Primeras páginas - La esfera de los libros

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c a ta l i n a d e h a b s b u r g o
la maldición
de
SISSI
Prólogo
RODOLFO DE HABSBURGO
ARCHIDUQUE DE AUSTRIA
Traducción
JOSÉ MARÍA SOLÉ
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a penumbra comienza a invadir la sala y, a
pesar de que la temperatura es templada,
la joven siente un escalofrío y se cubre los
hombros con un chal antes de levantarse
para buscar una lámpara, que coloca sobre
el escritorio. Frunciendo levemente el
ceño, se pone inmediatamente a escribir de nuevo y, muy
pronto, en la habitación no se oye más que el crujido de la
lumbre, el rasgueo de la pluma sobre el bello papel ornado
con los escudos familiares y el sonido familiar de las olas
que acarician la nave.
A bordo del Miramar de Mallorca, otoño de 1889
Kevdes Ildiko, querida hermana:
Perdona mi largo silencio. Comprendo que debes estar
muy disgustada sintiéndote abandonada y sin recibir de mí
señales de vida durante tanto tiempo. Pero créeme si te digo
que solamente tus numerosas cartas, siempre llenas de pala-
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bras de apoyo, nos han proporcionado los únicos momentos tranquilos en medio de la terrible tormenta que hemos
tenido que atravesar. Aun sintiendo profundamente tu
ausencia, agradezco infinito tus fieles plegarias, que me han
dado fuerza para apoyar de la mejor forma posible a nuestra pobre emperatriz.
Querida… si la vieras casi no podrías reconocerla. Su
silueta se ha afinado todavía más. Apenas admite alimento
alguno e incluso es incapaz de soportar sus mismos aromas;
se martiriza el cuerpo con interminables sesiones de gimnasia, duchas heladas y kilométricos paseos, como para castigarse por hallarse todavía con vida después de semejante desgracia. Su rostro, antes ligeramente bronceado, es ahora cerúleo
y macilento; dos crueles arrugas le atraviesan la frente y se
niega rotundamente a salir sin llevar su velo de gasa opaca.
A lo largo de estos últimos meses, hemos atravesado
cinco veces el Mediterráneo a bordo del Miramar, vapor de
casi cien metros de eslora construido en un astillero británico, mandado por catorce oficiales y con una tripulación
de ciento cuarenta y cuatro hombres. Viajan con nosotros
una vaca y varias cabras, que proporcionan la leche fresca
que consume la emperatriz. Sin embargo, nada parece capaz
de alegrarla, ni la vegetación de Sicilia, ni sus lecciones de
griego en Corfú o las interminables caminatas en las que
el infernal ritmo que impone no tarda en agotar a cualquiera que la siga.
Muestra nuestra soberana en todo momento el aspecto de un pájaro enloquecido, perseguido por un implacable
cazador. ¡Me da tanta pena…! El dolor la consume y sobre
sus débiles hombros carga también con la pesadumbre de
nuestro buen emperador, demasiado inmerso en los proble-
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mas políticos a los que se enfrenta nuestro país. A veces
me pregunto si no ha llegado a sentirse responsable de esta
horrible tragedia… Pienso si alguna vez podrá hacerse justicia y aclarar la verdad sobre el archiduque y la infortunada baronesa Vetsera, para que el mundo sepa lo que verdaderamente sucedió en Mayerling…
Visiblemente emocionada, deja caer la pluma y se pasa
la mano por la frente como para espantar a los demonios
que en estos últimos tiempos no la dejan en paz. Luego,
vuelve a escribir febrilmente:
Desde la muerte de nuestra querida mamá, sólo te
tengo a ti en el mundo, a ti y a nuestra soberana, a la que
tanto quiero y que tan bondadosa fue con nosotras cuando nos quedamos solas, huérfanas y apenas sin medios de
subsistencia. Gracias a su protección, para mí se abrió una
existencia llena de alegría y de tristeza a la vez, a la sombra de la mujer más bella del mundo, mientras que tú, que
desde la tierna infancia sentías la llamada del Señor, te
decidías a seguirla sin temor en uno de los más aislados
conventos del imperio y con alegría te entregabas a tu destino…
Ahora, después de tantos años, me veo por vez primera cogida entre dos fuegos. Las duras críticas dirigidas
contra nuestros soberanos por algunas órdenes religiosas, de
las que formas parte, les han herido terriblemente. El cardenal Rampolla, secretario particular de su santidad el papa
León XIII, eminencia gris al que se supone miembro de una
logia masónica, ha desencadenado una despiadada guerra
para negar al buen emperador el derecho de inhumar reli-
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giosamente a su único hijo, el heredero al trono del Imperio austrohúngaro, el archiduque Rodolfo.
