mucho más divertido: mucho más tiempo para la educación física y
cambios en el dictado de materias como Historia. Antes la daba un cura y me resultaba aburridísima,
pero ahora la dictaba un profesor joven en forma muy amena: describía las batallas, armas y
uniformes. Reprodujo batallas con soldaditos de plomo.
A Julio César y Carlomagno se los consideraba los Führers de la antigüedad. Mis
calificaciones en Historia subieron espectacularmente y, a los demás, les pasó igual. Simplemente
era más interesante.
Mi paso por las Juventudes Hitlerianas, al contrario de lo temido por mi madre, fue divertido y
excitante: campamento, deportes, competencias, fogones y ceremonias a la luz de las antorchas.
Había mucho compañerismo, espíritu de grupo. Por supuesto, se tenía que respetar la
disciplina, las órdenes se obedecían y el jefe de escuadra gritaba todo el tiempo.
También recuerdo a un instructor de educación física que era nazi fanático y hablaba
constantemente del problema judío y de “Los protocolos de los sabios de Sión”.
Yo seguía siendo católico, como muchos otros que permanecieron siendo buenos cristianos
ya fuese protestante o católicos. Recibí La Comunión y La Confirmación y en casa se seguía
rezando, asistiendo a Misa y viviendo de acuerdo a los Mandamientos. Mi padre decía, respecto de
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las ceremonias que revivían los antiguos ritos de los guerreros germánicos, que eran paganos y no
significaban nada realmente que era solamente como representar un papel en una obra, o en una
escenografía y lo que verdaderamente importaba era el interior de cada uno.
Habían cambiado muchas cosas también, pero en lo exterior: ya no se hablaba con franqueza
delante de los amigos ni del personal de servicio, que había quedado reducido a la cocinera, ya que
la mucama y la niñera trabajan ahora en fábricas de armamento y el jardinero estaba en el frente.
Nos habíamos mudado de nuestra antigua casa en Grünewald, que había sido dañada por las
bombas, a un piso en la Lietzenburgerstrasse, una calle paralela a la Kurfürstendam. El piso era muy
grande pero se llevaron allí muchos muebles y objetos valiosos, así que sólo usábamos los
dormitorios, dos baños y la cocina, lo demás estaba protegido con sábanas.
La guerra trajo muchos cambios. Hubo que aprender a vivir con el racionamiento de las cosas
básicas como la comida y la ropa. La vida cotidiana se complicaba con los cupones para todo lo
racionado pero había paradojas graciosas: el pescado casi no se podía conseguir por la desaparición
de las flotas pesqueras de alta mar a causa de las minas en las aguas de la costa pero los crustáceos
y moluscos como esas exquisiteces exóticas ostras y langostas, abundaron hasta por lo menos el 44.
A mí jamás me gustaron y tampoco el champagne francés, que había de sobra mientras, incluso
dentro de Alemania, era difícil conseguir una cerveza decente.
La vida seguía como se podía, pero seguía. Mi padre y mis tíos hablaban ahora en susurros,
había que tener cuidado con lo que oían los niños y podían repetir afuera. Era una situación difícil de
explicar con exactitud: como cajas chinas, unas dentro de otras. Afuera no quedaba otro remedio que
representar el papel que cada uno tenía asignado, después venían los compañeros más cercanos o
de más confianza en el trabajo o el regimiento con los que se tenía más relación y se podía estar más
distendido, sin necesidad de estar constantemente a la defensiva ante la posibilidad de una denuncia.
Después venían los amigos íntimos con los que se podía hablar en confianza, con sinceridad, hasta
hacer chistes sobre el régimen sin peligro, como ese tan difundido sobre Hess: “Churchill fragt Hess:
sind Sie also der verrückte? Nein, nur der Stellvertreter” (Churchill pregunta a Hess: así que Ud. es el
loco?. No, sólo su representante). Por último, estaba la familia más cercana. Allí era donde se podía
ser uno mismo, mostrarse tal cual era realmente. Esto estaba tan incorporado a la vida diaria que, al
menos a mí me ocurría, se pasaba automáticamente de un nivel a otro de confianza ya sin pensarlo
racionalmente.
