“Predicar en desiertos”. La Moda de Juan Bautista Alberti, “noticias continuas de su estado y movimientos” para un mundo y un mercado decimonónicos que aún no lo necesitaban Diego Labra Introducción “Escribir en la Moda, es predicar en desiertos, porque nadie la lee”, arremete Figarillo en el número 17, correspondiente al 10 de marzo de 1838. “Para qué han de leer? qué trae la Moda si no cosas que las damas estan cansadas de saber?” Fuera de contexto, esta cita se lee como la expresión aireada de un editor que se ha quedado sin recursos. No es este el caso. Sobre las líneas, reza un título: “Boletin Comico” (La Moda. Gacetín Semanal de música, de poesía, de literatura, de costumbres. Edición facsimilar [de aquí en más LM], 2011: 118 y 119). O sea, que estamos lidiando con humor. Irónico se podría agregar sin mucho espacio para error. Pero, hay más a la declaración. Porque en algún lugar de este chiste, o en todo él, detrás del reclamo, hay un filoso diagnóstico social. ¿Y quién es este Figarillo? Un joven Juan Bautista Alberdi, de tan sólo veintisiete años, quién eligió su nom de plume en homenaje a Mariano José de Larra. Figarillo, no Fígaro, “porque ese nombre no debe ser ya tocado por nadie desde que ha servido par designar al genio inimitable cuya temprana infausta muerte lloran hoy las musas y el siglo” (49). Hijo de un comerciante vasco partidario de la independencia, una criolla y la provincia de Tucumán, su biografía lo enseña impaciente y de temperamento inquieto. Más acorde a la pasión por la música y las artes que lo signaban por esos años, que al jurista y político en que devendría en los posteriores. Su educación formal se dará en lapsos interrumpidos y diferentes instituciones, e incluso países. En palabras de Felipe Heredia lo aquejaba “una aversión sin límites por los estudios”. Entre colegios, aprendió a tocar el piano y a componer obras, algunas de las cuales serían incluidas en el gacetín (9-12). Otro mundo en el cual el joven Alberdi incursionó fue en el de las letras. No sólo concurrió a su epicentro en Buenos Aires de la época, el Salón Literario fundado por Marcos Sastre, sino que intervino activamente en su organización, y “fue uno de los oradores durante el acto inaugural”. En 1837, año de tanta importancia que será nombre de su generación, decide incursionar aún más y editar La Moda, junto con “Gutiérrez, Carlos Tejedor, Vicente Fidel López, Demetrio y Jacinto Peña y Rafael Corvalán, entre otros” (15). En el “Prospecto” que encabeza el primer número, se afirma que “este papel contendrá: Noticias continuas del estado y movimientos de la moda (en Europa y entre nosotros)”, “nociones claras y breves, sin metafisica”(27), poesías, crónicas e incluso una partitura de una carilla “de aquellos nombres mas conocidos y aceptados por el público: ningun ensayo inhabil será admitido. Preferimos no publicar música, á publicarla mala” (28). Volviendo a la pregunta inicial, y en un sentido amplio como veremos más adelante al tono general de la publicación, puede ser interpretados como una burla apuntada a aquellos detractores que consideran que escribir para “mugeres” y “tenderos” es lo mismo que dirigirle a un “gaucho nuestro, un monton de injurias en ingles”. Quienes juzgan tan vano como innecesario “proclamar la sociabilidad y moralidad del arte”, “escribir en español americano” o “estimular la juventud al pensamiento, al patriotismo, al desprendimiento” (LM, 2011: 119 y 120). Mas en la diatriba también se puede encontrar, si uno esta dispuesto a ello, una cuota de autocrítica. Algo de frustración que encontró su camino a la tinta antes que la pluma tocara la hoja ¿Qué tan cierto es que, como las “malas lenguas” dijeron, nadie lee La Moda? Y lo que es de mayor relevancia ¿Por qué? ¿Qué nos dice esto del mercado editorial porteño de 1838, de los lectores que lo componen, de sus prácticas? Su andada es corta, veintitrés ediciones a través de los seis meses que van de noviembre de 1837 a abril de 1838, es una cifra magra a estándares de hoy, que no obstante debe ser contextualizada. En la época y estado del mundo impreso del Buenos Aires recién independiente, la mayoría de las publicaciones cerraban tras una cantidad similar de ediciones, con contadas excepciones. Como la Gazeta de Buenos Ayres, que se sostiene en el tiempo en su calidad de órgano oficial del gobierno. Nuestra pregunta por La Moda, es una pregunta por su lector ¿Quién la leía, si es que alguien