La importancia de llamarse Erne - Oscar Wilde

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Dos excelentes amigos, Algernon
Moncrieff y Jack Worthing, tratan de
conquistar a Cecilia Cardew y a
Gwendolen
Fairfax,
respectivamente, a quienes el
nombre de «Ernesto» seduce
arrebatadamente. Para conseguir lo
anterior,
ambos
jóvenes
han
asegurado, falsamente, llamarse
«Ernesto». Jack, tutor de Cecilia, ha
hecho creer a ésta que él tiene un
hermano menor llamado «Ernesto»,
el cual es un «calavera». Las
historias que Jack le cuenta a
Cecilia del supuesto hermano hacen
que ésta se enamore del inexistente
«Ernesto» y quiera conocerlo. Por
su parte, Algernon, valiendose de
argucias, llega a la casa de campo
de Jack para conocer a Cecilia y se
enamora de ella.
Cecilia y
Gwendolen piensan que están
enamoradas del mismo «Ernesto»,
pues Gwendolen no sabe que el
verdadero nombre de su «Ernesto»
es Jack. Finalmente, este último
confiesa la verdad y las parejas
encuentran la felicidad a pesar de
los engaños.
Oscar Wilde
La importancia de
llamarse Ernesto
ePUB v1.0
Narukei 05.06.12
Título original: The Importance of Being
Earnest
Oscar Wilde, 1895
Diseño/retoque portada: Narukei
Traducción: Ediciones Leyenda, S.A de
C.V.
Editor original: Narukei (v1.0)
ePub base v2.0
PERSONAJES
JOHN WORTHING (JACK), juez de
paz.
ALGERNON MONCRIEFF.
GWENDOLEN FAIRFAX.
CECILIA CARDEW.
LADY BRACKNELL.
Reverendo canónigo CHASUBLE.
SEÑORITA PRISM, institutriz.
LANE, criado.
MERRIMAN, mayordomo.
ACTO PRIMERO
Saloncito íntimo de mañana, en
el piso de soltero de Algernon,
ubicado en la calle Half Moon.
La habitación está suntuosa y
artísticamente amueblada. Lañe
prepara en la mesa el servicio
para el té de la tarde, y luego de
que cesa la música, entra
Algernon.
ALGERNON.—¿Has escuchado lo
que estaba tocando?
LANE.—No, señor; pues pienso que
es impropio hacerlo.
ALGERNON.—Entonces, lo siento
por ti. No toco con precisión. Todo el
mundo toca con precisión, sin embargo,
yo toco con una expresión estupenda.
Respecto al piano, los sentimientos son
mi fuerte. Guardo la ciencia para la
Vida.
LANE.—Sí, señor.
ALGERNON.—Y, ya que hablo de
la ciencia de la Vida, ¿ya tienes
preparados los sandwiches de pepino
para lady Bracknell?
LANE.—Sí, señor.
Se los muestra en una bandeja.
Algernon los examina, toma
dos, se sienta en el sofá y dice:
ALGERNON.—¡Oh!…
Y
a
propósito, Lañe, he advertido que en tu
libro de cuentas has anotado que durante
la cena del jueves el señor Worthing,
lord Shoreman y yo bebimos ocho
botellas de champaña.
LANE.—En efecto, señor: ocho
botellas y un poco más.
ALGERNON.—¿Por qué será que
en una casa de soltero son,
invariablemente, los sirvientes quienes
se beben el champaña? Lo pregunto
sencillamente por curiosidad.
LANE.—Supongo que se debe a la
excelente calidad de esa bebida, señor.
He advertido que en las casas de los
hombres casados el champaña rara vez
es de primera calidad.
ALGERNON.—¡Por Dios! ¿Tan
desmoralizador es el matrimonio?
LANE.—Particularmente, considero
que es un estado muy agradable, señor.
Hasta el momento he tenido poquísima
experiencia. Sólo me he casado una vez.
Fue un error entre una muchacha y yo.
ALGERNON.—(lánguidamente) No
sé si me importa mucho su vida familiar,
Lane.
LANE.—No, señor; no es un tema
muy relevante. Yo tampoco pienso en
ella.
ALGERNON.—Muy natural. No lo
dudo. Es suficiente. Gracias, Lane.
Lane sale.
ALGERNON.—La opinión que tiene
Lane del matrimonio parece algo
relajada. En verdad, si las clases
inferiores no dan un buen ejemplo, ¿qué
utilidad tienen en este mundo? Como
clases, parece que no tienen en absoluto
ningún sentido de responsabilidad
moral.
Entra Lane.
LANE.—El señor Ernesto Worthing.
Entra Jack. Se retira Lane.
ALGERNON.—¿Cómo estás, mi
apreciado Ernesto? ¿A qué has venido a
la ciudad?
JACK.—¡Oh el placer, el placer!
¿Qué otra cosa puede traer a la gente?
¡Ah!, ¡pero estás comiendo, Algy!
ALGERNON.—(con displicencia)
Creo que es costumbre en la buena
sociedad disfrutar de un leve refrigerio
a las cinco. ¿Dónde has estado desde el
jueves pasado?
JACK.—(sentándose en el sofá) En
el campo.
ALGERNON.—¿Y qué te ha
obligado a encarcelarte allí?
JACK.—(quitándose los guantes)
Cuando uno se encuentra en la ciudad, se
divierte uno solo. Cuando uno sé
encuentra en el campo, divierte a los
demás. Esto es temiblemente tedioso.
ALGERNON.—¿Y quiénes son esas
personas a las que tú diviertes?
JACK.—(con tono indiferente) ¡Oh!
Vecinos, vecinos.
ALGERNON.—¿En tu tierra de
Shropshire has encontrado vecinos
tratables?
JACK.—¡Totalmente repugnantes!
No hablo nunca con ninguno de ellos.
ALGERNON.—¡Debes divertirles
de una manera formidable! (Se levanta y
coge un sandwich.) A propósito,
Shropshire es tu patria chica, ¿no es así?
JACK.—¿Qué dices? Por supuesto,
así es. Y, ¿por qué están dispuestas todas
esas tazas? ¿Por qué estos sandwiches
de pepino? ¿Por qué esta insana
excentricidad en un hombre tan joven?
¿A quién has invitado a tomar el té?
ALGERNON.—¡Oh! Solamente tía
Augusta y Gwendolen.
JACK.—¡Es
divinamente
encantador!
ALGERNON.—En efecto, todo eso
está muy bien, sin embargo, temo que a
tía Augusta le disguste encontrarte aquí.
JACK.—¿Podrías decirme por qué?
ALGERNON.—Mi
apreciado
amigo, es por tu vergonzosa manera de
coquetear con Gwendolen. Es casi tan
inmoral como la forma como coquetea
Gwendolen contigo.
JACK.—Estoy
enamorado
de
Gwendolen. He venido a Londres
exclusivamente para declarármele.
ALGERNON.—Supuse que habías
venido a buscar placer. A eso le doy el
nombre de negocios.
JACK.—Eres muy poco romántico.
ALGERNON.—Sinceramente,
no
distingo ni un ápice de romántico en una
propuesta de matrimonio. Sentirse
enamorado es muy romántico. Sin
embargo, no hay nada romántico en una
declaración definitiva. Porque incluso
puede uno ser aceptado. Creo que de esa
manera ocurre, generalmente. Y entonces
se acabó todo entusiasmo. La verdadera
esencia del romanticismo es la
incertidumbre. Si llego a casarme,
procuraré olvidarme del amor.
JACK.—Te creo, mi apreciado
Algy. El divorcio fue exclusivamente
inventado para personas cuya memoria
está curiosamente constituida.
ALGERNON.—¡Oh! Es en vano
hacer reflexiones de este tema. Los
divorcios se realizan en el cielo. (Jack
estira la mano para coger un sándwich,
Algernon no se lo permite.) Por favor,
deja de comer los sandwiches de
pepino. He ordenado que los preparen
especialmente para tía Augusta. (Luego
de decir esto toma uno y se lo come.)
JACK.—Pero, ¿por qué me los
niegas y tú no paras de comértelos?
ALGERNON.—Eso es totalmente
distinto. Yo soy su sobrino. (Coge un
plato) Come un trozo de pan con
mantequilla. El pan con mantequilla es
para Gwendolen. A Gwendolen le
fascina el pan con mantequilla.
JACK.—(arrimándose a la mesa y
sirviéndose él mismo) Este pan y esta
mantequilla están muy sabrosos.
ALGERNON.—Es
verdad,
mi
apreciado amigo, sin embargo, no es
necesario que comas como si fueras a
terminártelo todo. Actúas como si ella
ya fuera tu esposa. No lo es aún y dudo
que lo sea jamás.
JACK.—¿Por qué estás tan seguro?
ALGERNON.—Porque las chicas
jamás contraen matrimonio con el
hombre con el que coquetean. No
consideran que sea honesto.
JACK.—¡Eso es una gran estupidez!
ALGERNON.—Estás equivocado.
Esto demuestra por qué puedes ver un
sinfín de solteros por todas partes.
Además, yo no consentiría ese
matrimonio.
JACK.—¿Te opondrías?
ALGERNON.—Mi
apreciado
amigo, Gwendolen es mi prima hermana.
Y antes de aceptar que sea tu esposa, has
de explicarme por completo el asunto de
Cecilia. (Se escucha el tintinear del
timbre.)
JACK.—¡Cecilia! ¿Qué es lo que
deseas saber? Jamás he cruzado una sola
palabra con una mujer que se llame
Cecilia.
Entra Lane.
ALGERNON.—Trae por favor la
cigarrera que el señor Worthing olvidó
en la sala de fumar la última vez que nos
acompañó a cenar.
LANE.—En seguida, señor.
Sale Lane
JACK.—Entonces, ¿has tenido mi
cigarrera todo este tiempo? Podrías
haberme hecho el favor de decírmelo.
He enviado varias cartas frenéticas a
Scotland Yard para que se encarguen de
este asunto. Incluso he estado dispuesto
a ofrecer una espléndida recompensa.
ALGERNON.—Bueno, espero con
impaciencia tu oferta…
JACK.—Ya no es necesario, pues ya
ha aparecido.
Entra Lane con la cigarrera
sobre una bandeja. Algernon la
recibe. Se retira Lane.
ALGERNON.—Me
obligas
a
decirte que esa actitud me parece
sumamente mezquina, Ernesto. (Abre la
cigarrera y la examina.) Empero, no
importa porque ahora veo la inscripción
de la parte de dentro, y compruebo que
el objeto no te pertenece.
JACK.—Te equivocas, es mío.
(Dirigiéndose hacia él) En más de cien
ocasiones me la has visto, además, nadie
te ha autorizado a leer lo que está
escrito en su interior. Es una insolencia
leer una cigarrera particular.
ALGERNON.—¡Oh! ES absurdo
tener una regla rigurosa e invariable
sobre lo que debe y no debe leerse. Más
de la mitad de la cultura moderna
depende de lo que no debería leerse.
JACK.—Es un hecho del que estoy
perfectamente informado, pero no es mi
propósito discutir acerca de la cultura
moderna. Este tema no merece
conciliarse en privado. Lo único que
quiero es recobrar mi cigarrera.
ALGERNON.—También lo sé, sin
embargo, esta cigarrera no te pertenece.
Esta cigarrera se la obsequiaron a una
persona que se llama Cecilia y tú has
asegurado que no conoces a nadie con
ese nombre.
JACK.—Bueno, ya que te empecinas
en saberlo, te diré que Cecilia es mi tía.
ALGERNON.—¡Tu tía!
JACK.—Sí. Además, es una anciana
maravillosa, encantadora, que vive en
Tunbridge Wells. Dame la cigarrera en
seguida, Algy.
ALGERNON.—(tendiéndose en el
sofá) Pero, ¿por qué se llama a sí misma
«la pequeña Cecilia», si es tía tuya y si
vive en Tunbridge Wells? (Continúa
leyendo.) «De la pequeña Cecilia, con
su más tierno amor.»
JACK.—(en dirección hacia el sofá
e hincándose en él) Mi apreciado
amigo, no hay nada de raro en eso: unas
tías son grandes y otras no lo son. Es
ésta, innegablemente, una cuestión sobre
la cual debe estarle permitido a una tía
decidir por sí misma. ¡Crees que todas
las tías deben ser exactamente iguales a
la tuya! ¡Eso es absurdo! Por dios, dame
mi cigarrera. (Persigue a Algernon por
toda la habitación.)
ALGERNON.—Estoy de acuerdo,
sin embargo, ¿por qué tu tía te llama tío
suyo? «De la pequeña Cecilia, con su
más afectuoso amor, a su adorado tío
Jack.» No hay nada reprobable, lo
admito, en que una tía sea pequeña, pero
que una tía, sin importar la estatura o la
edad que tenga, deba llamar a su propio
sobrino su tío, es lo que no puedo
entender. Además, tú no te llamas Jack,
sino Ernesto.
JACK.—Estás
equivocado,
mi
nombre no es Ernesto, sino Jack.
ALGERNON.—Siempre me has
dicho que te llamas Ernesto. Ante todo
el mundo te he presentado como Ernesto.
Respondes al nombre de Ernesto. Tienes
la apariencia de llamarte Ernesto. Eres
la persona de aspecto más normal que he
visto en mi vida. Es totalmente ilógico
que niegues llamarte Ernesto. Tus
tarjetas de presentación así lo
consignan. A propósito, aquí hay una.
(Saca una de su cartera.) «Señor
Ernesto Worthing, B. Cuatro, The
Albany.» La guardaré para demostrar
que tu nombre es Ernesto, si alguna vez
pretendes negármelo a mí, a Gwendolen
o a cualquier otro. (Se guarda la tarjeta
en el bolsillo.)
JACK.—Está bien, en la ciudad mi
nombre es Ernesto, y en el campo me
conocen como Jack, y la cigarrera me la
obsequiaron en el campo.
ALGERNON.—Lo
acepto,
sin
embargo, eso no aclara por qué tu
pequeña tía Cecilia, que vive en
Tunbridge Wells, te llama querido tío.
Vamos, es mejor que confieses de una
vez.
JACK.—Mi apreciado Algy, te
expresas textualmente igual que un
dentista, y es muy corriente hablar como
los dentistas cuando uno no lo es.
Produce una falsa impresión.
ALGERNON.—Estoy de acuerdo,
pero ahora, ¡prosigue! Dímelo todo. Te
advierto que siempre he sospechado que
eras un bunburista confirmado y secreto;
y ahora estoy muy seguro de ello.
JACK.—¿Bunburista?
¿A
qué
diablos te refieres cuando me llamas
bunburista?
ALGERNON.—Te contestaré lo que
me pides inmediatamente de que tengas
la amabilidad de revelarme por qué eres
Ernesto en la ciudad y Jack en el campo.
JACK.—Acepto, pero antes que
nada devuélveme mi cigarrera.
ALGERNON.—Tómala. (Le da la
cigarrera.)
Ahora
formula
tu
explicación y pídele a Dios que no sea
inverosímil.
JACK.—Apreciado
amigo,
mi
explicación no tiene nada de
inverosímil.
En
realidad,
es
perfectamente vulgar. El viejo señor
Thomas Cardew, que me prohijó cuando
yo era niño, me nombró en su testamento
tutor de su nieta, señorita Cecilia
Cardew. Cecilia me llama tío por
motivos de respeto que serías incapaz
de comprender; vive en mi casa, en el
campo, al cuidado de su apreciable
institutriz, señorita Prism.
ALGERNON.—Por cierto, ¿en qué
sitio se encuentra esa casa?
JACK.—Apreciado amigo, eso no te
incumbe. Nunca te invitaré… Lo único
que puedo decirte es que esa casa no se
encuentra en Shropshire.
ALGERNON.—¡Lo
suponía,
estimado amigo! En dos ocasiones
distintas ; he «bunburizado» todo
Shropshire. Ahora, continúa con tu
narración. ¿Por qué eres Ernesto en la
ciudad y Jack en el campo?
JACK.—Mi apreciadísimo Algy,
dudo que puedas entender mis
verdaderas
razones,
pues
eres
sumamente
frívolo.
Cuando
se
desempeñan funciones de tutor, tiene uno
que adoptar una actitud moral
elevadísima en todas las ocasiones. Es
una obligación hacerlo. Y como una
actitud moral elevada en verdad es muy
poco provechosa para la salud y la
felicidad, con el propósito de poder
venir a Londres he aparentado siempre
que tenía un hermano menor llamado
Ernesto, que vive en Albany, y que se
mete en los líos más terribles. Esta es,
mi apreciado Algy, toda la verdad, pura
y sencilla.
ALGERNON.—A excepción de
contadas ocasiones la verdad es pura,
pero nunca sencilla. ¡La vida actual
sería sumamente aburrida si la verdad
fuera una u otra cosa, y la literatura
actual, totalmente imposible!
JACK.—Eso no estaría del todo
mal.
ALGERNON.—Apreciado amigo,
no intentes hacer crítica literaria, pues
eres un neófito en este campo. Permite
que la hagan quienes no han estado en
una universidad. ¡La hacen tan bien en
los diarios!… Lo que tú eres es un
verdadero bunburista. Eres uno de los
bunburistas más sagaces que conozco.
JACK.—¿Qué pretendes decir?
ALGERNON.—Que has inventado
un útil hermano menor cuyo nombre es
Ernesto, quien te ha permitido viajar
continuamente a la ciudad como 1
quieras. Yo he inventado un inestimable
inválido permanente llamado Bunbury,
para poder ir al campo siempre que
quiera.
Bunbury es
eternamente
inestimable. Sin la mala salud
extraordinaria de Bunbury, no me sería
posible, por ejemplo, cenar contigo esta
noche en Willis, pues ya me comprometí
con tía Augusta desde hace más de una
Semana.
JACK.—No te he pedido que cenes
conmigo en ninguna parte esta noche.
ALGERNON.—Es verdad, pero no
me extraña en nada, pues eres
sumamente descuidado cuando se trata
de mandar invitaciones. Eres muy bruto.
Nada enfada tanto ala gente como no
recibir invitaciones.
JACK.—Sería mucho más agradable
que cenaras con tu tía Augusta.
ALGERNON.—No tengo la menor
intención de hacer semejante cosa. Ya
cené con ella el lunes, y para mí es
suficiente cenar con los parientes una
vez a la semana. Además, cuando ceno
con tía Augusta, me tratan como aun
miembro de la familia: me sientan junto
a una mujer, o dos. Y para colmo ya sé
junto a quién me sentarán esta noche:
cerca de Mary Farquhar, que siempre
flirtea con su propio marido en la mesa.
Eso es sumamente desagradable, y hasta
indecoroso… Y esta manera de
comportarse
está
aumentando
enormemente.
En
Londres
es
completamente escandaloso el número
de señoras que coquetean con sus
maridos. ¡Hace tan mal efecto!… Es,
sencillamente, como lavar en público la
ropa limpia. Además, ahora que eres un
bunburista confirmado, quiero hablarte
del bunburismo. Quiero que conozcas
las reglas.
