La abnegación, Javier Melloni, S.J.

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LA ABNEGACIÓN, UNA ALTERNATIVA PARA NUESTRO TIEMPO *
Javier Melloni, S.J. (TAR)
Hablando de un religioso que él conoce,
al decir que era hombre de mucha oración,
el Padre Ignacio corrigió y dijo:
- Es hombre de mucha mortificación.
(Luís Gonçalves da Câmara
Memorial, Recuerdos Ignacianos, 195)
La reacción de Ignacio que abre estas páginas desconcertaron entonces y pueden
desconcertarnos todavía hoy, considerando que provienen de un hombre que hacía entre
dos y tres horas diarias de oración (1) y que había orado mucho a lo largo de su vida.
También desconcertaron a Nadal cuando, a propósito de la discusión sobre la
conveniencia o no de poner una hora de oración obligatoria para los miembros de la
Compañía, le respondió: A una persona verdaderamente mortificada, bástale un cuarto
de hora para unirse a Dios en oración (2).González da Câmara añade que en muchas
otras ocasiones le habían oído decir que de cien personas muy dadas a la oración,
noventa serían ilusas. Y de esto me acuerdo muy claramente, aunque dudo si decía
noventa y nueve (3). En cambio, lo que sí era sagrado para Ignacio era el Examen de
Conciencia, que había de practicarse dos veces al día (4), y que él mismo parece que
practicaba cada hora (5).
Tal comportamiento sólo se entiende a la luz de los artículos que preceden: la
espiritualidad ignaciana consiste en el arte del descentramiento para hacerse cada vez
más disponible a la acción de Dios. El mismo Ignacio, al final de su vida, se sentía
“todo impedimento”, y decía que no podíamos imaginarnos lo que Dios podría hacer a
través nuestro si no le pusiéramos obstáculos. Los Ejercicios, las Constituciones,
muchas de sus cartas, ... no buscan otra cosa que desarmar el ego para que ese espacio
sea ocupado sólo por Dios. La Autobiografía y el Diario dan testimonio de su lucha por
lograr este vaciamiento.
Mientras el ego no está desalojado, tanto la acción como la oración pueden no ser más
que diferentes formas de autojustificación. Sólo así se comprende esta sobriedad de
Ignacio respecto a la importancia de la oración y su insistencia sobre la abnegación de la
voluntad como requisito y condición para la misión (6). La intuición de Ignacio es que
la oración, como la acción, en sí mismas, no son ninguna garantía, porque pueden
convertirse en el espacio de las propias ensoñaciones y proyecciones, y donde puede
eludirse toda confrontación con la propia realidad (7). Lo que para él estaba en juego era
la transformación de lo Real, que es lo que siempre han buscado los verdaderos
hombres y mujeres de Dios: unificar todas las cosas en Dios. Para que se dé tal
unificación –que es otro modo de hablar de la recapitulación de todo en Cristo (Ef 1,10)
- es necesario el desalojo del ego, esa fortaleza o coágulo de la conciencia que deforma
la mayoría de nuestras percepciones.
1. LA ABNEGACIÓN COMO VACIAMIENTO
La idea de abnegación como vaciamiento está expresada claramente en la célebre
sentencia de los Ejercicios: Cada uno tanto se aprovechará en todas cosas espirituales,
cuanto saliere de su propio amor, querer e interese (EE, 189,10). Este “salir de lo
propio” indica que la vida espiritual se trata de un éxodo, más aún, de un ec-stasis: del
éxtasis del propio yo y de lo “mío” hacia el Tú y lo “tuyo” de Dios, que al mismo
tiempo es la entrada en el todo de lo Real.
Esta (ab)negación del ego la hallamos presente en las demás Tradiciones religiosas:
todas ellas perciben que la conciencia egoica se interpone en la auténtica percepción de
lo Real. En el Sufismo, la extinción del yo se llama fana, mientras que las diferentes
corrientes del Hinduismo y en la totalidad del Budismo como religión se trata de liberar
la ilusión de la conciencia individual, el ahamkara. Dentro del Budismo, el Zen es una
de las escuelas que más radicalmente se concentra en lograr esta liberación: El camino
de la iluminación es descubrirse a sí mismo. Para encontrarse hay que olvidarse.
