LOS JUGADORES DE CARTAS POR CHEMA LEZA

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LOS JUGADORES DE CARTAS
POR CHEMA LEZA
LOS JUGADORES DE CARTA
Era finales del siglo diecinueve. Francia acababa de salir de la
guerra franco-prusiana, en los campos se pasaba hambre y todo el
mundo se marchaba a las ciudades en busca de trabajo y nuevas
oportunidades. Así llegué yo a Paris, dejando atrás la aldea de
campesinos donde crecí y buscando una nueva vida en la gran ciudad.
En Paris vivía y trabajaba como sirviente en la fonda “Le croissant”,
situada en la Rue de Rivoli. Esta fonda estaba próxima al museo del
Louvre. Todo el mundo hablaba de las maravillas que había en ese museo
y de un cuadro muy famoso, uno de una mujer con sonrisa misteriosa que
llamaban “La Mona lisa”. La fonda era frecuentada por pintores que iban a
comer allí y ahogar sus penas con un vaso de vino. La vida de pintor era
casi tan dura como la de los campesinos.
Una tarde entraron en la fonda un par de hombres de aspecto muy
curioso. Uno de ellos fumaba en pipa y llevaba un sombrero de copa
redonda de color marrón. El otro, una chaqueta raída y un sobrero calado
hasta las orejas. Sus pieles estaban curtidas por el sol y sus manos no
estaban llenas de pintura como la del resto de la clientela. Eran manos
ajadas, trabajadas. No parecían pintores, sino más bien campesinos.
Supuse que habían venido a Paris como yo, huyendo de las miserias del
campo.
Buscaron una mesa apartada y se sentaron. El que fumaba en pipa
me hizo una mueca para que me acercara. Pidieron un poco de pan,
queso y vino. Ellos pagaron en el acto. -De aspecto humilde pero
honrados-, me dije. Cuando terminaron de comer me preguntaron si en el
local había una baraja de cartas. Nadie jugaba a las cartas en esa fonda.
Yo conservaba una que mi padre me había dado cuando me fui de casa.
Mi padre era un jugador de cartas empedernido. También algo tramposo,
tenía marcadas sus cartas con pequeñas figuras geométricas en la
esquina para de este modo adivinar las cartas con las que jugaban sus
adversarios y ganarles. Me acerqué al cuarto donde dormía, cogí la baraja
y se la dejé a aquellos hombres.
Estuvieron mucho tiempo jugando a las cartas y a la vez hablaban
en voz baja. Yo estaba muy intrigado y de vez en cuando me acercaba a
limpiar alguna mesa próxima para enterarme de que hablaban, pero ellos
bajaban la voz cada vez que yo me acercaba. Aun con todo conseguí
cogerles algunas palabras sueltas como “Louvre”, “Mona lisa”,
“alcantarillas”, “3 de la mañana”. De repente esas palabras se hilvanaron
en mi mente. -¿Estarían esos hombres planeando robar el famoso cuadro
de la Mona lisa?- Sacudí la cabeza para quitarme esa tonta idea. ¿Cómo
esos dos hombres de aspecto tan vulgar iban a conocer el valor de ese
cuadro?
Se marcharon cuando la fonda se cerró. Yo les seguí durante un
rato. Anduvieron por la Rue de Rivoli, hacia el museo del Louvre, de
pronto giraron en una bocacalle en dirección a los jardines de las
Tulleries. Tardé escasamente un minuto en llegar allí pero cuando lo hice
ya no había nadie. Los jardines estaban totalmente desiertos. Era como si
se los hubiera tragado la tierra. Al volver sobre mis pasos tropecé con la
tapa de una alcantarilla que estaba un poco levantada. Golpeé mi cabeza
contra la acera y me quedé inconsciente. No se cuánto tiempo permanecí
allí. Cuando recobre el conocimiento estaba aturdido, apenas recordaba
nada. Me fui a la fonda, me lavé la herida y me fui a la cama.
A la mañana siguiente me levanté algo aturdido por el golpe y
recordé lo que pasó la noche anterior, me reí al pensar lo ingenuo que era
por inventarme aquella absurda historia de dos campesinos que
intentaban robar la Mona Lisa, bajé a la fonda y empecé con mis tareas
diarias. Apenas había comenzado a colocar las sillas cuando entró mi jefe
gritando la última noticia que recorría todo Paris. Alguien había entrado
en el museo del Louvre y había robado el cuadro de la Mona Lisa. Mi
corazón dio un vuelco ¿Fueron aquellos dos hombres o era simplemente
una casualidad?. Días más tarde, en el periódico le Figaró, salieron
algunos detalles del robo. Al parecer los ladrones se habían colado por
las alcantarillas de una calle próxima al museo. Cerca de una de estas
alcantarillas se había encontrado un rastro de sangre que pensaban era
de uno de los ladrones que pudo herirse durante la huida. Curiosamente
en el lugar del delito habían dejado un naipe de tréboles y en la esquina
de esa carta había un pequeño rombo marcado. Ya no quedaba duda: los
ladrones habían sido ellos pero, ¿qué hacer? ¿Denunciarlos? El resto de
sangre y el golpe aún fresco en mi cabeza me incriminaban a mí también.
Decidí no decir nada. Pero algo en mí se removía. Había sido testigo de la
trama de un robo a un museo y nadie más conocía el aspecto de aquellos
hombres.
Poco más tarde el cuadro fue encontrado en la casa de un rico
coleccionista de Milán. Al parecer, los ladrones vendieron el cuadro a este
coleccionista por una buena suma de dinero. La venta la hicieron
ocultando su identidad y el coleccionista no pudo dar detalle de su
apariencia. Me reí porque yo si sabía exactamente cómo eran los
ladrones.
Al cabo de los años estaba paseando por la orilla del Sena, entre
los pintores que exponían allí sus cuadros en busca de vendedores,
cuando de repente me fije en uno de ellos. ¡En el cuadro estaban aquellos
dos hombres que entraron en la fonda!, el que fumaba en pipa y llevaba
aquel curioso sombrero de copa redonda y su compañero, con el
sombrero calado hasta las orejas y la chaqueta raída. Los hombres
estaban sentados en la fonda jugando a las cartas. Me fijé en el nombre
del pintor, Paul Cezanne. El, como yo, habíamos sido los testigos de la
trama del robo de la Mona Lisa. Yo conocía la historia y él, posiblemente
sin conocer la trama, la había dejado reflejada en su obra.
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