WATERLOO: 200 AÑOS Aníbal Romero (El Nacional, 18 de junio

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WATERLOO: 200 AÑOS
Aníbal Romero
(El Nacional, 18 de junio 2015)
El día de mañana, jueves 18 de junio, se cumplirá el bicentenario de la batalla de
Waterloo, evento que selló la derrota definitiva de Napoleón. Tal resultado abrió las
puertas al Congreso de Viena ese mismo año, un encuentro singular tanto por sus
orígenes como por sus consecuencias, en el que las potencias vencedoras y la
nueva Francia Borbónica construyeron una estructura de paz que en lo fundamental
duró un siglo, hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914.
La historia de la batalla de Waterloo y sus antecedentes inmediatos es bien
conocida. Habiendo escapado de su exilio forzoso en la isla de Elba, Napoleón
desembarcó en Francia y reconquistó el poder, inaugurando el breve período
conocido como “los cien días” hasta el choque militar de Waterloo, lugar ubicado en
la actual Bélgica. Esos tres meses exigieron un último y extremo esfuerzo de parte
de una Francia agotada luego de 25 años de guerras casi incesantes, que
empezaron desde la Revolución de 1789.
Lo más asombroso no fue realmente que lo que restaba del notable carisma
napoleónico hubiese extraído esas llamas finales de energía, de las mismas
entrañas de un pueblo cansado y ansioso de paz. Lo verdaderamente sorprendente
es que la victoria en Waterloo fue lograda a duras penas por parte de la coalición de
británicos y prusianos. Como lo comentó el Duque de Wellington, jefe de las fuerzas
británicas, una vez que se produjo la derrota militar francesa, la batalla de Waterloo
se decidió por escaso margen y las cosas hubiesen podido con facilidad marchar de
otra manera. Todo lo cual sugiere que la mera presencia personal de Napoleón en
el campo de batalla, proporcionaba un estímulo intangible pero muy poderoso a los
contingentes franceses.
Sin embargo, creo que puede afirmarse con bastante seguridad que aun si hubiese
triunfado en esa ocasión postrera, Napoleón hubiese ciertamente ganado otra
batalla pero casi inexorablemente habría perdido una nueva guerra general. Ya
Europa entera estaba decidida de manera irrevocable a ponerle fin a su figura
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política y a las ambiciones imperiales de Francia. Tanto Inglaterra como Prusia,
Austria-Hungría y Rusia, las grandes potencias conservadoras del momento, habían
aprendido a lo largo de severas pruebas militares y políticas que era imposible
contener a Napoleón dentro de una estructura de equilibrios. La esencia de la fuerza
napoleónica era la desmesura y su dinámica la guerra. No había forma de negociar
una paz estable con un fenómeno radical, que por definición escapaba a los
contornos de la ortodoxia política y las prácticas diplomáticas anteriores a la
Revolución Francesa.
Millones de muertos poblaban las tierras de Europa y millones de franceses se
juntaban a los cadáveres de sus enemigos. Las enormes fuerzas históricas
desatadas por el proceso revolucionario francés, y luego canalizadas a través de la
sobresaliente y excepcional personalidad de Napoleón, ya se habían desgastado;
las llamas estaban extinguiéndose y para 1815 quedaba sólo un breve impulso
destinado a consumirse sin retorno. Francia estaba exhausta, y dice Stefan Zweig
en su estupenda biografía sobre Joseph Fouché, que para el momento en que
Napoleón retornó a París y comenzó otro reclutamiento de lo que quedaba de la
juventud francesa para otra batalla y otra guerra, comenzaron a aparecer pasquines
clandestinos en la ciudad, que se mofaban cruelmente del empeño bélico del
Emperador.
Uno de esos pasquines, citado por Zweig, decretaba en nombre de Napoleón:
“Artículo I. Habrán de serme entregadas trescientas mil víctimas al año para nuevas
batallas. Artículo II. En caso necesario elevaré esta cifra a tres millones. Artículo III.
Todas estas víctimas me serán enviadas por correo para la gran carnicería”. La
burla no podía ocultar el sentimiento de fatiga, hastío y exasperación de un pueblo
desangrado, que al igual que el resto de Europa deseaba recobrar un tiempo de
tranquilidad y dedicarse a sus actividades privadas, luego de las tormentas
experimentadas por más de dos décadas.