Tú, hermana mía, y toda la comunidad de la que formas parte, ¿habéis querido negar a un hijo de Dios una
sepultura cristiana? El hecho de que se trate de un suicida,
¿acaso le condena al infierno? ¿Sería Dios tan cruel de negar
su misericordia a una pobre alma extraviada?
¿Cómo habéis podido condenar con tanta dureza el
gesto de un padre destrozado y discutir la voluntad del mismo pontífice? Incapaz de soportar por más tiempo el infinito dolor de nuestros soberanos y aun a riesgo de cometer perjurio, voy a confesarte algo que nadie sabe, para que
se aclare de una vez el asunto de Mayerling y se le haga
justicia a aquel pobre hombre de solo treinta años que era
el difunto Kronprinz.
La débil luz de la lámpara es ya la única claridad en
la oscura habitación. El fuego se ha extinguido, pero la condesa no siente frío ni fatiga. Sumida en sus recuerdos, parece encontrarse en otro tiempo, en otra época.
Todo parece enfrentar al archiduque Rodolfo y a su
padre, el emperador Francisco José. Los príncipes herederos
son a menudo la imagen en negativo del monarca que ocupa el trono: el padre frena y el hijo acelera; el uno se sitúa
a la derecha y el otro deriva hacia la izquierda; cada uno,
rodeado de sus propios cortesanos, que se detestan y se es-
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pían mutuamente; unos, sirviendo al poderoso del momento y otros, preparándose para el mañana. El emperador
gobierna Austria como si de una posesión familiar se tratase, de forma aplicada, honesta y consciente, sin estridencias y siempre tratando de limar cualquier posible aspereza. Rodolfo es individualista y nervioso, llegando incluso
hasta un grado enfermizo, de una inteligencia viva y, en
muchos casos, superficial. Ha heredado de su madre la
espontaneidad y el desorden de carácter, junto a su pesimismo y su deseo de libertad y aun de autodestrucción. A su
padre debe una irreprochable educación y una sorprendente capacidad de trabajo, que en ocasiones puede llevarle hasta el agotamiento. Físicamente, Rodolfo posee los rasgos de
la deslumbrante emperatriz Elisabeth, su mirada inquieta y
su majestuoso porte, pero sus gruesos labios son los de su
antepasado Felipe el Hermoso.
Separado de la emperatriz desde el mismo momento
de su nacimiento, la relación de Rodolfo con su madre ha sido
siempre distante y protocolaria. Apenas recuperada del parto, Elisabeth, siempre presa de fuertes depresiones, huye de
la asfixiante atmósfera de la corte, buscando a través de permanentes viajes una felicidad cada vez más efímera. En Viena, el padre, embelesado con su pequeño Rodolfo, en quien
pone todas sus esperanzas, quiere darle una formación de
emperador y para ello prefiere confiar en su propia madre,
la archiduquesa Sofía, antes que en su esposa, demasiado
frágil e inestable. Por su parte, el heredero, desde un principio muy unido a esta abuela siempre presente, percibe a su
madre solamente como una ráfaga de viento. A pesar de todo,
o quizá precisamente por ello, siente por ella una gran admiración y una profunda adoración, y cada vez que la eterna
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viajera regresa, él se muestra radiante, esperando impaciente que esta madre siempre lejana y misteriosa le preste algo
de atención. Comparten ambos una misma pasión por la
naturaleza, los animales y la vegetación salvaje.
