Lectio Divina - Ciclo B: 3er. Domingo de Cuaresma (Jn 9,13

Anuncio
Lectio Divina - Ciclo B: 3er. Domingo de Cuaresma (Jn 9,13-25)
Juan José Bartolomé
Hoy el evangelio nos presenta una escena un tanto insólita en la vida de Jesús: la
purificación del templo de Jerusalén, en la proximidad de las fiestas judías de la Pascua.
Seguramente que por haber oído hablar tanto de este gesto de Jesús, y porque nuestra
situación nos parece tan diferente de la suya, no nos sorprende ya el hecho. Pero para sus
contemporáneos fue un acto incomprensible, ilegítimo incluso y en extremo desagradable.
También a nosotros, si cayéramos en la cuenta, debería extrañarnos este Jesús que de
repente se vuelve violento, hace un azote de cordeles, vuelca mesas, tira monedas y
expulsa hombres y animales del recinto del templo: un Jesús así queda bastante alejado de
la imagen del Jesús 'dulce y humilde de corazón' que nos legaron sus discípulos. Seguro que
tuvo que contar con buenas razones para llegar a tal extremo. De hecho, la narración no las
esconde. Como siempre, del comportamiento de Jesús, por más sorprendente que parezca,
podemos aprender los cristianos algo importante hoy: si “el celo de Dios” nos devorase,
seguro que habría más limpieza en nuestro mundo, en nuestra Iglesia…, y en nuestro
corazón.
Seguimiento:
En aquel tiempo 13se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. 14Y
encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los
cambistas sentados; 15y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del
templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las
mesas; 16y a los que vendían palomas les dijo:
—Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.
17Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «el celo de tu casa me
devora».
18Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron:
—¿Qué signos nos muestras para obrar así?
19Jesús contestó:
—Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.
20Los judíos replicaron:
—Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en
tres días?
21Pero él hablaba del templo de su cuerpo. 22Y cuando resucitó de entre los
muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura
y a la Palabra que había dicho Jesús.
23Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su
nombre, viendo los signos que hacía; 24pero Jesús no se confiaba con ellos, porque
los conocía a todos 25y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre,
porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice
El texto evangélico presenta dos partes bien diferenciadas: la narración de la purificación
del templo por parte de Jesús antes de la Pascua (Jn 2,13-21) y un breve sumario de su
actuación durante las fiestas pascuales (Jn 2,23-25), con el que el evangelista anota la
capacidad que tenía Jesús de leer en el corazón humano y con el que prepara su encuentro
con Nicodemo (Jn 3,1-21).
La expulsión de los mercaderes del templo es uno de los pocos hechos que reportan los
cuatro evangelios, aunque los sinópticos (Mc 11,15-17; Mt 21,12-13; Lc 19,45-46) lo hayan
situado al final de la vida de Jesús y Juan, en su mismo inicio. La primera vez que Jesús
sube a Jerusalén y visita el templo realiza un gesto clamoroso: la violencia con la que
impide que cambistas y mercaderes favorezcan el desarrollo normal del culto, ayudando
unos a pagar la tasa, otros, a proveer animales para el sacrificio, es desmesurada; cambiar
moneda y vender animales no eran, en sí mismas, actuaciones reprobables. Jesús no lo ve
así: el comercio ha convertido en mercado la casa de su Padre; donde Dios está presente
sólo cabe la adoración y la alabanza. Y los discípulos, noveles aún, adivinan ya el motivo:
Jesús es un hijo al que devora el celo divino; hará lo que sea, perder incluso los estribos,
con tal de que su Dios sea respetado.
La escena podría haber terminado aquí: el insólito gesto de Jesús ha encontrado una
explicación. Pero el relato se hace verosímil cuando da voz a la sorpresa y al desagrado del
público judío, que exige un justificación para semejante actuación. Como es habitual en
Juan, la respuesta de Jesús es enigmática. Parece referirse al templo que acaba de purificar,
ese mismo edificio que sus oyentes están viendo en construcción desde hace tiempo. Pero
Jesús – de nuevo los discípulos se acordarán después – hablaba de su cuerpo, no del
templo, de la propia resurrección, no de la expulsión del templo. Y quienes ‘recordaron’ lo
dicho, se hicieron creyentes. El camino de la fe, que da con el sentido más profundo y
velado de la actuación de Jesús, pasa necesariamente por el recuerdo de sus palabras.
