Occidente durante la alta Edad Media

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Occidente durante la alta Edad Media
Economías y sociedades
El sistema económico del Bajo Imperio
En el sigo V, algunos pueblos germanos se instalaron en algunas regiones del Imperio de Occidente y sus
reyes se hicieron con el poder. Luego comenzaron a hacerse la guerra. En el transcurso de ese período de
dislocación, deterioro y simultáneamente, de restauraciones temporales, el sistema económico del Imperio de
Occidente comenzó a dar signos de profunda descoyuntura. Desaparecieron o resquebrajaron algunos
estructuras esenciales otras se mantuvieron: las 1ras, eran el armazón estatal que desde los emperadores como
Diocleciano se venían empeñando por restaurar el deteriorado imperio. Las 2das, las que se mantuvieron,
correspondían al normal funcionamiento de una sociedad agraria urbanizada. Por fin, las últimas fueron las
surgidas de los puntos débiles de la construcción estatal, expresión final de su contradicción.
El aparato estatal del bajo imperio:
Desapareció un conjunto de instituciones de carácter fiscal que constreñían al aparato productor a producir
bienes suficiente como para que le mantenimiento del Estado quedase asegurado con la parte correspondiente
de los beneficios, y cuyo funcionamiento podría esquematizarse del modo siguiente: el Estado se reservaba, a
título de impuesto, una parte de los bienes y de los servicios. Alimentaba, vestía y armaba a sus ejércitos,
abastecía a sus funcionarios y vendía en las ciudades y al precio que él mismo fijaba, los productos que
compraban sus habitantes y que solían mantenerse el alcance de los más humildes.
Mediante la aplicación de una despiadada fiscalidad, garantizaba la continua circulación de bienes a la vez
que frenaba los precios al competir con el sector privado. Sin embargo, el mercado estatal incidía sólo sobre
los bienes que urgían al Estado o a las personas a su servicio; así pues, en los mercados sólo se vendían
artículos alimenticios de primera necesidad.
El aspecto monetario del sistema merece particular atención. Puesto que cobraba sus impuestos en especies o
en servicios, el Estado pagaba en especies a sus acreedores, por ejemplo, en bonos, con los que los
funcionarios se aprovisionaban en los almacenes estatales. Es decir, y la observación es importante, que había
bienes que recorrían las etapas de intercambio sin la intervención efectiva de la moneda. El bronce y el cobre,
aleados a cantidades pequeñas de plata eran las monedas de circulación corriente, los denarios. Objeto de
continuas devaluaciones y reevaluaciones, estas monedas protagonizaron las operaciones financieras del
Estado, de modo que el volumen de su circulación creció con el de sus deudas. Esta moneda tenía valor por el
hecho de estar ligada al sueldo por un curso oficial fijado por el Estado, que la recibía a cambio de su oro y de
sus géneros en sus bancos almacenados.
Una moneda fiduciaria sólo puede mantenerse con un Estado fuerte, capaz de imponer su curso; así el
debilitamiento del poder provocó su progresivo hundimiento en toda el área del Imperio.
Los primeros años del siglo V trajeron el desorden el Imperio de Occidente; pueblos, soldados, familias,
bienes muebles y ganado avanzaban ocupaban las vías de comunicación que , de región en región, daban paso
a oleadas de bandidos que se apoderaban del ganado, los carros, los barcos; sembrando la angustia,
bloqueando y ocupando temporalmente las ciudades, desastando, haciendo prisioneros y echando a los
campesinos de los pueblos, Ante esta oleada, se organizó el éxodo: los mas ricos intentaron alcanzar los
dominios que poseían en todas partes del imperio, y emigraron a Arica, Cartago, Egipto, Siria, mientras los
pobres iban donde podían.
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Sin duda el descalabro no llegó a todas partes a la vez, pero si los contribuyentes dejaban sus dominios, los
campesinos huían, los funcionarios dejaban las ciudades, las rutas eran bloqueadas y la mano de obra
deportada, la percepción de los impuestos se hacia imposible, y el aprovisionamiento de los mercados incierto.
Por ello al primera reacción del poder fue que las finanzas publicas se hicieran cargo de los invasores. Se les
pagaron rescates para que abandonasen tal o cual región y se acantonasen en determinadas zonas,
distribuyéndoseles bono de víveres. Pronto, sin embargo, hubo que abandonar esta solución porque los víveres
ya no llegaban, Entonces se les asignaron tierras para que las ocupasen con sus familias, pero esta atribuciones
no restablecieron el normal funcionamiento de los servicios financieros y económicos del Estado, porque los
germanos no pagaban impuestos sobre las tierras que el Estado les había asignado, y los galorromanos se
aprovechaban de su presencia para evadirlos.
Ya no era el Estado, sino los obispos, los encargados de proporcionar víveres en tiempos de hambre tanto a
pobres como ciudadanos de las plazas sitiadas o en poder de los germanos. Finalmente, y a partir del momento
en que los germanos pasaron a ejercer el poder con sus ejércitos, cuyos soldados, por haber recibido tierras, no
temían necesidad de víveres, se abandonó la percepción regular de los impuestos en especies.
La debilidad de los reyes bárbaros y especialmente la naturaleza de su poder imposibilitaron el retorno a los
viejos tiempos, Está demostrado que el aparato de producción y distribución creado por el Estado se hundió
con el establecimiento de los bárbaros tanto en Galia como en Italia.
La falta de moneda fraccionaria en el sigo V se explica por la desaparición de un poder fuerte que imponía y
hacía efectiva la circulación.