A los seis años, Rodolfo es puesto bajo la custodia del
conde de Gondrecourt, elegido para ser su educador. Con la
idea de curtir al miedoso niño, que se asusta por nada y al
que la oscuridad y cualquier ruido le producen el mayor
espanto, el conde se las ingenia para sobresaltarle, encerrándole con aulladores perros que le aterrorizan o haciendo
disparar fusiles junto a sus oídos. Pero todo ello solamente
sirve para destrozar los nervios del niño, hasta que la propia emperatriz interviene y consigue que se le sustituya en
este cometido por el coronel Latour von Thurnberg, un
hombre abierto e inteligente que se comporta de forma amable y humana con el archiduque. A pesar del afecto que por
él siente su padre, sufre visiblemente de enormes carencias
afectivas y la extrema sensibilidad que demuestra es motivo de preocupación en la familia. De carácter muy serio,
sus primeros escritos sorprenden por la lucidez que denotan. En uno de ellos el príncipe afirma: «La realeza no es
más que una gran ruina que se hundirá al primer revés».
Curiosa reflexión, ciertamente, para un príncipe heredero…
A los ocho años, tras el desastre militar de Sadowa,
aquel desdichado 3 de julio de 1866 en que los austriacos son
derrotados por los prusianos en su pugna por la hegemonía del mundo germánico, Rodolfo acompaña a su madre,
que busca refugio en Hungría, poniéndose a salvo de la posible acción de los vencedores. Progresivamente, el adolescente
va tomando plena conciencia de que el porvenir de Austria
debe centrarse en el área danubiana, y cumplidos los dieci-
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siete años, se manifiesta ya de forma bastante madura acerca de esta cuestión. Cultiva sentimientos antirrusos y antiprusianos y, de cara a su futuro reinado, se plantea dar un
giro a la izquierda. Con el tiempo, se enemista con el emperador alemán Guillermo II, con el que, sin embargo, se había
entendido de maravilla cuando éste todavía no había subido al trono. Detesta al canciller prusiano Bismarck, que siente lo mismo por él. Es anglófilo, pero en Londres no le
toman en serio y sus desacuerdos con Clemenceau acabarán por desinflar su inicial francofilia. Sus ideas avanzadas
y hasta revolucionarias preocupan al emperador, lo mismo
que sus amistades y sus numerosas amantes.
A los veintidós años, este impulsivo joven se precipita
a Bruselas para pedir la mano de la princesa Estefanía de
Bélgica. A pesar de sentirse siempre atraído por sensuales
morenas, judías y gitanas, se promete en matrimonio con una
muchacha varios años más joven que él, de una belleza rubia
y algo fría, que en la corte vienesa no tardará en cargar con
el apodo de «la campesina flamenca». A la siempre lejana
emperatriz le da la noticia del compromiso por telégrafo;
cuando le entregan el sobre que contiene el telegrama, su
madre lo sujeta un momento en la mano sin abrirlo y murmura: «Dios quiera que no sea una desgracia…».
Celebrada la boda en mayo de 1881, la desigual pareja en realidad nunca se comprenderá. Inestable y siempre
obsesionado por la idea de la muerte, Rodolfo detesta instintivamente todo lo que Estefanía se muestra dispuesta
a admirar: la realeza, la corte, las normas rígidas. La suya
es una imaginación exaltada que se acomoda mal con una
princesita tranquila y hecha a los buenos principios. Pero por
el momento, en los primeros años del matrimonio, Estefa-
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nía le da muestras de tanta dulzura y buena voluntad que
durante un tiempo Rodolfo es capaz de poner por ella freno a sus violentos apetitos. Le ama de una forma tan visible y conmovedora, armada de una permanente sonrisa que
algunos califican de estúpida, que las etapas iniciales de su
vida en pareja se desarrollan sin problemas.