JACK.—Te equivocas, para nada
soy un bunburista. Si Gwendolen me
acepta, mataré a mi hermano. De hecho,
le mataré de todas maneras. Cecilia ha
desarrollado un enorme interés por él.
Ya me ha causado muchos problemas.
Así es que voy a deshacerme de Ernesto.
Y te recomiendo vivamente que hagas lo
mismo con el señor…, con tu amigo
inválido que tiene ese nombre tan
absurdo.
ALGERNON.—Nada me obligaría a
deshacerme de Bunbury, y si alguna vez
contraes matrimonio, situación que
considero
extraordinariamente
problemática, te alegrarás mucho cuando
conozcas a Bunbury. Aquel que se case
sin conocer a Bunbury se aburrirá
enormemente.
JACK.—Por favor, mi amigo, no
digas tonterías. Si me caso con una
muchacha tan encantadora como
Gwendolen, y es la única muchacha que
he visto en mi vida con la que quisiera
casarme, te aseguro que no tendré
necesidad de conocer a Bunbury.
ALGERNON.—Entonces
querrá
conocerle tu esposa. Pareces ignorar que
en la vida matrimonial tres representa
una compañía, y dos es nada.
JACK.—(sentenciosamente)
Mi
apreciado y joven amigo, ésa es la
teoría que el corruptor teatro francés ha
venido promoviendo en las últimas
cinco décadas.
ALGERNON.—Es verdad, y la
misma que el dichoso hogar inglés ha
confirmado en la mitad de ese tiempo.
JACK.—¡Por Dios, no intentes ser
cínico! Es sumamente fácil serlo.
ALGERNON.—En la actualidad, mi
apreciado amigo, nada es fácil. Existe
una competencia feroz para todo. (Se
escucha sonar el timbre de la puerta.)
¡Ah! Quizá sea la tía Augusta. Sólo los
familiares o los acreedores tocan el
timbre de esa manera wagneriana.
Ahora, si consigo entretenerla durante
diez minutos, para que puedas declararle
tu amor a Gwendolen, ¿podré cenar
contigo esta noche en Willis?
JACK.—Creo que sí, si quieres.
ALGERNON.—Sí; pero que sea en
serio. Aborrezco a las personas que no
actúan con seriedad cuando se trata de
comidas. ¡Demuestra tal vulgaridad de
su parte…!
Entra Lane.
LANE.—Lady
señorita Fairfax.
Bracknell
y
la
Algernon se adelanta a
recibirlas. Entran lady
Bracknell y Gwendolen.
LADY
BRACKNELL.—Buenas
tardes, estimado Algernon. Espero que
te estés comportando muy bien.
ALGERNON.—Me siento muy bien,
tía Augusta.
LADY BRACKNELL.—Eso no es
exactamente lo mismo; me refería a la
otra bondad. En realidad, esas dos cosas
casi nunca van juntas. (Ve a Jack y le
hace un saludo glacial.)
ALGERNON.—(a
Gwendolen)
¡Estás muy hermosa, querida!
GWENDOLEN.—¡Siempre lo estoy!
¿O acaso miento, señor Worthing?
JACK.—Señorita Fairfax, es usted
absolutamente perfecta.
GWENDOLEN.—¡Ojalá que no! En
caso contrario, ya no podría mejorar, y
mi intención es mejorar en muchas
cosas.
Gwendolen y Jack se sientan
juntos en un rincón.
LADY BRACKNELL.—Discúlpame
por haber llegado un poco tarde, Algy,
pero tenía la obligación de ir a ver a
nuestra apreciadísima lady Harbury.
Desde que murió su pobre marido, dejé
de visitarla. Jamás había visto una mujer
tan cambiada; parece veinte años más
joven. Y ahora voy a tomar una taza de
té y uno de esos exquisitos sandwiches
de pepino que me prometiste.
ALGERNON.—Por supuesto, tía
Augusta. (Se encamina hacia la mesa de
té.)
LADY BRACKNELL.—¿Quieres
sentarte cerca de mí, Gwendolen?
GWENDOLEN.—Gracias, mamá;
en este lugar estoy muy cómoda.
ALGERNON.—(alzando,
preocupado, la bandeja vacía) ¡Por
Dios, Lane! ¿Por qué no preparaste los
sandwiches de pepino? Te lo ordené
especialmente.
LANE.—(con tono serió) Señor,
esta mañana no había pepinos en el
mercado. Incluso fui dos veces.
ALGERNON.—¿Que
no
había
pepinos?
LANE.—Es verdad, señor, no había
pepinos, ni siquiera pagando al contado.
ALGERNON.—Está bien, Lane,
puedes retirarte.
LANE.—Gracias, señor. (Se retira)
ALGERNON.—Me
apena
muchísimo, tía Augusta, pero no hubo
pepinos en el mercado, ni siquiera
pagando al contado.
LADY
BRACKNELL.—No
te
preocupes, Algernon. He tomado unos
panecillos con lady Harbury, la cual
parece vivir ahora sólo para el placer.
ALGERNON.—Escuché
algunos
rumores acerca de que por la pena se le
había vuelto el pelo totalmente rubio.
LADY BRACKNELL.—Es verdad
que el tono ha cambiado, pero
desconozco la causa de tal cambio.
(Algernon le sirve el té.) Eres muy
amable. Tengo algo delicioso para ti,
Algernon. Esta noche te sentaré cerca de
Mary Farquhar. Es una mujer deliciosa,
¡y tan atenta con su marido! Resulta
encantador verlos…
ALGERNON.—Temo, tía Augusta,
tener que renunciar al deleite de cenar
contigo esta noche.
LADY BRACKNELL.—(haciendo
un gesto de molestia) Ojalá que
pudieras asistir, Algernon, pues de lo
contrario me desbaratarías la mesa por
completo. Tu tío tendría que cenar
arriba; por fortuna ya está acostumbrado
a hacerlo.
ALGERNON.—Es
sumamente
molesto, y no necesito decir lo que me
contraría; sin embargo acabo de recibir
un telegrama en que mi pobre amigo
Bunbury me informa que está muy
enfermo de nuevo. (Intercambia una
mirada con Jack.) Creo que debo estar
junto a él.
LADY BRACKNELL.—Es muy
raro. Ese señor Bunbury tiene una salud
muy mala.
ALGERNON.—Tienes razón, tía, el
desdichado Bunbury es un caso
desesperado.
LADY
BRACKNELL.—Debo
decirte, Algy, que, a mi juicio, ya es
hora de que el señor Bunbury se decida
por fin a vivir o a morirse. Su indecisión
en este tema es absurda. Repruebo
tajantemente la simpatía moderna hacia
los enfermos crónicos. Lo considero
morboso. La enfermedad, sea la que
fuere, no es cosa que deba alentarse en
el prójimo. Cuidar la salud es la primera
obligación en la vida. Se lo digo
siempre a tu pobre tío, pero no parece
hacerme mucho caso… a juzgar por la
leve mejoría que experimenta en sus
dolencias. Te agradeceré mucho que le
pidas al señor Bunbury que hiciese el
favor de L no tener una recaída el
sábado, pues cuento contigo para que me
f organices la música. Es la última
recepción que doy y necesito algo que
anime las conversaciones, en particular
a fin de temporada, cuando la gente ha
dicho realmente todo lo que tenía que
decir, lo cual, en la mayoría de los
casos, no era probablemente mucho.
ALGERNON.—Hablaré a Bunbury,
tía Augusta, si es que no ha perdido, aún
la cabeza, y creo poder prometerte que
no tendrá ninguna recaída el sábado.
Claro es que la música va a ser algo
difícil. Mire usted: si se toca buena
música, la gente no escucha, y si se toca
mala música, nadie habla. Pero tocaré
todo el programa que he preparado, si
quiere usted tener la amabilidad de
acompañarme a la habitación f contigua
un momento.
LADY
BRACKNELL.—Te
lo
agradezco, Algy; eres muy precavido.
(Se levanta y sigue a Algernon.) Tengo
la certeza de que el programa será
encantador luego de que hagamos unas
pequeñas purgas. No puedo tolerar
canciones francesas. Parece que la gente
cree que son indecentes, y, ponen unos
rostros escandalizados, lo cual es
vulgar, o se ríen, lo cual es peor aún. Sin
embargo, el alemán suena como un
idioma perfectamente respetable, y
realmente así lo creo. Gwendolen,
¿quieres acompañarme?
GWENDOLEN.—Voy, mamá.
Lady Bracknell y Algernon se
dirigen a la sala de música.
Gwendolen se queda atrás.
JACK.—¡Qué hermoso día hace,
señorita Fairfax!
GWENDOLEN.—Le suplico que no
me hable del tiempo, señor Worthing.
Siempre que una persona me habla de
ese tema tengo la absoluta seguridad de
que quiere decir algo más. Y eso me
pone sumamente nerviosa.
JACK.—En efecto, quiero decirle
algo más.
GWENDOLEN.—Ya me lo figuraba.
En verdad, nunca me equivoco.
JACK.—Quisiera que me permitiera
aprovechar la ocasión favorable creada
por la ausencia momentánea de lady
Bracknell.
GWENDOLEN.—Le
aconsejaría
que lo hiciese. Mamá tiene una manera
súbita de entrar en una habitación, que
me ha forzado a reconvenirla muchas
veces.
JACK.—(con nerviosismo) Señorita
Fairfax, desde la primera vez que la vi,
la admiré más que a ninguna otra
muchacha… Desde que… la conozco.
GWENDOLEN.—Sí,
ya
estoy
perfectamente enterada de eso. Y con
frecuencia he deseado que en público
usted hubiera sido más expresivo en
todos los aspectos. Ha tenido usted
siempre para mí un encanto irresistible.
Incluso antes de que lo conociera no me
era indiferente. (Jack la mira
desconcertado.) Vivimos, como imagino
que sabrá, señor Worthing, en una época
de ideales. Este hecho nos lo recuerdan
constantemente en las revistas mensuales
más caras, incluso me han comentado
que ha llegado hasta los púlpitos de
provincia, y mi ideal ha sido siempre
amar a un hombre cuyo nombre sea
Ernesto, pues este nombre me inspira
una total confianza. Desde la primera
vez que Algy me comentó que uno de sus
amigos se llamaba Ernesto, comprendí
que estaba destinada a amarle a usted.
JACK.—¿Me ama usted realmente,
Gwendolen?
GWENDOLEN.—¡Con exagerada
pasión!
JACK.—¡Vida mía! No sabe usted
lo feliz que me ha hecho.
GWENDOLEN.—¡Mi Ernesto!
JACK.—Pero, ¿no querrá usted
realmente decir que no podría amarme si
no me llamase Ernesto?
GWENDOLEN.—Pero usted se
llama Ernesto.
JACK.—Es verdad; pero en caso de
que mi nombre fuese otro, ¿quiere usted
decir que le sería imposible amarme?
GWENDOLEN.—(con volubilidad)
¡Ah! Eso es, evidentemente, una
especulación metafísica, y, como la
mayoría
de
las
especulaciones
metafísicas, tiene muy poca relación con
los hechos efectivos de la vida real, tal
como los conocemos.
JACK.—Personalmente, querida, se
lo digo con toda sinceridad: no le doy
demasiado interés al nombre de
Ernesto… No creo que ese nombre me
siente del todo bien.
GWENDOLEN.—Le
sienta
perfectamente. Es un hombre divino.
Tiene í' música. Produce vibraciones.
JACK.—Pues
sinceramente,
Gwendolen, le confieso que hay
nombres mucho más bonitos. Incluso
creo que Jack es más encantador que
Ernesto.
GWENDOLEN.—¿Jack?…
No;
tiene poquísima música, si es que
realmente tiene alguna. No impresiona.
Carece de vibración… He conocido a
varios hombres con ese nombre y todos,
sin excepción, eran de una fealdad
extraordinaria. Incluso, Jack es el
diminutivo de los infinitos Johns,
criados. Y me compadezco de toda
mujer que se haya casado con un hombre
cuyo nombre es John. Tal vez jamás
pueda tener la maravillosa satisfacción
de un único momento de soledad. Sin
lugar a dudas, el único nombre que
merece confianza es Ernesto.
JACK.—Gwendolen, es imperioso
que vaya a bautizarme… quiero decir,
debemos casamos inmediatamente. No
hay que perder ni un segundo.
GWENDOLEN.—¿Casamos, señor
Worthing?
JACK.—(admirado)
Naturalmente… Ya sabe usted que la
adoro, señorita Fairfax, y me ha
permitido creer que no le soy
indiferente.
GWENDOLEN.—¡Lo adoro! Sin
embargo, usted no
JACK.—Bueno, ¿puedo declararme
ahora?
GWENDOLEN.—Pienso que sería
una oportunidad admirable. Y para I
evitarle una probable decepción, señor
Worthing, creo que es justo confesarle
con toda sinceridad y anticipadamente
que estoy totalmente decidida a decirle
que sí.
JACK.—¡Gwendolen!
GWENDOLEN.—Lo escucho, señor
Worthing, ¿qué quiere decirme?
JACK.—Ya sabe usted lo que quiero
decirle.
GWENDOLEN.—Sí, pero usted me
lo tiene que decir.
JACK.—Gwendolen,
¿quiere
casarse conmigo? (Se arrodilla)
GWENDOLEN.—¡Claro
que
acepto, mi vida! ¡Has tardado mucho en
pedírmelo! Temo Que tengas muy poca
experiencia en materia de declaraciones.
JACK.—Encanto mío, no he amado
a nadie en el mundo como a ti.
GWENDOLEN.—Sí,
pero
los
hombres se declaran frecuentemente,
para practicar. Estoy enterada de que mi
hermano Gerardo lo hace. Todas mis
amigas me lo han contado. ¡Qué ojos
azules más hermosos tiene usted,
Ernesto! Son muy, muy azules. Ojalá que
me mire usted siempre de esa manera,
principalmente cuando haya personas a
nuestro alrededor.
Entra lady Bracknell.
LADY BRACKNELL.—¡Levántese,
señor Worthing, de esa postura
semiyacente! Es muy indigna.
GWENDOLEN.—¡Mamá! (El señor
Worthing intenta pararse. Ella no lo
permite.) Te suplico encarecidamente
que te marches. Este no es lugar para ti.
Además, el señor Worthing no ha
terminado todavía.
LADY BRACKNELL.—¿No ha
terminado de qué, si tengo derecho a
saberlo?
GWENDOLEN.—Soy la prometida
del señor Worthing, mamá.
LADY BRACKNELL.—Disculpa,
pero tú no eres la prometida de ningún
hombre. Cuando te comprometas con una
persona, yo, o tu padre, si su salud se lo
permite, te lo comunicaremos. Un
compromiso debe presentársele a una
muchacha como sorpresa, agradable o
desagradable, según sea el caso. Este
asunto, debido a su complejidad, no
debería permitírsele arreglarlo por sí
misma. Y ahora quiero que me aclare
algunas dudas, señor Worthing. Mientras
tanto, tú, Gwendolen, aguardarás en el
carruaje.
GWENDOLEN.—(reconviniéndola)
¡Mamá!
LADY
BRACKNELL.—He
ordenado que me esperes en el carruaje,
Gwendolen.
Gwendolen se encamina hacia
la puerta. Ella y Jack se lanzan
besos por detrás de Lady
Bracknell. Lady Bracknell
observa vagamente a su
alrededor como si no advirtiese
lo que estaba sucediendo, se
vuelve y le pide nuevamente a
Gwendolen que vaya al
carruaje. Gwendolen se marcha
volviéndose para mirar a Jack
Luego de sentarse y sacar de su
bolsillo un pequeño cuaderno
de notas y un lápiz, lady
Bracknell le ofrece asiento al
señor Worthing.
JACK.—Gracias, lady Bracknell,
prefiero estar de pie.
LADY BRACKNELL.—(lápiz y
cuadernito de notas en mano) Creo que
es mi deber advertirle que no está usted
incluido en mi lista de muchachos
elegibles, aunque tengo la misma que la
apreciada duquesa de fe Bolton.
Realmente trabajamos juntas. Pero estoy
totalmente dispuesta a anotar el nombre
de usted si sus respuestas son las que
requiere una madre verdaderamente
amorosa. ¿Fuma usted?
JACK.—Pues bien: sí, debo
reconocer que fumo.
LADY BRACKNELL.—Me da
mucho gusto saberlo. Un hombre debe
tener siempre una ocupación cualquiera.
En Londres hay muchos hombres
desocupados. ¿Qué edad tiene?
JACK.—Veintinueve años.
LADY BRACKNELL.—Esa es una
edad excelente para casarse. Siempre ftl
he pensado que si un hombre desea
casarse debe saberlo todo o nada. ¿En
qué caso se encuentra usted?
JACK.—(después de dudar durante
unos segundos) No sé nada, lady
Bracknell.
LADY BRACKNELL.—Me da
mucho gusto saberlo. Rechazo la menor
intromisión de la ignorancia natural. La
ignorancia se parece a un delicado fruto
exótico: si la tocas, la marchitas. La
teoría de la educación moderna es
íntegra y radicalmente falsa. Por fortuna
en Inglaterra, en cualquier escala, no
causa el menor efecto. Si lo produjese,
sería un peligro probado para las clases
altas, y daría lugar, probablemente, a
actos de violencia en Grosvenor Square.
¿Cuál es su salario?
JACK.—De siete a ocho mil libras
esterlinas al año.
LADY BRACKNELL.—(luego de
anotar en su cuadernito) ¿En tierras o
en inversiones?
JACK.—En inversiones, la mayoría.
LADY BRACKNELL.—Eso es muy
ventajoso. Entre los deberes que se le
exigen a uno durante su vida y los
deberes que se le exigen tras su muerte,
las tierras han dejado de ser, en todo
caso, un beneficio o un placer. Le dan
posición a uno, y lo previenen de
aumentarlas. Es cuanto puede decirse de
las tierras.
JACK.—Poseo una casa de campo
con algunas tierras, lógicamente dentro
de la misma propiedad, unos mil
quinientos acres aproximadamente; sin
embargo, no proceden de eso mis
ingresos reales. En realidad, por lo que
he podido comprobar, los cazadores
furtivos son los únicos que sacan algo
de las tierras.
LADY BRACKNELL.—¿Esa casa
de campo cuántas alcobas tiene? Bueno,
ese punto puede aclararlo después.
¿Tiene una casa en Londres, verdad?
Una muchacha de naturaleza simple, que
conserva su belleza natural como
Gwendolen, es difícil que pueda vivir
en el campo.
JACK.—Sí; tengo una casa en la
plaza de Belgravia, sin embargo, la he
arrendado desde este año a lady
Bloxham. Naturalmente que puedo
pedirle que la desaloje cuando yo lo
desee, con seis meses de aviso.
LADY
BRACKNELL.—¿Lady
Bloxham? No la conozco.
JACK.—¡Oh! Ella casi no sale de la
casa. Es una señora de edad muy
avanzada
LADY BRACKNELL.—¡Ah! En la
actualidad eso no es garantía de
decencia ¿Qué número de la plaza de
Belgravia?