Capitulo II
La producción agraria y las demás producciones en ella comprendidas
a)LA EXPLOTACIÓN AGRÍCOLA EN EL BAJO IMPERIO
1. El latifundio y la gran explotación: 1.a) Producción. En Occidente y en el momento de las invasiones, la
tierra contaba con menor número de propietarios que d cultivadores. Centenares de hectáreas de tierra no
estaban en manos de los campesinos, sino de otras personas que acumulaban la renta rústica y los cargos de la
administración. Sin embargo, estos latifundios no necesariamente coincidían con las grandes explotaciones
sistematizadas con vistas a la comercialización de un determinado producto. La gran explotación, basada en el
empleó de un amplio contingente de mano de obra servil y conocida con el nombre de latifundio, no tuvo el
auge que conociera en los primeros tiempos del Imperio. Una nueva coyuntura −la escasez de mano de obra
servil− había traído consigo una notable trasformación de la gestión de las grandes fortunas rurales; las
explotaciones directas se fueron reduciendo para conceder mayor importancia a la renta. Es decir, que el
propietario confiaba, según diversas modalidades, su tierra en lotes a uno tenentes para su explotación; pero se
reservaba una parte que explotaba por sí mismo. El problema de la mano de obra siguió, pues, existiendo para
él: esto explica la naturaleza de los acuerdos que los terratenientes y el Estado concluyeron con gran número
de sus tenentes, a los que se aplicó el nuevo estatuto de colonos aparceros: éste debía satisfacer el arriendo de
la tierra que le había sido concedida, parte en especies y parte en prestaciones personales, exigibles en el
momento de la labranza o de la siega.
Como el derecho romano no reconocía la validez del arriendo de una cosa si su precio no se pagaba en
moneda, los propietarios de los dominios arrendados según esta modalidad no concluían contrato alguno con
los colonos que deseaban instalarse y trabajar en sus tierras. Por escrito hacía saber las condiciones a las que
el colono debía someterse al entrar en su dominio; éstas se exponían públicamente y constituían la Lex del
dominio.
El tenente ocupaba con su familia un manso y disponía de tierras arables; se le ofrecía la posibilidad e usar el
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agua de los posos y ríos, los bosques y los pastos y también, mediante un canon, del equipo del amo: molinos,
prensas, etc. Todo ese conjunto, tierras, casa y derechos de uso, recibía el nombre de colonica. Las tierras que
el propietario se reservaba eran explotadas con mancipia, esclavos a los que el amo mantenía en su casa, con
las prestaciones personales de los colonos. Algunos esclavos encargados de su propio mantenimiento
disponían de alguna tierra y de una cabaña; las prestaciones personales de estos esclavos adscriptillos eran
más limitadas que las de los otros: una parte de su trabajo servía para cultivar su parcela y, a modo de alquiler,
pagaban al propietario un censo en especies.
La estructura que acabamos de describir se denominaba villa, combinación del latifundio con la grande y
pequeña explotación. Hasta el año 332, en que les fue suprimido por el Estado, los colonos aparceros tenían
derecho a abandonar su manso. Pero a partir de esta fecha quedaron adscritos a la tierra que ocupaban
mediante un acuerdo que no estaba en su mano cancelar. Formando así un todo con la tierra, no podían
cambiar de lugar ni de dueño a voluntad. Hacia las mismas fechas el Estado fijó legalmente al esclavo
adscripticio a su tierra. Entonces la villa adquirió una cohesión y un relieve nuevos, y en el mundo de los
agricultores, como en el de los agentes del fisco, pasó a constituir un islote de estabilidad.
Es evidente que en el Bajo Imperio participar como colono en la explotación de una villa implicaba un
estatuto de subordinación. Esta subordinación venía dada por la imposibilidad de abandonar la tierra: pero
como contrapartida, el vínculo aseguraba la trasmisión hereditaria, con la que a la muerte del colono la
obligación de cultivar ala tierra revertía en los hijos nacidos en el dominio.
b) La distribución de los productos del dominio: 1ª. La cosecha de la reserva, más las rentas vertidas por
los campesinos del dominio, iban a cubrir las necesidades del amo, la alimentación de los esclavos de la
reserva, el pienso del ganado y la siembra; una parte de la cosecha se destinaba a los impuestos y el resto se
vendía. En el siglo IV, algunos ricos terratenientes se asociaban con los mercaderes de oficio para
comercializar sus cosechas. Otros arrendaban sus explotaciones a conductores. El propietario disponía de las
rentas de su villa para eventuales adquisiciones de esclavos, ganado o equipo; el resto era beneficio, el rico
ciudadano romano lo invertía en la adquisición de nuevas tierras. 2ª La cosecha del colono debía alimentar a
su familia, proveer al ganado y a la siembra, pagar el impuesto y la renta del propietario. A grandes rasgos,
puede decirse que entre el arriendo, las semillas y el impuesto, la cosecha del tenente quedaba reducida a la
mitad. Sin embargo, los colonos disponían, en épocas normales, de productos para la venta. Es difícil calcular
la parte de la cosecha que quedaba en manos del esclavo adscripticio. Su tenencia debía alimentarle y bastar al
pago del arriendo debido al amo, pero es verosímil que dispusiera de un excedente, porque no estaba a cargo
del señor, ni recibía de él útiles o ropas.
2. La pequeña explotación: Los pequeños propietarios rústicos fueron en el siglo IV agentes activos de la
producción, cultivando en total independencia, disponiendo de útiles, medios de trasporte y ganado, aplicando
su trabajo a su propia tierra y utilizando como mano de obra a su propia familia y a algunos esclavos. La
cosecha de estos campesinos sólo se veía mermada por los impuestos, las semillas y el eventual arrendamiento
de nuevas parcelas de tierra. En el siglo IV, muchos campesinos que poblaban los vici , pueblos, o porciones
de pueblos, cuya tierra se dividía entre varios propietarios y a los que aluden frecuentísimamente los textos
legislativos, coexistieron con los colonos de las villae.
3. Tendencia a la extensión de la gran propiedad: Al responsabilizar al señor de los impuestos de los
campesinos de sus tierras, la organización fiscal del Bajo Imperio había estrechado los vínculos entre
propietario y colonos del mismo dominio. Del mismo modo solidarizó a los campesinos independientes de un
mismo vicus( singular de vici) al responsabilizarlos a todos del impuesto que pesaba sobre su comunidad.
