Cuentos góticos: el miedo como fuente de placer

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29/01/13
El Mercurio
NUEVA ANT OLOGÍA / "Paseando con fantasmas"
Cuentos góticos: el miedo como fuente
de placer
"No creo en fantasmas, pero me dan miedo", decía en el apogeo del siglo de las luces M adame
du Deffand, amiga epistolar del inglés Horace Walpole, considerado el fundador de la literatura
gótica con El castillo de Otranto (1764). Su novela alcanzó no menos de 115 ediciones
(incluso hay una chilena, publicada por Nascimento en 1979, con prólogo de Alfonso Calderón)
y contiene la mayoría de los temas que caracterizaron al género durante las siete décadas
siguientes, dejando huellas en la narrativa fantástica que perduran hasta hoy.
Como resume David Roas en su prólogo a Paseando con fantasmas. Antología del cuento
gótico, lo macabro juega en esta clase de ficciones un papel fundamental, que explica tanto su
popularidad como sus excesos. Abundan apariciones de espectros y otros fenómenos
fantásticos; crímenes y acciones sanguinarias ("desde el sadismo desaforado hasta la necrofilia,
pasando por la violación"); secretos horrendos; maldiciones; gemidos; lo "terrorífico
arquitectónico" (castillos en ruinas, criptas, pasadizos...); naturaleza desbordada (tormentas, cascadas, bosques espesos, mares
encrespados); amores imposibles; mujeres cautivas y caballeros que no siempre alcanzan a salvarlas del villano, personificado generalmente
en un noble sádico o en un monje perverso.
El imaginario medieval, recreado a fines del siglo XVIII, persigue tanto un efecto de distanciamiento cronológico como geográfico. Fue el
propio Walpole quien añadió el subtítulo "A Gothic Story" en la segunda edición de su novela, ambientada en los siglos XII y XIII, y que
presentaba como la traducción de un relato italiano publicado en 1529, truco de desplazamiento literario que años más tarde llevaría hasta la
perfección Jan Potocki en El manuscrito encontrado en Zaragoza (1804). En realidad, Walpole escribió El castillo de Otranto en su
casa de Strawberry Hill, Twickenham, cerca de Londres: un pequeño castillo construido en 1748 de acuerdo al gothic revival puesto de moda
entre la aristocracia, que concebía el arte medieval como oscuro y bárbaro en oposición a la razón y la armonía neoclásicas.
Helada como la muerte
Según el Atlas de la novela europea, de Franco M oretti, de sesenta narraciones góticas inglesas publicadas entre 1770 y 1840, la máxima
concentración de escenarios se halla en el triángulo comprendido entre el Rin, la Selva Negra y el Harz (la región del aquelarre y el pacto con
el diablo). Este desplazamiento del sur al norte de Europa sucede conforme se pasa del siglo XVIII al XIX y afianza su dominio el
romanticismo, que asume y refina la herencia gótica alejándola del lugar común al que la arrastraron sus convenciones.
Paseando con fantasmas ordena cronológicamente 18 cuentos del género que registran esta evolución. El primero, "Sir Bertrand", pertenece
a una colección de relatos que Anne Letitia Barbauld prologó con el ensayo On the Pleasure Derived from Objects of Terror (1773). La
autora se preguntaba por qué las "aflicciones humanas" pueden llegar a deleitarnos, sensación que contradice la moral y los buenos
sentimientos. Su cuento, precisamente, muestra el desamparo de un caballero que llega, en mitad de la noche, a un castillo abandonado. La
puerta de entrada se cierra detrás de él, después de forzarla. Una llama misteriosa lo guía en medio de la más absoluta oscuridad. Suena una
campana. Sube una escalera. Luego otra, más estrecha. Siente que lo aferra una mano "helada como la muerte". Aterrado, la corta con su
espada. Se escucha un gemido. Avanza por un sinuoso corredor. La enigmática luz lo lleva hasta una cripta...