Olvidarse es hacerse transparente a Todo, dice Dogen, monje zen del s. 13 (8). No se
trata de otra cosa que de la llamada de Jesús: Quien quiera ganar su vida, la perderá,
pero quien la pierda por mí, la ganará (Mt 16,25). El original griego no habla de “vida”,
sino de “psyché” (9), esto es, el yo psíquico, el “ego”. Todo el arte de vivir radica en el
paso de querer salvar, retener, proteger el propio yo, a “perderlo”, entregarlo,
desprenderse, por Él. Pero, ¿quién es este Él, este “por mí” al que se refiere Jesús?
Porque en Jesús no existe un yo autorreferido, sino que toda su persona es un espacio
vacío, radicalmente remitido al Padre, Aquél que le habita por completo. Así, entregar
el propio psiquismo “por Él” significa entregarlo, como Jesús, por la causa del Padre y
del Reino, es decir, por la Realidad pura. Tal es la abnegación suprema: No he venido a
hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado (Jn 6,38). Esta renuncia es la
que va convirtiendo a Jesús en el Cristo, es decir, en Aquél que cada vez más
plenamente se va haciendo puro receptáculo capaz de acoger la efusión del Espíritu.
Vaciamiento y entrega que se realizan de una manera total en la cruz. Es decir, para ser
receptáculo de la plenitud de Dios hay que estar vacío. La abnegación es el nombre de
este vaciamiento. Como dijo Jean Sulivan: Jesús es lo que acontece cuando Dios habla
sin obstáculos en un hombre (10).
Esta abnegación, esta renuncia a la propia voluntad, al propio psiquismo, no se opone a
la autorrealización, sino a la egolatría. Porque lo que realmente “realiza” al hombre es el
darse, es decir, su capacidad de descentrarse, de introducirse en el acto de donación que
es la Creación misma, la donación que Dios nos hace, para que nosotros, a su vez, se la
retornemos: Si el grano de trigo no muere, queda estéril; pero si muere, produce mucho
fruto (Jn 12,24). Este dinamismo de la vida es lo contrario de la obsesión por la
autoconservación y la autodefensa.
2. ABNEGACIÓN Y AUTORREALIZACIÓN
Una de las aportaciones más positivas de la psicología al s. 20 ha sido el haber
descubierto el valor antropológico de la autorrealización En concreto, Abraham Maslow
(11), padre de la llamada Psicología humanista, establece una jerarquía de necesidades
para que la persona humana alcance su plenitud: 1) las fisiológicas; 2) de seguridad; 3)
de pertenencia; 4) de autoestima; 5) de autorrealización; y finalmente, 6) de
trascendencia. En esta escala hay dos principios complementarios que se requieren
recíprocamente: por un lado, el principio según el cual no se puede pasar a una
necesidad superior sin haber satisfecho la precedente; el segundo principio es que una
vez colmada una necesidad, hay que trascenderla. Detenerse en un estadio implica dejar
de crecer, esto es, atrofiarse.
Es desde aquí que podemos integrar la abnegación con la búsqueda de la
autorrealización: el “yo” es capaz de renunciar a satisfacer sus necesidades más
inmediatas en la medida en que es capaz de mirarlas con perspectiva. Y la plena
perspectiva viene dada por la última de sus necesidades: la Trascendente. Es decir, el
anhelo por la Trascendencia es precisamente lo que le permite al ser humano superarse a
sí mismo. Así pues, podemos decir que la abnegación está arraigada antropológicamente
en este principio de autotrascendencia: el ser humano es más que sus necesidades.
Veamos con un poco más de detenimiento el proceso.
El primer período de la vida humana está centrado en la búsqueda por satisfacer las
necesidades vitales primarias: alimentarse y dormir, pulsiones básicas que en los
primeros meses requieren ser cubiertas de inmediato y continuamente, porque la
supervivencia depende de ello. A continuación viene la necesidad física y psíquica de
seguridad, que supone un entorno ambiental cálido y sereno, no agresivo ni amenazante,
en el que crecer. La falta de esta seguridad es causa de carencias y traumas psíquicos
que se arrastran toda la vida. Tal necesidad se hace más sutil en la siguiente, con el
sentido de pertenencia a un grupo familiar y social, que es el que otorga una
indispensable identidad ante los demás – los actuales fundamentalismos responden a la
reacción de sentir amenazada esta identidad -. La cuarta necesidad gravita sobre la
persona en sí misma, sobre su base de autoestima, es decir, en torno a la necesidad de
ser valorados y reconocidos por nosotros mismos, a partir de lo cual podemos
presentarnos ante los demás no como mendigos, que reclaman continuamente un
aprecio que no tienen en sí mismos, sino sintiéndonos personas. Podríamos decir que la
vida adulta comienza cuando, consolidado el yo individual, podemos expresarnos de un
modo personal y creativo, estadio que corresponde a la necesidad de la autorrealización.