Frecuentemente, por fin, creó un nexo entre el terrateniente de la villa y los campesinos independientes,
vecinos suyos en el marco de las nuevas relaciones. En efecto, los propietarios de la clase senatorial se vieron
en situación de favorecer a sus colonos con favores fiscales, obteniendo de los agentes del fisco un reparto
más favorable del impuesto. En este sentido, la presión de los grandes debió ser eficaz, porque en el siglo IV
muchos campesinos independientes e colocaron voluntariamente bajo su protección patrocinio para
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aprovecharse de las mismas ventajas fiscales que los colonos, y así se transformaron en clientes de los
grandes. Lo que aquí importa destacar es que la práctica del patrocinio favoreció la extensión del latifundio, y
por consiguiente de la villa, en detrimento de la pequeña explotación independiente. En efecto, para que los
patronos pudieran intervenir en su favor en cuestiones fiscales, tenían que aparecer como propietarios de las
tierras de sus protegidos. El campesino, que quería ser cliente de un poderoso, abandonaba pues su tierra en
sus manos; el poderoso se la devolvía a ruego suyo, es decir, la recuperaba en precario, con lo que de hecho
pasaba a usufructuarla contra el pago de un pequeño censo en moneda, signo visible del reconocimiento de la
propiedad del patrono. El acuerdo debía su nombre al ruego formulado por el concesionario. Es inútil subrayar
que se trataba de un acuerdo puramente ficticio.
Como esta práctica falseaba escandalosamente la distribución de los impuestos, fue duramente combatida por
el Estado, por otra parte en vano. Aunque protegía al cliente, no dejaba de conllevar riesgos: el precarista
podía se expulsado de su tierra por el patrono, ya que el pago de un censo en moneda se consideraba una
prueba legal de que no detentaba la propiedad. Pero esos peligros quedaron diluidos ya que los impuestos del
Estado eran enormes.
Otros modestos propietarios se encontraban en el engranaje de los poderosos, pero por razones distintas, más
inmediatas. Los acuerdos ultimados con ellos también tenían por efecto llevarles al usufructo de la tierra que
antes poseían en plena propiedad. Se trataba de quienes habían pedido prestado a un rico dando la tierra como
garantía; cuando no podían rembolsar la deuda, la tierra quedaba en manos del prestamista, que exigía una
renta. Como se permitía el usufructo, los campesinos que tenían una tierra demasiado pequeña cedían a un
rico propietario, que, como contrapartida, le cedía el usufructo de una tenencia mayor y mejor, a título
pretendidamente gratuito. Todas estas convenciones de precariotenían como consecuencia incorporar las
tierras de los humildes al gran dominio, poniéndolos de este modo a merced de los poderosos.
LA PENETRACIÓN DE LOS GRUPOS GERMÁNICOS
Los germanos se introdujeron en campos en explotación; en comunidades de campesinos que aplicaban
técnicas agrícolas y cultivaban especies que les eran absolutamente desconocidas. Accedieron a la tierra por
muy diversos caminos; el principal fue el de la hospitalidad. El Estado obligó a los latifundistas de algunas
regiones (sur de Galia e Italia) a mantener en sus dominios un huésped germano con sus pariente, clientes y
esclavos, que constituían su familia, y a poner a su disposición la tercera parte de su casa.
La atribución de una parte de las rentas de la villa de un poderoso a su huésped pronto se trocó en la de una
parte de la misma explotación, de la casa , de las tierras, de los bosques también de los esclavos. Así, los
visigodos, burgundios y ostrogodos, y más tarde los lombardos, pasaron, en muchos dominios donde sus
gentes se fueron instalando, del estado de mantenidos al de propietarios. Los reyes bárbaros se apoderaron de
los dominios de Estado, de algunos abandonados y de otros que aún no lo estaban, repartiéndolos entre sus
hombres y reservándose dominios explotados, especialmente enormes extensiones de bosque. Lo cual
significa que, en un principio, en todas partes los germanos se instalaron en las regiones de tierras ya
cultivadas y en comunidades consolidadas.
Esta claro que una vez instalados en las tierras cedidas por el Estado romano, o por sus propios reyes, los
germanos procedieron a ocupaciones ilícitas. Ante todo, intentaron apoderarse de la parte de los dominios que
aún quedaban en manos de los antiguos propietarios. Entonces, los desposeídos se desplazaron en busca de
nuevas tierras, al igual que los germanos (los peregrini que tenía en cuenta el concilio de Adge en el 506,
pedía a los obispos la concesión de parcelas de tierra a estos errantes).
El Estado romano había combatido encarnizadamente la inestabilidad del campesinado, pero ésta revivió el
socaire de las invasiones, favorecida por los permanentes desplazamientos de pueblos mal fijados y por las
guerras intestinas que asolaron los reinos francos en los siglos V y VI. Esta inestabilidad parece ser un factor
determinante del estado de la agricultura de la agricultura de los primeros siglos de la Edad Media. Si se
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piensa que esta inestabilidad se superpuso a campos saqueados, destruidos abandonados, se comprende que se
necesitaran siglos para restaurar la tierra.
La explotación agrícola en la alta Edad Media
El capital: la propiedad de la tierra y de sus rentas.
En la Edad Media se designaba con los términos hereditas, proprietas o allodis, a la tierra y a cualquier bien
considerado como inmueble que se hallase bajo la completa posesión jurídica de su detentador. Además del
clásico arriendo, los términos beneficio, precario y tenencia, señalan los derechos de cuantos quedaban
sometidos a obligaciones y condiciones muy distintas tras la atribución por un propietario del uso y disfrute de
la tierra y los bienes inmuebles.
Puede asegurarse que la grande, mediana y la pequeña propiedad se mantuvieron tras las invasiones.