JACK.—Ciento cuarenta y nueve.
LADY BRACKNELL.—(moviendo
la cabeza) En el lado que no está de
moda. Ya me imaginaba que habría algo.
Empero, eso lo podemos modificar con
facilidad.
JACK.—¿La moda o el lado?
LADY
BRACKNELL.
—(severamente) Me imagino que los
dos, si es necesario. Y en política ¿de
qué lado está?
JACK.—Temo que en rigor de
ninguno. Soy tan sólo liberal unionista
del mantenimiento de la unión inglesa a
ultranza, enemigo, por ende, de la
autonomía irlandesa.
LADY BRACKNELL.—¡Oh! Eso le
coloca entre los «tories». Cenan con I
nosotros. O vienen a conversar por la
noche, en todo caso. Ahora, abordemos
cuestiones menores. ¿Sus padres viven?
JACK.—Ambos han muerto.
LADY BRACKNELL.—Perder a
uno de los dos, señor Worthing, puede
juzgarse como una desgracia; perder a
ambos es como un descuido. ¿Quién era
su padre? Indudablemente, un hombre
con cierta riqueza. ¿Nació en lo que los
periódicos radicales llaman el «reino de
los negocios», o se había encumbrado en
el círculo de la aristocracia?
JACK.—Temo
no
saberlo
exactamente. La verdad es que aunque
he manifestado que perdí a mi padre y a
mi madre, lo más cercano a la realidad
sería decir que, supuestamente, fueron
ellos los que me perdieron a mí… En la
actualidad no sé quién soy por mí
nacimiento Fui… bueno, fui encontrado.
LADY
BRACKNELL.—
¡Encontrado!
JACK.—El difunto señor Thomas
Cardew, anciano caballero, muy humano
y misericordioso, me encontró y me dio
el nombre de Worthing porque
casualmente tenía un billíete de primera
clase para Worthing en su bolsillo en ese
momento. Worthing es un pueblo de la
comarca de Sussex. Es una playa
concurrida.
LADY BRACKNELL.—¿Dónde lo
halló ese caballero misericordioso?
JACK.—(con gravedad) En una
bolsa de mano.
LADY BRACKNELL.—¿En una
bolsa de mano?
JACK.—(muy serio) Naturalmente,
lady Bracknell. Me encontraba en una
bolsa de mano, un saco de mano un tanto
grande, de cuero negro, con asas; es
decir, una bolsa corriente.
LADY BRACKNELL.—¿En qué
lugar encontró ese señor James o
Thomas Cardew ese saco de mano
corriente?
JACK.—En el guardarropa de la
estación Victoria, Se la dieron,
equivocadamente, por el suyo.
LADY BRACKNELL.—¿En el
guardarropa de la estación Victoria?
JACK.—Sí, en la línea Brighton.
LADY BRACKNELL.—El nombre
de la línea no es importante, señor
Worthíng; confieso que me siento un
poco desconcertada por lo que acaba de
revelarme. Nacer, o tan siquiera haber
sido criado en un saco de mano, con
asas o sin éstas, roe parece una ofensa
hacia el recato de la vida de familia, que
recuerda los peores abusos de la
Revolución Francesa, Y supongo que
sabrá a lo que ha conducido ese
infortunado movimiento. Respecto al
lugar exacto en el cual fue hallado el
saco de mano, el guardarropa de una
estación de ferrocarril podría servir
para ocultar una indiscreción social, y
realmente es muy factible que haya sido
utilizado para ese propósito antes de
ahora; sin embargo, difícilmente puede
ser considerada como una base segura
para un reconocimiento en la buena
sociedad,
JACK.—¿Qué me sugeriría usted
hacer? No es necesario que diga que
haría cualquier cosa para asegurar la
felicidad de Gwendolen.
LADY BRACKNELL.—Le sugiero,
señor Worthing, que procure conseguir
parientes lo más rápido que pueda y que
haga un esfuerzo supremo Óscar Wilde
para presentar, siquiera, a uno de sus
dos progenitores, antes de que concluya
la temporada.
JACK.—Pues no veo cómo voy a
arreglármelas para eso. Puedo traerle la
bolsa cuando lo indique. La conservo en
mi casa, en mi armario. Creo que con
eso podría realmente darse por
satisfecha, lady Bracknell.
LADY
BRACKNELL.—¡Yo,
caballero! ¿Qué tengo que ver con eso?
¡No creerá que lord Bracknell y yo
vamos a caer en la locura de casar a
nuestra hija única, una muchacha
educada con el mayor cuidado, con un
paquete de guardarropa. ¡Buenos días,
señor Worthing!
(Lady Bracknell sale con una
rabia majestuosa.)
JACK.—¡Buenos días!
Desde un salón contiguo,
Algernon comienza a tocar la
marcha nupcial; Jack, con aire
furibundo, camina hacia la
puerta.
JACK.—¡Por Dios, no toques esa
música tan pavorosa, Algy! ¡Qué torpe
eres!
Cesa la música y Algernon
entra con semblante risueño.
ALGERNON.—¿Conseguiste lo que
te proponías, mi viejo amigo? ¿No
querrás decir que Gwendolen te dio
calabazas? Sé que es un hábito suyo.
Siempre rechaza a sus pretendientes. Lo
encuentro muy perverso en ella.
JACK.—¡Oh! Es tan correcta como
un
salvamanteles.
Ya
estamos
comprometidos. Su madre es totalmente
insoportable. Jamás he conocido a una
Gorgona semejante… En realidad, no sé
cómo será una Gorgona; sin embargo,
estoy segurísimo de que lady Bracknell
lo es. En cualquier caso, es un monstruo,
y no mitológico, lo cual resulta más bien
injusto… Perdóname, Algy. Creo que no
debería hablar de tu tía de esta forma,
estando tú presente.
ALGERNON.—No te preocupes, a
mí me encanta oír maltratar a mi familia.
Es lo único que me hace tolerarlos
después de todo. Los parientes son,
sinceramente, un hatajo de personas
impertinentes que no tienen la más
remota noción de cómo hay que vivir, ni
el más pequeño instinto de cuándo
morirse.
JACK.—¡Oh, eso es absurdo!
ALGERNON.—Te equivocas.
JACK.—Está bien, no quiero reñir
por ese tema. Tú siempre quieres
discutir todo.
ALGERNON.—Precisamente para
eso las cosas fueron creadas.
JACK.—Te juro que si yo pensase
eso, me pegaría un tiro…, (Pausa.)
¿Crees, Algy, que existe una posibilidad
de que Gwendolen llegue a parecerse a
su madre dentro de ciento cincuenta
años?
ALGERNON.—Todas las mujeres
llegan a imitar a sus madres. Ésa es su
tragedia. A los hombres no les ocurre lo
mismo. Ésta es la suya. Jack: ¡Es muy
ingenioso eso!…
ALGERNON.—Está perfectamente
comprobado. Y es tan verdadero como
puede serlo cualquier observación en la
vida civilizada.
JACK.—Estoy hastiado de la
inteligencia. En la actualidad, todo el
mundo es inteligente. No puedes ir a
ninguna parte sin encontrarte con
personas inteligentes. Esto ha llegado a
ser una verdadera calamidad pública. Le
imploro a Dios que deje a unos cuantos
torpes.
ALGERNON.—Los hay.
JACK.—Me encantaría muchísimo
encontrármelos. ¿De qué temas hablan?
ALGERNON.—¿Los torpes? ¡Oh!
De
las
personas
inteligentes,
naturalmente.
JACK.—¡Qué estúpidos!
ALGERNON.—Por cierto: ¿le has
dicho a Gwendolen la verdad: de que
eres Ernesto en Londres y Jack en el
campo?
JACK.—(con marcado aire de
protección) Mi apreciado amigo, la
verdad no es el tipo de cosas que uno
dice a una muchacha hermosa, agradable
e inteligente. ¡Qué ideas más
extraordinarias tienes acerca de la
manera de proceder con una mujer!
ALGERNON.—La única forma de
proceder con una mujer es hacerle el
amor, si es hermosa, o hacérselo a otra,
si es fea.
JACK.—¡Oh! Esa opinión es una
estupidez.
ALGERNON.—¿Y qué le has
comentado de tu hermano? Del
derrochador de Ernesto
JACK.—¡Oh! Antes de que termine
la semana me habré desembarazado de
él. Diré que una apoplejía acabó con su
vida en París. Muchísimas personas
mueren súbitamente de esa enfermedad,
¿acaso no es verdad?
ALGERNON.—Es verdad; sin
embargo,
ese
padecimiento
es
hereditario, mi preciado amigo. Es uno
de los males que vienen de familia. Es
mejor que digas que falleció de un grave
resfriado.
JACK.—¿Tienes la certeza de que
un grave resfriado no es hereditario, ni
nada por el estilo?
ALGERNON.—¡Por supuesto que
no lo es!
JACK.—En tal caso, está bien. Mi
infeliz hermano Ernesto murió en París
de un grave resfriado. Ya me he
deshecho de él.
ALGERNON.—No obstante, ¿creí
que me dijiste que… la señorita Cardew
estaba muy interesada en tu desdichado
hermano Ernesto…? ¿No i sufrirá ella
mucho con la muerte de tu hermano?
JACK.—¡Oh! La cosa ira bien.
Cecilia no es una muchacha torpe,
romántica. Tiene buen apetito, da largos
paseos y no presta ninguna atención a
sus clases.
ALGERNON.—Me
encantaría
realmente conocer a Cecilia.
JACK.—Me cuidaré mucho de
impedírtelo. Es sumamente hermosa, y
tiene dieciocho años recién cumplidos.
ALGERNON.—¿Y le has comentado
a Gwendolen que tienes una pupila
exageradamente hermosa y de sólo
dieciocho años?
JACK.—Uno no puede hablar
súbitamente de estas cosas a la gente.
Talgo la certeza de que Gwendolen y
Cecilia acabaran siendo íntimas amigas.
Te apuesto lo que quieras a que después
de media hora de conocerse se estarán
llamando recíprocamente hermanas.
ALGERNON.—Las
mujeres
únicamente hacen eso luego de que se
han llamado un montón de cosas
primero. Ahora, mí estimado amigo, si
queremos tener una buena mesa en
Wíllis, tenemos que ir a cambiarnos
inmediatamente. ¿Sabes que son cerca
de las siete?
JACK.—(con enfado) ¡Oh! Siempre
son cerca de las siete.
ALGERNON.—Bueno, pero yo
tengo hambre.
JACK.—No sería la primera vez
que lo supiese.
ALGERNON.—¿Luego de cenar, a
dónde iremos? ¿Al teatro?
JACK.—¡Oh, no! Me resulta
enfadoso escuchar.
ALGERNON.—Está bien, iremos al
club.
JACK.—Tampoco estoy de acuerdo;
odio hablar.
ALGERNON.—Entonces podríamos
dar una vuelta por el Empire a las diez.
JACK.—¡Oh, no! Me resulta
intolerable mirar ciertas cosas. ¡Es tan
insulso!
ALGERNON.—Bueno,
entonces
¿qué propones hacer?
JACK.—Disfrutar del ocio.
ALGERNON.—Es
sumamente
fastidioso estar inactivos. De cualquier
modo, no estoy dispuesto a ese penoso
trabajo si no tiene algún propósito.
Entra Lane.
LANE.—¡La señorita Fairfax!
Entra Gwendolen, se retira
Lane.
ALGERNON.—¡Gwendolen, a fé
mía!
GWENDOLEN.—Algy, por favor
vuélvete de espaldas. Quiero decirle
algo muy personal al señor Worthing.
ALGERNON.—En
verdad,
Gwendolen, dudo mucho que pueda
aceptar lo que me pides.
GWENDOLEN.—Algy,
con
frecuencia
asumes
una
actitud
rigurosamente inmoral con la vida. No
eres aún lo suficientemente viejo para
impedírmelo.
Algernon se retira hacia la
chimenea.
JACK.—¡Amada mía!
GWENDOLEN.—Ernesto, tal vez
nunca nos casemos. Por la expresión que
he visto en el rostro de mi madre, temo
mucho que así sea. En la actualidad muy
pocos padres hacen caso de lo que dicen
los hijos. El antiguo respeto que se tenía
a los hijos se está disipando
rápidamente. Si alguna vez tuve cierta
influencia en mamá, la perdí cuando yo
tenía tres años de edad. Sin embargo,
aunque pueda yo casarme con otro y
casarme muchas veces, nada de lo que
ella pueda hacer podrá cambiar el
inquebrantable amor que te profeso.
JACK.—¡Amada Gwendolen!
GWENDOLEN.—La historia de tu
romántico origen, tal como me la ha
narrado mi madre, prescindiendo de los
desagradables comentarios, ha sacudido,
como es natural, las fibras más
recónditas de mi alma. Tu nombre tiene
un encanto irresistible. La sencillez de tu
carácter
te
hace
exquisitamente
incomprensible para mí. Ya cuento con
tu dirección en la ciudad de Albany.
¿Cuál es tu dirección en el campo?
JACK.—Casa solariega de Manor,
en Woolton, condado de Herdfort.
Algernon, que ha estado
escuchando con mucha
atención, sonríe para sí mismo
y anota la dirección en el puño
de su camisa. Después toma la
guía de trenes.
GWENDOLEN.—Supongo
que
habrá un buen servicio postal. Puede ser
necesario que tome una decisión
desesperada. Eso, claro está, requiere
de una seria reflexión. Te enviaré cartas
todos los días.
JACK.—¡Mi único amor!
Gwendolen.—¿Hasta
cuándo
permanecerás en Londres?
JACK.—Hasta el lunes.
GWENDOLEN.—¡Bien! Algy, ya
puedes volverte.
ALGERNON.—Gracias, ya me
había vuelto.
GWENDOLEN.—También puedes
llamar al timbre.
JACK.—¿Me permites acompañarte
hasta tu coche, amada mía?
GWENDOLEN.—Sí.
JACK.—(a Lane, que entra) Yo
acompañaré a la señorita Fairfax.
LANE.—Como usted ordene, señor.
Salen Jack y Gwendolen. Lane
presenta a Algernon varias
cartas en una bandeja. Puede
presumirse que son facturas,
pues Algernon, luego de
observar los sobres, las hace
pedazos.
ALGERNON.—Sírvame una copa
de jerez, Lane.
LANE.—Sí, señor.
ALGERNON.—Lane, mañana voy a
bunburizar.
LANE.—Está bien, señor.
ALGERNON.—Es probable que
vuelva hasta el lunes. Prepáreme mis
trajes, la chaqueta del esmoquin y el
vestuario completo de Bunbury.
LANE.—Inmediatamente, señor.
Deja el jerez encima de la mesa.
ALGERNON.—Ojalá que mañana
haga buen día, Lane.
LANE.—Es muy raro que haga buen
día, señor.
ALGERNON.—Es usted demasiado
pesimista.
LANE.—Hago lo que puedo por
agradarle, señor.
Entra Jack. Se retira Lane.
JACK.—¡Qué
múchacha
tan
juiciosa, tan perspicaz! La única
muchacha que me ha interesado en mi
vida. (Algernon ríe insolentemente.)
¿Qué dije que te causó tanta gracia?
ALGERNON.—¡Oh! Sólo estoy un
poco preocupado por ese desdichado de
Bunbury.
JACK.—Si no eres prudente, tu
querido amigo Bunbury te meterá en un
serio lío un día de éstos.
ALGERNON.—Me agradan los líos.
Son las únicas cosas que jamás han sido
serias.
JACK.—¡Oh! ¡Esas son estupideces!
¡Sólo dices estupideces!
Jack le observa enfadado y se
retira del salón. Algernon
enciende un cigarro, lee lo que
ha escrito en el puño de su
camisa y sonríe.
ACTO SEGUNDO
Jardín en la residencia
solariega de Manor. Una
escalinata de piedra gris lleva a
la casa. El jardín, a la antigua,
está repleto de rosas. Época,
mes de julio. Sillas de mimbre y
una mesa atiborrada de libros
se encuentran bajo un enorme
tejado.
La señorita Prism aparece
sentada a la mesa. Al fondo,
Cecilia regando las flores.
SEÑORITA PRISM.—(llamando)
¡Cecilia! ¡Cecilia! Indiscutiblemente,
una tarea tan utilitaria como la de regar
las flores es más bien un deber de
Moulton que tuya. Principalmente en
este momento en que le aguardan los
placeres intelectuales. Su gramática
alemana está encima de la mesa. Te
suplico que la abras por la página
quince. Repasaremos la lección de ayer.
CECILIA.—(aproximándose
muy
despacio) Pero a mí no me agrada el
alemán. Es un idioma que no sienta
absolutamente
nada
bien.
Sé
perfectamente que parezco feísima
después de mi lección en ese idioma.
SEÑORITA PRISM.—Niña, sabes
perfectamente que tu tutor está muy
ansioso de que mejores en todos los
aspectos. Ayer, cuando salió hacia
Londres, hizo particular hincapié en tu
alemán. En realidad, insiste siempre
sobre el alemán cuando se va a Londres.
CECILIA.—¡Es tan serio mi querido
tío Jack, que a veces pienso si no se
encontrará del todo bien!
SEÑORITA
PRISM.
—(levantándose) Tu tutor goza de una
inmejorable salud, y su sensata conducta
es muy loable en alguien tan joven como
lo es él. No conozco a nadie que tenga
un sentido tan alto del deber y de la
responsabilidad.
CECILIA.—Me imagino que ésa
debe ser la causa de que parezca tan
aburrido cuando estamos los tres juntos.
SEÑORITA PRISM.—¡Cecilia! Me
sorprendes. El señor Worthing ha tenido
muchas tribulaciones así su vida. La
indolencia, la diversión y la ordinariez
no tienen cabida en su conversación.
Debes recordar la inquietud constante en
que le tiene su hermano, ese infeliz
joven.
CECILIA.—Me agradaría que el tío
Jack permitiese a ese infeliz joven que
viniese por aquí alguna vez. Podríamos
ejercer una influencia en él, señorita
Prism. Tengo la certeza de que usted lo
haría. Usted sabe alemán y geología, y
cosas por el estilo que influyen
considerablemente en un hombre.
Cecilia comienza a escribir en
su diario.
SEÑORITA
PRISM.—(moviendo
delicadamente
la
cabeza
para
demostrar su desaprobación) Dudo que
pudiera producir el menor efecto en un
carácter, de acuerdo con lo admitido por
su propio hermano, irremediablemente
débil y vacilante. En verdad, no tengo la
certeza de que quisiera yo reformarle.
No estoy a favor de esta manía moderna
de transformar gente mala en gente
buena en un santiamén. Que cada cual
recoja lo que sembró. Debes cerrar tu
diario, Cecilia. No veo ninguna razón
por la que debas anotar en él.
CECILIA.—Lo llevo para anotar los
secretos maravillosos de mi vida. Si no
los apuntase, probablemente los
olvidaría por completo.
