La seria felicidad de las lágrimas

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La seria felicidad de las lágrimas
Regeneraciones/11 – Todos experimentamos el
sufrimiento y todos podemos resurgir
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 11/10/2015
“En aquellos días danzará la
doncella, y se alegrarán juntos viejos
y jóvenes. «Yo cambiaré su luto en
alegría, yo les consolaré y haré que
sean felices, sin aflicciones»"
Jeremías, 31,13
La
felicidad
que
prometen
las
bienaventuranzas no es la misma que
promete y promueve nuestra cultura.
La felicidad de las bienaventuranzas
tiene poco que ver con el placer. No se debe al eu (buen) daimon, sino que brota del
dolor. También podemos encontrar placer en las cosas de la vida, pero siempre que
la búsqueda del placer no se convierta en la única cosa de la vida. Porque si
confundimos la felicidad con el placer, no tendremos ni lo uno ni lo otro.
Las bienaventuranzas son una ‘forma de vida’, otro ya. Son una propuesta concreta y
un juicio acerca de nuestra justicia y nuestra injusticia, nuestros abrazos y nuestros
muros, nuestras indiferencias y nuestras consolaciones. El que cree en la verdad de
las bienaventuranzas, ve concretamente a los pobres, a los dóciles y a los puros y los
llama felices, bienaventurados. Y además desea vivir en su Reino.
La bienaventuranza de los afligidos, la felicidad de los que lloran, parece la más
paradójica de todas. Parece más propia del último día que de nuestros días
penúltimos. ¿Qué felicidad puede haber en el llanto? El llanto bíblico no está hecho
de lágrimas de alegría, ni tampoco de las falsas lágrimas que provocan con ánimo de
lucro algunos espectáculos televisivos. Son las lágrimas de los afligidos, el llanto
desesperado del duelo, la separación y el fracaso. Son las lágrimas derramadas por
los hijos que han cometido errores y no vuelven a casa, o las que vertemos cuando no
conseguimos impedir que un hermano o un amigo eche a perder su vida. Son las
lágrimas de las guerras, las de demasiados pobres aplastados y oprimidos, las de los
que pierden el trabajo, las de las traiciones. Pero también son las del
arrepentimiento y el perdón, las del dolor por la conversión propia y ajena. Todas las
lágrimas de las bienaventuranzas son tremendamente serias. En la Biblia aparece
muchas veces la experiencia del llanto. Vemos llorar a los patriarcas, a los reyes, a
Job. Vemos llorar a Jesús por el amigo muerto, por Jerusalén. Es posible que su
último grito de abandono fuera también un grito de llanto. También los salmos están
llenos de lágrimas fecundas.
Las lágrimas constituyen el primer lenguaje humano. Podemos hablar lenguas muy
diversas, creer en Dioses distintos, tener costumbres y culturas muy distantes; pero
todos entendemos el lenguaje del llanto, todos sabemos descifrarlo inmediatamente.
Los hombres, las mujeres, los pueblos, empezaron a conocerse llorando. Tal vez
trabajando como emigrantes, cuando John no entendía la lengua de Sergei pero
podía consolarlo mientras lloraba con la mirada fija en la arrugada foto de su esposa
y sus hijos que se hallaban lejos. O tal vez en la trinchera, cuando Lapo no entendía
casi ninguna de las palabras de Carmelo, pero las lágrimas que se les caían a ambos
dialogaban y se entendían perfectamente.
No todos somos perseguidos por causa de la justicia, no todos somos dóciles, pero
todos lloramos. La felicidad del que llora es una promesa universal, que alcanza a
todos los seres humanos en su condición más esencial, radical, cotidiana y desnuda.
Esto vale para todos los seres humanos: mujeres, hombres, viejos, niños y niñas. Al
llamar
bienaventurados
afligidos,
Jesús
bienaventurados
a
a
los
proclama
todos
los
hombres y mujeres de la historia
y de la tierra. Entramos en el
mundo llorando y muchas veces
el llanto mudo es nuestra última
palabra antes de dejarlo. Como
nos enseña Job, también los
animales, los árboles, la tierra y
los gusanos lloran. En el mundo hay lágrimas no humanas. Existe un sufrimiento de la
naturaleza, la dolorosa espera de una consolación, el grito de la creación. Cuando
logramos escuchar un eco suyo, accedemos a una dimensión más profunda de la vida,
descubrimos una fraternidad cósmica y cantamos con Francisco, el de ayer y el de
hoy, de nuevo Laudato Si’. Y sentimos la necesidad de ver cómo llega el consuelo a
los seres humanos, pero también a la tierra humillada y ofendida, a los animales
aplastados sin respeto, a las especies vivientes que mueren cada día. Sentimos que
tiene que existir un consuelo para las lágrimas del mundo, tiene que llegar un
consolador, un rescatador, un Goel. No nos hacemos plenamente humanos hasta que
no comenzamos a sufrir por el no-advenimiento de estas consolaciones. Un
sufrimiento que, una vez comenzado, crece con nosotros y no acaba nunca.
La bienaventuranza que se encuentra dentro del llanto se llama consuelo: “Serán
consolados”.
La
palabra
griega
que
nosotros
traducimos
como
‘consuelo’
es parakaleo, que indica la figura del que está cerca de la víctima, como un abogado,
para defenderla de su acusador. Así pues, la bienaventuranza consiste en la
experiencia del consuelo que llega. Descubrir una presencia real que nos consuela
cuando lloramos. Con el consuelo dejamos de llorar o lloramos de otro modo. En esta
bienaventuranza, a diferencia de las otras, la felicidad está en el cambio de
condición que genera la propia bienaventuranza. Los mansos, los misericordiosos, los
constructores de paz, los pobres, los que tienen hambre y sed de justicia, siguen en
la misma condición después de cumplirse la promesa. No dejamos de ser pobres por
estar en el Reino de los cielos, o de ser misericordiosos cuando encontramos
misericordia, o de construir la paz cuando nos sentimos llamados “hijos de Dios”. En
cambio, cuando en medio de nuestro llanto y nuestra desesperación nos alcanza el
consuelo, el llanto se reduce, cambia de tono, y empiezan a enjugarse las lágrimas.