1. La gran propiedad:
Ante todo, la instalación de los germanos provoco, a sus distintos niveles, una división del latifundio; división
del conjunto de las tierras fiscales explotadas entre los reyes sus hombres; división de los grandes patrimonios
privados, formados por varios dominios, algunas de cuyas unidades fueron atribuidas a guerreros germanos;
división de algunas villae entre un huésped germano y su propietario romano. Finalmente, las tierras que por
este sistema pasaron a manos de estos nuevos propietarios, fueron a su vez divididas entre los miembros de la
hueste de algunos guerreros. Pero ultimada la instalación, los invasores enriquecidos con el pillaje, dejaron de
contentarse con las tierras recibidas y se afanaron en adquirir otras de los galorromanos.
La ley ripuaria y la bávara ordenaban que las ventas de tierras, viñas y bosques se hicieran en público,
acompañadas de la redacción de un título escrito. Todo esto testimonia una clara voluntad de frenar la
desordenada circulación de la tierra.
Esto demuestra que, aunque la llegada de los germanos significara la división de los patrimonios detentados
por los romanos, debió iniciarse de inmediato un movimiento de reconcentración de la tierra, en especial por a
iniciativa de los propios recién llegados. Mientras se apoderaban de unas tierras por la fuerza, comenzaron a
adquirir otras. La eficacia del poder real dependía, efectivamente, de su presencia como propietario en todas y
cada una de las partes de su reino, y a que la propiedad de la tierra eran condición primaria del poder en la
sociedad franca. A su vez, las tierras de los grandes beneficiarios de la generosidad real experimentaron
idéntica dispersión.
Puede decirse que todos los latifundios de la alta Edad Media estaban formados por un conjunto de villae y de
pequeñas y medianas propiedades situadas en múltiples lugares. En la localidad en que un grande era
propietario raramente era dueño de todo el pueblo. Por otra parte, puede verse que en todo el período que
estamos examinando, la gran propiedad laica jamás constituyó un factor inmóvil. Si se mantuvo en ciertas
manos se debió a su carácter de construcción y , en efecto así era: constantemente dividida por los repartos
familiares, sólo consiguió cierta envergadura en el caso de los más ricos, de aquellos a quienes la división
patrimonial no les significaba pobreza porque disponían de medios para reconstruir la masa que, a su vez,
volvería a repartirse entre sus herederos. ¿Cuáles eren estos medios? Procedían sin duda de las
disponibilidades monetarias. El lugar que ocupan las operaciones inmobiliarias en los Formularios demuestra
la importancia que en la alta Edad Media tuvo el intercambio de tierra cultivada por moneda.
Por todas partes, los ricos constituían una amenaza para los hombres libres pobres, por que, para seguir
formando parte de su clase, les era vital reconstruir su patrimonio.
Además de la adquisición de la tierra ajena, consentida o forzada, los grandes disponían de medios mucho
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más sutiles. Sin embargo, no eran medios nuevos: para extenderse, protegían. Por el sistema de la precaria: se
tomaba a cambio de la protección que el rico estaba en disposición de dar, y contra el uso de más tierra que
podía conceder. Los campesinos menos dotados no rehuían especialmente las cargas fiscales, pero sí se
sustraían a las públicas (militares y judiciales) que pesaban sobre la propiedad. Este movimiento se ha
favorecido por los poderosos de uno u otro origen; ampliaba sus posesiones y sus rentas (los ocupantes de las
tierras les entregaban una parte de sus frutos) y concretaba su estatuto social. En 825, el capitular de Olone
deploraba que hombres libres cediesen sus bienes a las iglesias, no por pobreza, sino para evitar las funciones
públicas, puesto que inmediatamente volvían a tomar su tierra, esta vez en precario sub censu.
Pero importa fijar un punto más, el del número de grandes propietarios que estaban capacitados para procedes
de este modo en lo tocante al estado cuantitativo de su patrimonio familiar. Y la respuesta es clara:
exclusivamente los que, además de las extensas propiedades familiares y de sus rentas, además del crédito
personal que de ahí les revertía, disponían de recurso extraordinarios, como las rentas afectas a los cargos que
ejercían; es decir, su participación en el poder. Sin las dotaciones reales o la atribución de rentas procedentes
de dominios fiscales o eclesiásticos, sus medios hubiesen sido demasiado mediocres. Los que se mantenían
eran los condes, los fieles o los vasallos del rey o de la Iglesia.
El patrimonio real:
Esto explicaría la evidente inestabilidad, mayor aún que el de los poderosos, del patrimonio real. Primero era
objeto de divisiones entre los herederos del trono ; luego constituía el instrumento del gobierno, de la
colaboración de los poderosos en la guerra y el ejercicio del poder. En la época merovingia, el rey dotaba a
cada conde con las rentas de una parte de las tierras fiscales de su condado; luego amputaba más su
patrimonio por las concesiones en propiedad absoluta a sus fieles; por fin, por ls inmensas donaciones a la
Iglesia. A pesar del reflujo resultante d las confiscaciones y de las conquistas, las riquezas reales se
deterioraban. Eginardo escribe que Khilperico III sólo detentaba una villa en el momento del golpe de Estado
de 751. Y sin tomar el aserto al pie de la letra, lo cierto es que indica que el movimiento empobrecedor que
acabamos de esbozar se evidencia como uno de los más graves factores de la debilidad del poder real en el
siglo VIII.
El patrimonio de la Iglesia:
Las tierras se fueron acumulando a partir de una primera concesión recibida del rey de algún particular,
porque el obispo o el abad compraban, porque recibían a través de la precaria o del patronato y, sobre todo,
por las donaciones de los poderosos y los legados de los fieles de la vecindad, o de regiones más apartadas,
donde se veneraba el santo patrón de su iglesia. El carácter acumulativo de la propiedad eclesiástica superó en
mucho a la de la propiedad laica. A partir del siglo VI el incremento de los bienes temporales de la iglesia
provocó resentimientos en el rey y en los agentes del fisco, porque cuantos bienes adquirían quedan exentos
del impuesto real. (A partir de la época carolingia, los polípticos, testimonian el crecimiento de los bienes
temporales).
