Hoy no estarás sola Era una mañana de un gélido invierno que había llegado sin avisar, y un manto de nieve cubría las calles y tejados de Terazán, una aldea de apenas cuarenta almas. Terazán está situada en medio de un frondoso valle regado por las aguas que, durante el deshielo, descienden por las laderas de la montaña en alegres cascadas. Ese día la montaña se había despertado vestida de blanco y desde su cima se podía contemplar el camino que cruzaba la aldea de norte a sur. En realidad era la única “calle”, a cuyos lados se disponían en perfecta armonía las casas, con sus tejados de negra pizarra y sus paredes recubiertas de un musgo que decoraba la piedra con que fueron construidas. Allí la vida era muy tranquila, casi monótona, desde que se levantaban con los primeros rayos del sol, hasta que se recogían cuando el crepúsculo empezaba a teñir de rojo las verdes praderas. Al llegar la noche parecía que el tiempo se paraba, y la aldea quedaba sumida en absoluto silencio, mientras las ventanas de los hogares formaban una hilera de luz que enmarcaba el viejo camino. Pero en medio de ese camino iluminado, una casa permanecía oscura y sólo el humo que salía de la chimenea denotaba que en su interior había vida. Era la casa de Miriam, una joven que quedó huérfana hace pocos años. Nunca pensó abandonar el hogar que le vio nacer y donde saboreó la felicidad junto a sus padres, su única familia. Se acercaba la Navidad y Miriam conservaba las costumbres que desde pequeña había vivido. Quería que todo fuese como cuando estaban sus padres; era la mejor manera de tenerles presentes y vivos en su corazón. Sobre la vieja repisa de madera que cubría la chimenea, Miriam colocaba su belén, el mismo que durante tantas navidades la acompañó a ella y a sus padres. El belén era modesto y sencillo: una pequeña cueva de corcho, y en su interior el Niño Jesús, María y José. Nadie, ni nada más. Después de cenar se sentaba al calor del fuego y su mirada pensativa se perdía en el hogar de Belén. A veces, una tímida sonrisa aparecía en su rostro, pero pronto se ocultaba bajo la sombra de la pena. Era la lucha de los recuerdos. Así pasaba largo tiempo hasta que el sueño la vencía; hasta que los primeros rayos del alba la despertaran para comenzar un nuevo día. Miriam era pastora y cuidaba el rebaño del señor José, un hombre más rico en virtudes que en bienes. El señor José estaba casado, pero nunca tuvieron hijos, tal vez la única pena que podía ensombrecer su rostro siempre amable y alegre. Por eso, cada vez que veía a la joven Miriam se le encogía el corazón y se preguntaba: “¿Por qué Dios no me habrá dado una hija como ella?” Cuando cruzaban sus miradas el aire se llenaba de una compartida compasión: ella, por lo que él nunca tuvo; él, por lo que ella perdió. Llegó el día de Nochebuena y Miriam se disponía a volver a casa, una vez acabado el trabajo, pero el señor José la retuvo. - “Quédate con nosotros a pasar esta noche -­‐ le dijo lleno de ilusión-­‐. Mi mujer y yo seríamos felices si nos acompañaras en una noche tan especial como esta. Serás una más de la familia.” Al oír esas palabras llenas de cariño, unas lágrimas salpicaron los ojos de Miriam. El recuerdo de sus padres estaba muy vivo en su alma y quería pasar esa noche sola, para tenerlos más presentes. Sólo quería compartir su soledad con ellos. Así que, un poco avergonzada, sin decir nada, declinó la invitación con una sonrisa llena de gratitud hacia ese hombre tan bueno que le había ofrecido su tiempo, su casa, su familia. El señor José se quedó mirándola, viendo como poco a poco se alejaba, y no pudo evitar lanzar un profundo suspiro, porque él la consideraba “su” hija. Durante el regreso a casa, Miriam iba absorta en esta escena y