SEÑORITA PRISM.—La memoria,
mi querida Cecilia, es el diario que
todos llevamos con nosotros.
CECILIA.—Sí; pero, generalmente,
sólo registra las cosas que no han
sucedido ni podrían suceder. Creo que
la memoria es responsable de casi todas
las novelas de tres tomos que Mundi nos
remite.Señorita
SEÑORITA PRISM.—No hables
con desprecio de las novelas entres
tomos, Cecilia. Yo también escribí una
en mis años juveniles.
CECILIA.—¿Es verdad, señorita
Prism?
¡Qué
maravillosamente
perspicaz es usted!… ¿Me figuro que no
acabaría bien? No me agradan las
novelas con finales felices. Me
deprimen muchísimo.
SEÑORITA PRISM.—Los buenos
terminan felizmente, y los malos acaban
mal. Esto es el significado de la ficción.
CECILIA.—Me lo imagino. Sin
embargo, parece demasiado injusto. ¿Y
publicaron su novela?
SEÑORITA PRISM.—¡Ay, no! Por
desgracia abandoné el manuscrito.
(Cecilia se estremece.) Quiero decir que
lo extravié. Pero estas consideraciones
son totalmente innecesarias para tus
trabajos.
CECILIA.—(sonriendo) Pero aquí
veo a nuestro apreciado doctor
Chasuble, que viene por el jardín.
SEÑORITA
PRISM.
—(levantándosey
aproximándose)
¡Doctor Chasuble! ¡Es para mí una
verdadera satisfacción!
Entra el canónigo Chasuble.
CHASUBLE.—¿Cómo
amaneció,
señorita Prism?, supongo que estará
bien.
CECILIA.—Hace unos momentos la
señorita Prism se quejaba de un leve
dolor de cabeza. Creo que le sentaría
bien dar un breve paseo con usted por el
parque.
SEÑORITA PRISM.—Cecilia, en
ningún momento te he dicho que me
doliera la cabeza.
CECILIA.—No, estimada señorita
Prism, lo sé; sin embargo, he advertido
instintivamente que tenía usted jaqueca.
Ciertamente, en eso estaba yo pensando,
y no en mi lección de alemán, cuando el
doctor entró.
CHASUBLE.—Espero, Cecilia, que
no sea distraída.
CECILIA.—¡Oh! Temo serlo.
CHASUBLE.—Es muy raro. Si yo
tuviera el privilegio de ser pupilo de la
señorita Prism, me quedaría pendiente
de sus labios. (La señorita Prism abre
exageradamente sus ojos.) Hablo
metafóricamente. Mi metáfora la tomé
de las abejas. ¡Ejem! ¿El señor Worthing
no ha vuelto aún de Londres…?
CECILIA.—Nos indicó que le
esperáramos hasta el lunes por la tarde.
CHASUBLE.—¡Ah, sí! Acostumbra
pasar el domingo en Londres. No es de
las personas que piensan solamente en
divertirse, como parece el caso de ese
infeliz joven hermano suyo. Sin
embargo, no debo entretener por más
tiempo a Egeria y a su pupila.
SEÑORITA PRISM.—¿Egeria? Mi
nombre es Leticia, doctor.
CHASUBLE.—(inclinándose)
Es
una simple alusión clásica, tomada de
los autores paganos. ¿Las veré
seguramente a las dos en el oficio de
vísperas de esta tarde?
SEÑORITA PRISM.—Me parece,
querido doctor, que lo acompañaré a dar
una vueltecita. Realmente, noto que
tengo jaqueca, y un paseo puede
hacerme bien.
CHASUBLE.—Con mucho gusto,
señorita Prism; con mucho gusto.
Podemos llegar hasta las escuelas y
volver.
SEÑORITA
PRISM.—Resultará
delicioso. Cecilia, hazme el favor de
estudiar tu lección de Economía Política
durante mi ausencia. El capítulo sobre la
baja de la rupia puedes saltártelo. Es
demasiado sensacional. Hasta esos
problemas monetarios tienen su lado
melodramático.
Se va por el jardín con el doctor
Chasuble.
CECILIA.—(recogiendo los libros y
tirándolos sobre la mesa) ¡Fuera la
horrible Economía Política! ¡Fuera la
horrible Geografía! ¡Fuera, fuera el
horrible alemán!
Entra Merriman con una tarjeta
sobre una bandeja.
MERRIMAN.—El señor Ernesto
Worthing acaba de llegar en coche de la
estación. Ha traído su equipaje consigo.
CECILIA.—(tomando la tarjeta y
leyéndola) «Señor Ernesto Worthing, B.
cuatro. The Albany, W». ¡El hérmano
del tío Jack! ¿Le ha dicho usted que el
señor Worthing estaba en Londres?
MERRIMAN.—Sí, señorita, Y ha
parecido muy contrariado. Le he dicho
que usted y la señorita Prism estaban en
el jardín. Ha dicho que tenía mucho
interés
en
hablar
con
usted
reservadamente un momento.
CECILIA.—Dígale al señor Ernesto
Worthing que venga aquí. Y creo que
sería mejor que usted le indicara al ama
de llaves que le preparase un cuarto.
MERRIMAN.—Bien, señorita. (Se
retira.)
CECILIA.—Hasta ahora no he
conocido aún a ningún hombre
verdaderamente malo. Me siento un
poco asustada. Mucho me temo que se
parezca a todos los demás. (Entra
Algernon muy alegre y desenvuelto.) ¡Y
se parece!
ALGERNON.—(quitándose
el
sombrero) Seguramente tú eres mi
pequeña prima Cecilia.
CECILIA.—Está
terriblemente
equivocado. No soy pequeña. En
verdad, creo que estoy más crecida dé
lo corriente para mi edad. (Algernon se
siente sumamente confundido.) No
obstante, sí soy su prima Cecilia. Ya veo
por su taijeta que es usted el hermano
del tío Jack, mi primo Ernesto, mi
infame primo Ernesto.
ALGERNON.—¡Oh! En verdad, no
soy infame, ni mucho menos, prima
Cecilia. No debes tener esa opinión de
mí.
CECILIA.—Si no es perverso, nos
ha estado mintiendo, indudablemente, a
todos, de la manera más inaceptable.
Ojalá que no esté llevando una doble
vida, intentando ser perverso y ser
realmente afable durante todo este
tiempo. A esa actitud se le llama
hipocresía.
ALGERNON.—(observándola con
estupefacción) ¡Oh! Por supuesto que he
sido un poco imprudente.
CECILIA.—Me alegra escucharlo.
ALGERNON.—Verdaderamente, ya
que lo mencionas, he sido todo lo
perverso que he podido en mi breve
vida.
CECILIA.—No creo que deba
ufanarse
de
ella,
aunque,
indudablemente,
haya
sido
muy
satisfactoria.
ALGERNON.—Mucho más grato es
estar aquí contigo.
CECILIA.—Lo que me es difícil
entender es por qué ha venido a este
lugar. El tío Jack volverá hasta el lunes
por la tarde.
ALGERNON.—¡Oh! Que enorme
frustración para mí. Debo marcharme
forzosamente el lunes por la mañana en
el primer tren. Tengo una reunión de
negocios a la que me interesa mucho…
faltar.
CECILIA.—¿No podría faltar en
cualquier otro sitio que no fuese
Londres?
ALGERNON.—No; la cita es en
Londres.
CECILIA.—Bueno;
ya
sé,
naturalmente, lo importante que es no
acudir a una cita de negocios cuando se
quiere conservar cierto sentido de la
belleza de la vida; empero, creo que
haría usted mejor en esperar el regreso
del tío Jack. Sé que desea hablar con
usted de su emigración.
ALGERNON.—¿Acerca de qué?
CECILIA.—De su emigración. Tío
Jack ha ido a comprarle a usted su
vestuario.
ALGERNON.—No aceptaré de
ninguna manera que Jack me compre mi
equipo. Tiene un pésimo gusto para las
corbatas.
CECILIA.—Dudo que vaya a
necesitar alguna corbata. El tío Jack ha
decidido enviarlo a Australia.
ALGERNON.—¡A Australia! Antes
prefiero morir.
CECILIA.—Pues el miércoles por la
noche, mientras cenábamos, dijo que
tendría que escoger entre este mundo, el
otro y Australia.
ALGERNON.—¡Ah! Bueno. Los
informes que he recibido de Australia y
del otro mundo son poco alentadores.
Este mundo es suficientemente bueno
para mí, prima Cecilia.
CECILIA.—Lo sé; sin embargo, ¿es
usted bastante bueno para él?
ALGERNON.—Temo que no. Por
ello quiero que tú me reformes. Puedo
ser tu misión, si no te importa, prima
Cecilia.
CECILIA.—Esta tarde no puedo.
ALGERNON.—Bueno,
no
te
importará si comienzo a reformarme yo
solo esta tarde, ¿verdad?
CECILIA.—Sería
un
poco
quijotesco de su parte. Sin embargo,
creo que debe intentarlo.
ALGERNON.—Lo intentaré. Incluso
me siento ya mejor.
CECILIA.—Pues
su
aspecto
demuestra lo contrario.
ALGERNON.—Eso es porque tengo
hambre.
CECILIA.—¡Qué descortesía la mía!
Debería haber recordado que, cuando
uno va a comenzar una vida
completamente nueva, uno necesita
comer en abundancia y sanamente.
¿Quiere cenar?
ALGERNON.—Se lo agradezco.
¿Podría tomar antes una flor para el
ojal? Nunca tengo apetito si no llevo una
flor en el ojal.
CECILIA.—¿Aceptaría
una
caléndula? (Toma las tijeras.)
ALGERNON.—Discúlpame, pero
preferiría una rosa sonrosada.
CECILIA.—¿Por qué? (Corta una
flor.)
ALGERNON.—Porque pareces una
rosa sonrosada, prima Cecilia.
CECILIA.—Creo que es incorrecto
que me hable de esa forma. La señorita
Prism no me dice nunca esas cosas.
ALGERNON.—Entonces será una
vieja dama miope. (Cecilia le coloca la
rosa en el ojal.) Eres la muchacha más
bonita que he visto en mi vida.
CECILIA.—La
señorita
Prism
asegura que todas las personas
encantadoras son una trampa.
ALGERNON.—Una trampa en la
que todo hombre prudente querría
dejarse atrapar.
CECILIA.—¡Oh! Creo que a mí no
me gustaría atrapar a un hombre sensato.
No sabría de qué hablarle.
Entran en la casa. La señorita
Prism y el doctor Chasuble
regresan.
SEÑORITA PRISM.—Está usted
muy solo, mí estimado doctor Chasuble.
Debería casarse. Le comprendo, todavía
misántropo; pero un mujerántropo,
¡jamás!
CHASUBLE.—(con un escalofrío
de hombre docto) No merezco, créame,
un vocablo de tan marcado neologismo.
El precepto, así como la práctica de la
Iglesia primitiva, eran claramente
opuestos al matrimonio.
SEÑORITA
PRISM.
—(sentenciosamente) Ésa es, sin duda
alguna, la razón de que la Iglesia
primitiva no haya durado hasta nuestros
días. No parece usted darse cuenta, mi
querido doctor, de que un hombre que se
empeña en permanecer soltero se
convierte en una perpetua tentación
pública. Los hombres deberían ser más
prudentes; su propio celibato es lo que
pierde a las naturalezas frágiles.
CHASUBLE.—Sin embargo, ¿es que
un hombre no tiene los mismos
atractivos cuando está casado?
SEÑORITA PRISM.—Un hombre
casado no posee nunca atractivos más
que para su mujer.
CHASUBLE.—Y, según me han
dicho, muchas veces ni siquiera para
ella
SEÑORITA PRISM.—Eso depende
de las simpatías intelectuales de la
mujer. Se puede siempre confiar en la
edad madura. Se puede dar crédito a la
madurez. Las mujeres jóvenes están
verdes. (Él doctor Chasuble se
estremece.) Hablo en términos de
horticultura. Mi metáfora estaba tomada
de las ñutas. Pero, ¿dónde está Cecilia?
CHASUBLE.—Tal vez nos haya
seguido a las escuelas.
Entra Jack muy despacio por el
fondo del jardín. Viste de luto
riguroso, con una gasa negra
sobre la cinta del sombrero y
guantes negros.
SEÑORITA
PRISM.—¡Señor
Worthing!
CHASUBLE.—¿Señor Worthing?
SEÑORITA
PRISM.—Es
una
verdadera sorpresa. No le esperábamos
a usted hasta el lunes por la tarde.
JACK.—(estrechando la mano de la
señorita Prism con ademán trágico) He
regresado antes de lo que esperaba.
Supongo que estará usted bien, doctor
Chasuble.
CHASUBLE.—Mi estimado señor
Worthing, espero que ese traje de luto,
no
significará
ninguna
terrible
calamidad.
JACK.—Mi hermano.
SEÑORITA PRISM.—¿Más deudas
vergonzosas, más locuras?
CHASUBLE.—¿Sigue
siempre
haciendo su vida de placer?
JACK.—(inclinando la cabeza)
¡Muerto!
CHASUBLE.—¿Ha
muerto
su
hermano Ernesto?
JACK.—Por completo.
SEÑORITA PRISM.—¡Qué lección
para él! Espero que le servirá.
CHASUBLE.—Señor Worthing, le
doy a usted mi sincero pésame. Tiene
usted, al menos, el consuelo de saber
que fue usted siempre el más generoso y
el más indulgente de los hermanos.
JACK.—¡Pobre Ernesto! Tenía
muchos defectos; pero es un golpe
doloroso, muy doloroso,
CHASUBLE.—Muy doloroso, en
efecto. ¿Estaba usted con él en sus
últimos momentos?
JACK.—No. Ha muerto en el
extranjero; en París, sí. Recibí anoche
un telegrama del gerente del Gran Hotel.
CHASUBLE.—¿Indica la causa de
la muerte?
JACK.—Un fuerte enfriamiento,
según parece.
SEÑORITA PRISM.—Cada hombre
recoge lo que siembra.
CHASUBLE.—(levantando
la
mano) Caridad, mi querida señorita
Prism, caridad. Ninguno de nosotros es
perfecto. Yo mismo tengo una debilidad
especial por el juego de las damas. ¿Y
el entierro tendrá lugar aquí?
JACK.—No. Parece ser que expresó
el deseo de que le enterrasen en París.
CHASUBLE.—En
París!
(Moviendo la cabeza.) Temo que ese
detalle indique lapoca sensatez de su
estado de ánimo en los últimos
momentos. Deseará usted, sin duda, que
haga yo el domingo próximo alguna
ligera alusión a esta desgracia
doméstica. (Jack le aprieta la mano
convulsivamente.) Mi sermón sobre el
significado del maná en el desierto
puede adaptarse a casi todas las
ocasiones alegres o, como en el presente
caso, luctuosas. (Todos suspiran.) Lo he
predicado en fiestas campestres, en
bautizos, confirmaciones, días de
penitencia y fechas solemnes. La última
vez que lo pronuncié fue en la catedral,
como sermón de caridad abeneficio de
la sociedad preventiva contra el
descontento de las clases altas. Al
obispo, que estaba presente, le causaron
mucha impresión algunas de las
comparaciones que hice.
JACK.—¡Ah! ¿No ha hablado usted
de bautizos, doctor Chasuble? Porque
eso me recuerda una cosa. ¿Supongo que
sabrá usted bautizar muy bien? (El
doctor Chasuble se queda estupefacto.)
Quiero decir, como es natural, que
estará usted bautizando continuamente,
¿no es eso?
SEÑORITA PRISM.—Siento decir
que es uno de los deberes más
constantes del rector en esta parroquia.
Yo he hablado más de una vez a las
clases menesterosas sobre este asunto.
Aunque parecen ignorar lo que es
economía.
CHASUBLE.—Pero ¿hay algún niño
determinado por quien se interese usted,
señor Worthing? Su hermano creo que
era soltero, ¿es verdad?
JACK.—¡Oh, sí!
SEÑORITA
PRISM.—(con
amargura) La gente que vive
únicamente para el deleite lo suele ser.
JACK.—Pero no es para ningún
niño, mi querido doctor. Me gustan
mucho los niños. ¡No! El caso es que
quisiera yo ser bautizado esta tarde, si
no tiene usted nada mejor que hacer.
CHASUBLE.—Pero, seguramente,
señor Worthing, estará usted ya
bautizado.
JACK.—No recuerdo absolutamente
nada.
CHASUBLE.—Pero ¿tiene usted
alguna duda importante sobre eso?
JACK.—Creo tenerla. Claro es que
no sé si la cosa le molestará a usted, o si
le parezco ya un poco viejo.
CHASUBLE.—No, por cierto. La
aspersión y hasta la inmersión de los
adultos son prácticas perfectamente
canónicas.
JACK.—¡La inmersión!
CHASUBLE.—No
tenga
usted
cuidado. Basta con la aspersión, y es
incluso lo que le aconsejo. ¡Está el
tiempo tan variable! ¿A qué hora desea
usted que se efectúe la ceremonia?
JACK.—¡Oh! Podemos quedar en
las cinco, si a usted le parece.
CHASUBLE.—¡Perfectamente,
perfectamente! Tengo, además, otras dos
ceremonias similares a esa hora. Han
nacido recientemente dos gemelos en
una de las quintas alejadas de la finca de
usted. El pobre Jenkins, el carretero, es
un hombre que trabaja de firme.
JACK.—¡Oh! No me parece
divertido ser bautizado en compañía de
otros rorros. Sería infantil. ¿Le
parecería a usted bien a las cinco y
media?
CHASUBLE.—¡Admirablemente,
admirablemente! (Saca el reloj.) Y
ahora, mi querido señor Worthing, no
quiero molestar mas tiempo en su casa,
sumida en la pesadumbre. Le
aconsejaría tan sólo queno se déjase
abatir demasiado por el dolor. Las que
nos parecen pruebas amargas son
muchas veces beneficios disfrazados.
SEÑORITA PRISM.—Esto me
parece un beneficio evidente.
Llega Cecilia, que viene de la
casa.
CECILIA.—¡Tío Jack! ¡Oh! Me
alegra muchísimo verle ya de vuelta.
Pero ¡qué traje tan horrible se ha puesto
usted! Vaya usted a cambiar de ropa.
SEÑORITA PRISM.—¡Cecilia!
CHASUBLE.—¡Hija mía! ¡Hija mía!
Cecilia se dirige hacia Jack;
éste la besa en la frente con aire
melancólico.
CECILIA.—¿Qué ocurre, tío Jack?
¡Póngase usted alegre! ¡Parece que tiene
usted dolor de muelas! ¡Qué sorpresa le
preparo! ¿Quién cree usted que está en
el comedor? ¡Su hermano!
JACK.—¿Quién?
CECILIA.—Su hermano Ernesto. Ha
llegado hace una media hora.
JACK.—¡Qué disparate! Yo no
tengo hermano.
CECILIA.—¡Oh, no diga usted eso!