LA TIERRA EXPLOTADA
1. Medida de su consistencia: el manso , la villa: problemas de terminología
La unidad base de estimación de la capacidad contributiva del campesino era el jugum: la tierra que una
familia de colonos podía cultivar con una yunta. El jugum figura como una entidad dispuesta para ser rentable,
unidad ideal correspondiente a más o menos tierra según las especies criadas o cultivadas y según la fertilidad.
Para tasar el jugum, la fiscalidad del bajo imperio juzgaba, pues, el trabajo disponible para su explotación, es
decir, el numero de hombres y de cabezas de ganado (capita) que lo ocupaban. Estimaba entonces
equitativamente el valor de una propiedad cultivada en tantos juga y tantos capita. En tanto que buena unidad
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viable para el campesino recibía el nombre de colonica o colonge. Tras las invasiones la colonica siguió
siendo la tenencia tipo del colono que poseía un arado: una explotación cuya consistencia quedaba definida
por la costumbre del lugar o de la región. Puede estimarse que 12 hectáreas constituían la extensión normal de
la tenencia en colonato.
Finalmente, a partir del siglo VII figura otro término que, en el centro y el norte de la Galia, designaba el
mismo conjunto estructurado alrededor de una casa: el de mansus. La administración carolingia lo utilizó con
preferencia a cualquier otro, con lo que su empleo se generalizó. Cuando el redactor de un documento sentía
la necesidad de explicar qué era un mansus, se remitía a la noción de sors.
El manso, como la colonge o la huba germánica, fue una explotación montada con vistas a la producción de
una determinada renta. El manso, entidad cultivable que producía una renta suficiente para mantener a una
familia de cultivadores, servio pues de unidad de estimación de los bienes confiados a colonos o a tenentes,
así como de sus cargas. Llegó a ser igualmente la unidad de estimación de la propiedad rústica explotada,
puesto que los propietarios vivían precisamente del producto de las explotaciones confiadas a los colonos. El
número de mansos que detentaban o de los que obtenían rentas sería para establecer sus cargas fiscales y
militares.
El manso se impuso, por fin, en los textos para expresar la composición de una villa.
Para estimar la composición de una villa, dan una estimación de la extensión de la reserva llamada mansus
dominicallis por paralelismo con las explotaciones de los colonos; después enumeran los esclavos adscritos a
dicha reserva, describen el equipo agrícola del señor, los mansos o las tenencias que de él dependen y,
finalmente, las prestaciones de los tenentes. Desde el punto de vista de las prestaciones los textos distinguían
los mansos ingenuiles y los mansos serviles. En la ley de los bávaros, el colono del rey o de la Iglesia debía al
propietario prestaciones en trabajo (arar, sembrar, cercar, transportar, etc.) Además de estas prestaciones, los
colonos debían el décimo de la cosecha de trigo de su tenencia, abonaban los derechos de pasto de sus bestias
a tenor de las costumbres de la región.
Por el contrario, los siervos pagaban proporcionalmente el espacio de que disponían, y en cuanto a los
trabajos, debían efectuar tres días por semana en la reserva y tres en su tenencia. Si el propietario, dueño del
esclavo adscripticio, le hubiese dado bueyes u otra cosa, la ley dice que este último sirva más, según lo que le
fuese impuesto sin que se vea injustamente oprimido.
Si consideramos la comparación de las dos categoría de colonos se ve que el colono libre efectuaba pagos
proporcionales a su cosecha, en general de 1/10 parte, y que sus prestaciones personales venían delimitadas
con precisión, como ciertos trabajos de conservación de los edificios señoriales o las prestaciones de
transporte con carretas; en cambio, los siervos adscripticios debían cánones fijos y bastante onerosos;
trabajaban para el señor por los menos tres días semanales y eran requeridos para prestaciones
complementaria no delimitadas. Queda muy clara la importancia del aporte de mano de obra de los servos
dotados de tenencia para la explotación de la reserva dominical.
La lectura de los polípticos carolingios demuestra que con frecuencia las prestaciones que el amo esperaba
obtener de ambas categorías de tenentes habían sufrido un desplazamiento de los individuos a la tierra que
detentaban hereditariamente, hasta el punto de que estas prestaciones habían enraizado en ella. Efectivamente,
se ha observado que, en el siglo IX, algunos colonos libres ocupaban, por ejemplo, mansos serviles, y algunos
siervos, mansos ingenuiles; en este caso, eran los libres los que debían al señor tres días de trabajo o la
semana, mientras los siervos sólo cumplían, por ejemplo, prestaciones de trabajo limitada.
Lo cual demuestra la importancia que para el señor tenía el poder disponer de una cantidad fija de trabajo
efectuado por colonos, cualesquiera que fuesen las modificaciones introducidas en la composición de la
población de la villa, desde el punto de vista de su estatuto jurídico. Podemos, pues, decir que un manso servil
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proporcionaba trabajo tres días a la semana, y que uno ingenuil efectuaba trabajos y prestaciones personales
delimitadas y de manera discontinua.
También se generalizó otra manera de clasificar los mansos, atendiendo esta vez directamente a la naturaleza
del trabajo o de las prestaciones que sus ocupante efectuaban sobre el cultivo de la reserva; no alude al
estatuto personal del tenente: se habla de mansus ad servitium, o sea, el detentado por un colono mediante
prestaciones en especie o en metálico y prestaciones en trabajo; mansus manoperarius, aquel manso cuyo
colono efectuaba las prestaciones a brazo, es decir, sin yunta, arado ni carreta; mansus carroperarius, en los
que la prestación se hacía con el equipo, arado, carreta y animales de tiro del colono. Finalmente, en algunos
dominios los tenentes de ciertos mansos no prestaban trabajo a la reserva: eran los mansi ad census, cuyo
ocupante sólo pagaba una carga de especies o un censo en moneda al propietario. De hacho, estos últimos
mansos están sólo parcialmente mezclados con el sistema de la gran explotación.