Cada una de estas necesidades es más sutil que la anterior, pero necesaria para el
complejo proceso de humanización. Cuando alguna de ellas no queda cubierta, todo el
edificio se tambalea. Llegados hasta aquí, podría parecer que sólo alcanzado el quinto
estadio (la satisfacción de autorrealizarse) pudiera accederse al siguiente y último
peldaño, que es el de la Trascendencia, y llegar a decir como Pablo: Todo lo tengo por
basura a fin de ganar a Cristo y ser hallado en Él (Fil 3,8-9). De algún modo, podría
considerarse que tal fue la experiencia de Ignacio y de tantos hombres y mujeres de
Dios. Es decir, parecería que sólo tras alcanzar el estadio de madurez se pudiera
renunciar a las necesidades satisfechas que conducen hasta él.
Sin embargo, el proceso es más complejo, porque no es meramente lineal. Ya que el
principio de trascendencia no actúa únicamente al final del recorrido, sino que está
presente también a lo largo de él. Es decir, cada una de las necesidades, que se
corresponden de algún modo con las etapas del crecimiento humano, está marcada por
la capacidad la renuncia, esto es, por la importancia de no saturar, de no saciar
plenamente la satisfacción de esa misma necesidad. Dicho de otro modo, tan importante
es conseguir una cierta satisfacción en la escala de los diferentes deseos vitales, como
ser capaz de tolerar una cierta frustración que no colme del todo esos mismos deseos.
Colmar y saturar en cada momento y de un modo absoluto una necesidad implica
quedar fusionado y confundido con ella, es decir, conduce a quedar atrapado y reducido
a ella, y con ello, detener el proceso de humanización. A esta detención la llamamos
“idolatría”.
Podemos sugerir una correlación entre esta escala de “necesidades” de Abraham
Maslow y las tres tentaciones de Jesús en el desierto: el hambre y la tentación de
convertir las piedras en pan (Lc 4,3) se corresponde con el impulso de saciar las
necesidades fisiológicas y de seguridad material; el poder sobre los reinos que se le
muestra (Lc 4,6) se correspondería con la necesidad de sentido de pertenencia y de
autoestima; y la tentación de tirarse por el alero del templo (Lc 4,9) estaría relacionada
con la necesidad de autorrealización.
La tentación no consiste en sentir hambre, o en la necesidad de sentirse seguro o de
recibir aprecio, sino en vivir estas necesidades de una forma compulsiva y en buscar
indiscriminadamente la forma de saciarlas. Aquí es donde la abnegación se hace
indispensable, si queremos crecer como humanos. Y aquí es donde nuestra cultura
manifiesta su debilidad, debido a nuestra incapacidad de espaciar la satisfacción de
nuestros deseos. Tal es la trampa de nuestra sociedad de consumo: las necesidades
fisiológicas se ven de tal modo inmediatamente saciadas, que ello afecta al modo con
que las demás necesidades también buscan ser ávidamente colmadas. Un ejemplo de
ello es nuestra obsesión por la seguridad: la ploriferación de agencias de seguro muestra
nuestro temor al riesgo, esto es, al vacío. Cada vez somos más incapaces de tolerar lo
desconocido. De aquí también los grupos e ideologías identitarias cada vez más
crispadas frente a lo “otro” y los “otros”.
De aquí que también se dé una correlación entre consumismo e increencia, es decir,
entre la falta de abnegación en nuestra sociedad de la sobreabundancia y la desaparición
de Dios en el horizonte de lo cotidiano: al no detener la compulsividad del deseo, sino
entretenerla y exacerbarla -en lugar de canalizarla y transformarla-, su dinamismo queda
bloqueado, encerrando al yo más primario en su propia avidez. El horizonte de Dios
desaparece porque el dinamismo para acceder a él está barrado. Sólo la abnegación de
nuestros deseos es lo que permite abrir un espacio a la Trascendencia. Ello tiene
consecuencias también en el orden de la fraternidad y de la solidaridad, porque esta falta
de espacio para lo “Otro” de Dios tiene su correlativo en la falta de espacio para los
“otros” y viceversa.