lo hacía? Y ya adentrándonos en territorio metodológico ¿Podemos encontrar ese lector en el texto? Trabajando con una versión facsimilar de la publicación accedemos a una materialidad símil a la que se enfrentaba el lector original, pero nos esta vedado encontrar marcas peculiares como lo son la marginalia y otras huellas del hábito lector. Marcas que de todos modos no conozco existan en colección alguna de La Moda, y que son raro hallazgo en el mundo de la heurística bibliotecológica argentina para el siglo XIX, como señala Parada (2007). El desafío en el presente capítulo es, en gran medida, buscar ese lector. ¿Y si la respuesta es negativa? ¿Si “nadie” leía La Moda? Entonces el interrogante cambia ¿Como se explica que exista una revista que no tiene quién la lea? ¿Un producto sin quién lo consuma? Como nos recuerda De Diego en una paráfrasis de Bourdieu, “objeto de doble faz, económica y simbólica, [el libro] es a la vez mercancía y significación”. “Podemos suponer”, sigue, “que el concepto de industria cultural, atribuido a Adorno, tuvo, hace sesenta años, la tensión semántica que constituye un oxímoron; hoy ya no la tiene: el concepto industria ha terminado por imponerse al de cultura…” (2006; XI). Aunque no tan desarrollada, esa misma tensión estaba presente en la incipiente imprenta del siglo XIX, y es ese mundo que la publicación periódica que aquí trabajaremos navegaba, en su doble cualidad. Producto y cultura a la vez. La imprenta y el impreso en el mundo decimonónico: contexto y una postura teórica La imprenta ya no era novedad para 1837, siendo introducida por Gutenberg a mediados del siglo XV en la región de Alsacia. Pero las ruedas de la historia no siempre son ágiles. “Europa occidental adquirió las artes literarias sólo después de un lento y doloroso proceso” (Martin, 1992 :15). La vida de las primeras imprentas no fue prospera. Después de todo, producían un bien novedoso, que distaba de contar como primera necesidad para la gran mayoría de lo habitantes de una Europa que apenas comenzaba a poder ver más allá del medievo. Weill encuentra que “las primeras imprentas tuvieron a menuda una vida difícil, pues los libros confeccionados lentamente por ellas, vendidos caros a una clientela restringida, no les aseguraban un ingreso suficiente” (1962: 9). De allí que deberían recurrir a otras formas impresa, tales hojas de noticias y panfletos, para poder mantenerse en negocio. Desde temprano los Reyes Católicos reconocieron el potencial y el peligro que el impreso representaba por lo que “ordenan la Nueva Real Pragmática (1502), que establece que «no se imprimiese libro alguno sin previa licencia real, quedando encargados para dar la orden respectiva, fuera de la sede real, los Presidentes de las Cancillerías de Valladolid y Granada y los Obispos de las diversas diócesis»” (Tagle, 2007: 223). De allí que “a comienzos del periodo colonial en la América española, unos setenta años o menos después de la invención de los tipos movibles por Gutenberg, los libros aún mantenían su reputación como fuentes de conocimiento infalibles y testimonios de la verdad histórica” (García y Rueda, 2010: 62). En este mismo espíritu la imprenta desembarca en tierras americanas, asociada principalmente a los jesuitas y su esfuerzo por evangelizar a los indígenas (Tagle: 231), siendo reguladas por el poder virreinal bajo el cual obrara cada misión en específico (232). Este no era un panorama demasiado auspicioso para la difusión del impreso, y se convirtió en más hostil con la expulsión de los jesuitas en 1767. La única máquina residente en el actual territorio argentino, la cual había arribado en el mismo siglo a las misiones guaraníticas (232), fue enviada a Córdoba, para ser usada por la Universidad. Allí permanecerá hasta que Vertiz cree la Real Imprenta de los Niños Expósitos en 1780 (237), ordenando que se la lleve a Buenos Aires. Por lo arriba escrito no intentamos restarle al impacto histórico a la imprenta. Sino poner en relieve que, por más moderna que sea en esencia la imprenta, su invención se dio en el Antiguo Régimen. “El germen de su futura destrucción”, parafraseando en forma libre a Marx y Engels. Lo que significa que el ritmo de su desarrollo y difusión se vio regido por tiempos económicos diferentes, pre (o proto)capitalistas. La potencial oferta atrofiada por la ausencia de demanda, de necesidad. Lo que nos lleva un segundo punto: la irrupción de la imprenta y el