exorcismos: punto de vista de la psicología religiosa

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ANTOINE VERGOTE
EXORCISMOS: PUNTO DE VISTA DE LA
PSICOLOGÍA RELIGIOSA
Exorcismes et priéres de délivrance. Point de vue de la psychologie religieuse; La
Maison-Dieu 183/184 (1990) 123-137
El diablo ha vuelto a entrar en escena hoy y con gran estruendo. Libros de éxito cuentan
historias "verídicas" de sus actuaciones. Se puede ver en algunos programas de TV
cómo víctimas y "exorcistas" explican sus propias experiencias.
Rumores diabólicos
Las demandas de exorcismos se multiplican día a día y en las diócesis donde la func ión
del exorcista había quedado vacante los obispos se han visto obligados a proveerla de
nuevo.
Un hecho destacable es que la Iglesia no tiene nada que ver en esa alza de la creencia en
los maleficios diabólicos. De hecho, después del Vaticano II, la catequesis y la
predicación guardan prácticamente un absoluto silencio sobre el tema. Pero hoy
observamos cómo grupos de creyentes hostiles al espíritu del Concilio reprochan a la
Iglesia su silencio respecto al diablo. Otros, lejos de querer dividir la Iglesia, creen. que
hay, que enseñar, de nuevo como verdad revelada que estamos implicados en la batalla
entre el Espíritu de Dios y el maligno y lamentan que se hayan. dejado de lado "los
medios tradicionales" para combatir al diablo: agua bendita, oraciones de liberación,
exorcismos...
¿Qué significa el actual resurgimiento de los fenómenos diabólicos? Es evidente que se
trata de un fenómeno cultural, en el que se hallan implicadas razones psicológicas,
sociales y religiosas. La ansiedad y la violencia, que irrumpen por doquier, tratan de
expresarse, deslizándose solapadamente en las creencias religiosas disponibles,
cristianas o no. Hay que separar, pues, la cuestión teológica del diablo del
recrudecimiento de la creencia en él. Teológicamente el problema se plantea así: ¿es
concebible que el diablo se haga sentir como un acontecimiento más del mundo, cuando
Dios se manifiesta en signos tan discretos, que sólo los que entienden su mensaje son
capaces de discernir?
¿Realidad observable?
¿Es que, al menos en ciertos casos, no se observa la acción del maligno? Existen
exorcistas, sacerdotes, cristianos bien formados, incluso psiquiatras, que están
convencido de ello. Pero, analizando bien sus argumentos, se aprecia siempre el mismo
salto lógico: de la ausencia de una explicación por causas naturales se pasa a postular
una causa sobrenatural. En otras palabras: los fenómenos que escapan a la comprensión
se interpretan en función de lo que se supone revelación divina. A esos creyentes se les
puede conceder el derecho de interpretar como diabólico lo que observan, pero no el
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derecho de tener como realidad empíricamente observable, el enunciado de sus
interpretaciones.
Aunque es bueno que el exorcista procure que las personas que le son dirigidas sean
visitadas por un experto en psicopatología, se prestaría a confusión ponerle en guardia
contra las falsas posesiones. En realidad el experto nunca observa más que trastornos
del conocimiento, de la afectividad o del comportamiento. Y no pretende que la
patología observada sea totalmente inteligible. Toda psicopatología es el resultado de
una larga historia, que ni el psicoanálisis puede reconstruir, sino muy
fragmentariamente. A menado hay razones para suponer la interacción de factores
neurológicos y psicológicos. Pero esto no resuelve el enigma. La distinción que a veces
se hace entre una verdadera y una falsa posesión, parte, pues, de una concepción errónea
de la psicopatología. Visto desde fuera, produce la impresión de que hay casos
inteligibles, porque se les encuentra la causa, sea ésta neurobiológica o psicológica o
una combinación de ambas, y de que, cuando el fenómeno se puede etiquetar, todo está
resuelto. Sólo cuando el diagnóstico no es seguro, cuando el fenómeno no es explicable
por causas naturales, se acude a la alternativa de la posesión. El psiquiatra y el exorcista
que quisiese zanjar así la cuestión daría prueba de un espíritu poco científico.
Se alegan casos de "creyentes sinceros", cuyo historial no revela "traumas psicológicos
serios" y en los que, por consiguiente, las manifestaciones diabólicas serían innegables.
Es cierto que existen personas que, sin presentar hasta el momento ningún tipo de
anomalía psíquica y deseando vivir su fe, no obstante, se sienten súbitamente
,desposeídas de sí mismas y como si fuesen raseros espectadores de lo que les pasa.