Estefanía lleva una vida oficial muy activa, sustituyendo continuamente a la emperatriz que, encantada, delega en
su nuera el insoportable peso de unas obligaciones por las
que no siente más que un desprecio que no se molesta en
ocultar. Los jóvenes esposos, que en la intimidad se llaman
mutuamente «Coco» y «Coceuse», realizan juntos numerosos viajes oficiales por tierras del imperio, Europa y Oriente Próximo. El carácter curioso y observador de Rodolfo y
el amor por los viajes, heredado de su madre, le convierten
en un excelente embajador de la corona.
El 2 de septiembre de 1883, con enorme alegría de la
pareja, de sus dos familias y de los súbditos del emperador, viene al mundo una pequeña archiduquesa, que será
bautizada con el nombre de su abuela, Elisabeth, y cuyo
nacimiento es festejado con gran solemnidad en todos los
dominios del imperio. Sin embargo, muy poco tiempo después, Rodolfo ordena que le preparen en Hofburg unas
habitaciones para él solo, alejadas de las de su esposa.
En marzo de 1886, el Kronprinz cae enfermo, y por
prescripción del médico que le trata, la pareja marcha a Abbazia, en la península adriática de Istria, para realizar una cura
de reposo. Allí, Estefanía, que cuida a su marido lo mejor
que puede, enferma a su vez. El diagnóstico acerca de la naturaleza de su mal supone para ambos un verdadero mazazo,
ya que en él aparece el terrorífico nombre de la misteriosa
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enfermedad que ambos han contraído. Es la inconfesable
gonorrea, mal venéreo que Rodolfo habría transmitido a su
esposa. A pesar de ser menos grave que la sífilis, tiene para
ellos unas consecuencias especialmente dramáticas, ya que
provoca esterilidad.
La consternación de la princesa se torna entonces en
repulsión y disgusto y la revelación de la verdad le produce un profundo horror. Se pregunta qué va a ser del tan
esperado descendiente masculino y, por otra parte, piensa si
no va a acabar siendo ella considerada la responsable de la
falta de un heredero. Esta vergonzosa tragedia íntima se convierte así en la primera pieza del verdadero secreto de estado en que a partir de entonces se transforma la vida privada de la pareja.
Al cabo de seis semanas, la enfermedad comienza a
remitir y los dolores se ven atenuados por la masiva aplicación de inyecciones de morfina. Sin embargo, es solamente un alivio engañoso, ya que un avejentado Rodolfo reemprende sus conocidas actividades. Su barba se ha vuelto gris
y su salud ya no se recuperará jamás del mal que roe sus
entrañas. Pero es su esposa la que más sufre, y ya desencadenadas las susceptibilidades y heridos los orgullos, la existencia de los esposos no tarda en transformarse en un verdadero calvario, unidos por el común pesar de la irreparable
ausencia de un heredero. Después de algún tiempo, aumenta la intensidad de sus discusiones y escenas cada vez más
desagradables comienzan a sucederse con frecuencia.
El heredero bebe demasiado y se pasa noches enteras
en vela elaborando, junto a su primo el archiduque Juan Salvador y algunos amigos periodistas, proyectos que no tardan en adquirir un tinte peligroso para la seguridad del esta-
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do. Desde su punto de vista, el gran Imperio austrohúngaro está a punto de perecer asfixiado por el desmesurado
número de funcionarios y el peso de una rutinaria e inoperante burocracia. Sueñan con librar al país del aplastante
yugo del conformismo que le oprime y hacer lo posible por
superar los abrumadores prejuicios y la inoperante estrechez
de miras que ha pasado a definir la mentalidad de una
inmensa mayoría. Al mismo tiempo quieren quebrar la
implacable etiqueta borgoñona que desde hace siglos rige
la vida de la corte, imponiéndose sobre las voluntades de
quienes sucesivamente van formando parte de ella. Pero
mientras que el idealista e ingenuo archiduque está pensando en las posibles formas que podrían hacer despertar a
la adormecida monarquía, sus compañeros tratan insidiosamente de introducir en su mente la idea de una verdadera
democracia sin Francisco José.