impreso es parte de un proceso mayor que tiene en un extremo al mundo de los estamentos y el feudalismo, y en el otro, unos cuantos siglos después, el capitalismo y la modernidad (dos términos que no terminan de superponerse cómodamente, y generan tensión a través de toda la ponencia). Sólo en este marco nos es posible comprender el impreso y su desarrollo. Martin lo resume al decir que “con la aparición de la imprenta, el libro, un objeto equívoco, se convirtió en objeto de mercancía y las ganancias capitalistas en una fuerza impulsora de la cultura” (28). Esta es nuestra postura frente a la historia del impreso, o de la cultura en general, y su capacidad de servirnos como plataforma analítica. Una analogía apropiada puede ser trazada con el trabajo de E.P. Thompson (1989), “Tiempo, disciplina de trabajo y capitalismo industrial”. El reloj de bolsillo en sí, la reliquia, no nos dice nada. Pero puesto por el historiador ingles en el contexto de las relaciones en que fue producido y consumido, se transforma en revelación, una mercancía que alteró la forma en que las personas concebían y vivían sus vidas. Koselleck (2004) nos pone justamente detrás de la pista de esta transformación en la experiencia, en la conciencia histórica. Como resultado de su práctica en el campo de la historia de los conceptos, dilucida la mecánica del cambio hacía la modernidad entendida como la separación creciente entre lo que él llama espacio de experiencia y el horizonte de expectativa. El espacio de experiencia (pasada), el repertorio social de conocimiento de lo acontecido, única regla con la cual medir lo que vendrá, ya no sirve para predecir el mañana. El horizonte de expectativa se dispara. Siendo la Revolución de 1789, el hecho moderno por antonomasia, el más claro ejemplo ¿Quién podría haber imaginado ver la cabeza del rey de Francia guillotinada por sus propios súbditos? En este hueco siempre creciente entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa es que germina la nueva libertad del hombre, y en el mismo centro, su deseo. De la misma manera, cuando Anderson (1993), analiza el surgimiento de sus “comunidades imaginadas” (el autor piensa en la nación moderna como marco, pero un espacio de naciones es también un espacio mundial donde ellas se relacionan), como “un organismo sociológico que se mueve periódicamente a través del tiempo homogéneo, vacío”, esta poniendo el dedo sobre una de las caras de este proceso. Y no en vano describe los efectos de dos artefactos o “formas de imaginación” típicamente modernos que florecieron en el siglo XVIII, el periódico y la novela, como pruebas de como cambió el marco en el cual los hombre se imaginan (y en respuesta al cual actúan) (47/48). Porque cuando “Friedrich Justin Bertuch, an editor in Weimar and a friend of Goethe”, en su “Journal des Luxus und der Moden” (Förster-Beuthan, 2010: 2), quién anticipa en cincuenta años a la publicación de Alberdi, desde “an anthropological perspective, argued that the human desire to shape his or her outer appearance is a ‘natural’ desire and should be cultivated in a bourgeois society, not only in order to enhance social communication and as a means of inoculating passions” (4), sabemos mejor. A través de la apropiación crítica que el marxismo ha hecho de las herramientas del psicoanálisis (Jameson, 1982) podemos ver más allá de esta naturalización, e identificar que lo que aquí está en juego es un nuevo deseo, o por lo menos una nueva configuración de él. Como resultado de las relaciones de producción capitalistas, hace de su objeto de deseo dilecto, y aquí regresamos al comienzo, a la mercancía mistificada. En las más aptas y sintéticas palabras de Lukács (1970), “problema del fetichismo de la mercancía es un problema especifico de nuestra época y del capitalismo moderno” (111). Apoyándose en Marx, describe como opera detrás de ese fetiche el fenómeno de la cosificación, a través del cual el carácter social del trabajo puesto en el objeto, mediante la alienación de las relaciones de producción capitalista, es proyectado en el material, la mercancía (113). Aquí en la intersección entre el deseo y sus discursos, el impreso como mercancía, mercado y modernidad, es desde donde comenzamos a pensar el problema de La Moda. Que expresado en otra forma, más teórica y general, podría decirse como la cuestión de la relación entre el desenvolver de la conciencia y el desarrollo de las bases materiales a partir