Mi casa era como una especie de isla en medio de todo lo demás, una burbuja donde podía
relajarme y ser yo mismo. A todos les pasaría lo mismo: el sueño dorado de cualquier soldado era un
permiso a casa. Ver a la familia y escapar por algunos días del infierno del frente.
Mi madre y mi abuela sufrieron mucho con la situación y los cambios. Siempre habían
considerado a los nazis como blasfemos y bárbaros, especialmente desde que en Noviembre del 38,
volviendo de visitar a una tía muy enferma, se encontraron en medio de los disturbios de la
Kristallnacht (la noche de los cristales rotos).
La turba arrasaba unos grandes almacenes, cuyos dueños eran judíos y quemaban las casas.
La policía miraba. Hubo un incidente que a mi madre se le grabó en forma indeleble: un grupo de
manifestantes arrojó un piano desde el segundo piso de una casa en llamas. El piano, literalmente,
estalló. Les cayó encima una lluvia de teclas y fragmentos de madera.
Mi madre era una excelente pianista y la abuela amaba la música. Quedaron horrorizadas.
Siempre lo recordaron coincidiendo en que quienes fueran capaces de semejante barbarie, eran
capaces de cualquier cosa.
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La peletería del señor Feldstein fue destruída pero él y su hermano salieron ilesos. Por suerte
para él, el viejo murió de un ataque al corazón ese mismo año sin llegar a ser deportado; supe que su
hermano murió en Dachau pero sus dos hijos sobrevivieron y reabrieron la peletería en los años 50.
Ahora la dirigen sus nietos.
En el 41 recibí instrucción militar en medio de los ataques aéreos, muchas veces nocturnos,
que además de la destrucción y el ruido espantoso, agotaban a todos porque sólo se podía dormir 3 o
4 horas por noche y mal.
Un bombardeo es una experiencia imborrable, terrible. Parece mentira que al terminar la
guerra, después de haber pasado por tantos, todavía quedara gente cuerda. Siempre es peor para
los civiles. Uno de los ataques nos sorprendió a un amigo y a mí sin poder llegar al refugio o a algún
sótano, que de todas maneras estaban atestados. El estrépito era ensordecedor, al final de la calle se
levantó una casa y se rompió en el aire en pedazos que cayeron en todas direcciones. Nos echamos
en una cuneta con los brazos sobre la cabeza pero la presión del aire de una segunda explosión me
levantó y lanzó varios metros hacia atrás. Por todos lados caía una lluvia de piedras, vidrios rotos y
todas clases de objetos. La calle, delante de mí, se había convertido en una vorágine de llamas. Me
levanté y traté de correr pero chocaba con personas con la boca abierta y mirada aterrorizada; los
guardias antiaéreos gritaban órdenes que no se oían por el estruendo y parecía que sólo movían los
labios sin sonido. Un armario con las puertas abiertas pasó volando cerca de mi cabeza, brotaban
llamas del suelo, ví cráteres con gente deshecha en un jardín y me detuve en medio de ese infierno,
hoy no lo puedo creer, para desenganchar la correa de un perro blanco y negro que había quedado
atorada en un hierro saliente y ladraba enloquecido.
Los animales siempre me conmovieron. Es una locura pensar en un animal cuando tantos
seres humanos están muriendo y necesitan ayuda desesperadamente pero nunca pude evitar pensar
en ellos. Es de familia: una prima hermana de mi madre, mi madrina de Bautismo, murió calcinada
tratando de salvar a su gato de las llamas. Volví con permiso del frente en 1943 y recuerdo
especialmente un bombardeo que destruyó todo el Hotel Eden salvo las paredes exteriores,
dejándolo en pié sólo como una escenografía. El Zoo, que estaba adelante, había sufrido muchos
daños: una mina cayó en el acuario, matando a todos los peces y reptiles. Por la mañana mataron a
tiros a los animales salvajes porque sus jaulas quedaron semidestruídas y estaban escapando. Los
cocodrilos intentaron saltar al río Spree pero los pudieron sacar y matar a tiempo y los guardias
antiaéreos mataron una serpiente enorme que iba tranquilamente por el medio de la calle.