Quien ejercerá una mayor influencia sobre él hasta el
mismo momento de su muerte será Moritz Szeps, director
del Neues Wiener Tagblatt, periódico liberal de izquierda,
anticlerical y tolerante en lo religioso, que se declara órgano democrático pero en realidad es impulsor de ideas republicanas. Este judío de Galitzia, inteligente y astuto, nacido
en 1834, veinticinco años antes que Rodolfo, es presentado
al heredero por el doctor Menger, su antiguo profesor de
economía. El archiduque simpatiza inmediatamente con él
y muy pronto establecen ambos una estrecha relación, viéndose a partir de entonces con mucha frecuencia en reuniones secretas, en las que tratan sobre las posibles alternativas a aplicar para modificar el orden establecido.
Abiertamente liberal, ateo y próximo a la masonería,
Rodolfo no es un príncipe como los demás. Justo antes de
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las Navidades de 1886, Moritz Szeps le presenta, siempre
en la clandestinidad, a un brillante político francés, Georges Clemenceau, que detesta sin tapujos a las monarquías
y al catolicismo y que encuentra en el heredero un futuro
monarca abierto a sus ideas. La posición del francés es bien
conocida; años antes, tras recibirse la noticia del fusilamiento del emperador Maximiliano en México, había escrito:
«Siento por todos esos emperadores, reyes, archiduques y
príncipes un odio sin piedad, como cuando en el año 93 [de
la Revolución francesa] se calificaba de execrable tirano a
aquel imbécil de Luis XVI. Entre nosotros y esa gente hay
entablada una guerra a muerte…».
La prensa es el mejor medio de poner en circulación
ideas nuevas y el archiduque colabora asiduamente con ella
e incluso un día llega al extremo de publicar un artículo
denunciando los privilegios existentes para algunas clases
sociales, especialmente la nobleza. En las páginas del Tagblatt y en las del nuevo periódico Zchwarzgelb, apoya la
alianza con Francia y con Rusia para enfrentarse a las pretensiones de Berlín. Rodolfo no oculta el hecho de que detesta tanto al canciller Bismarck como al emperador Guillermo II.
En política interior, sueña con una monarquía constitucional para Austria y Hungría, los dos estados que integran
el imperio dual, y a su alrededor una confederación de reinos unidos que agrupe a los demás territorios. Pero todos
estos compromisos personales que el heredero va adquiriendo requieren unos recursos financieros de los que carece.
Así, a la pequeña «corte» de Rodolfo acaba por unirse otro
equívoco personaje. Es el barón Maurice Hirsch, rico hombre de negocios judío, al que se relaciona con el escándalo
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de Panamá, que también salpicaría a Clemenceau, y que
financia, entre otros negocios, ese Zchwarzgelb en el que
Rodolfo difunde sus artículos. El mismo nombre de la publicación, Negro y Amarillo, parece referirse crípticamente a
los tradicionales colores de la casa de Habsburgo y la inspiración de su creación se atribuye al mismo Rodolfo. Sin
conseguir nunca una aceptable difusión entre el público, el
Zchwarzgelb no tarda en ver el final de su efímera existencia.
Desde el primer momento, la familia tiene puntual
conocimiento del «envenenado» círculo de amistades que
rodea al heredero. El archiduque Carlos Luis, hermano
menor del emperador,* que tiene una gran confianza con
su sobrino, no cesa de ponerle en guardia contra sus pretendidos «amigos», rogándole que renuncie a sus ideas y
aconsejándole prudencia en sus relaciones. El creciente antagonismo entre padre e hijo introduce un gran malestar en
las reuniones familiares. Rodolfo se queja de no ser comprendido y su padre, por su parte, le reprocha su sistemática negativa a escucharle. Tíos y primos hacen todo lo posible para normalizar la situación entre ambos, pero no tienen
mucho éxito. La verdadera tragedia de Mayerling viene a ser
así, en definitiva, el resultado final de la falta de comunicación entre estos dos hombres que, a pesar de quererse y
respetarse mutuamente, nunca llegarían a tratarse con sinceridad. Francisco José es, ante todo, un Habsburgo, mientras que Rodolfo es un Wittelsbach.
* Este hermano de Francisco José fue el tatarabuelo de la autora.
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