de las cuales la sociedad de produce y reproduce. La clásica pregunta por la “correspondencia”. A simple vista, podemos decir que La Moda parece estar fuera de lugar. Cosmopolita, en años de nacionalismo prepotente. Banal, o por lo menos presentándose como tal, en tiempos donde la discusión política parecía ser el único tema merecedor de tinta. Moderna (o capitalista, o los dos) en su vocación, para una sociedad que ya no era colonial, pero tampoco terminaba de ser lo que fuese que terminaría siendo ¿De que sirve la noticia de las últimas modas europeas sino es para saber distinguir mejor en la tienda y en el mercado que cosa comprar y cual no? ¿Qué razón de ser tiene un “periódico literario” (Martino, 2008: 3) si no regala a los consumidores una herramienta más a la hora de escoger una mercancía cultural? La moda, en el sentido moderno del término, es cuestión de mercancías y consumidores. Propio de un ambiente urbano, también. Para que vestirse a la moda surta efecto, debe ser visto por otros. Eventualmente, incluso escrito, publicado y discutido ¿Cuántas de estas eran necesidad de los lectores argentinos decimonónicos? ¿Quiénes eran los lectores? ¿A quién escribían Alberdi y sus compañeros? La respuesta a estas preguntas no es necesariamente la misma. La Moda: Una lectura moderna De sostenerla en la mano, La Moda aparece como una publicación atada a los avatares de su tiempo. Una baja calidad y cantidad de papel, prácticamente ningún adorno o imagen, tirada pequeña, circulación por sistema de suscripción, y finalmente una vida corta, producto por sobre todo a los últimos dos puntos. Opta por un formato pequeño, el cual se alterará en los números finales, que sea por costo o predilección marca una forma de leer. La edición facsimilar reproduce la apretada letra negra que no deja espacio alguno para principiantes. Más si tenemos en cuenta que hablamos de un mundo que aún desconocía la energía eléctrica. Al cierre de la edición se incluía un “Boletín Musical”, acompañado “indispensablemente é´de un Minué, ó de una Valsa, ó de una Cuadrilla, siempre nuevas, de aquellos nombres mas conocidos y aceptados por el público” (LM: 28). Una característica interesante que permite a la revista una pretensión integral: no sólo se criticará arte, se incluye también. Es a la vez una elección prescriptiva, pues restringe una parte de la publicación, o toda ella, a un público que no sólo este versado en el lenguaje musical, sino que también posea el instrumento para ejecutar dicha pieza. Luego está la cuestión del nombre. Aunque Yvonne Förster-Beuthan (2010) encuentre un antepasado mucho anterior a los que enumera Perrone en el prólogo (LM: 17 y 18), el bautismo no deja de ser innovador. Tanto que, al igual que el ya nombrado Bertuch, el joven Alberdi debió defender su elección. Dentro de la prosa irónica de Figarillo, la moda se acomoda primero como algo importante, aquello de lo cual es digno esfuerzo hablar y publicar una revista. La moda ocupa el cerebro del hombre, y prescribe sus prácticas. Rige la pluma del cronista que la detalla en el papel. Como no deja de iluminar Horacio Gonzáles en el prólogo de la edición facsimilar, “lo social es lo indiseminable” (7). Y para aquel que aún reserve dudas, en ese mismo número se incluye un desglose de la “moda punzó”, impuesta por el federalismo de Rosas (40). Pero al mismo tiempo, la moda es superflua. Figarillo es él y no Fígaro porque, nos dice, “no entro tan en lo ondo de las cosas y de la sociedad como el Cervantes del siglo 19. Yo no me ocupo sino de frivolidades, de cosas que á nadie ván ni vienen, como son las modas, los estilos, los usos, una que otra vez las ideas, las letras, las costumbres, y asi, cosas todas de que los espiritus serios no deben hacer caso...” (LM: 49). Esta es la maldición de Figarillo, quien hace de su deber reportar detrás de las líneas enemigas, hablarnos de la realidad pero no la que debería ser sino la que es. Por eso sólo nos puede hablar con ironía y humor, el lenguaje donde pueden convivir la descripción y la crítica; la objetividad y el desprecio. Pero la moda no es el único tema recurrente en la publicación. Lo que es más, una lectura con voluntad taxonómica podría clasificar los escritos publicados bajo solo un puñado de titulares. Uno claro es la pugna entre español y americano/ hispano y extranjero. Herencia o innovación. Lo que España nos ha legado es “horror al árbol de la ciencia...” (LM: 50). En