Quien quiera creer, deberá recordar, conservar en el corazón, las palabras y los hechos de
Jesús. Tal es el camino del discípulo.
II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida
La reacción de Jesús fue, sin duda, excesiva: quienes cambiaban dinero o vendían animales
lo hacían para facilitar a los peregrinos el cumplimiento de sus deberes religiosos. Jesús ve
la situación de forma diferente: celoso de Dios, actúa de forma insólita en él e injustificable
para sus contemporáneos. En realidad, su gesto es un signo: donde él esté no hace falta ya
templo que señalice la presencia de Dios sobre la tierra; donde él esté no se comercializará
la relación con Dios. Pero sólo tras su resurrección, cuando su cuerpo vivo transpire a Dios,
comprenderán sus discípulos el sentido de su acción. Es revelador, por sorprendente, el final
del relato. Aunque muchos, debido a su actuación, creyeran en él, Jesús no se confiaba: una
fe que se apoya sólo en signos, no es digna de él. Quien se atreva a darle fe, tendrá que
someterse a su juicio. Porque sólo Jesús, no los lugares más santos o las más santas de las
ocupaciones, garantiza la presencia de Dios. Habría que revisar el uso que hacemos de
nuestra piedad y de nuestros templos, no sea que estemos, hoy como ayer, abusando de
Dios.
Podríamos, en primer lugar, redescubrir la intransigencia de Jesús, cuando está en cuestión
el honor de Dios. Porque la idea habitual que tenemos de Jesús, el recuerdo que de él nos
dejaron quienes lo conocieron, difícilmente compagina con este episodio, por eso mismo hay
que tomarlo más en serio: es tanto más revelador, cuanto menos lógico en él; porque es
algo escandaloso, ha de llamarnos más la atención. Los discípulos que le acompañaban,
supieron dar con el motivo: el celo de Dios lo devoraba. Podía Jesús transigir con muchas
cosas y disculpar, como hizo, tantas actuaciones y perdonar a los pecadores que encontró.
Pero no pudo aguantar el mercadeo en casa de su Padre; bastaba que se menospreciara a
Dios para que, como ese día en Jerusalén, perdiera los estribos. Hijo celoso de su Dios, no
soportaba que se le perdiera el respeto.
Hoy, sin embargo, los cristianos, los 'buenos', los de misa dominical como nosotros, nos
hemos habituado, – ¡quién sabe si por comodidad o por vergüenza de serlo! – a retirarnos
de la vida pública, creyendo que se defiende así mejor la fe, si la ejercitamos en silencio o
en privado. Pues, ¿a qué sirve salir en defensa de los derechos de Dios, si con ello
podríamos poner en peligro los nuestros? ¿Dónde están esos cristianos que, como Cristo,
van al templo para descubrir nuevas tareas allí donde la voluntad de Dios y su honor no son
respetados? ¿Por qué los mejores creyentes coinciden, por regla general, con los hombres
socialmente menos comprometidos, más apagados, menos exigentes? ¿Cómo explicarnos
que quienes más rezamos, más nos olvidemos que Dios y su honor están siendo
cuestionados hoy, si es que no seriamente conculcados? Cuando Dios y su honra están en
juego – ¡y cuántas situaciones, programas, ideas y personas nos lo están poniendo hoy en
peligro! –, no hay lugar para excusas: quien defiende a Dios, se convierte en hijo, como
Jesús. ¿A qué esperar más? ¿Qué mejor razón necesitamos para intervenir en su nombre y
en su defensa?