Hasta que no estuve en el frente, no pensé en otra gente más que en la nuestra. En nuestras
víctimas. Sólo veía como personas a los nuestros, en los demás ni siquiera pensaba. El enemigo era
una construcción abstracta, todavía no era concreto, igual que los otros, las supuestas razas
inferiores; los veía, por supuesto, los judíos llevaban la estrella amarilla desde el 41 y había
cantidades de trabajadores del este que llevaban un cartel, “Ost”, cosido a la ropa. Pero todavía no
pensaba en ellos.
Durante el terrible ruido de los bombardeos mi madre aprovechaba para insultar a Hitler,
Göring y a nuestro portero a gritos, sin peligro de terminar en un campo de concentración o
ejecutada. El ruido era infernal: las bombas, las baterías antiaéreas, las sirenas los gritos de la gente.
Decía que ese sistema la ayudaba a no volverse loca. Después de la guerra leí que en las prisiones
hacían lo mismo. Mi padre trataba de disuadirla pero era inútil, él le decía que ya era suficientemente
peligroso el chico judío que escondían los que vivían en el tercer piso. Era un matrimonio mayor con
dos hijos muertos en el frente: habían tapiado una antigua despensa grande como un cuarto y allí lo
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escondían. Sé que era un chico de 14 o 15 años, hijo de un amigo deportado. Lo escondieron hasta
el final y sobrevivió.
La gente estaba realmente paranoica con los espías del partido, eran una plaga, estaban por
todos lados. Sabe Dios cómo habrán hecho los del tercer piso para alimentar al chico con el
racionamiento de la comida, donde cada uno necesitaba los cupones para sobrevivir. Pero lo
lograron, burlando hasta al portero, que se llamaba Wannmüller, un miserable que espiaba para la
Gestapo.
Mi familia estaba enterada. Nunca pregunté cómo, pero lo sabían y sospecho que los demás
en el edificio difícilmente podían ignorarlo. Mi padre decía que era como estar sentados en un barril
de pólvora a punto de estallar, especialmente por el viejo cretino del portero, siempre alerta para
denunciar a alguien pero que en aquellos tiempos funestos había que tener alguna caridad cristiana y
delatarlo sería una bajeza, un acto malvado. Ya se imaginaban cómo terminaría el chico y también
estaban los dos pobres viejos, también buenos católicos, que hubieran sido ejecutados.
Denuncias hubo varias. Recuerdo haber sabido de dos denuncias entre vecinos que yo
conocía, paradógicamente, ninguna tuvo que ver con el chico judío: el matrimonio que vivía en el
quinto piso denunció a las señoritas Kümmel, dos hermanas solteras que ocupaban el sexto, por
poner la música muy alta, pese a la prohibición y no dejarlos dormir. Además, el marido estaba con
licencia del frente y quería resarcirse del sueño perdido, durmiendo todo el día. Se sacaron el
problema de encima denunciándolas a la Gestapo por sabotear el esfuerzo de guerra y ocasionando
una baja en el rendimiento de la esposa en una fábrica de municiones.
La Gestapo jamás perdía tiempo: la denuncia se formalizó y las dos mujeres fueron arrestadas
por “asociales” sin que las volvieran a ver. La otra denuncia la hizo un hombre del segundo piso
contra su propio cuñado, que vivía con su hermana en la puerta contigua. El verdadero motivo parece
haber sido una disputa entre ellos, que escuchó todo el edificio. Le alcanzó con comentarle al portero
que el cuñado hacía comentarios derrotistas para que terminara en un campo de concentración. Lo
increíble fue que sobre el chico judío no hubo nada y salió vivo a pesar de los ataques aéreos y de no
poder ir a los refugios. Supongo que cada uno tiene un destino marcado por Dios.
Mis padres se aterraron cuando se supo que el pianista Karl-Robert Kreiten, un virtuoso, había
sido ejecutado por comentarios “subversivos”: mencionó una probable derrota de Alemania y fue
denunciado por derrotismo por dos amigas de la familia. Lo ahorcaron en la cárcel de Plotzensee.