Sienten cómo el odio y la violencia se apodera de ellas. Impotentes para dominar su
rabia, sienten necesidad de orar, pero justamente esto suscita en ellos una enorme
hostilidad para con Dios. A partir de este momento cualquier práctica religiosa les da
náuseas. Experimentan a Dios como radicalmente opuesto a su disposición personal.
Hay quien "oye" la orden del diablo de hacer un pacto con él e incluso llega a capitular.
Algunos pierden la conciencia y vociferan palabras en las que "se oye" al diablo afirmar
que, cuanto más quiera rezar, más le atormentará. Estos relatos actuales de "posesiones"
parecen más propios del pasado o de culturas más "primitivas". Vienen a la memoria los
viejos relatos de los padres del desierto. Su semejanza con los actuales puede tomarse
como indicio de veracidad de unos y otros.
Por extraños que parezcan muchos de estos casos; ningún hecho observable nos obliga a
concluir que se trata de una posesión. Todo psicoanalista sabe hasta dónde puede llegar
el poder del odio y la desesperación en el hombre, tenga o no fe. Sabe también que,
tanto en el creyente como en el que se declara incrédulo, los impulsos de odio hacia
Dios pueden ser terribles. Dios desafía radicalmente la violencia que puede animar el
deseo de poder. ¡Sería muy ingenuo atribuir esas fuerzas psicólógicas destructivas a la
sola psicosis! Sólo el que no tiene experiencia de una psicoterapia profunda puede
pensar que estas pasiones fantasmagóricas no pueden cohabitar con las disposiciones
que permiten llevar una vida social y religiosamente normal. Este caso tiene analogías
con el de la madre que, durante una depresión puerperal (que puede durar semanas)
experimenta una especie de odio infanticida, mientras que en el fondo de sí misma se
siente feliz y ama a su hijo. Basta que alguien le sugiera que está poseída por el diablo
para que sobre todo si pertenece a determinados ambientes religiosos se lo crea e
incluso se sienta aliviada. En realidad, para afirmar que ciertos casos evidencian una
posesión diabólica, haría falta aceptar la hipótesis de que todo odio destructor y toda
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agresión contra Dios la causa el diablo. Pero entonces resultaría imposible distinguir ya
entre lo que es psíquico y lo que es diabólico.
Las instrucciones queda al exorcista el ritual de Paulo V, en vigor hasta nuestros días,
consideran como signos de una probable intervención diabólica el hecho de hablar en
una lengua desconocida, de descubrir hechos ocultos o distantes o de realizar pruebas
que sobrepasan las fuerzas de la naturaleza. Actualmente uno no se puede fiar de
semejantes signos. Los dos primeros han pasado a ser objeto de la parapsicología y su
verificación no es del todo segura. Y las pretendidas fuerzas "no-naturales" actúan en
casos de manía. Lo anormal no tiene nada de sobrenatural.
Conjurar al diablo
Según la tradición del ritual romano, el exorcista se dirige al diablo con las fórmulas
llamadas "imperativas" o de "conjuro": él comunica al diablo, el espíritu caracterizado
por el odio a Dios y por la mentira, a obedecer a Dios y someterse a Jesucristo y al
Espíritu Santo. Si se toma al pie de la letra ¿puede el sentido de estas fórmulas ir más
allá de dirigirse a la parte de libertad, de la cual dispone todavía el hombre? ¿o se trata
más bien de 'un resto de concepciones antiguas, según las cuales los espíritus maléficos
acosarían al hombre? Ciertamente que es mérito de la Iglesia tener en cuenta los
resultados de las ciencias humanas, a pesar de la presión que ejercen las corrientes
fundamentalistas: Pero, desgraciadamente, las fórmulas de los exorcismos reflejan una
concepción trasnochada de la psicopatía y dan prueba de un espíritu precrítico. Esta
situación reclama una reflexión teológica renovada, que se apoya sobre el examen de la
historia de estas creencias.
El combate espiritual. De entrada deshagamos un malentendido. Aun aceptando la
competencia de la psiquiatría y de la psicología para los casos evidentes de traumas
psicológicos, algunos directores espirituales tratan de sustraer otros casos de personas
"maltratadas por el maligno" a las explicaciones mediante "mecanismos" psicológicos.
Si las explicaciones psicológicas se aplicasen a todos los casos -objetan-, se negaría la
realidad del combate espiritual que el cristiano tiene que librar. Esos espirituales se
oponen con razón a los psiquiatras y psicoanalistas que reducen demasiado alegremente
los trastornos de la vida religiosa a una pura cuestión de genes o de sexualidad
reprimida. Pero no se les responde adecuadamente separando lo espiritual de lo
psíquico. Lo espiritual está en juego, tanto en los casos que parecen netamente
patológicos como en los otros.