la hispanidad se reconoce lo peor de lo americano, como espejo y como raíz. Y si bien puede ser que la guerra este ya ganada, aún es vecino quien piensa que “los hijos no deben saber mas, ni deben ser mejores que los padres. Esa pretension […] es la causa verdadera de la desmoralizacion de nuestras Americas” (131). Lo extranjero, en oposición, siempre aparece como producto o productor de transformación. Sea lo francés, con su sabor revolucionario; lo ingles y norteamericano, tan civil y de avanzada técnica (63 y 64); o la renovada Alemania pos 1830 (64). La conexión romántica se da con facilidad, pues entre los editores figuran varios nombres de la generación del ´37, que el sentido común historiográfico designa el baluarte nacional del romanticismo. En su vertiente americana, claro está, más proclive al nacionalismo que al Sturm und Drang. Pero la revista se resiste al encasillamiento. En el número ocho, se proclama en primera persona desde la redacción, “ni somos ni queremos ser rómanticos“ (LM: 67. Resaltado en el original). Como señala Ghirardi (2004), los redactores de La Moda se consideran superadores del movimiento, y antes se inscriben en un socialismo de raigambre francesa. Constantemente se oponen al “triunfo del individualismo“, que no es otra cosa que la “negacion de la vida y de la unidad universal“ (LM: 67). Critican a la obra de arte “incompleta y egoista“, que “no espresa una necesidad fundamental del hombre, ni de la sociedad, ni de la humanidad, ni del progreso” (36). Ante un Buenos Aires poblado por tantos “hombre hormiga“(156), cultores del individualismo económico y deseo de ganancias, La Moda escoge adherir a los valores de la democracia republicana con “inspiración socialista“. Pero los de Alberdi quieren superar el pensamiento romántico con las mismas herramientas que les fueron provistas por el romanticismo. Esto es especialmente transparente si seguimos a Ghirardi (2004), en que su principal insumo acerca de socialismo fue Pierre Leroux, quien entendía el término como “un ferviente anhelo de solidarismo social; un íntimo y místico sentimiento de progreso social , libertad e igualdad; una toma de conciencia de la existencia del pueblo y de sus necesidades...”(25). Esto es clave cuando en la fe que la generación del ´37 sostenía de resolver la tensión pueblo/público, tan cara a los pensadores decimonónicos autóctonos, haciendo del primero el segundo, Batticuore (2005) reconoce “la imagen romántica (y no ilustrada) del pueblo como público” (31). Martino señala que La Moda traducía la cuestión en la identificación de “dos clases, o mejor dicho, dos estadios de pueblo: el pueblo masa y el pueblo representativo”, siendo la meta la transfiguración. Es sobre esta confluencia de ingenuidad romántica, voluntarismo socialista y el diagnóstico de que era necesario reemplazar la estanca herencia hispana, que se construye tanto una vocación “pedagógica, cívica y cuasi religiosa” (Martino, 2008: 3), como al interlocutor popular, la imagen del lector. Lo cierto es que La Moda no pretende timidez a la hora de referir su misión popular, ni de sus buenas intenciones. La revista “es, ó procura serlo, la aplicación continua del pensamiento á las necesidades sérias de nuestra sociedad” (LM: 123). “La utilidad es toda de la patría”, o el pueblo, donde “los lectores pagan la imprenta, y los escritores la redaccion: el trabajo es comun”. En la columna contigua y a lo largo de varias páginas, bajo el título “BOLETIN COMICO” que abre a lecturas ambiguas, Figarillo declara a la publicación como “un papel popular” en la forma más oblícua e irónica posible (LM: 124). Una de las armas didácticas predilectas en La Moda era el humor, encarnado usualmente en el tono irónico de Figarillo. “¿Para que la han de leer? la Moda no dá de palos, no dá oro: solo debe á las pocas risas que se le escapan, los pocos lectores con que cuenta” (LM: 118 y 119). Toda la revista, y no sólo el “Boletin Comico”, pueden ser leídos en clave paródica. Entonces La Moda ¿Es para aquellos que saben que son “buenos modales irse del teatro antes del sainete”? ¿O es un remedo de esos mismos modales? Quizás ambos. En el número dieciocho admite la redacción que “la frivolidad de sus primeros números pudo representar visos de seducción mercantil”. La noticia y el consejo aparecen entonces como publicados en forma sincera, aunque la intención descubierta en este nuevo aviso le da un sabor retroactivo de ironía. Pero