Por mal que se haya portado con usted
anteriormente, no por eso deja de ser su
hermano. No es posible que tenga usted
tan poco corazón como para renegar de
él. Voy a decirle que salga. Y le dará
usted la mano, ¿verdad, tío Jack?
Vuelve a entrar corriendo en la
casa.
CHASUBLE.—Éstas sí que son
noticias alegres.
SEÑORITA PRISM.—Después de
estar todos nosotros resignados a su
pérdida, ese retomo inesperado me
parece singularmente calamitoso.
JACK.—¿Que mi hermano está en el
comedor? No sé qué querrá decir todo
esto. Lo encuentro completamente
absurdo.
Entran Algernon y Cecilia
tomados de la mano. Se dirigen
muy despacio hacia Jack.
JACK.—¡Santo Dios!
Con un gesto ordena a Algernon
que se marche.
ALGERNON.—Hermano John, he
venido de Londres para decirte que me
avergüenzan mucho los disgustos que te
he dado y que estoy decidido a
enmendarme por completo en lo
sucesivo.
Jack le mira con ojos
furibundos y no le tiende la
mano.
CECILIA.—Tío Jack, no irá usted
anegarle la mano a su propio hermano.
JACK.—Nada me moverá a
estrechar su mano. Su venida aquí me
parece ignominiosa. Él sabe muy bien
por qué.
CECILIA.—Tío Jack, sea usted
bueno. Siempre hay algo bueno en todo
el mundo. Ernesto me hablaba
precisamente de su pobre amigo
paralítico, el señor Bunbury, al que
visita con mucha Secuencia Y
seguramente tiene que haber mucha
bondad en quien la tiene con un enfermo
y renuncia a los placeres de Londres
para sentarse junto a un lecho de dolor.
JACK.—¡Oh! Ha estado hablando
de Bunbuiy, ¿verdad?
CECILIA.—Sí; me ha estado
contando todo cuanto se refiere a ese
pobre señor Bunbury y a su terrible
estado de salud.
JACK.—jBunbury! Bueno, pues no
quiero que vuelva a hablarte de Bunbury
ni de nada. Es para volverse
completamente loco.
ALGERNON.—Reconozco,
naturalmente, que es mía toda la culpa.
Pero debo decir, y así lo creo, que la
frialdad de mi hermano John me es
particularmente dolorosa Yo esperaba
una acogida más calurosa, sobre todo
teniendo en cuenta que es la primera vez
que vengo aquí.
CECILIA.—Tío Jack, si no le da
usted la mano a Ernesto, no se lo
perdonaré nunca.
JACK.—¿Que no me perdonarás
nunca?
CECILIA.—¡Nunca, nunca, nunca!
JACK.—Bueno; es la última vez que
lo hago. (Le da la mano a Algernon,
mirándole con ojos llameantes.)
CHASUBLE.—Es muy agradable,
¿verdad?, presenciar una reconciliación
tan perfecta. Yo creo que podríamos
dejar solos a los dos hermanos.
SEÑORITA PRISM.—Cecilia, ten la
bondad de venir con nosotros.
CECILIA.—Sí, señorita Prism. Mi
pequeño trabajo de reconciliación ha
terminado.
CHASUBLE.—Ha realizado usted
hoy una acción muy hermosa, hija mía.
SEÑORITA PRISM.—No debemos
ser prematuros en nuestros juicios.
CECILIA.—Me siento muy dichosa.
Salen todos, a excepción de
Jack y Algernon.
JACK.—Eres un rufián, Algy, tienes
que largarte de aquí lo más pronto
posible; no te permitiré ningún
bunburismo aquí.
Entra Merriman.
MERRIMAN.—He
dejado
el
equipaje del señor Ernesto en la pieza
contigua a la del señor. Supongo que he
hecho lo correcto.
JACK.—¿El qué?
MERRIMAN.—El equipaje del
señor Ernesto. Lo he desempacado y lo
he dejado en la pieza contigua a la de
usted.
JACK.—¿Su equipaje?
MERRIMAN.—Sí, señor. Tres
baúles, un estuche de viaje, dos cajas de
sombreros y una fiambrera grande.
ALGERNON.—Me da mucha pena
no poder quedarme más de una semana.
JACK.—Merriman, ordene que
enganchen el coche en seguida. El señor
Ernesto ha de volver rápidamente a
Londres.
MERRIMAN.—Está bien, señor.
(Vuelve a la casa)
ALGERNON.—¡Eres el más infame
de los mentirosos, Jack! No tengo que
volver a Londres en absoluto.
JACK.—Para mí, sí tienes que
volver a la ciudad.
ALGERNON.—No sabía yo que me
llamase alguien.
JACK.—El deber de caballero te
llama allí.
ALGERNON.—Mis deberes de
caballero nunca han interferido en mis
diversiones.
JACK.—No comprendo lo que
dices.
ALGERNON.—Está bien, Cecilia
es encantadora.
JACK.—Te prohíbo que hables así
de la señorita Cardew; me molesta
muchísimo.
ALGERNON.—Está bien, pero a mí
me desagrada mucho tu traje. Te da un
aspecto absolutamente ridículo. ¿Por
qué demonios no vas a cambiarte? Es
totalmente absurdo vestir de luto
riguroso por un hombre que va a pasarse
toda una semana contigo, en tu casa,
como huésped. Para mí esto es grotesco.
JACK.—Puedes asegurar que no te
quedarás conmigo toda una semana
como invitado ni como nada. Tienes que
marcharte… en el tren de las cuatro y
cinco.
ALGERNON.—Mientras estés de
luto no me marcharé. Sería la mayor
falta de amistad. Si yo estuviera de luto,
te quedarías acompañándome, supongo.
Y si no lo hicieras, me parecería una
gran descortesía de tu parte.
JACK.—Bueno, ¿te marcharás si me
cambio este atuendo luctuoso?
ALGERNON.—Sí, pero con tal que
no tardes mucho. Jamás he visto a
alguien que tarde tanto en vestirse y con
un resultado tan lamentable.
JACK.—Bueno, después de todo,
mejor es vestir así que usar esos
atuendos tan extravagantes que siempre
te pones.
ALGERNON.—Si algunas veces
mis ropas son extravagantes, eso lo
compenso
siendo
exageradamente
educado.
JACK.—Tu soberbia es ridícula; tu
comportamiento, un agravio, y tu
presencia en mi jardín, totalmente
absurda. De todas formas, tendrás que
marcharte en el tren de las cuatro y
cinco, y ojalá que tengas un buen viaje
de regreso a Londres. Este bunburismo,
como lo llamas, ha sido desastroso para
ti. (Entra en la casa.)
ALGERNON.—Pues pienso que ha
sido todo lo contrario. Estoy enamorado
de Cecilia, y esto es todo. (Entra
Cecilia por el fondo del jardín. Toma la
regadera y comienza a regar las
flores.) Sin embargo, es necesario que la
vea antes de irme, y realizar las
gestiones para otro día de bunburismo.
¡Ah, aquí está!
CECILIA.—¡Oh!, únicamente he
regresado a regar las flores. Creí que
estaba usted con el tío Jack.
ALGERNON.—Pues ya ves que no,
él ha ido a ordenar que enganchen el
coche para mí.
CECILIA.—¿Lo llevará de paseo?
ALGERNON.—No; me enviará a
Londres.
CECILIA.—¿Entonces, tenemos que
separamos?
ALGERNON.—Eso temo. Será una
separación muy dolorosa.
CECILIA.—Siempre es muy triste
separarse de las personas que uno ha
conocido recientemente. La ausencia de
las viejas amistades la puede uno tolerar
con serenidad. Sin embargo, una
separación momentánea, de una persona
que acaban de presentamos, es casi
intolerable.
ALGERNON.—Gracias.
Entra Merriman.
MERRIMAN.—El coche lo espera
en la puerta, señor.
Algernon mira suplicante a
Cecilia.
CECILIA.—Pida que espere…
cinco minutos, Merriman.
MERRIMAN.—Se lo diré, señorita.
(Se retira.)
ALGERNON.—Espero, Cecilia, que
no la ofenderé si le declaro con toda
sinceridad que me parece en todos los
aspectos la personificación de la
perfección absoluta.
CECILIA.—Creo que su sinceridad
le honra mucho, Ernesto. Y si no se
molesta^ copiaré sus opiniónes en mi
diario. (Camina hacia la mesa y
comienza a escribir en su diario.)
ALGERNON.—En verdad, ¿lleva
usted un diario? Daría cualquier cosa
por echarle un vistazo. ¿Me permite
hacerlo?
CECILIA.—¡Oh, no! (Y con su mano
evita que Algernon lo tome.)
Comprenderá que éstas son simples
anotaciones
de
pensamientos
e
impresiones
de
una
muchacha
demasiado joven, y que está hecho, por
lo tanto, para ser publicado. Cuando
aparezca en volumen, esporo que
encargue un ejemplar. Pero le suplico
que prosiga, Ernesto, pues me encanta
escribir al dictado. He llegado hasta la
«perfección absoluta». Puede continuar.
Estoy lista para seguir escribiendo.
ALGERNON.—(confundido) ¡Ejem,
ejem!
CECILIA.—¡Oh, no tosa, Ernesto!
Cuando uno dicta, se debe hablar, no
toser. Además, no sé cómo se escribe
tos. (Escribe mientras Algernon habla.)
ALGERNON.—(hablando
velozmente) Cecilia, desde la primera
vez que vi su inigualable hermosura, me
he atrevido a amarla con desesperada
pasión y fervor.
CECILIA.—Creo que no es correcto
que me diga que me ama con
desesperada pasión y fervor, pues esto
no parece tener mucho sentido, ¿verdad?
ALGERNON.—¡Cecilia!
Entra Merriman.
MERRIMAN.—Señor,
el
coche
sigue esperándolo.
ALGERNON.—Ordénele
que
regrese la semana próxima, a esta misma
hora.
MERRIMAN.—(observando
a
Cecilia, que no se turba) Está bien,
señor.
CECILIA.—Mi tío Jack se enfadará
mucho si se enterara de que usted se
quedará hasta la semana próxima, a la
misma hora.
ALGERNON.—¡Oh!, no me inquieta
lo que piense o cómo actúe Jack. La
única que me importa eres tú. Te amo,
Cecilia ¿Quieres ser mi esposa?
CECILIA.—¡Qué muchacho tan
torpe! Claro que quiero ser tu esposa
Como que somos novios desde hace tres
meses.
ALGERNON.—¿Desde hace tres
meses?
CECILIA.—Efectivamente, él jueves
cumpliremos exactamente tres meses.
ALGERNON.—Pero, ¿me podrías
decir cómo nos hemos comprometido?
CECILIA.—Desde la primera vez
que mi adorado tío Jack nos reveló que
tenía un hermano menor muy cruel y
perverso, tú, lógicamente, has sido el
principal tema de conversación entre la
señorita Prism y yo. Y, naturalmente, un
hombre de quien se habla mucho resulta
siempre muy atrayente. Una intuye que
debe haber algo en él, después de todo.
Admito que fue una estupidez de mi
parte, pero me enamoré de ti, Ernesto.
ALGERNON.—¡Amada mía! ¿Y en
qué momento comenzó realmente este
noviazgo?
CECILIA.—El jueves catorce de
febrero último. Fastidiada de que
ignoraras por completo mi existencia,
determiné finalizar el asunto de una u
otra manera, y después de una
prolongada lucha conmigo misma, te
acepté bajo este adorado viejo árbol. Al
día siguiente compré este pequeño anillo
con tu nombre y esta pulsera con el nudo
de amantes fieles que te prometí llevar
siempre.
ALGERNON.—¿Yo te lo di? Es muy
bonito, ¿verdad?
CECILIA.—Sí, tienes un gusto muy
exquisito, Ernesto. Ésa es la excusa que
he dado siempre a la ignominiosa vida
que llevabas. Y en esta caja guardo
todas tus cartas. (Se arrodilla frente a la
mesa, abre la caja y muestra unas
cartas atadas con una cinta azul.)
ALGERNON.—¿Ésas
son
mis
cartas? Pero, mi querida Cecilia, jamás
te he enviado ninguna carta.
CECILIA.—No es necesario que me
lo recuerdes, Ernesto. Recuerdo muy
bien que me he visto obligada a
escribirlas yo misma por ti. Escribía
siempre tres veces por semana, y
algunas veces más.
ALGERNON.—Por favor, Cecilia,
permíteme que las lea.
CECILIA.—¡No es posible! Te
harían muy vanidoso. (Las guarda
nuevamente en la caja.) Las tres que me
enviaste después que reñimos son tan
encantadoras y tienen tan mala
ortografía, que incluso ahora no puedo
leerlas sin llorar un poco.
ALGERNON.—Pero, ¿alguna vez
rompimos nuestro compromiso?
CECILIA.—Sí. En marzo pasado, el
día22. Si lo deseas, puedes verla
anotación. (Le muestra el diario.) «Este
día he roto mi compromiso con Ernesto.
Creo que es preferible esto. Hasta hoy,
el tiempo continúa encantador.»
ALGERNON.—Pero, ¿por qué
rompimos nuestra relación? ¿Qué daño
te causé? No he hecho nada. Cecilia, me
entristece mucho escucharte decir que
hemos reñido. Máxime ahora que el
tiempo está muy encantador.'
CECILIA.—Si
no
hubiésemos
reñido alguna vez, hubiese sido un
noviazgo poco serio. Sin embargo,
excusaré tu comportamiento antes de que
termine la semana.
ALGERNON.—(caminando hacia
Cecilia y arrodillándose a sus pies)
¡Cecilia, eres un ángel perfecto,
inmaculado!
CECILIA.—¡Ah, qué romántico
eres! (Él la besa y ella le acaricia los
cabellos.) Supongo que es natural el
rizado de tus cabellos, ¿verdad?
ALGERNON.—Es verdad, amada
mía, con una pequeña ayuda de otros.
CECILIA.—Me siento muy feliz.
ALGERNON.—Cecilia,
¿nunca
volverás a reñir conmigo?
CECILIA.—No creo que pueda reñir
contigo ahora que te conozco en
persona, Ernesto. Además, queda la
cuestión del nombre, como es natural.
ALGERNON.—(nerviosamente) Sí,
claro.
CECILIA.—Mi amor, no te rías de
mí, pero la verdad es que desde niña
uno de mis mayores sueños fue amar a
un hombre que se llamase Ernesto.
(Algernon se levanta y Cecilia
también.) Hay algo en ese nombre que
me inspira una total confianza.
Compadezco a la mujer que se haya
casado con un hombre que no se llame
Ernesto.
ALGERNON.—Pero, amada mía,
¿acaso no podrías amarme sime llamase
de otra manera?…
CECILIA.—Pero, ¿qué nombre?
ALGERNON.—¡Oh! El que quieras.
Algernon…, porejemplo…
CECILIA.—Ese nombre no me
agrada.
ALGERNON.—No veo realmente,
amada mía, chiquilla de mi alma, qué
objeción puedes tener al nombre de
Algernon. Ese nombre no es feo. En
realidad, es por el contrario, un nombre
aristocrático. La mitad de los muchachos
que comparecen ante el Tribunal de
Quiebras se llaman Algernon. Pero, en
serio, Cecilia… (Aproximándose a
ella.) Si me llamase Algy, ¿no podrías
amarme?
CECILIA.—(poniéndose de pie) Tal
vez te respetara, Ernesto; no obstante,
temo no poder darte toda mi atención.
ALGERNON.—(tomando
su
sombrero) ¡Ejem! ¡Cecilia! Supongo que
el párroco de aquí tiene mucha
experiencia en la práctica de todas las
ceremonias de la Iglesia.
CECILIA.—¡Oh, sí! El doctor
Chasuble es sumamente culto. Jamás ha
escrito un solo libro, así que puedes
imaginar cuánto sabe.
ALGERNON.—Necesito
verle
inmediatamente para que oficie un
bautizo muy importante; quiero decir,
para un asunto muy importante.
CECILIA.—¡Oh!
ALGERNON.—Me ausentaré no
más de media hora.
CECILIA.—Considerando
que
somos novios desde el jueves catorce de
febrero y que acabo de conocerle hoy,
creo que sería muy molesto que me
dejase sola por un tiempo tan
prolongado como treinta minutos.
¿Podrías volver en veinte minutos?
ALGERNON.—No tardaré mucho.
(La besa y sale corriendo.)
CECILIA.—¡Qué muchacho tan
vehemente! Me fascina su cabello. Debo
apuntar su declaración en mi diario.
Entra Merriman.
MERRIMAN.—Una señorita acaba
de llegar y quiere ver al señor Worthing.
Es para un asunto muy importante, según
dice.
CECILIA.—¿El señor Worthing no
se encuentra en su biblioteca?
MERRIMAN.—Desde hace varios
minutos el señor Worthing fue a la
parroquia.
CECILIA.—Te suplico que le digas
a esa señorita que tenga la cortesía de
venir aquí. No tardará el señor
Worthing. Y puedes traer el té.
MERRIMAN.—Esta bien, señorita.
(Se retira)
CECILIA.—¡Señorita Fairfax! Tal
vez sea una de las caritativas ancianas
que se han asociado con el tío Jack para
impulsar alguno de sus trabajos
filantrópicos en Londres. Me desagradan
mucho las mujeres interesadas por los
trabajos filantrópicos. Creo que son muy
atrevidas.
Entra Merriman.
MERRIMAN.—La señorita Fairfax.
Entra Gwendolen, se retira
Merriman.
CECILIA.—(yendo hacia ella) Le
suplico que me permita presentarme yo
misma. Me llamó Cecilia Cardew.
GWENDOLEN.—(dirigiéndose
hacia ella y estrechándole la mano) ¿Es
usted Cecilia Cardew? ¡Qué nombre tan
fascinante! Algo me dice que vamos a
mantener una gran amistad. Siento por
usted un afecto indescriptible. Mis
primeras impresiones ante la gente
nunca me engañan
CECILIA.—¡Qué
amable
es
semejante afecto por su parte, tras el
breve tiempo de habernos conocido! Le
suplico que se siente.
GWENDOLEN.—(aún de pie)
¿Puedo llamarla Cecilia?
CECILIA.—Por favor.
GWENDOLEN.—Y tú me llamarás
Gwendolen, ¿verdad?
CECILIA.—Si así lo quieres…
GWENDOLEN.—Entonces,
todo
está arreglado, ¿no crees?
CECILIA.—Así lo espero.
Pausa. Se sientan las dos
juntas.
GWENDOLEN.—Tal vez sea ésta
una excelente oportunidad para decirte
quién soy. Mi padre es lord Bracknell.
Supongo que nunca has oído hablar de
él.
CECILIA.—No creo.
GWENDOLEN.—Fuera del círculo
de familia, papá, me satisface decirlo,
es totalmente desconocido. Creo que así
debe ser. Me parece que el hogar debe
ser el ambiente apropiado para un
hombre. Y, en verdad, en cuanto el
hombre comienza a desatender sus
deberes
domésticos,
se
vuelve
dolorosamente afeminado, ¿no es cierto?