Cierto que la referencia al maligno le da al combate espiritual un cariz de seriedad. En
el caso, de los místicos, la oposición entre Dios y el maligno ha servido de punto de
referencia para distinguir lo que es un engaño de sí mismo de lo que es inspiración de
Dios que conduce hacia El. Para ellos, es Dios, tal como se ha revelado, el que da todo
su significado a la polaridad Dios-diablo. Este último no se evoca sino como el
contrario de Dios, su antagonista. Sus referencias al antagonista de Dios no hacen sino
reforzar su actitud de vigilancia ante la posibilidad de engañarse. La concepción
cristiana del combate espiritual no implica, pues, el recurso a los ritos particulares para
liberarse del maligno.
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¿No es asimismo significativo que, al describir el supremo combate espiritual que Jesús
libró durante su pasión y muerte, los textos realmente históricos de los Evangelios no
mencionen tentaciones diabólicas análogas a aquellas de los relatos simbólicos del
principio de la vida pública? El relato de las tentaciones inaugurales no hace más que
anunciar alegóricamente la realidad del combate espiritual que fue la pasión de Cristo y
que para los místicos es el modeló máximo de la mística del amor.
Lo que importa es el combate espiritual que el hombre libra consigo mismo y con Dios,
independientemente de que por razones teológicas se crea o no en la acción del diablo.
En todo caso ¿no afirma la teología que Dios no podría jamás permitir al diablo que,
tras dejar, al hombre malparado, le prive de su libertad ante su conciencia y ante Dios?
Si no fuera así, ¿cómo podría afirmar la victoria de Cristo sobre el espíritu del mal?
Una praxis pragmática. Son gente de Iglesia los que desconfían todavía de las
explicaciones de la psicología sobre sortilegios y posesiones. Les huelen a racionalismo,
que trata de echar una cortina de humo sobre el núcleo de la fe cristiana: la necesidad
insoslayable de librar un combate espiritual para acceder a Dios. Ciertamente que el
silencio de algunos educadores y pastores sobre el combate espiritual lleva la marca del
racionalismo. Pero también, hay que contar con el malentendido sobre la psicología, que
se agrava al aplicar esquemas dicotómicos o dualistas a la comprensión de los. hombres:
se los divide en psicológicamente sanos y enfermos, y se concibe la enfermedad
psicológica como efecto de trastornos neurobiológicos, sin intervención de factores
psíquicos. No pensamos que la sola psicología explique este fenómeno, pues tiene lugar
en el interior de una cultura en la. que los textos y las imágenes provenientes de
antiguas creencias presentan la idea de espíritus malvados que rondan por el mundo. A
lo que hay que añadir la cantidad de imágenes e información de otras culturas que
vierten los medios de comunicación sobre nosotros.
Las representaciones diabólicas que merodean por nuestro ambiente cultural responden
a las ansiedades particulares de nuestro: tiempo, generadas por múltiples causas.
Nuestra época se caracteriza por un deseo insaciable de bienestar material, corporal,
afectivo y social, y por una preocupación exacerbada por eliminar todo lo que atente
contra él. Es comprensible que los que desean responder a la- llamada de Dios se
encuentren interiormente desgarrados entre las solicitaciones de un mundo ateo,
soberbio en su autosuficiencia, ávido de placer, y la verdad divina que es su reverso.
Divididos por esa doble pertenencia, aceptan difícilmente esa división interna como el
destino normal del cristiano. Ante semejante situación, la ansiedad encuentra un alivio
al poder dar nombre a la figura que perturba la paz tan exasperadamente buscada. La
experiencia psicológica muestra que, más que generar ansiedades, lo que hace la
creencia en la acción del diablo es calmarla. Ella permite atribuir a un factor
identificable desgracias de otra forma inexplicables y colgarle a un ser distinto de
nosotros la responsabilidad de la lucha interior contra la llamada de Dios. Ese mismo
proceso psicológico de transferencia se da en toda una gama de hechos, que va desde los
sortilegios más populares hasta el más refinado combate espiritual.
El efecto bienhechor de la creencia en espíritus malignos puede, evidentemente, causar
el efecto contrario, cuando se crea un clima de obsesión persecutoria. La creencia en el
diablo participa de la bien conocida ambivalencia del phármacon (medicamento). En el
interior del cristianismo, esta obsesión del diablo es tanto más nefasta psicológica y
religiosamente cuanto que se le asocia la angustia de la condenación eterna.
