Lectio Divina - Ciclo B: 1er. Domingo de Cuaresma (Mc 1,12-15) Juan José Bartolomé Conocemos el episodio de las tentaciones de Jesús sólo por la tradición sinóptica (Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13), en la que viene situado inmediatamente después de la escena del bautismo (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22). Antes de iniciar el ministerio público, que tendrá el reino de Dios como quehacer prioritario (Mc 1,15; Mt 4,17), Jesús recibe el Espíritu de Dios y es por El proclamado hijo amado (Mc 1,11; Mt 3,17; Lc 3,22): es decir, primero, hijo; después, evangelizador. En Marcos el relato de las tentaciones de Jesús es sumario, tan escueto que lo hace inverosímil: ¿por qué el Espíritu conduciría a Jesús al desierto para que se dejara tentar por Satán? Además de tener una evidente intención moralizante, esta presentación elabora un dato que – no sólo por ser históricamente verosímil – debe tomarse en serio: la prueba sufrida por Jesús atañe a la comprensión de su misión personal, más aún la precede. Si el evangelizador ha de sentirse hijo (Mateo elaborará más este dato), el hijo ha de ser antes puesto a la prueba. En contra las expectativas populares y, quizá también, de la propia apetencia, Jesús tendrá que optar personalmente por Dios antes de cumplir su misión, anunciando el reino de Dios y la conversión. Seguimiento: En aquel tiempo 12el Espíritu empujó a Jesús al desierto. 13Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas y los ángeles le servían. 14Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: —15”Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia”. I. LEER: entender lo que dice el texto fijándose en como lo dice El relato de Marcos es breve, casi telegráfico. No obstante, narra dos hechos fundamentales en ministerio de Jesús: su paso por el desierto y su primer, y programático, anuncio del evangelio. Tras el bautismo, Jesús, recién proclamado hijo de Dios, es conducido al desierto por el Espíritu que lo posee: Dios lo conduce – ¡empuja! – hasta el lugar de la prueba, sin abandonarle en ella. El hijo de Dios ‘repite’ la experiencia del pueblo de Dios; el desierto pertenece a la pedagogía divina. La soledad de Jesús – vivir entre alimañas es sinónimo de absoluta incomunicación – no es ausencia de Dios, pues sus mensajeros le sirven. Del desierto saldrá habiéndose reencontrado a sí mismo, fiel a su Padre, y habiendo encontrado su misión personal, con Dios reafirmado en su corazón y el reino de Dios proclamado con su boca. Silenciando los motivos de las tentaciones de Jesús, Marcos se concentra en el hecho mismo: por cuarenta días Jesús estuvo al arbitrio de Satán, solo ante él y enfrentándolo solo. Que de allí saliera para predicar a Dios y su cercanía, es la mejor afirmación de su victoria personal sobre el Tentador. Una vez superada la prueba, se le abre a Jesús el mundo como meta de su predicación. El arresto del Bautista le convence de lo inminente que está Dios: el plazo se ha cerrado y no hay tiempo que perder. El por-venir de Dios, estando tan cerca, impone la conversión al hombre que lo espere: creer no queda, por tanto, al arbitrio del hombre. Conversión y fe son imperativos para quien sabe a Dios cercano. Antes de evangelizar, Jesús, a solas, probó la tentación. Sólo así se convirtió en un evangelizador probado, que pudo exigir conversión. Por haber conocido la tentación, probó la fidelidad de Dios. Por haberse mostrado fiel, podrá anunciar la cercanía del Dios fiel a los suyos. No puede evitar la conversión quien sabe que su Dios se le está acercando. II. MEDITAR: aplicar lo que dice el texto a la vida La Cuaresma, ya iniciada, es un tiempo para reflexionar sobre nuestra vida de fe, para reafirmarnos en la esperanza, para encontrar de nuevo razones para el amor; los cristianos, desde muy antiguo, han caminado hacia Jesús Resucitado, dándose un tiempo para practicar más asiduamente su piedad y las buenas obras: una oración más sincera para mejor sentir la proximidad de Dios en medio de la vida de todos los días; el ayuno y la abstinencia para enseñarse a ser más libres de las propias urgencias, siempre insaciables y siempre insaciadas, y poder así abrirse más fácilmente a la necesidad de los demás: y muy en especial, la escucha de Dios para descubrir sus exigencias y la ilusión que aún mantiene sobre cada uno de nosotros. ¿O es que no sabemos que Dios se ha ilusionado un día con nosotros, se ha hecho una idea de cómo deberíamos ser, tiene un plan sobre nosotros, que podríamos descubrir, si le prestamos mayor atención?; ¿un plan que realizaríamos, si le concediéramos tiempo y voluntad? Merecería la pena pensar sobre ello. ésta es una de las tareas que se nos presenta el tiempo de Cuaresma. Acostumbrados como estamos a mirar las cosas y valorar las personas según nuestras necesidades, tenemos a disposición un tiempo en el que podemos aprender a contemplar el mundo con los ojos de Dios: mirarnos según Él nos ve podría llevarnos a descubrirnos con más cosas de cuantas echamos en falta, mejor valorados de lo que experimentamos a diario, más queridos de cuanto hemos merecido. Es lo que hizo Jesús en el desierto, en soledad, durante cuarenta días: mirarse y quererse como Dios lo veía y quiso, como su hijo predilecto. El evangelio de hoy nos ayuda en este esfuerzo de convertirnos a Dios y a ese ideal que pensó para nosotros; nos presenta a Jesús tentado en el desierto