A mí me desagrada eso. ¡Hace a los
hombres tan atractivos!… Mamá, cuya
opinión acerca de la educación es
absolutamente rígida, me ha enseñado a
ser de una miopía extraordinaria, es una
de las partes de su sistema. ¿No te
molestaré, por lo tanto, si me pongo mis
gafas para verte?
CECILIA.—¡Oh!… En absoluto. Me
gusta muchísimo que me miren.
GWENDOLEN.—(luego
de
examinar minuciosamente a Cecilia
con sus gafas) Supongo que has venido
aquí de visita.
CECILIA.—¡Oh, no! Aquí vivo.
GWENDOLEN.—(con rigor) ¿De
verdad? Supongo que tu madre o alguna
otra pariente tuya de edad avanzada vive
también aquí.
CECILIA.—¡Oh, no! No tengo
madre, ni, en realidad, ningún pariente.
GWENDOLEN.—¿Será posible?
CECILIA.—Mi adorado tutor, con la
ayuda de la señorita Prism, asume la
ardua tarea de estar a mi cuidado.
GWENDOLEN.—¿Tu tutor?
CECILIA.—Sí; soy la pupila del
señor Worthing.
GWENDOLEN.—¡Oh! Es muy
extraño que él jamás me haya comentado
que tenía una pupila. ¡Qué reservado es!
Cada hora que transcurre resulta más
interesante. Pero no creo que la noticia
me inspire un sentimiento de alegría
pura. (Levantándose y yendo hacia ella)
Cecilia, me eres sumamente agradable.
¡Te estimé desde el primer momento en
que te vi! Sin embargo, tengo la
obligación de decirte que ahora que sé
que eres la pupila del señor Worthing no
puedo evitar el deseo de que fueses…,
vamos, un poco más viga de lo que
pareces… y no tan atractiva. De hecho,
si puedo hablar con total franqueza…
CECILIA.—¡Te lo suplico! Pienso
que cuando alguien tiene algo
desagradable que decir, uno debe ser
muy franco.
GWENDOLEN.—Bueno;
pues
hablando con total sinceridad, Cecilia,
hubiera deseado que tuvieses cuarenta y
dos años cumplidos, y que fueses más
fea de lo que se suele ser a esa edad.
Ernesto tiene una naturaleza fuerte e
íntegra. Es la esencia misma de la
verdad y del honor. La traición sería en
él tan inadmisible como la desilusión.
Paro aun los seres de espíritu
sumamente noble son exageradamente
sensibles a la influencia de los encantos
físicos de los demás. La historia
moderna, en mayor medida que la
historia antigua, nos proporciona
muchos de los más atroces ejemplos del
caso a que me refiero. Si no fuera de esa
manera, ciertamente, la Historia sería
totalmente confusa.
CECILIA.—Disculpa, Gwendolen,
¿has dicho que Ernesto?
GWENDOLEN.—Sí.
CECILIA.—¡Oh!, pero el señor
Ernesto Worthing no es mi tutor. Es su
hermano…, su hermano mayor.
GWENDOLEN.—(tomando asiento
nuevamente) Ernesto jamás me ha dicho
que tuviese un hermano.
CECILIA.—Siento
decirte
que
desde hace mucho tiempo no han tenido
buenas relaciones.
GWENDOLEN.—¡Ah! Eso lo aclara
todo. Y ahora que lo pienso, jamás he
escuchado a un hombre hablar de su
hermano. Por lo visto, el tema parecía
desagradable para la mayoría de la
gente. Cecilia, me has quitado un gran
peso de encima. Estaba comenzando a
sentirme intranquila Hubiera sido cruel
que una nube cualquiera enturbiase una
amistad como la nuestra, ¿no lo crees
así? Dime: ¿estás segura, totalmente
segura de que el señor Ernesto Worthing
no es tu tutor?
CECILIA.—Plenamente
segura.
(Pausa.) Realmente, voy a ser yo su
tutora.
GWENDOLEN.—con
tono
interrogante) ¿Cómo has dicho?
CECILIA.—(tímiday
confidencialmente)
Mi
adorada
Gwendolen, no hay razón para que te
guarde un secreto. Nuestro pequeño
periódico local tal vez publique la
noticia la semana próxima. El señor
Ernesto Worthing y yo somos novios y
nos vamos a casar.
GWENDOLEN.—(levantándose,
muy amablemente) Mi estimada Cecilia,
sospecho que en eso debo de haber
alguna mala interpretación. El señor
Ernesto Worthing es mi prometido. La
noticia se publicará en el Moming Post
del sábado, lo más tarde.
CECILIA.—(muy
cortésmente,
levantándose) Creo que debes de estar
un poco confundida. Ernesto se me
declaró hace diez minutos. (Le muestra
el diario.)
GWENDOLEN.—(examinando con
atención el diario con las gafas
puestas) Es verdaderamente rarísimo,
pues me suplicó que fuese su esposa
ayer por la tarde, a las cinco y media. Si
deseas comprobar el hecho, hazlo, te lo
imploro. (Saca su propio diario y
añade): Siempre que viajo llevo mi
diario. Debe una llevar siempre algo
sensacional para leer en el tren. Querida
Cecilia, me daría mucha pena que esta
compleja situación te pudiera causar
alguna desilusión, sin embargo, creo que
tengo prioridad.
CECILIA.—Mi
apreciada
Gwendolen, sentiría de una manera
indescriptible el haberte causado
cualquier angustia mental o física, sin
embargo, es mi obligación precisar que,
desde que Ernesto se te declaró, ha
cambiado rotundamente de opinión.
GWENDOLEN.—(con
aire
meditabundo) Si ese desventurado
muchacho se ha dejado atrapar por la
trampa de alguna promesa absurda,
consideraré que es mi obligación
librarle de ella sin demora y con mano
firme.
CECILIA.—(abstraída y apenada)
Cualquier enredo en el que se haya
inmiscuido mí adorado Ernesto, jamás
se lo recriminaré después que nos
hayamos casado.
GWENDOLEN.—¿Se refiere a mi,
señorita Cardew, como a un enredo? Es
usted muy atrevida. En ocasiones como
ésta, es más que un deber moral el decir
lo que uno piensa. Se convierte en un
placer.
CECILIA.—¿Insinúa,
señorita
Fairfax, que mediante un ardid yo he
atrapado al señor Ernesto para que se
declarase? ¿Cómo osa decir eso? No es
éste el momento de proceder con fingida
cortesía. Cuando veo un azadón, lo
llamo azadón.
GWENDOLEN.—(con sarcasmo)
Me satisface decir que jamás he visto un
azadón. Es evidente que nuestros
círculos sociales son muy diferentes.
Entra Merriman, seguido de un
criado. Lleva una bandeja, un
mantel y una mesita con el
servicio. Cecilia está a punto de
protestar. La aparición de los
criados ejerce una influencia
moderadora, bajo la cual ambas
muchachas se revuelven
coléricas.
MERRIMAN.—¿Señorita,
puedo
servir el té aquí, como se acostumbra?
CECILIA.—(severamente y con voz
sosegada) Sí, como se acostumbra.
Merriman comienza a
desocupar la mesa y coloca el
mantel. Una prolongada pausa.
Cecilia y Gwendolen se miran
rabiosamente la una a la oirá.
GWENDOLEN.—¿Hay
muchas
excursiones interesantes por las
cercanías, señorita Cardew?
CECILIA.—¡Oh, sí! Muchas. Desde
la cima de una de montañas más
próximas uno puede ver cinco comarcas.
GWENDOLEN.—¡Cinco comarcas!
Dudo que eso me agrade mucho: odio
Tas aglomeraciones.
CECILIA.—(con dulzura) Supongo
que es por eso por lo que vive en la
ciudad…
Gwendolen se muerde los labios
y se golpea irritada el pie con
la sombrilla.
GWENDOLEN.—(observando a su
alrededor) ¡Qué jardín tan bien cuidado,
señorita Cardew!
CECILIA.—Me complace que sea
de su agrado, señorita Fairfax.
GWENDOLEN.—No tenía idea de
que hubiese flores en el campo.
CECILIA.—Oh, las flores son tan
comunes aquí, señorita Fairfax, como lo
es la gente en la ciudad.
GWENDOLEN.—Respecto a mí, no
puedo entender cómo se las arregla
alguien para vivir en el campo, si es que
hay quien haga semejante cosa.
Aborrezco el campo mortalmente.
CECILIA.—A eso los periódicos lo
llaman depresión agrícola, ¿no es
verdad? Creo que en estos momentos, la
nobleza está padeciendo mucho por este
motivo. Es casi mía epidemia entre
ellos, según me han comentado. ¿Puedo
ofrecerle té, señorita Fairfax?
GWENDOLEN.—(con
depurada
amabilidad)
Gracias.
(Aparte.)
¡Antipática muchacha! Sin embargo,
¡necesito tomar te!
CECILIA.—(con
dulzura)
¿Le
pongo azúcar?
GWENDOLEN.—(con arrogancia)
No; se lo agradezco. El azúcar ya no
está de moda.
Cecilia la mira ínfima, toma las
pinzas y pone cuatro terrones de
azúcar en la taza.
CECILIA.—(secamente) ¿Tarta o
pan con mantequilla?
GWENDOLEN.—(con indolencia)
Pan con mantequilla, por favor. Las
tartas ya casi no se ofrecen en las casas
de las buenas familias.
CECILIA.—(cortando
una
rebanada
grande
de
tarta
y
colocándola en el plato) Pase usted esto
a la señorita Fairfax.
Merriman obedece y se retira
con el sirviente. Gwendolen
bebe el té y hace un gesto. Deja
inmediatamente la taza, estira
una mano hada el pan con
mantequilla, lo observa
advierte que es tarta. Se levanta
encolerizada.
GWENDOLEN.—Ha puesto muchos
terrones de azúcar en mi té y, aunque le
he pedido claramente pan con
mantequilla, me ha servido tarta. Todo el
mundo conoce la dulzura de mi carácter
y la extraordinaria bondad de mi genio;
san embargo, le advierto, señorita
Cardew, que ha llegado demasiado
lejos.
CECILIA.—(poniéndose de pie)
Para proteger a mi desdichado, honesto
y confiado muchacho de las intrigas de
cualquier otra muchacha, no existen
límites que no franquearía.
GWENDOLEN.—Desde el primer
momento en que la vi sospeché de usted,
y advertí que era usted hipócrita y
maliciosa. Jamás me equivoco en mis
juicios. Mi primera percepción ante la
gente es invariablemente cierta.
CECILIA.—Tengo la impresión,
señorita Fairfax, que estoy abusando de
su valioso tiempo. Sin duda alguna
tendrá visitas del mismo género que
realizar en la vecindad.
Entra Jack.
GWENDOLEN.—(al
verle)
¡Ernesto! ¡Mi Ernesto!
JACK.—¡Gwendolen! ¡Mi vida! (Va
a besarla.)
GWENDOLEN.—(retirándose)
¡Espera un momento! ¿Puedes aclararme
si te has comprometido en matrimonio
con esta joven dama. (Señala a Cecilia.)
JACK.—(riendo) ¿Demi amada
Cecilita! ¡Claro que no! ¿Quién puede
haberte metido semejante idea raí tu
hermosa cabecita?
GWENDOLEN.—Agradezco
tu
respuesta, ahora ya puedes besarme. (Le
ofrece su mejilla.)
CECILIA.—(con
exagerada
dulzura) Ya sospechaba que debía de
haber algún malentendido. El caballero
cuyo brazo rodea en estos instantes su
cintura es mi amado tutor, el señor John
Worthing.
GWENDOLEN.—¿Cómo ha dicho?
CECILIA.—Que es mi tío Jack.
GWENDOLEN.—(retrocediendo)
¡John! ¡Oh!
Entra Algernon.
CECILIA.—Aquí está Ernesto.
ALGERNON.—(caminando
directamente hacia Cecilia, sin reparar
en los demás) ¡Mi amor! (Intentando
besarla.)
CECILIA.—(retirándose) ¡Espera
un segundo, Ernesto! ¿Puedes aclararme
sí estás comprometido en matrimonio
con esta joven dama?
ALGERNON.—(mirando
a
su
alrededor) ¿Cuál señorita? ¡Por Dios!
¡Gwendolen!
CECILIA.—¡Sí,
por
Dios!
Gwendolen,
quiero
decir,
con
Gwendolen.
ALGERNON.—(riendo) ¡Claro que
no lo estoy! ¿Quién puede haberte
metido semejante idea en tu hermosa
cabecita?
CECILIA.—(ofreciéndole su mejilla
para que se la besé) Puedes besarme.
(Algernon la besa.)
GWENDOLEN.—Ya
sospechaba
que debía de haber una mala
interpretación, señorita Cardew. El
caballero que le acaba de besar es mi
primo, el señor Algernon Moncrieff.
CECILIA.—(separándose
de
Algernon) ¿Algemon Moncrieff? ¡Oh!
(Las dos muchachas se dirigen la una
hacia la otra y se toman mutuamente de
la cintura como para protegerse.) ¿Te
llamas Algernon?
ALGERNON.—Debo aceptarlo.
CECILIA.—¡Oh!
GWENDOLEN.—¿Es
realmente
John tu nombre?
JACK.—(con
mucho
orgullo)
Podría negarlo si quisiera. Podría
negarlo todo si se me antojase. Pero mi
nombre ciertamente es John. Y John he
sido durante muchos años.
CECILIA.—(a Gwendolen) Ambas
hemos sido engañadas vulgarmente.
GWENDOLEN.—¡Mi desdichada
Cecilia, ofendida!
CECILIA.—¡Mi
apreciada
Gwendolen, agraviada!
GWENDOLEN.—(lentamente y con
frivolidad) Me llamarás hermana,
¿verdad? (Se abrazan, Jack y Algernon
susurran algo mientras pasean de un
lado hacia otro.)
CECILIA.—(con cierta alegría)
Únicamente hay una duda que me
encantaría que me aclarara mi tutor.
GWENDOLEN.—¡Estupenda idea!
Señor Worthing, hay precisamente una
pregunta que desearía que me
concediese hacerle: ¿dónde se encuentra
su hermano Ernesto? Ambas le hemos
dado palabra de matrimonio; así es que
tiene cierta importancia para nosotras
saber dónde está en la actualidad su
hermano Ernesto.
JACK.—(pausadamente
y
titubeando) Gwendolen… Cecilia… Es
muy lamentable para mí verme forzado a
decir la verdad. Esta es la primera vez
en mi vida en la que he sido expuesto a
esta situación tan lamentable, soy
demasiado inexperto en hacer algo de
éste estilo. Pero les diré con toda
sinceridad, que yo no tengo ningún
hermano Ernesto. No tengo ningún
hermano, en absoluto. No lo he tenido en
mi vida y no tengo la más mínima
intención de tener uno en lo futuro.
CECILIA.—(atónita) ¿Qué no tiene
ningún hermano, en absoluto?
JACK.—¡Ninguno!
GWENDOLEN.—(con severidad)
¿Jamás has tenido ningún hermano, de
ningún tipo?
JACK.—(con delectación) Jamás,
de ninguna clase.
GWENDOLEN.—Temo,
Cecilia,
que está lo suficientemente claro que no
estamos comprometidas con nadie.
CECILIA.—No es una situación muy
placentera
para
una
muchacha
encontrarse súbitamente así. ¿No es
verdad?
GWENDOLEN.—Vamos a casa
Dudo que se atrevan a seguimos hasta
allí.
CECILIA.—No. ¡Son tan cobardes
los hombres!…
Se encaminan hacia la casa de
forma altiva.
JACK.—Y a este horrendo enredo
es lo que tú llamas bunburismo, ¿no es
verdad?
ALGERNON.—En efecto, y un
bunburineo completamente maravilloso.
El más maravilloso que jamás haya
experimentado.
JACK.—Bueno; pues no tienes el
menor derecho a bunburizar aquí.
ALGERNON.—Eso es inadmisible.
Uno tiene el derecho a bunburizar en el
sitio que desee. Incluso los bunburistas
más serios lo saben.
JACK.—¡Bunburista serio! ¡Por
Dios!
ALGERNON.—Bueno, uno debe ser
serio con algo, si uno quiere tener algo
de diversión en su vida. A mí se me
ocurre ser serio en lo tocante al
bunburismo. No tengo ni la más remota
idea de lo que haces tú en serio. AI
menos, eso me imagino. ¡Tu carácter es
tan ridículo!…
JACK.—La
única
pequeña
satisfacción que me queda en todo este
infausto asunto es que tu amigo Bunbury
está bastante explotado. Dudo que
puedas correr al campo tan a menudo
como acostumbrabas hacerlo, mi
estimado Algy. Eso está muy bien.
ALGERNON.—Tu hermano está
también un poco decaído, ¿no es verdad,
apreciado Jack? No podrás escabullirte
a Londres con tanta frecuencia como
solías. Y eso no está mal tampoco.
JACK.—Respecto
a
tu
comportamiento con la señorita Cardew,
es mi obligación decirte que engañar a
una dulce, sencilla e inocente muchacha
es imperdonable. Eso sin tener en cuenta
para nada que es mi pupila.
ALGERNON.—No veo justificación
posible para ti luego de haber engañado
a una muchacha tan distinguida,
perspicaz y experimentada, como la
señorita Fairfax. Y eso sin considerar
que es mi prima.
JACK.—Lo único que deseaba era
casarme con Gwendolen. La amo.
ALGERNON.—Está
bien,
yo
deseaba únicamente casarme con
Cecilia. La adoro.
JACK.—Tienes
pocas
probabilidades de casarte con la
señorita Cardew.
ALGERNON.—Jack, dudo que haya
alguna posibilidad de que te puedas
enlazar con la señorita Fairfax.
JACK.—Despreocúpate, Algy, eso
no te importa.
ALGERNON.—Si me importara no
hablaría de ello. (Comienza a comer
panecillos.) Es muy vulgar hablar de los
asuntos propios. Únicamente los
corredores de Bolsa lo hacen, y sólo en
sus banquetes oficiales.
JACK.—No me explico cómo
puedes estar ahí sentado, comiendo
serenamente panecillos, cuando nos
encontramos en este aprieto tan terrible.
Me pareces totalmente inhumano.
ALGERNON.—Está bien; no puedo
comer panecillos atragantándome. Me
mancharía los puños con la mantequilla,
con toda seguridad. Hay que comer
panecillos sosegadamente. Es la única
manera de comerlos.
JACK.—Repito:
es
totalmente
inhumano comer panecillos de cualquier
manera, en las circunstancias actuales.
ALGERNON.—Cuando me agobia
un problema, comer es lo único que me
serena. En efecto, cuando me abruma un
verdadero apuro todos los que me
conocen íntimamente podrán decirte que
me niego a todo, menos a comer y a
beber. En este mismo momento como
panecillos porque soy muy desdichado.