Tenía 27 años¡ y sus padres recibieron una factura para pagar los gastos de la ejecución!
Un gran apoyo para todos fue uno de los hermanos de mi padre, Erich, que era sacerdote y
venía todo lo seguido que podía a visitarnos. Nos decía que la familia debía permanecer unida y
sobrevivir: era cuestión de tiempo, la guerra no duraría siempre, debíamos ayudarnos unos a otros
hasta que llegara la paz y Alemania pudiera reconstruirse sin esos canallas en el gobierno. Mientras
tanto, no quedaba más remedio que seguir adelante. Era un hombre que no representaba los 54 años
que tenía pero de todos modos, desde el comienzo de la guerra parecía siempre agotado y
abrumado.
Una de las últimas veces que recuerdo haber visto reunidos todos juntos a mi padre y sus
hermanos, el que era médico dijo lo que le habían contado los soldados que atendía. Lo que pasaba
en los campos de concentración que tenían instalaciones para acabar con grandes cantidades de
personas y no sólo judíos, también opositores, prisioneros de guerra rusos, gitanos, mujeres y niños.
Mi padre y Kurt no lo creyeron, dijeron que era propaganda enemiga; que nunca se había visto algo
así y ni los nazis serían capaces. De las condiciones siniestras de las prisiones y maltrato a los
prisioneros ¿qué duda podía caber sobre el proceder de los nazis? Pero un asesinato masivo a ese
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nivel, era impensable hasta tratándose de ellos. Solamente el tío Erich no dijo nada. Movió la cabeza
e hizo la señal de la cruz.
Las reuniones familiares eran cada vez más escasas, entre los ataques aéreos y los
problemas del transporte, salir se había convertido en una aventura. Cuando acompañé a Erich a la
puerta, vi su cara y le pregunté si se sentía mal, me contestó que las confesiones que oía a diario
eran una carga terrible de soportar pero si Dios se la había enviado, debía hacerlo lo mejor que
pudiera. Dijo que faltaba poco para que fuera yo mismo llamado al frente, cada vez iban más jóvenes,
me pidió que combatiera con honor. Lamentó que yo no quisiera ser sacerdote, que hubiera sido uno
bueno. Tuve que reírme: la castidad no era precisamente mi fuerte, él también se rió y me recordó
que ya lo sabía. Claro, también oía mis confesiones.
Y, finalmente, yo también fui llamado a combatir. Fui reclutado por las Waffen SS
directamente de las Juventudes Hitlerianas junto con muchos otros chicos entre 17 y 20 años. Mi
división fue la Hitler Jugend de la que después se dijo que había sido una de las más demoledoras
unidades de combate de guerra por ser reclutada entre los jóvenes nazis convencidos de la
generación del 25-26. La primera vez que las divisiones Panzer Waffen SS se emplearon como un
bloque homogéneo fue durante la contraofensiva de Manstein, que recuperó Jarkov en 1943, desde
entonces se movieron por toda Europa.
Cuando entré en acción tenía 17 años. Fui inflamado de fervor patriótico, dispuesto a pelear
por la patria con todas mis fuerzas. No peleaba por Hitler sino por mi patria, mi familia y todo lo que
para mí significaba Alemania. Claro que quería ganar, ¿qué soldado no quiere ganar? Y yo fui un
buen soldado, no un asesino. Estuve permanentemente en acción pero la batalla que me resultó más
terrible, inolvidable, fue la detención de británicos y canadienses en Caèn, en julio del 44. Las 7
divisiones empleadas combatieron hasta quedar prácticamente destrozadas; mi división, la Hitler
Jugend tuvo que hacer un esfuerzo realmente sobrehumano para mantener abierta la brecha de
Falaise para que los sobrevivientes pudiesen escapar. Ví morir a tantos compañeros, tantos chicos...
no puedo olvidar aquello. Yo tuve un Dios aparte, sólo tuve una herida leve en el brazo izquierdo.
Aunque fue leve, el dolor era terrible, no me quiero imaginar lo que debe haber sido en el caso de los
heridos graves, que quedaban destrozados.