La pequeña explotación independiente y sus rentas
El propietario de uno o de varios mansos, o de medio manso, que cultiva con su familia, era un pequeño
explotador. Su renta dependían naturalmente de la extensión de la tierra disponible y de su equipo, pero
especialmente del número de personas que cultivaban con él. Los frutos de su trabajo le pertenecían en su
totalidad, aunque en ocasiones tenía que deducir el impuesto. Dada la bajo productividad de la tierra, una
buena cosecha lo alimentaba, y si era muy buena, incluso podía vender una parte para ahorrar un poco. Pero la
mala cosecha le obligaba a abandonar la tierra arrendada, y si por alguno otra razón −guerras o pillajes− se
veía privado de su ganado, no tenía más remedio que empeñarse.
Y sin embargo, la pequeña explotación independiente es un hecho general en toda la alta Edad Media.
También era un pequeño cultivador el campesino libelario , o el colono que pagaba un arriendo en especies al
propietario de la tierra y que no poseía tierras propias, o que poseía muy pocas. Generalmente subsistía por la
dispersión de bienes de los grandes y medianos propietarios, de los que obtenía en arriendo las tierras aisladas
de los centros que estos explotaban directamente. Pero mientras que para el libelario el término del arriendo
era fijo y previsible, para el segundo dependía de la buena voluntad del propietario, ya que en este punto el
derecho romano todavía estaba vigente: la tierra puesta a disposición del colono formaba parte de la
beneficencia; no se reconocía derecho alguno a su ocupante y debía conformarse con las condiciones de
ocupación impuestas por el propietario.
Explotación mediana y gran explotación la villa o la curtis
a) Origen y extensión: Ambas se distinguen de la pequeña explotación por el espacio que ocupaban, por la
envergadura del equipamiento material y humano, por la asociación entre reserva y tenencia y, finalmente, por
el standing del amo que no las cultivaba por sí mismo. Una explotación media se distinguía de una grande en
que la primera sólo ocupaba una parte de un pueblo, mientras que la segunda tenía por sí misma la
consistencia de un pueblo. El porcentaje de personal adscripticio que contaba como mano de obra variaba en
la relación con la mano de obra alimentada y dependía de las condiciones particulares de cada explotación,
pero, por lo general era bajo, como lo demuestra el siguiente ejemplo: Erchampald donó al obispado de
Freising una explotación mediana en 762, que se componía de una reserva con todos sus edificios y cultivos,
más tres colonica ocupadas por tres familias.
El latifundio, el que encontramos en las propiedades del rey, de la Iglesia y de los grandes, presentaba una
organización con aspectos dignos de mención. Ante todo, sorprende la uniformidad entre todos ellos desde el
punto de vista de la mano de obra utilizada y de la extensión de los mansos. Esta uniformidad, esta
ordenación, sugieren una estructuración inicial, una especie de planificación, partiendo de un espacio
disponible dado y teniendo en cuanta la cantidad de trabajo de la que disponía el creador de una explotación y
las rentas en especies a las que deseaba llegar. Y esto es tan cierto que las prestaciones que esperaba de los
arrendatarios de ciertos mansos por razón de su condición libres o servil, terminaron, como hemos señalado,
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por enraizarse en la misma tenencia sin que en adelante contara la condición jurídica de quienes la detentaran.
Parece, pues, que el núcleo inicial de la gran explotación estuvo en la gran propiedad. Los textos suelen
precisar que una villa se creaba, se fundaba, que resultaba, como el manso, de una volunta de puesta en
marcha sobre un lugar idóneo.
Se puede, pues, establecer una distinción entre la villa común de la época merovingia, buena explotación
media, y la gran explotación carolingia o villa llamada de tipo clásico tanto desde el punto de vista de su
módulo como del papel respectivo de colonos y esclavos no adscripticios en la explotación de la reserva: la
villa de la época carolingia se distingue de la primera precisamente por la proporción del trabajo de los
colonos.
b) La mano de obra: El gran propietario cultivaba la tierra de reserva, es decir, en explotación directa, con
esclavos que él mismo mantenía y que en los textos figuran con el nombre de mancipia. Disponía además de
los jornales de los dependientes llamados quotidiani o hagastaldi, que se alujaban en cabañas y recibían del
amo raciones alimenticias, de ahí su nombre de prebendarios. A veces recurría a mano de obra asalariada, que
vivía independiente del dominio. Finalmente, utilizaba las prestaciones personales que le debían sus esclavos
adscripticios, colonos y precaristas.
Los esclavos: Observación general: la legislación fiscal del Bajo Imperio había sustraído al esclavo
adscripticio de la libre disposición de su propietario. Pero este privilegio dejó de serle garantizado tras las
invasiones. La ley de los burgundios y el edicto de Teodorico parecen considerar a esclavos y colonos desde
el mismo ángulo, el de la adscripción a la tierra; hay que perseguir a los colonos y a los servi fugitivos dice la
primera; nadie puede proteger en su casa al colono o al esclavo fugitivo, dice el segundo. La situación de los
esclavos adscripticios no parece haberse modificado. El mismo edicto de Teodorico proclama que sea
permitido al detentor de praedia o villa, que posea esclavos agricultores, aunque hayan nacido en el dominio,
transferirlos a oros según su conveniencia, emplearlos en el servicio de su casa, venderlos, cambiarlos o
darlos. Es decir, y la práctica no hizo sino confirmarlo, que después de las invasiones el propietario de un
esclavo adscripticio volvió a verse en posesión de la totalidad de sus derechos sobre él, y en adelante se pudo
ceder una explotación reteniendo a su mano de obra servil, aunque estuviese ocupando tenencias.
No hay duda de que la esclavitud conservó todo su peso y que se fue incrementando tras las invasiones. Este
incremento debe explicarse en el marco de una aguda depresión demográfica. Y aunque la Iglesia predicó las
emancipaciones en la medida de lo posible, se contentó con practicarlas parsimoniosamente. La Iglesia rescató
a los cristianos cautivos que las guerras de los francos llevaron al mercado en el siglo VI y VII, y a los que
pasaron a poder de los judíos, Pero ponía a trabajar en sus tierras a los que no podían redimir el precio de su
rescate.