y predicando el Reino por los caminos de Galilea. Contemplando a este Jesús, con el corazón, imaginando sus sentimientos, cuando estaba solo en tierra de nadie, e imitando su valentía en afrontar la gente desconocida para decirle que Dios les era cercano, podríamos también nosotros sentirnos cercanos a Jesús y, como él, sabernos hijos de su Dios. Nuestros esfuerzos por convertir a Dios en Señor de nuestras vidas no nos harán, quizá, mejores enseguida; pero sí que tendrían que hacernos más conscientes de cuanto ya somos: hijos, como Jesús, de Dios. Porque, ¿quién de nosotros puede sentirse lejos de un Dios que, en Jesús, ha conocido el desierto, la soledad, la prueba, la tentación? ¿Cómo no ufanarnos de tener un Dios tan cercano a nuestras penas y a nuestras penalidades, a nuestros temores y a nuestras dudas? El relato evangélico no muestra interés en aclarar el tipo de tentación sufrida por Jesús; se preocupa sólo de sus circunstancias: ocurrió en el desierto, cuando estaba solo; duró cuarenta días, un largo período, el tiempo preciso para probar su fidelidad a Dios. ¿No sorprende que haya sido el Espíritu personalmente quien condujo a Jesús al lugar de su tentación? No debería: la prueba no es una trampa para los malos; es, más bien, una oportunidad para los hijos. Nos tiene que alentar hoy ver a Jesús, el hijo de Dios, afrontando solo la prueba, en un desierto, durante cuarenta días. De un Dios así, que reconoce a su hijo en el hombre tentado, ¿cómo podremos desesperar? Y si la prueba es la ocasión para confirmar nuestra filiación con Dios, nuestra pertenencia a su familia, ¿por qué temer tanto esas ocasiones, que Dios nos ofrece, de confirmarnos como hijos suyos? La única tentación que ha de ser temida es la que no aún ha sido vencida, la que no nos ha confirmado todavía como lo que ya somos, hijos predilectos de Dios. Quien permanece fiel, quien como Jesús no prefiere sus puntos de vista, sus caminos, su autoafirmación, saldrá de la prueba en paz con las fieras, servidos por ángeles, reconocido como hijo por Dios. Quien vence la prueba – y vencer no significa hacer algo extraordinario, simplemente es guardar fidelidad a Dios – convence a Dios para que lo acepte como su hijo. Por bien poco, normalmente, perdemos nosotros el padre que tenemos en Dios. Llegamos incluso a convencernos de que, no pudiendo resistir por más tiempo, debemos ceder: nada hay de extraordinario si, después de la tentación, no logramos sentir el amor de Dios, si no podemos reconocerle como nuestro Padre. Hijo no es quien quiere, sino quien es querido por su progenitor; y Dios no se declara Padre más que de quien sale triunfador de sus pruebas. El tiempo de la tentación es siempre largo, mucho más de lo deseable, tanto como para no parecer soportable. Pero nunca eterno. No lo fue para Jesús, ni lo será para nosotros: toda prueba tiene un límite; después siempre vienen el gozo y la paz. Quien ha vencido, conoce la proximidad de Dios y se aproxima donde estén los hombres para proclamar su vivencia. Quien vuelve a Dios, quien se convierte a Él, se convierte, por lo mismo, sin esfuerzos ni cálculo, casi olvidando tantas otras cosas, en testigo de ese Dios: el tentado convertido en hijo debe predicar la conversión a los demás. Como Jesús, el cristiano que vuelve a Dios, no lo hace para quedarse con Él, aunque sería lo más seguro: se vuelve al mundo. La predicación asegura, ratificándola, nuestra conversión: hasta que no nos convirtamos en discípulos de Jesús sin complejos de inferioridad, orgullosos de nuestro Dios, seguros de nuestra conversión y de nuestra paz interior, hasta que no lo digamos al mundo, no habremos superado aún la tentación, viviremos aún en el desierto, entre alimañas…, sin ser ya los hijos de Dios que Él quiere hacer de nosotros. Volver a Dios significa hoy volverse al mundo con un nuevo mensaje. Quien recupera a Dios tiene el mundo por recuperar; los hijos de Dios llevan el evangelio del reino en su corazón y en sus labios. Lo hizo Jesús y es nuestra responsabilidad encontrar el modo de realizarlo hoy nosotros: mientras no lo hagamos, no habremos superado la prueba de los hijos de Dios, estaremos todavía en el desierto, sintiéndonos solos, entre las fieras, sin ángeles protectores. Y esa puede ser, en imagen, nuestra situación espiritual: porque no nos dedicamos a predicar a los demás lo que sabemos de Dios, porque no tenemos ánimos suficientes para presentarnos ante los demás como sus hijos, seguimos penando solos y temiendo por nuestra fidelidad. Por no atrevernos a salir del desierto y del silencio, seguimos siendo tentados. La cuaresma, apenas iniciada, puede ser una oportunidad nueva para volver a Dios Padre mediante una opción por Él sobre todas las cosas, personas, programas e ilusiones queridas. Sólo vence la prueba quien prefiere a Dios, aun a costa de 'perderse' a sí mismo. Sólo confirma haber vencido, quien vence su desgana y su vergüenza y proclama la paternidad de Dios. Tal es el comportamiento de los creyentes probados, de los hijos reconocidos por Dios: de noso¬tros depende encontrar el camino, a través de las pruebas de la vida, hacia Dios, y hacia el mundo de los hombres, probado hoy como nunca quizá. Anunciándole, con nuestra vida, nuestra conversión le pediremos al mundo la suya. Este es el camino de los hijos de Dios. ¿No es este un buen programa para esta cuaresma? Lo es, ciertamente: nos haría, como Jesús, hijos de Dios.