Un nuevo tiempo político. La Corona y la regenera

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Un nuevo tiempo político:
La Corona y la regeneración democrática
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Javier Tajadura
Analista de Funciva.
L
a proclamación por las Cortes del nuevo Rey Felipe VI
abre una nueva etapa en la historia de nuestra Monarquía
Parlamentaria. En este momento inaugural del nuevo reinado,
conviene recordar cuáles son las funciones que la Constitución
atribuye al Monarca y, desde esta óptica, analizar los grandes
retos que Felipe VI habrá de afrontar.
Las funciones del Rey, sus deberes constitucionales, son las
que le otorgan, en ultima instancia su legitimidad. Frente
al recurrente debate sobre el supuesto conflicto entre la
legitimidad democrática y la legitimidad histórica que algunos
identifican como las características propias de la República y de
la Monarquía como formas de la Jefatura del Estado, conviene
recordar que la legitimidad de la Monarquía Parlamentaria es
funcional. Los detractores de la Monarquía se oponen a ella
por considerarla basada en un supuesto derecho de sangre,
esto es, en una legitimidad dinástica o histórica que, en el siglo
XXI, resulta absolutamente inaceptable. La historia, -afirman
con toda razón-, no puede otorgar a nadie un título legítimo
para ocupar la máxima magistratura del país. Frente a ello,
los defensores de la Monarquía replican -también cargados
de buenas razones- que no es la historia, sino la Constitución
de 1978, democráticamente aprobada por el pueblo español,
la que confiere a los sucesores de don Juan Carlos el legítimo
título para reinar. Ahora bien, con esta respuesta se soslayan
las razones de fondo por las cuales algunas de las democracias
más avanzadas del mundo han optado por la Monarquía, esto
es por la sucesión hereditaria de la Jefatura del Estado.
La Constitución atribuye al monarca –como Jefe del
Estado- una función imprescindible para la conservación del
Estado: “arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las
instituciones”. Esta función configura al Rey como titular
de un “poder neutro”, situado por encima de los partidos
políticos, de las divisiones sociales, y de los conflictos del día
a día. Ahora bien, el ejercicio de esa función “arbitral”, exige
que la neutralidad del monarca sea absoluta. Y para garantizar
esa neutralidad se considera que la sucesión hereditaria
presenta algunas ventajas respecto a la sucesión en la Jefatura
del Estado mediante elección (directamente por el pueblo, por
el Parlamento, o por otro procedimiento).
Funciva
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Dicho con otras palabras, la Monarquía basada en
el principio de sucesión hereditaria no encuentra
su legitimación ni en el derecho de sangre, ni
en la dinastía, ni en la historia. Tampoco puede
legitimarse, de forma indefinida y permanente, en una
decisión política democrática determinada. La única
legitimidad de la Monarquía reside en la función que
desempeña que es esencial para la conservación del
Estado Constitucional. Desde esta óptica, se considera
que la sucesión hereditaria garantiza mejor la absoluta
independencia del Jefe del Estado, su neutralidad, y,
en consecuencia, le permite desempeñar mejor sus
funciones.
Desde esa absoluta neutralidad, y como “arbitro
y moderador” del regular funcionamiento de las
instituciones, Felipe VI deberá abordar la profunda
crisis política, institucional y territorial que padece
España. La existencia de numerosos casos de
corrupción, la oligarquización de los partidos
políticos, la deriva partitocrática de todas las
instituciones, los recortes sociales provocados por la
gestión de la crisis económica…etc., han erosionado
gravemente la confianza de los ciudadanos en la
política y en las instituciones. En este contexto, Felipe
VI tiene la tarea de impulsar un proceso de reformas
políticas y constitucionales de amplio alcance para la
regeneración democrática de España. Por otro lado,
y este es su reto fundamental, Felipe VI deberá hacer
frente al riesgo de destrucción de la unidad del Estado
que él representa. Para ello, habrá de impulsar también
el necesario diálogo entre el Gobierno y los partidos
nacionales y los partidos catalanes, para alcanzar un
acuerdo político que, respetando la unidad nacional,
garantice las legítimas demandas de autogobierno de
Cataluña.
Ahora bien, la apertura y la gestión de estos procesos
de reforma no le corresponde al Rey sino a los actores
políticos. A diferencia del resto de órganos estatales,
el poder del Rey no se basa en la coacción y en la
posibilidad de obligar a otros a actuar en un sentido,
sino en su “auctoritas”, en su capacidad de aconsejar y
advertir a los demás. Desde esta óptica, en el ejercicio
de su función constitucional “arbitral y moderadora”
Felipe VI, través del diálogo discreto pero eficaz
con los representantes políticos, puede impulsar el
imprescindible proceso de reformas constitucionales
que España requiere.
Felipe VI consolidará la legitimidad de la Corona en
la medida en que logre cumplir con éxito su función
arbitral y moderadora. Y este éxito dependerá de la
actitud del resto de los actores políticos pero también
de su capacidad para generar una “auctoritas” frente
a todos ellos. “Auctoritas” que sólo podrá basarse
en el ejercicio de unas virtudes que la Corona debe
encarnar: transparencia, austeridad y ejemplaridad.