Están todos los ingredientes que el lector ha encontrado en muchos libros y películas de terror. Tantos que ya no puede sentir miedo y, sin
embargo, continúa disfrutando con el que siente el personaje. En no pocos casos -como en las novelas de Sade, contemporáneas de las
góticas-, la pregunta es cuánto dolor puede soportar el héroe o la heroína. En el "Envenenador de M ontremos" (1791), publicado tres años
después de la Revolución Francesa, Richard Cumberland ataca, sin necesidad de apelar a elementos sobrenaturales, la administración de
justicia y el uso de la tortura. Claro que Cumberland se cuida de situar su relato lo más lejos posible, en Portugal, donde un caballero es
acusado de asesinar a su hermanastra después de dejarla embarazada.
Las transgresiones del orden -social, sexual, religioso, natural- son el corazón del relato, a condición, eso sí, de castigar siempre al culpable.
En "El monje del horror, o Cónclave de cadáveres" (1798), de autor anónimo, un religioso que suele husmear en la cripta del convento para
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satisfacer su curiosidad escatológica, se lleva el susto de su vida cuando es encarado por sus objetos de estudio.
M onasterios, castillos, mansiones, todos los espacios que habita el ser humano tienen un lugar prohibido. Por la misma razón que todas las
familias esconden un secreto, como descubre el protagonista del relato anónimo "El castigo del parricida" (1799) cuando asiste a una boda y
es alojado junto a una vieja torre. Siempre hay un pariente que se mantiene oculto, purgando una antigua falta o un pecado original, en el
lugar más oscuro de la casa. Sin ser todavía un fantasma, este familiar se transforma en un verdadero muerto en vida, como el que reaparecerá
en Jane Eyre (1847), de Charlotte Bronte, o en El loco Estero (1909), de Alberto Blest Gana.
A veces estos lazos de sangre se revelan en el momento más inesperado, como ocurre en "El monje vengativo" (1802), de Isaac Crookenden,
cuando el villano de turno le dice al héroe las mismas palabras que Darth Vader a Luke Skywalker: "Yo soy tu padre". La anagnórisis, o
reconocimiento súbito de identidad, es uno de los recursos preferidos del gótico. M ezclar o derramar la misma sangre es un tabú que el
género siempre está a punto de violar, cuando no lo hace abiertamente, lo que provoca una sucesión de tragedias.
Pero la mayor fatalidad es hacer un pacto diabólico, transgresión suprema del orden sagrado. Ejemplo de ello es "La apuesta del diablo"
(1836), de W. M . Thackeray, historia más festiva que siniestra, sobre el desafío entre un caballero de Champaña y el dios M ercurio,
mensajero aquí de los demonios. En "La novia fantasma" (1822), de W. Harrison Ainsworth, interviene el mismísimo "espíritu de las
tinieblas", empeñado en arrastrar a los infiernos a una joven pura. Igual de sombrío es "El castillo de Leixlip" (1825), de Charles M aturin autor de Melmoth el errabundo (1820)-, sobre una irlandesa que se entrega a las supersticiones de una vieja criada para conseguir marido.
En ambos relatos, el precio del matrimonio será demasiado caro. Tan alto como el que paga el alcalde de un pueblo de Silesia, Alemania,
cuando rompe la promesa que le hizo a un misterioso gaitero que evitó su muerte aplacando con su instrumento musical a una turba
vengativa. "Danza macabra" (1810), de autor anónimo, mezcla acertadamente ese motivo medieval con la leyenda del flautista de Hamelin.
Por cierto, el pacto roto también tiene que ver en este caso con un matrimonio: el de la hija del alcalde con un joven pintor protegido por el
músico. M ientras no se realice la boda, los muertos salen cada medianoche de sus tumbas, atormentando a los vivos con sus bailes y
desfiles, al más puro estilo zombie. A los surrealistas les fascinó este vínculo entre el relato gótico y el deseo sexual, siempre diferido.