si “se intentó seducir lectores”, no fue para “sacarles su dinero, sino para hacerles aceptar nuestras ideas” (LM: 123). Aclarado esto, no todos los lectores son igual de valiosos para La Moda. La sociología irónica de “Un papel popular” pone por encima al “tendero” (LM: 124) que al españolísimo y sabio “D. Hermogeniano” (126). Una preocupación constante es “esta generación jóven [que] se está criando muy rústica y muy abandonada“. “No parece que fuera hija de quien es“, lamentan los redactores (132). Lo que es más, la juventud misma aparece como un valor a sostener: la transformación se describe en estos términos metafóricos, como “el jóven Buenos Aires que se levanta sobre el Buenos Aires viejo” (123); la Argentina ostenta como ventaja su “precoz y ardiente juventud” (LM:51). Otro desplazamiento de la autoridad desde la herencia de Antiguo Régimen a la modernidad rupturista. En el número 15, se reproduce una misiva firmada por “Uno del pueblo”, que se descarga contra la noción de “urbanidad”. “¿Es verdad, Sr. Editor, que para ser una persona urbana, sea indispensable el gastar esos estilos estremados, esos gestos y contorsiones de femenil pulcritud, esas cortesías tiernas y sentimentales, ese andar equilibrado, como de volatín, ese hablar exánime, imitacion de muger hipocondríaca, ese vestir mas cuidado y prolijo que el de una coqueta de mal tono?”, pregunta de mal talante el lector. Pero si Alberdi reproduce integra la reaccionaria carta, es porque acuerda con los valores que en última instancia promociona. Porque según este lector, la “juventud linda” no es la “urbana”, sino la “juventud fuerte”, “industrial, patriota, guerrera” (LM: 105 y 106). “Que las niñas, que los jóvenes, que las Señoras, que las personas todas de mundo nos lean con frecuencia...“ (LM: 124), incitan desde la página, poniendo célebremente en primer plano a las mujeres (Ghirardi, 2004; Martino, 2008). Sea ésta una bandera romántica (Batticuore, 2005) o sansimoniana (Ghirardi, 2004), se construye a la mujer como condenada a permanecer “estacionaria” cuando todo cambia a su alrededor. En la mayoría de los números se le habla directamente, con incitaciones a alcanzar “su verdadera condicion social” (LM: 51). Este carácter potencial es constantemente subrayado. Lo que esta en juego es lo que la mujer “puede llegar a ser”. De allí que en el discurso aparezca aparejada con los jóvenes, compartiendo su estatus de minoridad sociopolítica. En los sucedáneos artículos ellas son referidas como “bellas” (75 y 114), “dulzura” (51 y 57), “bello sexo” (51 y 71), etc. “El paternalismo intelectual se sintetiza en la metáfora del adolescente que necesita ser instruido” (Martino, 2008: 8). Pero esto significa necesariamente que la mujer sea cosificada, como queda claro en “Ventajas de las feas” (LM: 140-142). El discurso dirigido al sexo femenino es una, sino la principal, de las “chanzas” que configuran la estrategia de mercado desplegadas por Alberdi. Desde el nombre mismo, pasando por la sección “Moda de Señoras” y la preocupación en general por lo lindo y actual, la poesía “bella”, “pueril y frivola” (36), y los constantes escritos pedagógicos que la tienen como sólo destinatario, la revista toda se construye como un intento de “seducción” para “hacerles aceptar nuestras ideas” (123). Es una decisión tan estratégica como altruista. Mientras más compren, aunque sea engañados por “frivolidad” aparente, más serán alcanzados por “la inteligencia de las ideas y las habitudes mas propias de este siglo” (124). La “muger” se apresura a desestimar “las cosas filosóficas” y “políticas” “tan aburridas, tan cansadas”. Son los “géneros nuevos”, de lo que quiere leer ella, “de modas, de paseos, de personas, de tertulias, de cuentos, de peleas, de casamientos, de partos, de bautismos” (125). Leyendo esta ironía de Figarillo sin sentido del humor, quizás el costo de la ilustración tal vez sea el engaño. Predicando en desiertos: el problema del mercado Se hace evidente que, a pesar de que La Moda “no ha sido establecida con mira de un lucro pecuniario” (LM: 123), a sus editores no les faltaba sagacidad para leer el mercado lector, sus potencialidades y sus límites, que no son pocos. De ahí la cita y diagnóstico que abre el capítulo. Martino avala la intención popular del impreso “en un sentido material (“a costa de un pequeñísimo precio”) como intelectual”, su “amplia difusión pretendida y al programa de adaptación de