Estando en el frente tuve noticias ciertas de los acontecimientos de los campos de
concentración y me parecieron deleznables, inconcebibles. No solamente a mí, a la mayoría de mis
compañeros y también a los oficiales; la mayoría de las unidades combatientes despreciaban lo que
hacían los matones criminales de los Einsatzkommandos (Los Escuadrones de la muerte) en la
retaguardia. Nuestros oficiales se enorgullecían de su honor militar.
Yo no asociaba esas atrocidades conmigo mismo de ninguna manera. Pensaba con toda
sinceridad que yo, que no había participado directamente en ninguna, estaba completamente al
márgen. Todavía no comprendía ni la magnitud de la tragedia ni que todos éramos pequeños
engranajes de la misma maquinaria. Eso vino después y de golpe.
Durante un permiso, en Berlín, ví unos cuantos cadáveres amontonados en una esquina, eran
las tres de la tarde, ni me acuerdo qué estaba haciendo yo ahí: pasaba para ir a algún lado con un
sargento conocido, también con permiso. Los muertos eran judíos que estaban escondidos en algún
lado y los encontraron. Los ametrallaron. No es que me impresionaran los cadáveres, ¡había visto
tantos! Era una guerra.
No podría precisar lo que me pasó. Uno de los cuerpos era el de una criatura de unos dos
años, una niñita, parecía dormida. Evidentemente habían estado alimentándolos, se veía como
cualquier criatura en esos tiempos. Todavía sostenía una muñeca en la mano, de esas de tela con
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pelo de lana como las de mis hermanas. No era la primera criatura que veía muerta, todo lo contrario,
en los bombardeos ya había visto cantidades.
La reacción no tuvo que ver con eso en especial sino con todo. Con todo lo que se estaba
haciendo, la enormidad de lo que se había hecho ya. Como si antes hubiera vivido en otra dimensión,
no sé como explicarlo. Una conciencia completa de lo que significaba, de la magnitud de todo eso y
de que yo estaba en el medio, aunque fuese como un pequeño engranaje del mecanismo.
Tuve la certeza de que se habían quebrantado las leyes más elementales, no en cuanto a la
comisión de un delito, nada legal o jurídico: se habían quebrantado las leyes de Dios, los
Mandamientos del primero al último. Fundamentalmente el “no matar” pero también todos los demás.
Y una abrumadora sensación de irreversibilidad: ya estaba hecho, no había retorno, no importaba lo
que hiciera después.
Yo había sido parte de eso, no importaba que no hubiese participado directamente, y nunca
podría cambiarlo ni arreglar nada. Por primera vez en mi vida tuve pánico, un deseo de salir
corriendo. Pero no lo hice. Me quedé ahí, recuerdo que me senté en el cordón de la vereda. Al
sargento que iba conmigo le llamó la atención, me preguntó qué me pasaba, si me sentía mal. Al
final, me agarró de un brazo y empezó a tirar para llevarme. Ni me acuerdo que pasó al final con el
sargento; yo caminé mucho tiempo como en una especie de limbo, me olvidé de qué hora era y
donde tenía que ir.
No podía coordinar, tenía una sensación de soledad y al mismo tiempo de profundo asombro,
como si no hubiese visto nada hasta ese momento. No se puede explicar: es como tratar de contarle
los colores a un ciego.
Entré en una Iglesia cercana a confesarme, tenía la imperiosa necesidad de hablar con un
sacerdote y decirle lo que me pasaba. La Iglesia estaba bastante deteriorada por las bombas pero
funcionaba y el confesionario era una obra de arte. Parece mentira los detalles que se graban en la
memoria en los peores momentos. El sacerdote me escuchó a través de la cortina de terciopelo del
confesionario, no me hizo preguntas hasta el final. Después preguntó si había matado a alguien fuera
de la batalla o si había participado en torturas; cuando le dije que no, me mandó al altar principal a
rezar cinco Padrenuestros y cinco Avemarías. Lo hice pero no me ayudó en nada.