La Corona ha sido la primera en impulsar este proceso
de renovación y de regeneración democrática desde
su núcleo central. Corresponde ahora a los grandes
partidos transitar por la senda marcada por don Juan
Carlos, quien con su abdicación dio el primer paso
en la dirección reformista. El Gobierno de la Nación
debería ser el siguiente en mover ficha y plantear al
líder de la oposición la apertura de un proceso de
reforma política y constitucional. Es cierto que para
ello, el PSOE como principal partido de la oposición,
y alternativa de gobierno, debe elegir antes a su
secretario general. Con todo, en la agenda del nuevo
curso político que se inicie en septiembre, la reforma
política debería ocupar un lugar central.
Es cierto que la situación es muy complicada, los
retos a afrontar muchos, y que el desafío secesionista
catalán introduce, además, un elemento de gran
potencia desestabilizadora. Se ha escrito que Cataluña
puede ser el 23 F de Felipe VI. Ahora bien, a pesar de
la gravedad de la situación actual, el reinado de Felipe
VI se inicia en unas circunstancias y en un contexto
mejor y mucho más favorable que el que afrontó su
padre. Baste recordar que, sin haber cumplido dos
años en el trono, el Rey Juan Carlos y el gobierno de
Suárez tuvieron que afrontar en la última semana de
en enero de 1977, una situación que hacia temer el
inicio de una nueva guerra civil. Grupos terroristas
tenían secuestrados a dos personalidades relevantes
del régimen: el Presidente del Consejo de Estado,
Antonio María de Oriol, y el Presidente del Consejo
Supremo de Justicia Militar, Teniente General
Villaescusa. Los terroristas cometían atentados a
diario contra miembros de las fuerzas de seguridad.
La sensación de inseguridad y el temor a una crisis
grave del orden público eran crecientes. Finalmente,
la matanza de abogados laboralistas vinculados al
PCE en la madrileña calle de Atocha fue la última
de las provocaciones de la ultraderecha en aquella
semana sangrienta.
Funciva
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Afortunadamente, el Gobierno de Suárez, el conjunto
de la sociedad española, y las diferentes fuerzas
políticas de oposición, -singularmente el Partido
Comunista- supieron responder con firmeza, pero
con serenidad a todos estos actos criminales que solo
perseguían la desestabilización del país y el fracaso
del proceso de Transición política a la democracia.
Ese referéndum serviría para que las nuevas
generaciones ratificaran con su voto su apoyo a la
Monarquía Parlamentaria de 1978, -y a Felipe VI como
nuevo titular de la Corona-; para que todas las fuerzas
políticas (incluidas los nacionalistas moderados no
independentistas) reafirmasen su lealtad al pacto
constitucional; para que la inmensa mayoría de los
españoles reafirmemos nuestro compromiso con los
Si en aquellas circunstancias de tensión, de criminalidad principios y valores de la Constitución. En definitiva,
y de barbarie terrorista, en un contexto también de para renovar, mejorándolas, las bases institucionales
crisis económica profunda y agravada por la indecisión y políticas del proyecto de convivencia colectiva en
y los errores del anterior gobierno de Arias Navarro, libertad y democracia, en que la Constitución consiste.
los españoles pudimos concluir con éxito el proceso
de construcción de nuestra democracia, es evidente
que hoy podemos -y debemos- regenerar y renovar
esa democracia que tanto costó alumbrar. El punto
de partida es mejor. La democracia ya existe aunque
esté corrompida. El terrorismo ha desaparecido. Las
Fuerzas Armadas son la institución mejor valorada
del país y su compromiso con la democracia y con los
valores constitucionales es indiscutible. A pesar de la
crisis económica actual (manifestada en unos niveles
insoportables de desempleo y endeudamiento), los
datos de hoy nada tienen que ver con los de ayer:
durante el reinado de don Juan Carlos el PIB nacional
se ha multiplicado por 12 y la renta per cápita por
7. España dispone de un capital humano y de unas
infraestructuras notables.
En definitiva, el proceso de regeneración democrática
que España requiere es arduo y complicado, y el camino
está plagado de dificultades, pero los obstáculos para
alcanzar el éxito siempre serán menores que los que
hubo que superar entre 1975 y 1978 para alumbrar la
democracia.
En la agenda del próximo curso político la
regeneración democrática y las reformas políticas
deberían ocupar un lugar destacado. Para articularlas
y traducirlas jurídicamente será necesario reformar
la Constitución a través del procedimiento agravado
del artículo 168 que exige la disolución de las Cortes,
tras la aprobación del principio de reforma. El último
pleno de la actual Legislatura, en el otoño del año
2015 debiera incluir en el orden del día el proyecto de
reforma constitucional. Las nuevas Cortes surgidas
de las elecciones de noviembre de 2015 debieran ser
las encargadas de deliberar y votar la reforma, que
habría de ser ratificada después por el pueblo español
en referéndum.
Funciva
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