contenidos” (2008: 6) ¿Pero hasta donde esta imagen tenía un asidero real? ¿O el programa desmedido puede ser atribuido a la percepción equívoca de “la imagen romántica (y no ilustrada) del pueblo como público” (Batticuore,2005: 31)? Yendo hacía los datos duros del panorama editorial, el clásico de la historia del libro autóctona, “Libreros, editores e impresores de Buenos Aires. Esbozo para una historia del libro argentino” (1947) de Domingo Buonocore, nos dice que la herencia del pasado colonial no era mucho sobre lo que construir. “Pocos libros se escribieron y menos aún se imprimieron”, sentencia taxativamente el autor, producto de las “las leyes restrictivas de Indias” (1). Acercándonos al Buenos Aires que vivió el joven Alberdi, para mediados de la década del '20 se registran “cinco librerías”, y “las imprentas en ese año de 1826” eran dos manejadas por el Estado, la Argentina y la Estevan Hallet; más la de Jones y la de Miller, en 1827, “de vida efímera”, y la imprenta La Libertad, fundada en 1833, “establecimiento que continua hasta fin de la dictadura” (20). “Por entonces, la venta de libros [todavía] no existía como actividad comercial especializada…”. Cierra Buonocore el oscuro lienzo una pincelada negra más pues “el renacimiento cultural que se advierte bajo la acción estimulante de Rivadavia, fue luz efímera que pronto comienza a declinar, al asumir Rosas el gobierno...” (21). En los años que nos separan del diagnóstico de Buonocore, la historia del libro y de la lectura se ha desarrollado extensamente, siendo las obras de Chartier (1994, 1999) y Darnton (1991, 2009, 2010) las más consultadas. Nuevas miradas han llevado a búsquedas documentales renovadas que indagan donde antes se ignoraba, así como se dota al historiador con otras herramientas con las cuales interpelar las fuentes en sus manos. Donde antes que buscaba ruptura, hoy se aprecia el proceso. Donde se contaban cantidades, se apunta a reconstruir las prácticas. Allí donde antes se lamentaba la magra producción de la Real Imprenta de los Niños Expósitos y la falta de alfabetismo, hoy se rescata que “junto con la cultura letrada que comenzó a manifestar en los hábitos de lectura y escritura un vehículo significativo para el ejercicio del poder político, coexistió una cultura basada en la oralidad que no sólo amplió el marco de influencia de los escritos, sino también –en conjunción con aquella- operó como mecanismo reproductor y formador de opinión (Gentile, 2002: II). Aun así, la imagen del mundo impreso autóctono decimonónico no ha cambiado demasiado. Batticuore (2005) encuentra que en 1829 “la ciudad cuenta con algunas imprentas locales y ocho librerías importantes...” (42). Gentile (2002) reconoce que “un obstáculo para la edición de periódicos fue la costosa financiación de los mismos” (111). Cavalaro (1996) nos refiere como Moreno hacia leer su Gazeta en la Iglesia, pues el papel disponible no alcanzaba para el nivel de difusión deseado (14). La potencia impresora de Buenos Aires ya no se restringía a una sola máquina como a inicios del periodo independiente, pero aún se estaba lejos de poder encontrarse conformado un mercado moderno del impreso. Esto acaecerá décadas después, cuando “las transformaciones políticas, sociales y económicas que se cristalizaron alrededor de 1880 marcaron un proceso inédito de modernización”(Sagastizábal, 2002: 13). El mundo de los impresos y la lectura en el que La Moda es introducida era entonces uno con complejidades y matices. Constaba de sólo un puñado de comercios y aún menos imprentas, dependiendo la mayoría de ellas de la financiación del Estado. Lo que pone un límite real tanto a la cantidad de ejemplares que pueden circular, y en estrecha relación, al precio que se puede cobrar por ellos. Para la publicación estudiada aquí, y todas las otras revistas de la época, esto se traducía en un régimen de distribución por suscripción personal (Gentile, 2002: 111 y 112) que terminaba de configurar un esquema de consumo sumamente restrictivo. Más allá del panorama editorial, la posesión o no de la habilidad de leer, y en este caso también leer música, son límites reales a las posibilidades de hacerse con el contenido publicado. Sin contar por supuesto con el más inmediato escollo de costear los doce reales semanales. Hacia mediados del siglo XIX, estas son dos barreras reales para que los sectores populares que tanto quería educar Alberdi pudieran acceder a su lección, sin