3. ABNEGACIÓN Y SOLIDARIDAD
Lo repetimos: sin abnegación desaparece tanto el horizonte de Dios como el de la
fraternidad. De aquí que nuestra sociedad consumista difícilmente sea una sociedad
solidaria. Paradójicamente, la pobreza capacita más para la solidaridad que la riqueza,
porque educa el deseo, lo hace capaz de dejarlo en suspense y ello abre un espacio
disponible para los demás. Desde aquí se comprende aquel adagio de la Teología de la
Liberación de que “los pobres nos evangelizan”. Porque en los pobres hay un vacío, una
abertura, una capacidad para acoger que no existe en el psiquismo saturado que produce
la riqueza. Tal es la disyuntiva de Dos Banderas, es decir, de esos dos modos
contrapuestos de existir: el camino de la pobreza conduce a la humildad – es decir, a la
apertura-, y de allí a todas las demás virtudes (EE, 146), mientras que el camino de la
riqueza conduce a la soberbia – es decir, el autoencerramiento -, y de allí a todos los
demás vicios (EE, 142) (12).
¿Quién no ve en ello un retrato de nuestro mundo, de esos dos modos de vida que
simbolizan los países del Norte y los países del Sur? De aquí que Ignacio Ellacuría
abogara por una civilización de la pobreza (13), que podríamos traducir por una
civilización - o cultura - de la abnegación: es decir, una cultura que promueva la
capacidad de la abstención y descentramiento del deseo, que nos permita pasar de unas
relaciones depredadoras a unas relaciones de fraternidad.
Todo ello explica que Ignacio valorara tanto la pobreza, hasta el punto de considerarla
como madre: Amen todos la pobreza como madre y, según la medida de la santa
discreción, a sus tiempos sientan los efectos de ella (Const., 287) (14). La pobreza es
“madre” porque es capaz de engendrar vida y fraternidad. Y la abnegación es la
disposición interior que permite sentir los efectos fecundos de tal pobreza, permitiendo
abrir así los poros de la fraternidad. Esta “maternidad” vuelve a aparecer en la llamada
Carta de la pobreza, escrita por mano de Polanco a los estudiantes de Padua en 1547
(15): La pobreza es la madre, el tesoro, la defensa de la religión, porque le da el ser, la
nutre, la conserva, como, al contrario, la afluencia de cosas temporales la debilita, gasta
y arruina (16). Así, pues, la abnegación que estamos tratando de presentar es la que
evita ese debilitamiento, esa erosión y esa ruina que produce la saturación de las cosas.
Una abnegación que no crispa, sino que libera y despoja, y nos hace amigos de los
pobres, y la amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno (17). Un Rey que no
es otro que el Dios despojado, esto es, Dios (ab)negado, Dios vaciado de su misma
categoría de Dios (Fil 2,7), hecho uno de tantos, que ha alcanzado el punto más extremo
de la solidaridad, y por ello, el más universal. De ahí que el Dios despojado, el Dios
(ab)negado, es el que habita en todos: Lo que hicisteis – o no hicisteis - con uno de estos
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis – o lo dejasteis de hacer - (Mt 25,40.45).
Es decir, la abnegación de un mismo es lo que permite identificarse con el otro y
descubrir al Otro en el otro. Cuanto mayor es el olvido de sí, mayor es la participación
en la vida de los otros y del Todo, y ello es precisamente lo que va expandiendo y
haciendo más universal nuestro ser. Sin abnegación conservamos el yo, pero quedamos
agarrotados en él, nos condenamos a vivir en una pequeña parcela acorralada por
nuestros propios deseos y temores compulsivos.
Comprendida la abnegación como la liberación del ego, que permite a cada persona
espacios y formas cada vez mayores de comunión, podemos volver a revisitar el tema
de la oración.
4. ABNEGACIÓN Y ORACIÓN
- Maestro, ¿por qué ya no hay personas que vean a Dios como en otros tiempos?
- Porque ya no hay gente capaz de humillarse tanto (18).
Estamos de acuerdo en el peligro que tiene la oración de convertirse en el ámbito de las
propias ensoñaciones. Pero este peligro también lo tiene la acción. Por ello hemos
tratado de mostrar que la cuestión no está en sospechar de la oración o la acción por sí
mismas, sino en el modo en que se realizan. Cuanto más es desalojado el ego, esto es, la
absolutez del propio punto de referencia, más se puede participar del punto de vista de
Dios. Y aquí es donde nos parece importante una reconsideración de las palabras
iniciales de Ignacio. Porque hoy ya no estamos tentados de exceso de oración, sino de
exceso de activismo. ¿Cómo podemos abnegar nuestra acción? Pues, tal vez,
precisamente a través de nuestra oración. Entendida ésta no como un refugio de la
acción, sino como una detención, como un espacio de gratuidad donde reajustar el
propio punto de vista en el punto de vista de Dios. Orar supone detenerse, abrirse,
“recibirse” de Alguien que no es uno mismo, sino de aquella Fuente de la que uno y
todo procede, para finalmente ofrecerse.