Todos conocemos la bienaventuranza que se encierra en las lágrimas. Está inscrita en
el ADN moral de los seres humanos. El yugo de la vida sería insoportable si en medio
de las lágrimas no encontráramos también consuelo.
El primer consuelo está en la experiencia misma de poder llorar. Cuando alguien ya
(o todavía) no puede llorar, su sufrimiento es inconsolable. Muchos arrepentimientos,
por ejemplo, comienzan con un profundo e irrefrenable llanto. Se trata de un llanto
distinto, del que sólo podemos conocer su dolor y su típica bienaventuranza cuando
surge. Cuando llega el momento del arrepentimiento, de ‘volver a casa’, casi
siempre el primer movimiento es un llanto incontenible. No es el mismo llanto para
todos, pues cada cual llora a su manera. Pero es un llanto bienaventurado, el
comienzo de una nueva vida. Nos sentimos llamados bienaventurados mientras
lloramos: “Eran lágrimas de felicidad, nacidas del despertar del ser moral dormido
en él desde hacía años” (L. Tolstoi, Resurrección). Antes de ‘levantarse’ para
‘volver’ junto a su padre, el hijo pródigo comienza su regreso con un gran llanto.
Dentro del infierno se abre un claro de paraíso. La simple posibilidad de poderlo
alcanzar por fin ya es paraíso. El camino a casa ya es casa.
Todas estas lágrimas no son más que bienaventuranza, regeneración. Lágrimas
dolorosas, salvíficas, tremendas y maravillosas a la vez. Afligidos y felices. Este
llanto se convierte en un medio para descubrir y conocer dimensiones más profundas
de la vida. Si quieres conocer de verdad a alguien, sal a su encuentro y escúchale
cuando llora por un arrepentimiento, por un perdón, por una conversión. Los grandes
perdones, sobre todo entre hermanos y entre amigos, se realizan llorando juntos en
abrazos infinitos e intemporales: “José dijo a sus hermanos: «Vamos, acercaos a mí».
Se acercaron, y él continuó: ‘Yo soy vuestro hermano José, a quien vendisteis a los
egipcios’ (…) Echándose al cuello de su hermano Benjamín lloró. También Benjamín
lloraba sobre el cuello de José. Luego besó a todos sus hermanos, llorando sobre
ellos” (Génesis 45, 4-15).
Hay otra forma de consuelo-bienaventuranza. Es la que nace de la posibilidad de
llorar con alguien que acompaña nuestro dolor. Con-dolerse, com-padecerse, es una
forma especial de felicidad. Para muchos, cuyo único ‘pan’ en la vida son las
lágrimas y el dolor, compartir el dolor y mezclar las lágrimas con las de un amigo es
la única felicidad. En estas aflicciones, el consuelo que llega tiene la cara concreta
del amigo que se inclina sobre nuestro dolor. Si hay demasiadas aflicciones no
bienaventuradas es también porque faltan consoladores, amigos capaces de
compartir el llanto. Faltan demasiados consoladores para el llanto sin consuelo que
abunda a nuestro alrededor. Muchas lágrimas podrían consolarse y enjugarse, muchas
depresiones podrían acompañarse y muchas soledades podrían llenarse, si nos
viéramos en el papel de consoladores y no en el de los que esperan consuelo. Falto
yo en el excesivo dolor sin consuelo del mundo. Cada bienaventuranza es también
una invitación dirigida a nosotros directamente, a ti y a mí. La primera tierra
prometida es la de la casa que comparto con el que no tiene casa; el primer consuelo
para el llanto del otro es mi llanto solidario.
Otro consuelo especial y lleno de misterio es el de la poesía, la literatura y el arte. El
poeta, el escritor y el pintor, con su obra, pueden alcanzar a los desesperados de la
tierra y consolarlos, creándolos. Los hacen bienaventurados haciéndose próximos a
ellos, compañeros de camino. Las historias más grandes no necesitan final feliz,
porque la desesperación, cuando el artista la ve y la ‘toca’, ya es felicidad. El arte
también nos da estas bienaventuranzas.
Pero hay un consuelo más para los afligidos. Es el que llega como un ‘ángel’. En este
caso no es un amigo el que consuela. Es el paráclito, que viene como ‘padre de los
pobres’. Es espléndido que en la Biblia el primer ángel que viene a la tierra lo haga
para consolar a Agar, una esclava expulsada al desierto por su señora. La primera
teofanía y la primera anunciación son para ella (Génesis 16). Las anunciaciones, las
teofanías, la salvación de los niños, muchas veces acontecen en el culmen de una
gran aflicción, cuando un ángel nos alcanza donde nadie más podía alcanzarnos, y
nos consuela. Es el consuelo del espíritu, del paráclito consolador que nos resucita
mientras morimos en las cruces. Es el consolador perfecto, que nos calienta,
endereza y empapa. Si conseguimos levantarnos cada mañana, cuando la noche
anterior pensábamos que no podríamos, es porque el paráclito actúa y besa la herida
de nuestra alma mientras aún dormimos y soñamos, curándola. No todos sabemos o
no todos queremos hacer experiencia de Dios. Pero muchos, quizá todos, hemos
encontrado alguna vez en la vida este espíritu consolador. O lo encontraremos en un
futuro llanto. Es una promesa. “Bienaventurados los que lloran, serán consolados”.
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