Dos días después, entré en otra Iglesia. Había mucha gente y soldados de uniforme; cuando
me tocó el turno para confesarme y el sacerdote me preguntó la fecha de mi última confesión y
preguntó qué cosa tan terrible había hecho para volver tan rápidamente. Lo dijo en tono jocoso. Le
expliqué lo que me pasaba y él cambió de tono. Me contestó que si yo ya había sido absuelto de mis
pecados dos días antes y no tenía otra cosa de qué acusarme, estaba haciéndole perder el tiempo y
que era un acto de soberbia no aceptar la absolución que Dios me había dado la primera vez. Me
explicó que había combatido en la primera guerra y que en toda guerra pasan cosas horribles. Diez
Avemarías y la recomendación de confesarme regularmente.
Seguí adelante. Nunca pensé en desertar, era una traición a la patria en el peor momento, ya
estaba en un punto sin retorno: había que defender a nuestras familias de los rusos.
Los últimos tiempos fueron caóticos, volvieron a herirme en el mismo brazo. Esta vez grave,
sólo recuperé el 60% de movimiento después de la guerra, cuando pude operarme las veces que se
necesitaban y hacer rehabilitación. Fueron seis operaciones. Pero me enviaron de vuelta a casa, a
tiempo para defender Berlín.
Busqué a mi tío Erich pero la Gestapo había encontrado en los sótanos de su Iglesia a cuatro
fugitivos, dos eran judíos; los estaban escondiendo hacía meses. Sacaron al sacristán y a dos monjas
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al jardín y los ametrallaron. A Erich lo mataron de un tiro en la cabeza en el mismo sótano, al intentar
resistirse.
De allí en más tengo una gran confusión de recuerdos: todo es fuego, disparos, gritos,
oficiales dando órdenes desesperadas y otros oficiales escapando como podían, criaturas y viejos
con armas. Y siempre el ruido infernal.
A pesar de todo, de estarme desangrando, la mente no se apartaba de los asesinatos
masivos, no podía dejar de pensar en eso, en la matanza de niños, en el castigo de Dios y en lo único
que había hecho yo, directamente, respecto de aquella gente, a los deportados.
Cuándo veía a los deportados, hasta aquel shock emocional, no pensaba en ellos como
personas. Diría que ni siquiera pensé en ellos; claro que los veía, por supuesto, los veía
perfectamente, a veces en columna, caminando por las calles con vigilancia de las S.S. hacia los
trenes, pero no fui capaz de verlos como personas, como seres humanos individuales hasta que me
pasó aquello. Eran para mí como una globalidad, algo colectivo.
Una vez hice algo, una sola vez, con relación a ésta gente, la única intervención que tuve
nunca respecto a ellos. Una vez en el 44, había sido movilizado a Polonia y me encontraba
controlando los horarios de los trenes de transporte de tropa y heridos en una pequeña estación. Se
detuvo un tren pero no transportaba heridos militares sino deportados en vagones de ganado, no
recuerdo porque hizo esa parada porque me dijo el empleado polaco, que no estaba programada.
Estuvo detenido alrededor de media hora, los vagones cerrados herméticamente por fuera, recuerdo
que estaban bastante deteriorados: transportaban judíos húngaros y checos de un ghetto chico, en
las afueras de una ciudad cercana a Varsovia. No tendrían que haber parado allí, el tren iba directo a
Auschwitz, sin escalas. Mi oficial superior dijo que ayudaría a supervisar esa escala imprevista para
despejar la vía lo más rápido posible.
Esa estación tenía una especie de entrepiso de madera, que estaría a la altura de un primer
piso común, tal vez un poco menos, había una cantidad de muebles destartalados de oficina. El jefe
de estación, el polaco, nos dijo que allí podríamos trabajar más cómodamente y nos instalamos.
Frente a la estación, a metros de los andenes había un bosquecito bastante tupido; el polaco nos
convidó con una bebida casera, una especie de refresco de fruta y nos pusimos a hablar: él hablaba
muy buen alemán. El entrepiso tenía una ventana por donde veíamos el tren, se bajaron los
maquinistas y nuestro oficial hablaba con ellos y los guardias del tren; desde allí se veían algunos
vagones del tren parado, la locomotora estaba bastante más adelante, fuera de la visual.