Ser capaces de reservar un espacio diario para que acontezca tal “desalojo” es uno de
los retos que tenemos si queremos ser testigos de Alguien más que no seamos nosotros
mismos. Dicho de otro modo, la calidad de nuestra vida depende de la cualidad de ese
desalojo en nuestra oración, así como la calidad de nuestra oración depende de la
cualidad con que nos desalojemos en nuestra vida ordinaria. Y ello porque en ambos
ámbitos se trata de lo mismo: de descentrarse, de vaciar el ego y convertir el yo en un
receptáculo cada vez más disponible para que Dios pueda irrumpir y manifestarse a
través nuestro.
Tal es, a mi entender, lo que quiso transmitir el Padre Arrupe en lo que se ha llamado su
“canto del cisne”. Fue su última intervención pública, pocas horas antes de que sufriera
su trombosis. Despidiéndose de los jesuitas que se dedicaban a los campos de
refugiados en Tailandia, les dirigió estas palabras:
Os diré una cosa. No la olvidéis: ¡Orad, orad mucho! Estos problemas no se resuelven a
base de esfuerzos humanos. Os estoy diciendo algo que quisiera subrayar. Se trata de un
mensaje –quizás “mi canto del cisne”- para la Compañía. Solemos rezar al principio y al
final. ¡Estupendo! ¡Somos unos buenos cristianos! Pero, si en nuestros encuentros, por
ejemplo de tres días, dedicáramos medio día a orar acerca de nuestras eventuales
conclusiones o puntos de vista, obtendríamos tan diversas luces y tan diversas síntesis, a
pesar de nuestros distintos puntos de vista, como jamás podríamos hallar en los libros ni
en los debates (19).
El Padre Arrupe, un hombre (ab)negado, tenía experiencia de la fuerza de la oración
cuando el ego estaba desalojado. Por eso su oración hizo tan fecunda su vida. En un
tiempo como el nuestro, asediados por la tentación de la inmediatez y de la
productividad, tal vez nuestra primera abnegación fuera la de silenciarnos y disponernos
a escuchar.
Nos cuesta el discernimiento comunitario porque nos cuesta la abnegación, es decir, nos
cuesta renunciar a nuestros puntos de vista y no imponerlos a los demás. Nos es más
fácil ponernos a programar o a discutir que a silenciarnos y disponernos a escucharLe y
a escucharnos. El mismo acto de escucha con el que nos disponemos ante Dios es el que
nos dispone a escuchar a los demás. Todo está en la capacidad que tengamos de
abstenernos de nuestras propias ideas, convicciones, certezas, y dejemos que sea Dios
quien se exprese. Este vaciamiento, esta aparente negación, es lo que posibilita la
irrupción de la novedad del Espíritu.
5. ABNEGACIÓN Y PLENITUD
Recapitulando, la abnegación es lo que posibilita el descentramiento, el éxodo, el
éxtasis desde el pequeño ser que somos hacia el Ser que estamos llamados a ser. Esta
participación en el Ser de Dios es, al mismo tiempo, participación y solicitud por el ser
de los demás (solidaridad) y participación y sensibilidad por el ser del mundo (ecología)
(20). Es decir, cultivando la abnegación vamos pasando de vivir encerrados y crispados
en la defensa de nuestro pequeño mundo a abrirnos a las tierras de todos, que son las
tierras de Dios, las tierras de plenitud.
El nombre ignaciano de esta plenitud es la consolación. En tales términos escribía
Ignacio a Francisco de Borja en 1545:
Las personas, saliendo de sí y entrando en su Creador y Señor, tienen asidua
advertencia, atención y consolación, y sienten cómo todo nuestro bien eterno sea en
todas cosas creadas, dando a todas ser, y conservando en Él con infinito ser y presencia;
como a los que enteramente aman al Señor, todas las cosas les ayudan y todas les
favorecen para más merecer y para más llegar unir con caridad intensa con su mismo
Creador y Señor, aunque muchas veces ponga impedimentos de su parte para lo que el
Señor quiere obrar en su ánima (21).
Es decir, “salir de sí” y “entrar en su Creador y Señor” es el movimiento pleno de la
existencia, ya que es lo que permite participar de la plenitud “en todas las cosas
creadas”.