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Los ritos de conjuro derivan su eficacia terapéutica del hecho de que la creencia en los
espíritus tiene ya un efecto psicológico. Hay que subrayar además que, en muchas
religiones, la confesión de las faltas por las que uno se ha expuesto a la acción de los
espíritus, forma parte del rito. Se juntan, pues, conversión religiosa y curación
psicosomática. El cristianismo ha practicado también los mismos ritos, para las mismas
causas y con idénticos efectos bienhechores. Lo ha hecho durante mucho tiempo
públicamente y sin la prudencia de hoy, ya que el ambiente cultural participaba de la
creencia en espíritus malignos.
Actitud pastoral
Tres principios deberían regir la actitud pastoral: 1) la convicción de que ningún signo
empírico ni ninguna afirmación de la persona misma permiten verificar acción alguna
que sea del diablo; 2) la certeza teológica de que en todos los casos de petición de
liberación, la fe está en juego y debe ser promovida, tanto si está entorpecida por el peso
de las creencias supersticiosas, como si se halla implicada en un grave combate
espiritual; 3) el deber de los pastores de acoger con comprensión benevolente la petición
de las personas angustiadas.
Si se trata de sortilegios, no parece abusivo que, en determinados ambientes, el
sacerdote responda a la demanda de intervenir recurriendo a antiguas prácticas, tales
como una medalla bendecida o la aspersión con agua bendita. Esto a condición de que
se aproveche la ocasión para comunicar la confianza fundamental que el cristiano ha de
tener en Dios cuando arrecian las pruebas.
Cuando lo que la persona formula es una petición de exorcismo, lo más indicado es
examinar con ella el significado de su convicción de estar poseída, sin ponerla nunca en
duda. Nos parece poco indicado discutirla. O bien acabará desapareciendo por la toma
de conciencia progresiva de que el mal nace de tendencias más fuertes que la mejor
voluntad, o bien, por razones que las conversaciones mejor conducidas no podrán
jamás, elucidar, la persona mantiene su convicción de que el maligno que le posee- la
destroza interiormente. Un exorcismo puede entonces ser saludable, si se prepara y se
realiza mediante una terapia progresiva, que es al mismo tiempo religiosa y psicológica.
Lo que importa es que el rito efectuado en el interior de un acompañamiento
psicológico-religioso dé seguridad y confianza en Dios y haga descender sobre la
persona la gracia que se le pide a Dios.
Por lo que nos consta, la plegaria de liberación que practican algunos grupos
carismáticos parece espiritualmente adecuada y psicológicamente sana en muchos de los
grupos pertenecientes a las Iglesias católica y luterana. Es significativo que la mayoría
de las veces la petición de la plegaria de liberación se efectúa a consecuencia de un
progreso importante en la vida cristiana, en el momento, en que la prueba propiamente
espiritual plantea una elección madura y decisiva. En ese momento, la alternativa entre
Dios y su contrario da una consistencia antes insospechada a la polaridad de Dios y su
antagonista. Pero hay no pocos grupos carismáticos en los que la misma espiritualidad
no va acompañada por la creencia en el influjo del maligno. ¡En este ámbito el Espíritu
deja en libertad a los hijos de Dios!
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La práctica que hemos propuesto pide determinadas cualidades humanas y espirituales
en el exorcista y en el sacerdote que se ocupa de casos como éstos. No bastan la
formación teológica y la firmeza de la fe. Se requiere tener una comprensión cabal,
tanto desde el punto de vista afectivo como racional, de la extraordinaria fuerza del
odio, el resentimiento y la desesperación, que pueden socavar la entereza de un alma en
sus relaciones con Dios y con el prójimo. Y se requiere comprender también el enorme
poder de la persona para desconocer y negar lo que le produce ese tremendo desgarro
interior. Y por fin hay, que conocer por experiencia que sólo un prolongado esfuerzo y
una gran dosis de tolerancia consigo mismo es capaz de afrontar con éxito esa lucha
interior. No hay que permitir jamás que la fe en la eficacia del rito se separe de la
atención a las implicaciones psicológicas. La repetición del exorcismo no sería entonces
más que un pobre expediente. Uno abriga, cuando menos, dudas sobre la comprensión
del hombre y de Dios de los que repiten una y otra vez el exorcismo, sin que, en esa
guerra de trincheras, el Espíritu salga siempre victorioso ¿Es que entonces Dios permite
misteriosamente al diablo mantener su bloqueo, a despechó de la s ofensivas del
Espíritu? La representación de un dios-shamán no es una metáfora teológica feliz.
Tradujo y condensó: ANNA RUBIO
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