Es un hecho incontrovertible que los esclavos adscripticios (servi) que ocupaban un manso eran mucho menos
numerosos que los agricultores libres en alguno de los latifundios eclesiásticos de la época carolingia. Por otro
lado, todo demuestra que en general y en los dominios de los grandes propietarios rurales la mano de obra
servil no adscripticia conservó un importante papel hasta el siglo XI. Carlomagno ordenó a los gestores de sus
villae la adquisición de los esclavos necesarios y la transferencia a otros dominios de los excedentes, de lo que
solicitaba se le tuviera el corriente. Teniendo en cuenta el bajo nivel de la población, la creación de una gran
explotación implicaba, el menos para el cultivo de la reserva, la compra de esta costosa mano de obra, lo que
revela la condición jurídica del campesinado de ciertos dominios reales.
Los prebendarii: Si los esclavos no adscripticios, al no pagar alquiler al propietario, no aparecen en los
polípticos, también sólo excepcionalmente se mencionan los campesinos que, no teniendo explotación propia
y sí sólo un pedazo de tierra, están a disposición de los latifundistas todos los días de las semana; recibían para
su sustento una prebenda, es decir, que participaban de las distribuciones regulares de alimentos efectuadas
por sus contratantes. Se reclutaban entre el excedente de población de los mansos, y a veces debían una
mínima renta al amo por la tierra que ocupaban. Se sabe, por ejemplo, que 72 prebendarios trabajaban en la
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reserva de Staffelsee, dominio del obispado de Agsburgo, a principios del siglo IX.
Los asalariados: La utilización de mano de obra asalariada para el cultivo de la reserva se practicaba en la
época merovingia y en la carolingia. El obrero asalariado nunca constituyó más que una mano de obra
complementaria en la villa.
Los colonos: El Estado romano había creado el estatuto del colono libre adscrito a la tierra; tras las
invasiones, ninguna disposición suprimió un situación tan favorable para los grandes explotadores, como
testimonia la ley burgundia. Sin embargo, escasos textos abordan el problema de los siglos posteriores, pero
las actas referentes a los cambios de la tierra y los testamentos no sólo mencionan entre los bienes legados a
los esclavos adscripticios y no adscripticios, sino a las colonica y sus colonos, como si los mansos detentados
por éstos se transmitiesen necesariamente con sus cultivadores. Sin embargo, la mayoría de estos contratos no
citan a los colonos entre los bienes legados, porque, puesto que eran libres, no podían cederse. Pero si se
cometieron tales errores fue por que, para los redactores, el colono pertenecía a la tierra, aunque la ley no lo
explicitara. Otros documentos vienen a indicarlo así con claridad: de las cartas de San Gregorio Magno se
desprende que los colonos de los mansos de San Pedro no podían abandonar la tierra que cultivaban ni
siquiera para casarse, y que se sucedían hereditariamente en la tenencia.
Como en el Bajo Imperio, el colono permanecía, pues, bajo la tuitio del amo de la tierra. Si bien es evidente
que en el manso vivía con frecuencia una comunidad familiar de mayor envergadura que un matrimonio,
compuesta por miembros de varias generaciones, el número de bocas que podía alimentar tenía un límite. ¿
Hasta qué punto la descendencia del colono estaba obligada entonces a quedarse en el manso ocupado por el
cabeza de familia? De hecho el propietario sólo retenía los hijos de los colono con vistas a asegurar la
sucesión a la tenencia. Los colonos sobrantes podían emplearse en otras partes.
Puede, pues, estimarse que fuera de los esclavos y colonos fugitivos, de familias campesinas extinguidas, el
propietario de una gran explotación solía contar con una mano de obra generalmente estable. Lo que significa
que cuando las fuentes se refieren con tanta frecuencia a mansos sin cultivador, en la mayoría de las villae que
describen, la causa era un bache demográfico.
En el interior de un dominio, el colono disponía de cierta libertad de acción, por que la distribución de la tierra
era elástica. Naturalmente, el amo disponía de tenencias sin ocupar, ya fuese para sumarlas a la reserva, o para
situar nuevos cultivadores, como los colonos o esclavos sobrantes o los forasteros que solicitaban una tierra.
El amo y sus colonos llegaban a un acuerdo sobre el cultivo de lo mansos vacíos, que le permitía proceder a
roturaciones. Puede, pues hablarse de cierta circulación de la tierra en el seno de un mismo dominio, lo que
explicaría algo que se puede constatar en todos los polípticos: el que un colono detentase medios o cuartos de
manso, o más de un manso. Lógicamente, esta circulación se efectuaba a tenor de las condiciones
demográficas o de la condición material de los campesinos. Los ocupantes de más o de menos de un manso
eran responsables de la parte de las cargas afectas a la parte de manso que detentaban.
Los precaristas: Efectivamente, y en especial en los latifundios eclesiásticos del siglo IX, muchos tenentes
que cedían sus haberes a la Iglesia para recuperarlos en precaria, se comprometían frecuentemente a ejecutar
prestaciones personales a título de alquiler por el disfrute vitalicio de este bien.
El aporte de la mano de obra adscripticia a la gran explotación
El trabajo: Sabemos que en aquel tiempo los ocupantes de los mansos serviles efectuaban tres días de trabajo a
la semana a beneficio del amo, mientras que los ocupantes de los mansos ingenuiles ejecutaban determinadas
prestaciones personales. Los colonos, para la villa, constituían una reserva a veces enorme de mano de obra y
además aportaban una ayuda en animales de tiro, utensilios y carros que el propietario no debía adquirir, con
lo que éste podía reducir sus inversiones.