En este dossier hemos tratado de hacer caer en la cuenta de la importancia de liberar el
yo y de educar sus deseos para que, en lugar de ser impedimentos, se conviertan en
dinamismos que ayuden a alcanzar esa “unión intensa” con Dios y entre nosotros. Se
trara de ir posibilitando aquella capacidad contemplativa que es propuesta como ideal de
la Compañía: Buscar en todas las cosas a Dios nuestro Señor (...), a Él en todas las cosas
amando y a todas en Él, conforme a la su santísima y divina voluntad (22), voluntad que
no es otra que la que Dios llegue a ser “todo en todos” (1Cor 15,28). Sólo así iremos
alcanzando aquella suprema libertad, que consiste en unirse tanto al Fundamento
Último como al dinamismo fundamental del Universo que de él dimana (23).
(1) Recuerdos Ignacianos. Memorial de Luis Gonçalves da Câmara, Col. Manresa 7,
Mensajero-Sal Terrae, 1992, n.179, pp.141-142.
(2) Recuerdos Ignacianos (Memorial), n.196, p.149.
(3) Ibid.
(4) Cf. Constituciones, 342.
(5) Hace el Examen particular todas las veces que da el reloj, tanto del día como de la
noche cuando está despierto, Gonçalves da Câmara, Recuerdos Ignacianos, 24, p.54.
(6) El Padre, todo el fundamento lo ponía la mortificación y abnegación de la voluntad,
Ibid., n. 256. Ver también en: ibid., n. 337. Así mismo, la llamada Carta de la
Obediencia es expresión de la centralidad que tenía en Ignacio la abnegación de la
voluntad para avanzar en el camino espiritual. Cf. Carta a los Padres y Hermanos de
Portugal, 26 de marzo de 1553, BAC, Madrid 1977, pp.849-860. Véase también el
artículo del presente número de José García de Castro, concretamente el apartado sobre
la obstinación.
(7) Es particularmente ilustrativa la carta enviada a Francisco de Borja en torno a los
excesos místicos de Andrés de Oviedo y Francisco Onfroy, en Julio de 1549, BAC,
Madrid 1977, pp.761-779.
(8) Cf. Juan Masiá Clavel, Respirar y caminar, Desclée de Brouwer, Bilbao 2001, p.70.
(9) Esta psyché griega se corresponde con el nefesh hebreo, el cual designa la totalidad
de la vida anímica de la persona.
(10) Citado por D. Desouches, “Au-delà” du Crist, CHRISTUS 27 (1980), 471.
(11) Véase particularmente: La personalidad creadora, ed. Kairós, Barcelona 1983.
(12) Véase cómo Pascual Cebollada, en su artículo del presente número, destaca la
centralidad de Dos Banderas como clave de los Ejercicios.
(13) Cf. Fundació Alfons Comín , Premio Internacional Alfons Comín, 1989, a la
Universidad Centroamericana de San Salvador, José Simeón Cañas, y a su Rector,
Ignacio Ellacuría, Col. “Memoria”, n.11, Barcelona, 1989. Véase también: JOSÉ SOLS,
La teología histórica de Ignacio Ellacuría, Ed. Trotta, Madrid 1999, pp.272-279.
(14) Ver también: Const., nn. 553 y 816.
(15) Ibid., p. 740.
(16) Obras Completas, BAC, 1976, p.742.
(17) Ibid.
(18) Relato hasídico, citado por Carl G. Jung, Recuerdos, sueños, pensamientos, Seix
Barral, Barcelona 1996, p.359.
(19) Cf. Pedro Miguel Lamet, Arrupe, Una explosión en la Iglesia, Ed. Temas de Hoy,
Col. Bolsitemas 34, Madrid 1994, pp.426-427. Véase también: Manuel Tejera, Arrupe y
su canto del cisne: ¡Orad mucho!... No oramos bastante, Manresa vol.73, n.288 (2001),
pp.243-251.
(20) Raimon Panikkar considera pobre el término, y prefiere llamarlo Ecosofía, es decir,
no sólo una lógica o conocimiento de la tierra, sino un amor delicado por ella. Cf.
Ecosofía, Ed. San Pablo, Madrid 1994.
(21) Carta de fines de 1545, en Obras Completas, BAC, Madrid 1979, pp.701-702.
(22) Constituciones, n.288.
(23) J.B. Lotz, Camino de liberación, MANRESA 48 (1976), p.158.
* Publicado en la Revista Manresa, de Madrid, n. 289, oct/dic. 2001.
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