Además,
porque
me
gustan
especialmente estos panecillos. (Se
levanta)
JACK.—(poniéndose
en
pie
también) Bueno, pero ésa no es razón
para que te los comas de esa manera tan
voraz. (Le quita los panecillos a
Algernon)
ALGERNON.—(ofreciéndole
la
tarta para el té) Desearía que comieras
la tarta en lugar de los panecillos. La
tarta no me gusta.
JACK.—Pero, ¡por Dios!, supongo
que podrá uno comerse sus panecillos en
su jardín.
ALGERNON.—Pero acabas de
afirmar que es completamente inhumano
comer panecillos.
JACK.—He dicho que lo era de tu
parte, en estas circunstancias. Eso es
algo muy distinto.
ALGERNON.—Puede
ser.
Sin
embargo, los panecillos son siempre lo
mismo. (Le arrebata a Jack el plato de
los panecillos.)
JACK.—Algy, ¿cuándo vas a tener
la bondad de marcharte?
ALGERNON.—Es absurdo que
desees que me marche sin cenar. Jamás
me retiro sin comer. Nadie lo hace,
salvo los vegetarianos y sus semejantes.
Además, hace unos minutos hablé con el
doctor Chasuble para que me bautice a
las seis menos quince, con el nombre de
Ernesto.
JACK.—Mi
apreciado
amigo,
cuanto antes renuncies a esa locura,
mejor. Esta mañana acordé con el doctor
Chasuble que me bautice a las cinco y
media, y, lógicamente, con el nombre de
Ernesto. Gwendolen lo quería así. No
podemos ser bautizados los dos con el
nombre de Ernesto. Es ridículo.
Además, tengo todo el derecho de
bautizarme si quiero. No hay la menor
prueba de que me haya bautizado nadie.
Creo muy posible que nunca me hayan
bautizado, y así lo piensa también el
doctor Chasuble. Tu caso es totalmente
diferente. A ti sí te bautizaron.
ALGERNON.—Es verdad, pero
hace años que no me bautizo.
JACK.—Tienes razón, sin embargo,
te han bautizado, y eso es lo que cuenta.
ALGERNON.—Así es. Por eso sé
que mi constitución puede soportarlo. Si
no estás totalmente seguro de haber sido
bautizado anteriormente, debo decir que
creo que hacerlo ahora es muy peligroso
para ti. Podría hacerte daño. No debes
olvidar que una persona íntimamente
relacionada contigo ha estado a punto de
morir esta semana en París a causa de un
severo enfriamiento.
JACK.—Es verdad, pero recuerda
que tú me aseguraste que un severo
enfriamiento no es hereditario.
ALGERNON.—Por lo general, no,
ya lo sé; sin embargo, ahora me atrevo a
afirmar que sí lo es. La ciencia está
siempre
alcanzando
asombrosos
progresos.
JACK.—(tomando el plato con los
panecillos) Oh, eso es una torpeza,
siempre dices torpezas.
ALGERNON.—¡Jack,
estás
comiendo los panecillos otra vez! Por
favor déjalos. Solamente quedan dos.
(Los toma.) Ya te he dicho que me
gustaban especialmente los panecillos.
JACK.—Y yo aborrezco la tarta.
ALGERNON.—Entonces, ¿por qué
diablos permites que sirvan tarta a tus
invitados? ¡Qué ideas tienes sobre la
hospitalidad!
JACK.—¡Algy! Ya te he pedido que
te marches. No quiero que permanezcas
más tiempo aquí. ¿Por qué no te
marchas?
ALGERNON.—¡Todavía no he
acabado de tomar mi té! Además, aún
queda un panecillo.
Jack lanza un gruñido y se
desploma en un sillón. Algernon
continúa comiendo.
ACTO TERCERO
Salita íntima de la casa Manor.
Gwendolen y Cecilia se asoman
a la ventana, miran hacia el
jardín.
GWENDOLEN.—El hecho de no
habernos seguido al instante aquí, como
cualquiera hubiera hecho, muestra, a mi
juicio, que aún les queda algún
sentimiento de vergüenza.
CECILIA.—Han estado comiendo
panecillos, eso demuestra que están
arrepentidos.
GWENDOLEN.—(después de una
pausa) Parece que no se dan cuenta de
que estamos aquí. ¿Podrías toser?
CECILIA.—No puedo, no tengo
ganas.
GWENDOLEN.—Nos
están
mirando. ¡Qué insolencia!
CECILIA.—Se aproximan. Eso sí
que es muy atrevido de su parte.
GWENDOLEN.—Guardemos
un
silencio dignificante.
CECILIA.—De acuerdo. Es lo único
que podemos hacer en este momento.
Entra Jack, lo sigue Algernon.
Silban una canción popular
terrible, de una ópera inglesa.
GWENDOLEN.—Este
silencio
dignificante
parece
producir
un
resultado lamentable.
CECILIA.—De lo más lamentable.
GWENDOLEN.—Pero no seremos
nosotras las primeras en hablar.
CECILIA.—Claro que no.
GWENDOLEN.—Señor Worthing,
tengo que preguntarle algo muy concreto.
De su respuesta dependen muchas cosas.
CECILIA.—Gwendolen, es usted de
una sensatez inestimable. Señor
Moncrieff, le suplico que me aclare por
qué quiso hacerse pasar por el hermano
de mi tutor.
ALGERNON.—Para poder verla a
usted.
CECILIA.—(a Gwendolen) Me
parece una explicación sumamente
satisfactoria, ¿no es así?
GWENDOLEN.—Sí, querida, si
aceptas en creerle.
CECILIA.—Pienso que miente; sin
embargo, eso no influye para nada en la
asombrosa belleza de su respuesta.
GWENDOLEN.—Es verdad. En
cuestiones de gran importancia, el estilo,
y no la franqueza, es lo esencial. Señor
Worthing, ¿cómo va a explicarme su
falsa afirmación de que tenía un
hermano? ¿Lo hizo para tener la
oportunidad de viajar a Londres a verme
lo más a menudo posible?
JACK.—¿Puede dudarlo, señorita
Fairfax?
GWENDOLEN.—Serios
motivos
me hacen dudarlo. Sin embargo, pienso
hacerlos desaparecer. No es momento
para la desconfianza a la alemana.
(Caminando hacia Cecilia.) Sus
explicaciones
parecen
totalmente
satisfactorias, sobre todo la del señor
Worthing. Y, a mi juicio, me parece que
llevan el sello de la verdad.
CECILIA.—Estoy más satisfecha
con lo que ha dicho el señor Moncrieff.
Sólo su voz inspira una absoluta
confianza.
GWENDOLEN.—Entonces,
¿piensas que deberíamos perdonarlos?
CECILIA.—Sí.
GWENDOLEN.—¿Verdad que sí?
Yo ya he perdonado. Están en juego
principios que no se pueden abandonar.
¿Quién de nosotras debe decírselos? No
es una tarea agradable.
CECILIA.—¿Podríamos decírselos,
las dos al mismo tiempo?
GWENDOLEN.—¡Excelente idea!
Siempre hablo a la vez que otras
personas. ¿Quieres que te marque el
paso?
CECILIA.—Sí.
Gwendolen marca el compás
levantando el dedo.
GWENDOLEN
y
CECILIA.
—(hablando a la vez) Sus nombres de
pila siguen siendo una barrera
infranqueable. ¡Esto es todo!
ALGERNON y JACK.—(hablando
también a la vez) ¿Nuestros nombres de
pila? ¿No hay otro inconveniente? ¡No
se preocupen, nos bautizaremos por la
tarde de hoy!
GWENDOLEN.—(a Jack) ¿Está
dispuesto a hacer esa terrible cosa para
agradarme?
JACK.—Estoy decidido.
CECILIA.—(a Algernon) Y, por
complacerme, ¿estás preparado a
enfrentar esa tremenda experiencia?
ALGERNON.—La enfrentaré.
GWENDOLEN.—¡Qué absurdo es
hablar de la igualdad de sexos! Cuando
se trata del sacrificio de sí mismo, los
hombres van infinitamente más lejos que
nosotras.
JACK.—Lo estamos. (Estrecha la
mano a Algernon.)
CECILIA.—Tienen ellos momentos
de
valor
físico
que
nosotras
desconocemos en absoluto.
GWENDOLEN.—(a Jack) ¡Mi vida!
ALGERNON.—(a Cecilia) ¡Mi
amor!
Caen las unas en los brazos de
otros. Aparece Merriman. Al ver
la situación, tose muy fuerte.
MERRIMAN.—¡Ejem!
¡LadyBracknell!
JACK.—¡Santo Dios!
¡Ejem!
Entra lady Bracknell. Las
parejas se separan asustadas.
Sale Merriman.
LADY
BRACKNELL.—
¡Gwendolen! ¿Qué sucede aquí?
GWENDOLEN.—Pues,
sencillamente, que me he comprometido
con el señor Worthing, mamá.
LADY BRACKNELL.—Acércate.
Siéntate. Siéntate al instante. La
vacilación, sea la que fuere, es señal de
decadencia mental en los jóvenes y de
debilidad física en los viejos.
(Volviéndose hacia Jack) Informada de
la súbita huida de mi hija por su fiel
sirvienta, cuya confianza he comprado
por medio de unos billetes, la he
seguido inmediatamente, tomando un
tren de mercancías. Su infeliz padre
está, me alegra decirle, bajo la creencia
de que está atendiendo una clase más
larga de lo habitual en la universidad en
un proyecto sobre la influencia del
ingreso permanente de la intención. Me
propongo no desengañarle. Realmente,
nunca le he desengañado en ninguna
cuestión. Lo considero un error. Sin
embargo,
comprenderá
usted
perfectamente, como es natural, que toda
comunicación entre usted y mi hija debe
cesar terminantemente desde ahora
mismo. Sobre ese punto, como, por
supuesto, sobre todos los puntos, soy
inflexible.
JACK.—¡Me he comprometido a
contraer matrimonio con Gwendolen,
lady Bracknell!
LADY BRACKNELL.—Eso no
importa, caballero. Y ahora, en lo que se
refiere a Algernon… ¡Algernon!
ALGERNON.—¿Qué, tía Augusta?
LADY
BRACKNELL.—¿Puedes
decirme si en esta casa vive tu
enfermizo amigo el señor Bunbury?
ALGERNON.—(tartamudeando)
¡Oh, no! Bunbury no vive aquí; Bunbury
está no sé… dónde… en este momento.
Realmente, Bunbury ha fallecido.
LADY BRACKNELL.—¡Muerto! ¿Y
cuándo murió el señor Bunbury? Su
muerte ha debido de ser muy súbita.
ALGERNON.—(con alegría) ¡Oh!
Esta tarde le he matado… Digo, el
desdichado Bunbury murió esta tarde.
LADY BRACKNELL.—¿Y de qué
murió?
ALGERNON.—¿Quién, Bunbury?
¡Oh! Estalló por completo.
LADY
BRACKNELL.—¿Que
estalló? ¿Fue víctima de un atentado
revolucionario? No sabía yo que el
señor Bunbury estuviese interesado por
la legislación social. Si así era, recibió
un merecido castigo por su morbosidad.
ALGERNON.—Adorada
tía
Augusta, he tratado de decir que le
descubrieron. Es decir… que los
médicos descubrieron que Bunbury no
podía vivir…, y Bunbury murió, por lo
tanto.
LADY BRACKNELL.—Parece ser
que tuvo una gran confianza en la
opinión de sus médicos. No obstante, me
da mucha alegría que resolviese, por
último, adoptar una regla de decisiva
conducta por prescripción facultativa, Y
ahora que estamos ya libres de ese señor
Bunbury, ¿puedo preguntarle, señor
Worthing, quién es ésa personita cuya
mano sostiene mi sobrino Algernon de
una manera que me parece totalmente
inútil?
JACK.—Esa personita es la señorita
Cecilia Cardew, mi pupila.
Lady Bracknell saluda con
indiferencia a Cecilia.
ALGERNON.—Tía Augusta, me he
comprometido con la señorita Cecilia.
LADY BRACKNELL.—¿Me lo
quieres repetir por favor?
CECILIA.—El señor Moncrieff y yo
planéamos casarnos, lady Bracknell.
LADY
BRACKNELL.
—(estremeciéndose, y, caminando
hacia el sofá, se sienta) Desconozco si
el aire de esta comarca de Hertford
tendrá algo particularmente excitante;
sin embargo, el número de promesas
matrimoniales en actividad me parece
que supera ampliamente el término
medio suministrado por las estadísticas
del gobierno nuestro, pienso que algunas
preguntas preliminares por mi parte no
serían inútiles. Señor Worthing, ¿tiene
algo que ver la señorita Cardew con
cualquiera de las grandes estaciones de
ferrocarril londinense? Le pregunto a
título de información solamente. Hasta
ayer no tema yo idea de que hubiese
familias o personas que descendiesen de
una estación de término.
Jack enfurece, pero se contiene.
JACK.—(con voz clara y fría) La
señorita Cardew es nieta del difunto
señor Thomas Cardew, Belgravia
Square, 149, Londres, S.O.; dueño de la
finca Gervase Park, en Dorking,
condado de Surrey, y del Sporran, en el
condado de Fife, línea del Norte.
LADY BRACKNELL.—Eso parece
muy satisfactorio. Tres señas distintas
inspiran siempre confianza hasta a los
comerciantes. Sin embargo, ¿qué
pruebas tengo yo de su legitimidad?
JACK.—Conservo celosamente los
anuarios de señas de aquella época. Los
pongo a su disposición, por si quiere
revisarlos, lady Bracknell.
LADY
BRACKNELL.—(con
inclemencia) He advertido errores
increíbles en esa publicación.
JACK.—Los
abogados
y
procuradores de la familia de la señorita
Cardew son los señores Markby,
Markby y Markby.
LADY BRACKNELL.—¿Markby,
Markby y Markby?… Una razón social
muy respetada en su profesión. Además,
he escuchado comentar que alguno de
esos señores Markby asistía raramente a
los banquetes oficiales. Hasta ahora
todo eso me tranquiliza
JACK.—(sumamente
indignado)
¡Cuánta clemencia por su parte, lady
Bracknell! También conservo, y le
placerá saberlo, la partida de
nacimiento de la señorita Cardew, su fe
de bautismo y sus certificados de tos
ferina, empadronamiento, vacunación,
confirmación y sarampión, documentos
tanto alemanes como ingleses.
LADY BRACKNELL.—¡Ah! Una
vida colmada de incidentes, por lo que
veo;
aunque
quizá
demasiado
apasionante para una muchacha tan
joven. Soy enemiga de las experiencias
prematuras. (Se pone en pie y observa
la hora en su reloj.) ¡Gwedolen! Ya casi
nos marchamos: no podemos perder ni
un momento. Y, aunque sea por pura
formula, señor Worthing, quisiera
preguntarle si la señorita Cardew posee
alguna hacienda.
JACK.—Oh! Alrededor de ciento
treinta mil libras esterlinas en papel de
Estado. Que Dios la acompañe, lady
Bracknell. Me alegra mucho haberla
saludado.
LADY BRACKNELL.—(sentándose
nuevamente) Permítame un segundo,
señor Worthing. ¡Ciento treinta mil
libras! ¡Y en papel del Estado! La
señorita Canievr me parece una
muchacha muy seductora, ahora que la
miro bien. En la actualidad, pocas
muchachas tienen atributos reámeme
sólidos. de esos atributos que persisten
y se mejoran con el tiempo. Vivimos,
siento tener que decirlo, en una época de
cosas superficiales. (A Cecilia)
Aproxímese, querida. (Cecilia se
acerca) ¡Hermosa muchachita! Su
vestido es de una sencillez deplorable, y
su cabello parece tal como lo hizo la
Naturaleza. Sin embargo, podemos
perfeccionarlo en seguida. Una doncella
francesa, totalmente experta lograra
resultados asombrosos en brevísimo
tiempo. Recuerdo que recomendé una a
la joven lady Lancing, y tres meses
después no la conocía ni su propio
marido.
JACK.—Y pasadas seis meses, no la
conocía nadie.
LADY
BRACKNELL.—(mira
furiosa a Jack durante unos segundos.
Después dirige una sonrisa estudiada a
Cecilia)
Vuélvase
por
favor,
encantadora amiguíta. (Cecilia da una
vuelta completa.) Sí, lo que yo
imaginaba en absoluto. Hay varias
posibilidades mundanas en su perfil. Los
dos puntos flacos de nuestra época son
su falta de principios y su falta de perfil.
Levante usted un poco la barbilla,
querida. El estilo depende en gran parte
de la manera de llevar la barbilla. Se
lleva en este momento muy alta.
¡Algernon!
ALGERNON.—¿Qué, tía Aurista?
LADY BRACKNELL.—Hay varias
posibilidades mundanas en el perfil de
la señorita Cardew.
ALGERNON.—Cecilia
es
la
muchacha más inteligente, simpática y
bella hay en todo el mundo. Yo no doy
dos céntimos por esas posibilidades
mundanas.
LADY BRACKNELL.—No agravies
a la sociedad. Algernon. Eso lo hacen
únicamente las personas que no pueden
pertenecer a ella. (A Cecilia.) Sabrá
usted, como es lógico, pequeña amiga,
que Algernon no cuenta más que con sus
deudas. Sin embargo, yo no consiento
los matrimonios por interés. Cuando me
casé con lord Bracknell no tenía yo la
menor fortuna. Empero, ni en sueños
acepté por un instante que eso pudiera
ser un obstáculo en mí camino. Bueno:
supongo que tendré que dar mi
consentimiento.
ALGERNON.—Se lo agradezco, tía
Augusta.
LADY
BRACKNELL.—¡Cecilia,
puede besarme!
CECILIA.—(besándola) Le estoy
muy agradecida, lady Bracknell.
LADY
BRACKNELL.—En
lo
sucesivo, también puede llamarme tía
Augusta.
CECILIA.—Gracias, nuevamente,
tía Augusta.
LADY BRACKNELL.—Hablando
con sinceridad, soy enemiga de las
relaciones prolongadas, pues permiten
que los novios descubran sus mutuos
caracteres antes de casarse, lo cual no
es conveniente.
JACK.—Disculpe que la interrumpa,
lady Bracknell, pero no hay que pensar
en esa boda. Soy tutor de la señorita
Cardew, y ella no puede casarse sin mi
aprobación hasta que sea mayor de
edad. Y me niego rotundamente a
aceptarlo.
LADY BRACKNELL.—¿Y puedo
preguntarle por qué motivos? Algernon
es un excelente pretendiente, y aun osaré
decir que fastuosamente aceptable. No
tiene nada; sin embargo, luce mucho.
¿Qué más puede ambicionarse?
JACK.—Discúlpeme que le tenga
que
hablar
con
franqueza.
ladyvBracknell, pero es que a mí no me
agrada en absoluto el carácter de su
sobrino. Sospecho que es un mentiroso.
Algernon y Cecilia le miran con
furioso asombro.
LADY BRACKNELL.—¡Mentiroso!
¿Mi sobrino Algernon? ¡Increíble! Él
estudió en Oxford.
