Domingo 1 de Cuaresma 10 de febrero de 2008 Gn 2, 7-9; 3, 1-7. Vencer el orgullo que nos impide ver a Dios y reconocerlo. Sal 50. Oh Dios, crea en mi un corazón puro; renuévame por dentro con espíritu firme. Rm 5, 12-19. Si creció el pecado, más abundante fue la gracia. Mt 4, 1-11. Al Señor, tu Dios, adorarás y a él sólo darás culto. Más abundante ha sido la gracia Una nueva Cuaresma, bendición de Dios para nuestra vida y para la vida de toda la Iglesia en este tiempo de gracia que se nos concede. Una nueva oportunidad de peregrinación interior hacia Aquel que es fuente de misericordia. Un camino necesario para rehacer nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios que constantemente nos invita a la conversión. Lo hemos pedido a Dios en la oración inicial: «concédenos avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud». Entender y vivir: dos términos que expresan por nuestra parte una voluntad de crecimiento hacia la madurez cristiana, la única capaz de vencer la ignorancia religiosa y dar respuesta a los retos que se nos presentan. La compresión del misterio de Cristo y su vivencia en plenitud nos llevan a la contemplación de uno de los relatos más significativos de los inicios de su vida pública. Como la primera comunidad cristiana que en él ve el modelo a seguir y su fuerza de voluntad a imitar, nosotros, los cristianos de hoy también somos conscientes de las tentaciones que acechan nuestra vida. Todas ellas, relacionadas con múltiples ofertas que pretender sustituir el lugar de Dios en ella, son una propuesta de felicidad inmediata, de triunfo fácil, de éxito deslumbrador no sólo en situaciones extraordinarias, sino en lo más cotidiano. Dios desplazado, Dios sustituido. ¿Cuáles son estas tentaciones que se nos presentan como ofertas apetitosas? Entre muchas a las que se suele recurrir, analicemos éstas a la luz de la Palabra de Dios: La tentación de excluir a Dios como origen de nuestra existencia y de todo lo creado. La tentación de decirle constantemente «no te necesito» o «no me interesas». La tentación de organizar la vida al margen del Evangelio, como si no fuésemos cristianos. La tentación de dar prioridad a toda pretensión egoísta, situándonos en el centro de todo. La tentación de no reconocer nuestras equivocaciones y culpabilizando a los demás. La tentación de querer «dominar» al otro, haciéndolo objeto de mis caprichos y egoísmo. La tentación de insolidaridad, que cierra el corazón a tanta necesidad de ayuda humanitaria. La tentación de autosuficiencia, que nos blinda dentro de nuestras seguridades materiales. La tentación de agresividad física y verbal que lleva a la crispación y a la desconfianza… El libro del Génesis, a través de una bella y original descripción, nos da la noticia religiosa sobre el origen de nuestra vida: «El Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en su nariz un aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser vivo» (1ª lectura). Somos frágiles, pero Dios interviene en esta fragilidad y comunica vida. Esta acción de Dios real desde los orígenes del hombre y de la humanidad es manifestación de su amor y llegará al máximo de su perfección en la persona de su Hijo Jesucristo cuando por su obediencia al Padre nos ha merecido la justificación y la vida eterna, plena y definitiva comunión con Él. A Jesús, hombre como nosotros menos en el pecado, le vemos hoy enfrentarse a la tentación, a la propuesta del mal, a la posibilidad de seguir un camino diferente del que el Padre le ha trazado para el cumplimiento de su voluntad a favor del hombre. Y Jesús vence. Ni la tentación de ceder a toda clase de facilidades y privilegios, ni la tentación del éxito fácil y espectacular, ni la tentación del poder ofrecido por quien pretende tenerlo, han podido con Él (Evangelio). Su vida, la vida de Jesús, como la de la Iglesia, nuestra vida, se desarrolla entre esta oferta insistente y la última tentación, cuando ya colgado en la cruz se le insta a bajar de ella si realmente quiere demostrar que es el Hijo de Dios. Y Jesús, con su elocuente silencio, no cede y vence de nuevo porque sabe que el cumplimiento de la voluntad de Dios será fuente de salvación para todos. Observemos con qué convicción de fe y con qué fuerza nos lo explica Pablo: «Si por la desobediencia de uno, todos se convirtieron en pecadores, así por la obediencia de uno todos se convertirán en justos» (2ª lectura). Nuestra situación original, la pretensión orgullosa de desplazar a Dios de nuestra vida es la que nos mantiene en la vulnerabilidad y en la posibilidad de caer en la tentación y quedar sometidos al dominio del pecado. Sin embargo, toda esta situación que nos afecta y afecta a toda la creación ha sido radicalmente transformada a nuestro favor y de toda la humanidad gracias a la redención obtenida por la Muerte y la Resurrección de Cristo. Sin embargo y contando con ello, nuestra fragilidad está ahí y nuestra voluntad sigue sometida a las insinuaciones del tentador porque Dios quiere que respondamos con la madurez de nuestra libertad. No obstante, a esta libertad hay que educarla y ejercerla desde la única Verdad que es Cristo y siendo responsables en nuestra adhesión incondicional a Él, fieles a la gracia. No podemos echar en saco roto la gracia de Dios que hemos recibido, como se nos advierte el miércoles de ceniza, justo al empezar la Cuaresma. Ésta es la llamada a la conversión y la razón por la que hemos pedido a Dios, en la oración inicial, avanzar en la inteligencia del misterio de Cristo y vivirlo en su plenitud. Por todo ello, éste es un tiempo privilegiado en el que hemos de dedicar más espacio y calidad a la oración personal y a la participación en las celebraciones de la comunidad cristiana; un tiempo para una mayor austeridad personal, familiar y social que ajuste nuestro cuerpo y nuestras costumbres a las dimensiones del Espíritu; un tiempo para una mayor solidaridad con los hermanos más necesitados de todo, un tiempo para acrecentar nuestra conciencia social y nuestra dedicación a hacer realidad en nuestra sociedad aquellos signos palpables que son manifestación del amor de Dios por ella. Ante la constatación de que los tesoros de la tierra ya no están al servicio del cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al poder de la explotación y la destrucción, Benedicto XVI nos invita a no ser indiferentes a la realidad de tanto desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la sed, el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. También el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos interiores (cf. de la homilía del 24-IV-2005, en el solemne inicio del ministerio petrino). En el mensaje para esta Cuaresma, el Papa pone un acento especial en el valor de la limosna como compromiso específico que nos ayuda a superar la tentación de la idolatría del dinero y de los bienes materiales, al mismo tiempo que, con nuestra nueva actitud de compartir, colaboramos eficazmente en favor de una sociedad más justa e igualitaria. La limosna educa a la generosidad del amor. Llamados, pues, a la conversión, se trata de tener claro, como dice el Papa, que «socorrer a los necesitados es un deber de justicia aún antes que un acto de caridad».