apenas se percataba del bello paisaje por el que pasaba, pero una circunstancia la despertó de su mundo: Un joven yacía dolorido en el suelo tras haber resbalado en el hielo. Se apresuró a atenderle y sin mediar preguntas sacó su pañuelo con el que empapó la sangre que le salía de la cabeza. Tras ayudarle a incorporarse le acompañó hasta la posada más cercana. El joven le agradeció toda la ayuda que le había dado, y antes de despedirse fijó su mirada serena y cristalina en Miriam y le dijo: “Miriam, hoy no estarás sola.” Reanudó el camino de regreso a casa, pero ahora lo único que la ocupaba era escuchar en su corazón el eco de esas últimas palabras. Al recordar esa voz casi misteriosa un sentimiento de paz y alegría la llenaban. De esta manera, el camino se le hizo corto hasta llegar a casa. Dispuso las cosas como cada noche y tras cenar, se sentó frente a la chimenea contemplando las llamas y el reflejo de estas iluminando el belén. Ya se había quedado dormida cuando un seco golpe en la puerta la sobresaltó. Se dirigió a la puerta dubitativa y temerosa, pues a nadie esperaba, y menos a esas horas en las que todos estarían reunidos en familia celebrando la Nochebuena. Finalmente abrió la puerta, pero allí nadie había. “Habrá sido el viento”, pensó, y regresó junto al fuego quedándose de nuevo dormida. Poco tiempo después, tal vez diez minutos, dos golpes secos, iguales que el anterior, rompieron de nuevo su sueño. Ya no eran dudas, sino miedo lo que atenazaba a Miriam. Armándose de valor abrió la puerta, pero nada ni nadie esperaban tras ella. Estos hechos acabaron por desvelarla y se quedó en el umbral de la casa mirando al cielo que, esa noche, parecía más limpio y estrellado que nunca, y tal vez pensara que en algunas de esas estrellas estarían sus padres, y decidió que aquellas dos que más lucieran serían las de ellos. Así estuvo hasta que empezó a sentir frío y cerró la puerta. Allí, desde el umbral, contemplaba el salón iluminado por el fuego, y recorrió con la mirada cada uno de esos rincones, porque en todos había una historia, un motivo para recordar a sus padres. Tras saciarse de nostalgia hizo la última parada en el belén. Al principio lo miró de manera mecánica, pero hubo algo que llamó su atención: en el portal, junto a Jesús, María y José había tres figuras más. En efecto, un ángel y dos pastorcillos completaban el belén, antes compuesto sólo por la Sagrada Familia. Miriam no daba crédito y se acercó lentamente; cuando estaba lo suficientemente cerca para ver con detalle a los nuevos “inquilinos”, lanzó un grito que recorrió toda la casa, rompiendo el sepulcral silencio. El rostro del ángel era el del joven al que asistió en el camino, y los pastorcillos eran sus padres y cada uno llevaba en sus manos una estrella. Miriam se quedó inmóvil contemplando el milagro y en el interior de su alma resonaba la voz del joven, bueno, del ángel: “Miriam, hoy no estarás sola”. La noticia se extendió rápidamente por la aldea y todos se felicitaban porque Dios hubiera mostrado ese detalle de cariño hacia esa chica joven y huérfana. Desde entonces Miriam nunca más se sintió sola, y el señor José y su mujer nunca mas sintieron la pena de no tener hijos, porque cada 24 de diciembre Miriam pasaba con ellos la Nochebuena y ellos agradecían a Dios que un ángel (pues así consideraban a Miriam) les acompañara en esa noche tan entrañable. Miriam siguió viviendo con la misma humildad humana y material durante muchos años. En la iglesia de Terazán aún se puede contemplar el “Belén de Miriam” con todas sus figuras; y después, tras un corto paseo llegará al cementerio donde yace su cuerpo. Una vieja lápida de piedra la cubre, y sobre la lápida un escueto epitafio: “Hoy no estarás sola”. FIN