Lo que en particular me llama la atención del fenómeno napoleónico es, como ya
apunté antes, la carencia de un sentido de las proporciones, la ausencia de mesura
por parte de un personaje que no contento con haber sacudido todos los cimientos
de la política internacional de su época, y adquirido sobre el continente europeo de
ese entonces un dominio supremo, no fue jamás capaz de detenerse, de
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conformarse, de dedicarse exclusivamente a una tarea de construcción y poner un
límite a sus conquistas militares.
Es evidente que la Gran Bretaña siempre se interpuso a sus designios, y el bloqueo
naval trastornó de modo implacable los ambiciosos proyectos napoleónicos. A su
vez y paradójicamente, la intransigencia británica condujo a Napoleón –como en
forma análoga ocurrió con Hitler tiempo más tarde— a buscar una excusa para la
invasión a Rusia en 1812, confrontación que junto a la guerra en España constituyó
el mayor de los desatinos del Emperador francés en lo militar y lo político. La
invasión napoleónica a Rusia, inmortalizada por Tolstoi en su novela La guerra y la
paz, fue un desastre sin precedentes, una catástrofe como pocas en la historia de la
guerra hasta ese momento.
Personajes como Napoleón y Hitler, sin pretender desde luego igualarles en todos
los aspectos, ponen de manifiesto una dinámica que empuja a violentar lo que el
gran Carl Von Clausewitz llamó “el punto culminante de la victoria”, concepto que
tiene un significado estratégico y también filosófico, pues se refiere a la aptitud para
saber detenerse en la guerra, para trazar una línea roja y no traspasarla, para
concebir unos límites políticos y éticos y respetarles. Este tipo de personajes de
aspiraciones ilimitadas, como Napoleón y Hitler, se diferencian nítidamente de otros,
como por ejemplo los emperadores Augusto y Adriano en la Roma antigua, y
estadistas como Metternich y Bismarck en tiempos no tan lejanos, que supieron
medir con sensatez y mesura el ámbito de la acción exitosa, con base en una
comprensión más sensata del curso de la historia calibrado en dimensión humana.
Precisamente en esa extraordinaria obra épica que es La guerra y la paz, Tolstoi
dibuja un marcado contraste entre Napoleón, de un lado, y de otro el jefe de las
fuerzas rusas, el Príncipe y Mariscal de Campo Mijail Kutuzov. La novela de Tolstoi
es magnífica y merece una lectura atenta y cuidadosa. Pero además de la hermosa
historia de Natalia Rostova, de la digna y trágica figura del Príncipe Andrés
Bolkonski, de la vitalidad de tantos otros personajes y escenas, se destaca a mi
parecer el retrato de Kutuzov, que posiblemente fue trazado por Tolstoi en función
de sus diferencias de temperamento, visión del mundo y modo de actuar con
relación a Napoleón.
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Kutuzov personifica la humildad ante el misterio de la vida y el curso de los
acontecimientos históricos. De hecho, Kutuzov encarna la filosofía de la historia que
Tolstoi esboza en el epílogo a la obra, en el que argumenta que las más de las
veces y en no poca medida, los seres humanos no controlamos sino una mínima
parte del complejo proceso histórico del que formamos parte, y que aún esa mínima
parte está sujeta a una significativa dosis de azar e incertidumbre, así como, según
el gran escritor ruso, a los designios divinos. En otras palabras, con Kutuzov, Tolstoi
intenta transmitir una lección de humildad bien entendida, de comprensión de
nuestras limitaciones y de prudencia ante los desafíos, con frecuencia demasiado
complejos y compuestos de múltiples e inmanejables variables, que causan los
vaivenes de la historia.
Napoleón logró inmensas hazañas a enorme costo. Más allá de la imagen heroica
en torno a su carrera, algunos todavía pretenden reivindicarle como una especie de
pionero de la unificación de Europa. No creo que, para mencionar un caso, los rusos
de hoy y de ayer estarían de acuerdo con semejante perspectiva de las cosas.
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