JACK.—Temo que no sea posible
abrigar la menor duda acerca de esa
aseveración. Esta tarde, durante mi
ausencia temporal de aquí, y
encontrándome en Londres para
conciliar un importante asunto de
Dovela, logró entrar en mi casa
simulando ser mi hermano. Y al abrigo
de un nombre falso se ha bebido, según
acaba de notificarme mi mayordomo,
toda una botella de un litro de mí PemerJouet Brut, del ochenta y nueve; un vino
que yo reservaba para acontecimientos
especiales. Prosiguiendo con su
deshonrosa impostura, ha logrado
durante la tarde, enajenarme el precio de
mi única pupila. Posteriormente se ha
quedado a tomar el té, devorando hasta
el último panecillo. Y lo que hace su
comportamiento más intolerable aún es
que sabía perfectamente desde el
principio que yo no tengo ningún
hermano, que no lo he tenido nunca y
que no pienso tenerlo de ninguna clase.
Así se lo dije tajantemente ayer mismo
por la tarde.
LADY
BRACKNELL.—¡Ejem!
Señor Worthing, después de madura
reflexión he decidido no hacer caso en
absoluto del comportamiento de mi
sobrino con usted.
JACK.—Eso muestra una gran
bondad en usted, lady Bracknell. Mi
decisión es, sin embargo, inapelable. No
daré el consentimiento.
LADY BRACKNELL.—(a Cecilia)
Acérquese usted, pequeña amiga.
(Cecilia se aproxima.) ¿Qué edad tiene,
querida?
CECILIA.—No más de dieciocho
años; pero confieso que veinte cuando
asisto a alguna velada.
LADY BRACKNELL.—Hace usted
bien al realizar esa leve alteración. En
verdad, una mujer jamás debe decir su
edad real. Eso parece tan calculador…
(Como meditando.) Dieciocho años,
pero confesando veinte en las veladas.
Está bien; falta poco para que llegue a la
mayoría de edad y esté libre de las
restricciones de la tutela. Así es que no
creo que el consentimiento de su tutor
sea, después de todo, una cuestión de
gran importancia
JACK.—Discúlpeme,
lady
Bracknell,
que
la
interrumpa
nuevamente; pero es necesario decirle
que, según las cláusulas del testamento
de su abuelo, la señorita Cardew no
llegará a ser mayor de edad, legalmente,
hasta los treinta y cinco años.
LADY BRACKNELL.—Eso sí me
parece una seria objeción. Treinta y
cinco años es una edad muy atractiva. La
sociedad londinense está llena de damas
de elevadísima casta que, por su propia
elección, se han quedado en los treinta y
cinco. Lady Dumbleton es un caso de
éstos. Que yo sepa, ha tenido treinta y
cinco años desde que cumplió los
cuarenta, hace ya muchos años. No veo
razón alguna para que nuestra querida
Cecilia no esté más atractiva aún a la
edad susodicha que lo está actualmente.
Y mientras tanto, sus bienes habrán
aumentado considerablemente.
CECILIA.—Algy, ¿me esperaría
hasta que cumpla yo treinta y cinco
años?
ALGERNON.—Sabe perfectamente
que sí, Cecilia.
CECILIA.—Sí;
lo
sabía
instintivamente; sin embargo, no podría
esperar tanto tiempo. Odio esperar a
cualquiera, aunque sólo sea cinco
minutos. Me enfurece. Sé que no soy
puntual; pero me gusta la puntualidad en
los demás, por lo tanto, no hay ni qué
pensar en que yo espere, aunque sea
para casarme.
ALGERNON.—Entonces
¿qué
vamos a hacer, Cecilia?
CECILIA.—No lo sé, señor
Moncrieff.
LADY
BRACKNELL.—Mi
estimado señor Worthing, como la
señorita
Cardew
declara
terminantemente que no podría esperar
hasta los treinta y cinco (advertencia
que, lo confieso, me parece mostrar un
carácter algo impaciente), yo le
suplicaría que meditase de nuevo su
determinación.
JACK.—¡Pero, mi querida lady
Bracknell, si el asunto está por completo
entre sus manos! En el momento en que
usted dé el consentimiento para mi boda
con Gwendolen, yo aprobaré gustoso el
enlace de su sobrino con mi pupila.
LADY
BRACKNELL.
—(levantándose con altanería) Debía
usted saber perfectamente que no hay ni
que pensar en su propuesta.
JACK.—Entonces,
un celibato
apasionado es lo que podemos esperar
todos nosotros en lo futuro.
LADY BRACKNELL.—No es ése
el destino que le reservo a Gwendolen.
Algernon, como es natural, puede
escoger por sí mismo. (Saca su reloj.)
Vamos, queridas. (Gwendolen se
levanta.) Hemos perdido ya cinco trenes
o seis. Si perdemos otro, nos exponemos
a toda clase de comentarios en el andén.
Entra el doctor Chasuble.
CHASUBLE.—Todo está listo para
los bautizos.
LADY BRACKNELL.—¿Para qué
bautizos, doctor? ¿Esas ceremonias no
serán prematuras?
CHASUBLE.—(sutilmente
asombrado y señalando a Jack y
Algernon) Estos señores han expresado
el
deseo
de
ser
bautizados
inmediatamente.
LADY BRACKNELL.—¿A su edad?
¡El propósito es ridículo e impío!
Algernon, no quiero que te bautices.
Evítame el disgusto de escuchar tales
excesos. Lord Bracknell se enfadará
muchísimo si se enterara que derrochas
de esa manera tu tiempo y tu dinero.
CHASUBLE.—¿Eso quiere decir
que se suspenden los bautizos
programados para esta tarde?
JACK.—Tal como se encuentran las
cosas en la actualidad, no creo que sea
una práctica valiosa para ninguno de
nosotros, doctor Chasuble,
CHASUBLE.—Señor Worthing, me
avergüenza mucho escucharle semejante
opinión, la cual considero muy propia
de los anabaptistas, cuyos juicios he
impugnado totalmente en cuatro de mis
sermones inéditos. Sin embargo, como
la disposición de su ánimo en este
momento me parece particularmente
profana, regresaré a la iglesia
inmediatamente. Además, acaba de
decirme el encargado del cepillo
eclesiástico que hace hora y media que
me está esperando la señorita Prism en
la sacristía.
LADY BRACKNELL.—¡Señorita
Prism! ¿Le he oído mencionar a la
señorita Prism?
CHASUBLE.—Sí, lady Bracknell.
En unos minutos me reuniré con ella.
LADY BRACKNELL.—Le suplico
que me permita que lo detenga por un
momento. Es un asunto que puede ser de
vital importancia para lord Bracknell y
para mí. ¿Es esta señorita Prism una
mujer de apariencia repugnante,
confusamente relacionada con la
educación?
CHASUBLE.—(con
cierta
indignación) Es una dama de las más
cultas y la imagen misma de la decencia.
LADY BRACKNELL.—Es, sin duda
alguna, la misma persona. ¿Puede
decirme qué situación ocupa en casa de
usted?
CHASUBLE.—(con severidad) Soy
célibe, señora.
JACK.—Lady Bracknell, la señorita
Prism es, desde hace tres años, la
distinguida institutriz y la compañera
imponderable de la señorita Cardew.
LADY BRACKNELL.—Por lo que
estoy escuchando, debo verla en el acto.
Ordenen que vayan a buscarla.
CHASUBLE.—(mirando
hacia
fuera) Aquí se acerca; ya llega.
Entra la señorita Prism
apresuradamente.
SEÑORITA PRISM.—Mi querido
canónigo, me comunicaron que me
esperaba usted en la sacristía. Le he
aguardado allí durante una hora y tres
cuartos. (Súbitamente se percata de que
lady Bracknell la está mirando de una
manera cruel. La señórita Prism se
vuelve pálida y se aterra. Mira con
ansiedad a su alrededor como
queriendo huir.)
LADY BRACKNELL.—(con la voz
rígida de un juez) ¡Prism! (La señorita
Prism inclina su cabeza avergonzada.)
¡Venga aquí, Prism! (La señorita Prism
se acerca con aire humilde.) ¡Prism!
¿Dónde está ese bebé? (Asombro
general. El canónigo retrocede
aterrado. Algernon y Jack simulan
querer evitar, con nerviosidad, que
Cecilia y Gwendolen escuchen los
detalles de su terrible escándalo
público.) Hace ya veinticinco años,
Prism, que salió usted de casa de lord
Bracknell, calle de Upper Grosvenor,
número ciento cuatro, al cuidado de un
cochecillo que contenía una criatura
recién nacida, del sexo masculino.
Jamás volvió. Una semana después,
luego de minuciosas investigaciones de
la policía, el cochecito fue hallado a
medianoche, solo, en una esquina de
Bayswater. Contenía el manuscrito de
una novela en tres tomos de un
sentimentalismo más irritante que el
acostumbrado. (La señorita Prism se
estremece
con
indignación
involuntaria.) Sin embargo, el bebé no
estaba allí. (Todos observan a la
señorita Prism.) ¡Prism! ¿Dónde está el
niño? (Pausa.)
SEÑORITA
PRISM.—Lady
Bracknell, acepto con vergüenza que no
lo sé. ¡Qué mas quisiera yo saberlo! Los
auténticos hechos del caso son éstos: La
mañana del día que usted ha citado, día
que permanece grabado con letras de
fuego en mi mente, me dispuse, como de
costumbre, a sacar al niño de paseo en
su cochecillo. También llevaba un
estropeado y amplio saco de viaje en el
que tenía el propósito de guardar el
manuscrito de una obra de ficción que
había escrito durante las escasas horas
de ocio de que disponía. En un momento
de distracción mental que no podré
perdonarme
jamás,
coloqué
el
manuscrito en el cochecillo y metí al
niño en el saco de viaje.
JACK.—(que
escuchaba
con
atención) Pero, ¿en dónde depositó
usted el saco de viaje?
SEÑORITA PRISM.—Le suplico
que no me lo pregunte, señor Worthing.
JACK.—Señorita Prism, éste es un
asunto muy importante para mí. Insisto
en saber a dónde llevó usted el saco de
viaje que contenía a aquel infante.
SEÑORITA PRISM.—Lo dejé en el
guardarropa de una de las estaciones de
tren más grandes de Londres.
JACK.—¿A qué estación se refiere?
SEÑORITA
PRISM.
—(completamente angustiada) En la
estación Victoria, Línea Brighton. (Se
hunde en su silla.)
JACK.—Con su permiso, tengo que
retirarme unos minutos a mi habitación.
Gwendolen, espérame aquí.
GWENDOLEN.—Si
no
tardas
demasiado, te esperaré aquí toda mi
vida.
Sale Jack muy excitado.
CHASUBLE.—¿Qué cree que pueda
significar todo esto, lady Bracknell?
LADY BRACKNELL.—No me
atrevo a sospecharlo, doctor Chasuble.
No necesito decirle que en las familias
de elevada posición, las extrañas
coincidencias no deben ocurrir. Sin
embargo, casi nunca se respeta esta
regla
Se escucha ruido encima de sus
cabezas, como si alguien
estuviera tirando baúles. Todos
miran hacía acriba.
CECILIA.—Parece que el tío Jack
está sumamente agitado.
CHASUBLE.—Su tutor tiene un
carácter muy impresionable.
LADY BRACKNELL.—Ese ruido
me molesta mucho. Por el fragor parece
como si hubiese hallado un argumento.
Aborrezco los argumentos, de cualquier
clase que sean. Son siempre vulgares, y
muchas veces convincentes.
CHASUBLE.—(mirando
hacia
arriba) Ha cesado.
Los ruidos aumentan.
LADY BRACKNELL.—Desearía
que llegase a alguna conclusión.
GWENDOLEN.—Esta
incertidumbre es espantosa. Ojalá que
no dure.
Entra Jack con un saco de viaje
de cuero negro.
JACK(abalanzándose hacía la
señorita Prism).— ¿Es éste el saco de
viaje, señorita Prism? Revíselo
concienzudamente antes de decir una
sola palabra La felicidad de más de una
vida depende de su respuesta.
SEÑORITA
PRISM.
—(tranquilamente) Creo que es el mío.
Sí, aquí está la rozadura que sufrió
cuando volcó el coche en la callé de
Gower en días juveniles y venturosos.
Aquí en el fono está la mancha causada
por la explosión de un termo para
bebidas,
incidente
ocurrido
en
Leamington. Y aquí, en la cerradura,
están mis iniciales. No recordaba ya que
las había hecho grabar aquí por
capricho. Este saco es indiscutiblemente
el mío. Me alegro muchísimo hallarlo
tan repentinamente. Su extravíame ha
ocasionado enormes disgustos durante
todos estos años.
JACK.—(con
voz
dramática)
Señorita Prism, ha hallado algo más que
ese saco de viaje. Yo era el niño que
colocó dentro.
SEÑORITA PRISM.—(asombrada)
¿Usted?
JÁCK.—(estrechándola contra su
pechó) ¡Sí…, madre!
SEÑORITA
PRISM.
—(retrocediendo con desesperado
asombro) ¡Señor Worthing! ¡Nunca me
he casado!
JACK.—¡Nunca se ha casado! No
niego que es un golpe muy serio. Sin
embargo, después de todo, ¿quién tiene
derecho a tirar la piedra al que ha
sufrido? ¿No puede el arrepentimiento
borrar un acto de locura? ¿Por qué ha de
haber una ley para los hombres y otra
para las mujeres? Madre, yo la perdono
a
usted.
(Intenta
abrazarla
nuevamente.)
SEÑORITA PRISM.—(con mayor
indignación) Señor Worthing, está usted
equivocado. (Señalando a Lady
Bracknell.) Ahí está la señora que
puede decirle quién es usted en realidad.
JACK.—(luego de hacer una breve
pausa) Lady Bracknell, me da mucha
vergüenza parecer indiscreto, sin
embargo, ¿me podría hacer la caridad de
revelarme quién soy?
LADY BRACKNELL.—Temo que
lo que le diga le desagrade totalmente.
Usted es hijo de mi desdichada hermana
mistress Moncrieff, y, por lo tanto, el
hermano mayor de Algernon.
JACK.—¡Hermano mayor de Algy!
Entonces, después de todo, tengo un
hermano. ¡Ya sospechaba que tenía un
hermano!… Cecilia, ¿cómo pudiste
dudar que tenía yo un hermano?
(Cogiendo de la mano a Algernon.)
Doctor Chasuble, mi infeliz hermano.
Señorita Prism, mi desventurado
hermano. Algy, joven insolente, tendrás
que tratarme con mayor respeto en lo
futuro. No te has comportado conmigo
como un hermano en toda tu vida.
ALGERNON.—Sí, chico, hasta hoy,
lo admito. Yo lo hacía lo mejor que
podía, aunque me faltaba práctica.
Se estrechan la mano.
GWENDOLEN.—(a Jack) ¡Mi
señor! Pero, ¿quién es usted? ¿Cuál es
su verdadero nombre de pila ahora que
es usted otro?
JACK.—Dios
mío…
Había
olvidado absolutamente ese detalle. La
decisión de usted acerca de mi nombre
es invariable, ¿no?
GWENDOLEN.—Yo no cambio
jamás, salvo en mis afectos.
CECILIA.—¡Qué idiosincrasia tan
generosa la de usted, Gwendolen!
JACK.—Entonces
mejor
será
aclarar esta cuestión en seguida. Tía
Augusta, un momento. En la época en
que la señorita Prism me dejó en el saco
de viaje, ¿había yo sido bautizado ya?
LADY BRACKNELL.—Toda la
pompa que el dinero puede comprar,
incluyendo
el
bautismo,
fue
despilfarrado con usted por sus amados
padres, ciegos de ternura.
JACK.—¡Entonces
ya
estoy
bautizado! Eso me ha quedado claro. Y
ahora, ¿qué nombre me pusieron?
Confiésemelo, aunque sea el más
excéntrico.
LADY BRACKNELL.—Como era
el primogénito, lógico fue que le
bautizaran con el nombre de su
progenitor.
JACK.—(un poco indignado) Estoy
de acuerdo, sin embargo, ¿cuál era el
nombre de pila de mi padre?
LADY
BRACKNELL.
—(recapacitando) En este momento me
es difícil recordar el nombre de pila del
general. Era estrambótico, lo reconozco.
Pero únicamente en sus últimos años. Y
lo era a consecuencia del clima de la
India, del matrimonio, de las
indigestiones y de otras cosas parecidas.
JACK.—¡Algy! ¿Puedes recordar
cuál era el nombre de pila de nuestro
padre?
ALGERNON.—Jamás nos dirigimos
la palabra. El murió antes de que yo
cumpliera un año.
JACK.—¿Tal vez su nombre
aparezca en los Anuarios militares de
aquella época, ¿verdad, tía Augusta?
LADY BRACKNELL.—El general
era un hombre pacífico en todo, menos
en su vida familiar; sin embargo, tengo
la certeza de que su nombre aparecerá
en algún Anuario militar.
JACK.—Aquí están los Anuarios
militares de las últimas cuatro décadas.
Estas encantadoras crónicas deberían
haber constituido mi estudio constante.
(Se lanza hacia un anaquel y arranca
de él materialmente los libros.) M.
Generales… Mallan, Maxbohm, Magley,
¡qué nombres más horrendos tienen!…
Markby, Migsby, Mobbs, ¡Moncrieffi
Teniente en mil ochocientos cuarenta.
Capitán, Teniente-coronel, Coronel
General en mil ochocientos sesenta y
nueve, nombre de pila: Ernesto John.
(Coloca el libro en su lugar con mucha
serenidad y habla pausadamente.) ¿No
le dije a usted siempre, Gwendolen, que
mi nombre era Ernesto? Bueno, pues
Ernesto soy, después de todo. Quiero
decir que soy naturalmente Ernesto.
LADY BRACKNELL.—En efecto,
ahora me acuerdo que el general se
llamaba Ernesto. Ya sospechaba que por
alguna razón muy particular me era
insoportable ese nombre.
GWENDOLEN.—¡Ernesto!
¡Mi
Ernesto! ¡Desde el principió advertí que
no podías llamarte de otro modo!
JACK.—Gwendolen,
para
un
hombre es una cosa espantosa descubrir
súbitamente que durante toda su vida no
ha dicho más que la verdad. ¿Puedes
perdonarme?
GWENDOLEN.—Claro,
porque
tengo la certeza de que cambiarás.
JACK.—¡Mi amor!
CHASUBLE.—(a
la
señorita
Prism) ¡Leticia! (La abraza.)
SEÑORITA PRISM.—(emocionada)
¡Federico! ¡Por fin!
ALGERNON.—¡Cecilia!
(La
abraza) ¡Por fin!
JACK.—¡Gwendolen!(La abraza)
¡Por fin!
LADY
BRACKNELL.—Sobrino
mío, temo que comienzas a dar señales
de incultura.
JACK.—Te equivocas, tía Augusta;
acabo de percatarme por primera vez en
mi vida de la vital importancia de
llamarse Ernesto.
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