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Los frutos: En cuanto a la parte de los frutos debida por los colonos, constituía una de las rentas más
preciosas para el latifundista; por ejemplo, la abadía de Prüm, en 893, disponía de 2000 mansos, de los que
sacaba 70.000 jornadas anuales de trabajo y 4000 prestaciones personales de transporte, 2000 modios de trigo,
1800 cerdos, 4000 gallinas, etc.
Evolución de las prestaciones en los siglos IX y X
Incremento: Si comparamos la cantidad de trabajo solicitada al tenente de un amanso ingenuil o servil tal
como viene descrito para el final de la época merovingia (principios del siglo VIII), con la exigida en la época
carolingia en las grandes explotaciones eclesiásticas se evidencia un notable incremento de las prestaciones.
Fundándose en el políptico de la abadía de Prüm − aunque el fenómeno fue general− , Perrin ha demostrado
que además de los trabajos pedidos anteriormente, los tenentes de los mansos ingenuiles debían otros,
ejecutados en común, que suponían cierta arbitrariedad: estas prestaciones personales eran llamadas
manoperae , es decir, trabajos agrícolas con o sin carro en el interior del dominio, jornadas de trabajo de las
que el señor disponía según su conveniencia, labranza en común de la reserva o prestaciones de transporte al
exterior; a las mujeres de los ingenuiles se les solicitaron también trabajos. En cuanto a los tenentes de mansos
serviles, que permanecieron sujetos a la tradicional obligación de los trabajos semanales, se vieron forzados a
otros nuevos que antes sólo correspondían a los ingenuiles; incluso en algunos casos, perdieron la garantía de
servir sólo tres días semanales y tuvieron que efectuar todo el trabajo que les fuese requerido.
En cuanto a las cargas en especies, ya hemos demostrado más arriba que en Baviera, a fines de la época
merovingia, cada colono debía el décimo de la cosecha y el de la producción de cerveza, lino y miel, etc.,
según la costumbre de la región por cada uno de los mansos. Sin embargo, en la mayor parte de los polípticos
carolingios los cánones de los colono no se presentan como un tanto de la cosecha sino como cargas fijas,
mucho más onerosas para el colono puesto que no tenían en cuenta lo que se cosechaba.
Así pues, puede admitirse que, se tratase de prestaciones personales o de cánones, hubo un incremento que
afectó a los colonos no sujetos a contrato a partir de la época carolingia. Debemos buscar aquí sin duda las
raíces de la resistencia de los colonos, en los siglos IX y X, que solicitaron que la lex que regía sus deberes
fuese respetada por los propietarios.
Rescates: Las cargas de los colonos conocieron una modificación más en la época carolingia: fueron
frecuentemente sustituibles por prestaciones pecuniarias (moneda).
Interpretación: Si el amo solicitaba más trabajo más productos en especies de la tenencia, significa que el
arriendo aumentaba. Y si se pudo llevar a cabo este aumento fue porque la tenencia producía más trabajo y
más bienes y porque el amo estaba interesado en tener más fuerza de trabajo; disponer de más víveres le era
evidentemente favorable. Estos datos se explican fácilmente en el marco del impulso demográfico al que nos
hemos referido. Sin duda partió e ahí la preocupación por aumentar la producción por parte del latifundista; no
tanto por el aumento de sus propias necesidades de consumo como por el deseo de beneficiarse de mayores
posibilidades de comercialización de los productos de su empresa. Por otra parte, estas posibilidades existían
también para los colonos; la prueba es que a partir del siglo IX estuvieron en disposición de rescatar en
moneda una parte más o menos importante de las prestaciones debidas al propietario La circulación de partes
de manso que se acentuó hasta el punto de provocar la inquietud de los latifundistas constituye otro testimonio
más de que los colonos disponían de medios monetarios cuando sus familias crecían o podían cultivar más.
¿Tendencia de los ricos propietarios agrícolas a renunciar a la explotación directa?
La división del manso y su circulación, que se fue afirmando a lo largo de los siglos X y XI y que terminaría
por resquebrajar los lazos entre la reserva y las tenencias se ha considerado como el principio disgregador de
la gran propiedad.
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En el siglo X, los propietarios vendían o disponían de los mansos dominicales, o de parte de ellos, sin las
tenencias aferentes a ellos. Los textos indican que en algunos casos los grandes terratenientes renunciaron a la
explotación de la reserva para dividirla en lotes que cedían a tenentes. Perrin, Ch. Interpreta la renuncia a la
explotación directa de la reserva referida a una hipótesis de decadencia general del comercio y de los
intercambios en la época carolingia; el señor ya no producía por que no podía canalizar sus productos y así
renunció a partir de entonces a las inútiles prestaciones personales de sus colonos para arrendar sus tierras.
Perrin cree además que la renuncia del latifundista a la explotación directa debe explicarse además por la
desaparición de los mancipia. De hecho, la presencia de los esclavos no adscripticios en la reserva señorial
sigue generalmente atestiguada hasta el final del período estudiado; y tampoco está demostrado que el período
carolingio pueda ser considerado como de regresión respecto del precedente desde el punto de vista de los
intercambios.
Por el contrario, todo parece indicar que una nueva situación, surgida de la subida de la curva demográfica, se
precisaba en todas partes en el siglo X para el latifundista. Se le abría la posibilidad de mejor arrendar su
tierra, solicitada por colonos que disponían de más trabajo y mayores excedentes. A partir de entonces, el
latifundio no aportaba mayores beneficios que los que producía el arriendo de las tierras de las reservas
señoriales a nuevos colonos que podían pagar el precio. La mutación que surgió del siglo X y que se afirmaría
posteriormente hasta convertir al gran empresario agrícola de la alta Edad Media en un simple rentista del
suelo, fue posible en una coyuntura nueva que le ahorraba los problemas de la empresa, al tiempo que le
aseguraba sus rentas. Colmuela ya decía que la renta de la tierra daba más que su explotación.
La villa, que nació bajo el signo de la escasez de mano de obra y de la contracción de la producción agraria,
comenzó a perder su significación en una sociedad campesina en proceso de desarrollo.
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