Estaba realmente agotado física, mental y emocionalmente: cada minuto creía que ya no
soportaría más de todo eso y aprovechaba la menor oportunidad para descansar un poco y tratar de
pensar en otra cosa. Ví un viejo sofá de cuero pero antes de que llegar a sentarme oí un griterío
proveniente del andén, un perro que ladraba desaforadamente, disparos que hacían un ruido como
de estallidos. Después, me dí cuenta que habían dado contra las ruedas de metal del tren; el otro
soldado y yo corrimos a la ventana y yo, que llegué primero, saqué medio cuerpo para ver que
pasaba.
Uno de los deportados había podido saltar del tren. No entiendo como pudo, los vagones
estaban herméticamente cerrados por fuera y eso se revisaba. Habría tenido que hacer un agujero,
no sé, no supe nunca.
En un primer momento, vi algo azul, como un bulto azul que corría en zig-zag metiéndose
debajo de los vagones en la parte donde se enganchaban. El oficial le disparó el cargador completo
de la Lüger pero falló todas las veces, las balas dieron contra las ruedas de los vagones o los
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CRECER EN LA ALEMANIA NAZI: LA HISTORIA DE FRANZ | SUSANA SHIRKIN DE TESTADO
enganches. De golpe, el bulto salió de abajo del tren, trepó al andén y corrió en dirección a la ventana
donde yo estaba. Me había sentado en un saliente de madera para poner macetas del lado de afuera
de la ventana. Todo pasó en cuestión de segundos.
La vi con toda claridad. Era una chica de unos 12 o 13 años, pelirroja de un color casi
anaranjado con una trenza color zanahoria. Llevaba puesto un abrigo azul que le quedaba enorme y
tenía las mangas arremangadas hasta el codo. Los brazos eran muy blancos, cubiertos de pecas
hasta las manos. La vi perfectamente, todavía puedo verla como en una fotografía, me di cuenta de
que el abrigo estaba cortado arriba de las rodillas como con un cuchillo, lo colgaban hilachas. Tenía
un brazal con la estrella amarilla, muy sucio.
Corrió como una ráfaga, acercándose cada vez más a mí. Los guardias no le acertaban y me di
cuenta de la razón: estaban borrachos; el oficial gritaba como poseído mientras trataba de cargar el
arma lo más rápido posible y correr al mismo tiempo. Vi que un guardia, había soltado el perro. Era
un ovejero entrenado, una belleza de animal: salió corriendo como una flecha tras la chica, pero igual
ella le llevaba ventaja. De todas formas, el perro se puso enseguida casi a su altura, parecía que
volaba, y cuando pasó justo debajo de la ventana donde yo estaba, la chica tropezó y cayó. Tenía al
ovejero casi encima, pude verle los ojos desorbitados por el terror. Entonces sentí la voz del oficial
que me grita, me grita a mí: “!dispara! ¡dispara!”.
Fue todo en un segundo, el perro saltó sobre la chica en el mismo momento en que me gritó la
orden.
Los gritos ordenándome disparar, todavía puedo oírlos. Disparé. Al perro. Se sintió un aullido
y cayó como un fardo al lado de ella que estaba de rodillas en el andén debajo de la ventana.
Así fue como ocurrió. Le apunté al perro y le dí de lleno, a esa distancia era imposible fallar,
hasta un ciego le hubiera acertado y yo había sido cuatro veces campeón de tiro en las Juventudes
Hitlerianas.
El punto es que no sé porqué lo hice. No lo supe nunca, ni entonces ni ahora, fue algo
completamente automático, mecánico. No pensé ni en salvarla, ni en nada: solamente escuché la
orden de disparar y lo hice; quisiera poder decir que quise salvarla o por lo menos evitarle ser
destrozada por el perro que estaba entrenado para matar, pero, la verdad, es que no puedo. Ni
siquiera se me pasó por la cabeza, fue algo automático en respuesta a la orden de disparar, nos
entrenaban para obedecer instantáneamente: cumplí la orden y disparé. Pero al blanco contrario.