Jesús nos dio la razón de su intransigencia: el lugar de oración había sido convertido
entonces en casa de traficantes, el lugar de la presencia de Dios en sitio para hacer
negocios. Orar, celebrar a Dios, era ocasión para aumentar el dinero. Sin embargo, este
modo de pensar de Jesús no podía ser entendido por sus contemporáneos; por ello su
comportamiento se les hacía tan extraño. Y es que todo lo que había en el templo,
mercaderes y ganado, mesas y monedas, tenía por objeto ayudar a que los peregrinos
pudieran cumplir sus deberes religiosos: todo estaba al servicio del templo, de la piedad de
los creyentes, en definitiva, de Dios y su culto. Pero Jesús no lo veía así. Y es que el
encuentro personal con Dios de uno no pueden convertirlo los demás en su propio negocio.
Ni poder comprar cosas, por más santas que sean, significa haberse comprado a Dios.
El Dios de Jesús no queda satisfecho con lo que nosotros podemos ofrecerle, si no le
ofrecemos todo lo que tenemos y somos. Con frecuencia, nosotros que creemos mantener
una relación auténtica con Dios, pensamos saber renunciar a lo que Dios nos ha dado, se lo
ofrecemos de buena gana incluso y damos por supuesto que no debería pedirnos nada más;
es verdad que no vamos a su encuentro con ovejas o palomas, como hacían en tiempos de
Jesús; pero no somos menos culpables que ellos: nos convertimos, aun sin saberlo, también
nosotros en traficantes que expulsar. El culto que Dios espera de nosotros es un
reconocimiento espiritual: le debemos todo, tanto cuanto seamos o queramos ser, lo que ya
hemos realizado en la vida y los proyectos que alimentamos para el futuro; y si no estamos
dispuestos, siempre que vamos a su encuentro, a ponérselo todo a su disposición, ni
hacemos oración ni vamos a su encuentro.
Simplemente, negociamos en el templo, cuando buscamos hacer un buen trato con Dios
sólo porque le ofrecemos lo que nos sobra o lo que podemos comprarnos con cuanto Él nos
dio. Y es que podemos estar viniendo a menudo a la iglesia y no ir nunca al templo, donde
Dios reside y espera de nosotros no ya nuestras ofrendas, sino la ofrenda de nosotros
mismos. Con lo poco que le ofrecemos, le estamos faltando al respeto. Como le faltamos al
respeto cuando esperamos sacar dividendos de nuestra vida de fe, ganancias del tiempo
empleado en servirle: el Dios de Jesús no está a disposición del mejor postor, del que más
le quiere dar, sino de quien está dispuesto a darle sólo lo que Él le quiere pedir.
A cuantos pedían un signo de su autoridad, que legitimara su actuación, Jesús dio una
respuesta enigmática: aludía a que su cuerpo, muerto y resucitado, sería el lugar definitivo
de la presencia de Dios. Jesús pudo ser intransigente, al menos una vez, porque estaba
dispuesto a dar la vida por defender los derechos de Dios y sabía que Dios le resucitaría. Su
entrega a la muerte por Dios y su restitución a la vida por Dios le han convertido en nuestro
mejor templo, el lugar de nuestro encuentro con Dios; los demás sitios, los demás templos,
pueden ser destruidos, mal utilizados, pero en Jesús tenemos ya a Dios verdadero, y por
tanto, nos exige un verdadero culto, un servicio exclusivo, total e intransigente; los
verdaderos orantes no son los que más dan de cuanto les sobran, sino quienes más dejan
que Dios sea su Dios, permitiéndole que se cuide de ellos y ocupándose de hacer valer su
voluntad 'así en la tierra como en el cielo'.
No nos debe ser difícil vivir con certeza en su presencia, si vivimos en presencia de Cristo:
si Jesús es para nosotros una persona real, viva, Dios se nos hará vivo y personal.
Recuperar, pues, a Jesús, en nuestro corazón y en nuestras casas, en sociedad y en la
intimidad, para los hijos y con los extraños, nos facilitaría encontrarnos con Dios sin dejar lo
que constituye nuestro mundo. Rezar a Dios no ha de llevarnos a cargarnos de cosas que
regalarle, supone más bien tener a Cristo en el corazón y en los labios. Y ello tiene por qué
resultarnos difícil. Cristo Jesús vive ya para siempre: el culto verdadero a Dios ya no es
promesa por verificarse sino realidad consumada. A nosotros cabe la responsabilidad de
lograrlo.
Descargar