Por algo uno de los mejores cuentos de Paseando con fantasmas es "Andreas Vesalius, el anatomista" (1833), de Petrus Borel. El eminente
autor de un tratado de anatomía que hizo época, aparece durante los años en que era médico de la corte de Felipe II, en M adrid. El relato se
inicia la noche de su boda. Los guardias apenas logran contener al populacho que quiere ajusticiar al "perro flamenco", acusándolo de
secuestrar a "pobres castellanos" y devorar sus cadáveres. Dentro de su casa, la novia se da cuenta después de la ceremonia que no podrá
consumar su matrimonio por la avanzada edad del marido. El cuento, narrado con un macabro sentido del humor, contiene una moraleja
explícita: "He aquí una lección que deberíais extraer de esto todas las jovencitas en edad de casaros: si posees una naturaleza apasionada,
asegúrate, si puedes, de no casarte nunca con un profesor universitario, ni tampoco con un miembro de la academia de las letras".
Herederos del gótico
Los mejores relatos se concentran al final del libro. En "El sueño" (1832), M ary Shelley, la autora de Frankenstein (1818), sitúa en el
reinado de Enrique IV, ya convertido al catolicismo, la historia de un amor todavía no realizado por culpa de las heridas, aún frescas, de las
guerras de religión que desangraron a Francia. El monarca está resuelto a que la protagonista de origen noble se case, después de perder a su
padre y a su hermano, muertos por el clan enemigo al cual pertenece el hombre que la pretende. Para tomar una decisión, ella busca ayuda en
una creencia popular: dormirá en la cama de santa Catalina, en un acantilado junto al río Loira, a la espera de una visión premonitoria. Dado
lo peligroso del lugar, hacerlo puede cambiar su vida o bien ponerle fin.
El expediente de lo sobrenatural, decisivo en el gótico, ya no es un rito pagano, sino la apelación a un sueño, motivo central del
romanticismo. Lo onírico, sin embargo, tampoco está sujeto a la razón, como advierte lúcidamente el narrador del cuento que cierra el libro,
"Expedición al infierno" (1836), de James Hogg. "No existe un fenómeno en la naturaleza que se entienda menos, y sobre el cual no se hayan
escrito más tonterías, que sobre el sueño. Es algo extraño, insólito. Yo desde luego no alcanzo a entenderlo, ni tengo ningún deseo de llegar a
hacerlo". Tal escepticismo alude a la naturaleza de la historia que va a relatar: la experiencia de un cochero de Edimburgo que lleva a dos
pasajeros al averno con el compromiso de volver a buscarlos al día siguiente. Nuevamente un pacto diabólico, pero que esta vez es puesto
entre paréntesis por una serie de cuestionamientos racionales: ¿es real o un delirio? Esta indeterminación propia de lo fantástico, según la
definición clásica de Todorov, marca la despedida del gótico puro y su mutación en nuevos géneros a los que transmitirá sus genes.
El gótico pervive durante el siglo XIX gracias a maestros como Hawthorne, Poe y Stevenson. Resucita en neogóticos del XX como Isak
Dinesen (S iete cuentos góticos), William Faulkner, Carson M cCullers, Flannery O'Connor, Angela Carter y la siempre vigente Joyce
Carol Oates. En Chile, recurre a su imaginario José Victorino Lastarria, en Don Guillermo (1860); nutre los relatos de M aría Luisa Bombal,
y recibe homenajes de Braulio Arenas (El castillo de Perth, 1969) y Jaime Valdivieso (Las máscaras del ruiseñor, 1983). Alimenta,
asimismo, la ficción popular de Stephen King y el cine de numerosos maestros del terror, de Hitchcock a Romero. Por eso, leer los cuentos
de Paseando con fantasmas es como remontar un río hasta su manantial oculto en un bosque sombrío, para descubrir en sus aguas el reflejo
de un rostro muy viejo que reconocemos con espanto y placer.
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Las transgresiones del orden -social, sexual, religioso, natural- son el corazón de los relatos.
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