Todo pareció detenerse por un segundo, no fue una sensación: fue de verdad. Todos se
quedaron petrificados, estupefactos y la chica, desde el piso, levantó la cabeza y me miró. A mí. Me
miró a mí. Fue un segundo pero todavía puedo verla con tanta claridad... Tenía la cara muy blanca,
llena de pecas y los ojos marrones que me miraron con una expresión de profundo asombro, de
estupor. Me pareció una eternidad pero fue sólo un momento, se levantó de un salto y se volvió a
meter debajo del tren, en la parte del enganche de los vagones y pasó al otro lado; tenía que correr
varios metros para llegar al bosque pero, incomprensiblemente, nadie le disparó. Todos los que
habían llegado corriendo se arrodillaron junto al perro, gritándome todos juntos. El oficial con la cara
roja, escarlata de furia, me gritó si tenía idea de lo que le costaba entrenar un animal tan bueno al
Reich y toda una serie de epítetos irreproducibles, los demás me gritaron que era incapaz de darle a
un elefante a dos pasos. En fin, de todo.
A nadie, absolutamente a nadie, se le ocurrió que lo había hecho deliberadamente. Con una
sola excepción: ella. Ella lo supo. Lo vi en esa mirada de total incredulidad que no se debía a
semejante falla de puntería. Se internó corriendo en el bosque y jamás volví a saber de ella.
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A mí no me pasó nada, salvo los gritos; una reprimenda feroz y la molestia de tener que
“arreglar” la contabilidad. Es decir, los listados con el número de prisioneros ingresados al transporte,
que arreglaron allí mismo en la estación porque en eso de los números eran absolutamente rigurosos
los encargados de los campos de concentración: tenían que coincidir con el número de ingresados,
vivos o muertos. Y los hicieron coincidir. Dijeron que uno más o menos no contaba ¿Qué más daba?
Iba a morir de todos modos. Pero por el perro, merecía que me fusilaran. Pero no me fusilaron. Salvo,
además de los gritos, que me convertí en el idiota que había fallado a semejante distancia.
Durante el resto de mi vida, hasta ahora, rogué a Dios que ella haya podido sobrevivir. Este
recuerdo no me abandonó nunca, tampoco la duda de porqué lo hice. Ni ahora puedo responder con
honestidad. Luego, la vuelta a Alemania, la vorágine, el infierno, el caos de la invasión aliada; si dijera
que recuerdo de los últimos días de la guerra algo más que disparos, confusión y pánico, mentiría. No
tengo la menor idea de que hice el día de la rendición, no me acuerdo. Hacía mucho que había
dejado de pensar con coherencia.
Mi padre, Heinrich, murió en combate defendiendo Berlín de los rusos, a los 67 años. Mi
hermana Gudrun desapareció durante un bombardeo, jamás volvimos a saber de ella; mi otro
hermano fue derribado sobre el Canal de la Mancha.
Al final, quedamos vivos mi madre, convertida en una sombra, mi hermano mayor que ya era
sacerdote, la abuela Martha de 85 años, mi hermanita de 11 y yo.
He leído mucho desde que terminó la guerra, sólo cuando pasó el tiempo tomé conciencia de
la verdadera dimensión de la tragedia en que todos habíamos estado envueltos. De la que todos
habíamos sido engranajes, más grandes o más pequeños.
Se dan un cúmulo de explicaciones: históricas, económicas, sociológicas, etc. A mí no me
resultan satisfactorias, ninguna en particular ni siquiera todas juntas. Yo tampoco tengo una
explicación propia; ni por el hecho de haber estado allí, veo con mayor claridad las razones que
llevaron al mundo y, particularmente, a la gente común, a ésta enormidad, solamente he tratado de
hablar de todo esto con mis hijos, de transmitirles mi experiencia directa en aquellos sucesos, con la
esperanza de que contribuyan a que no se repitan.
No puede volver a suceder algo así en ningún lugar, nunca; no podemos dejar que esto se
repita.
Los hombres tenemos que haber aprendido algo.”
Buenos Aires, 1998
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