señal de cambios en el horizonte inmediato. “Durante el periodo rosista la escuela pública sufre un retraimiento importante a partir de la disminución progresiva del presupuesto que el gobierno le asigna. De hecho, en 1838 la educación elemental desaparece como un gasto público e inevitablemente las escuelas deberán cobrar aranceles a sus alumnos para mantenerse”. Batticuore (2005) luego matiza la imagen marcando que “aunque este movimiento marca el fin de la enseñanza obligatoria y gratuita instaurada por Rivadavia en la década del 20”, “los índices de escolarización de la población de Buenos Aires lograrán seguir no sólo estables sino que también en aumento, gracias al crecimiento del sector privado...”. Pero esto sólo se aplica a los sectores pudientes capaces de costarlo. De modo que cuando señala que el índice de porteño de “casi a un cincuenta por ciento, cifra que se reparte en manera muy pareja entre los hombres y las mujeres”, “resulta bastante alta comparada con otros centros capitalinos de América Latina e incluso Europa.” (89 y 90), cabe preguntar qué cincuenta por ciento. Sabemos de circuitos alternativos. Di Meglio menciona a las iglesias como el ámbito por excelencia donde la “plebe” podían enterarse, por medio de la lectura en voz alta, de los “comunicados de la Junta en bandos y los comentarios influyentes de la naciente prensa oficial” (2006: 95). Pero persiste el problema del contenido ¿El humor y la sátira podía ganar interés donde las referencias a Byron, Shakespeare y el tono general culto (Román, 2003: 443) podía llegar a perderlo? ¿Cómo es posible entonces, en este estado de las cosas, la existencia de estos hombres con un ojo tan hábil para el mercado en una sociedad que alberga tan pocos hombres preparados para leer su revista (Román, 2003: 443)? Suponiendo, y aquí dibujaremos a trazos gruesos para forzar la contradicción, que la conciencia o forma-de-ser-en-el-mundo moderna depende a grades rasgas del desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción; y acordando que el estado de cosas en el Buenos Aires es tal que cualquier emprendimiento impreso se derrumba por sí mismo por la ausencia de un mercado que lo sostenga ¿Cómo es posible que existan estos hombres americanos ilustrados que arrogan tener sensibilidad moderna, y ciertamente poseen las bibliotecas para respaldar tal reclamo? La misma sensibilidad que intentan transmitir a las masas mediante a empresas de publicación condenadas al fracaso ¿En donde son producidos esos libros, esa experiencia? Proponemos que durante los años formativos de la Argentina, coexistieron dos mercados del impreso, o mejor dicho, uno ya formado y otro tan subdesarrollado que se apresura a tacharlo de inexistente. Esto es posible sólo si pensamos a la América, preindependiente o recién independizada, como parte de un sistema mayor. Una unidad global que la era de la exploración naval del siglo XV abrió por primera vez y que el desarrollo del capitalismo en el mismo siglo XIX comenzaría a solidificar de formas antes inimaginables. Estos europeos en América o futuros americanos, pendientes de los cambios que transformaban a Europa, los cuales probablemente experimentaron en carne propia residiendo, estudiando o vacacionando en el Viejo Continente, poseían la necesidad de leer. Sean las noticias comerciales del mundo por cuestiones puramente económicas, o los últimos avances en la filosofía política en una vocación humanista. Ante la incapacidad de satisfacer esta necesidad tan moderna en forma inmediata por ausencia de un mercado local, recurrieron a la importación. La introducción de producción impresa extranjera ya de por sí hubiese sido una cuestión engorrosa debido a las restricciones comerciales, pero el principal obstáculo, en especial para los impresos más “modernos”, lo presentó la censura estatal y eclesiástica (Buonocore, 1947). Mas la necesidad es la madre de las invenciones, y de todos modos, el contrabando no era nuevo para los porteños. Se articuló un mercado negro y sus derivados, traducciones y ediciones clandestinas por ejemplo. Por más limitado y restringido que se puede argumenta fueron, constituyeron el primer mercado del impreso que operó en Buenos Aires. Son prueba “los registros de embarques, y mucho más, las numerosas bibliotecas privadas, los legados y los inventarios que se han conservado de aquella época” (Maeder, 2001: 10). Los libros ilustrados arribaban a América en un contrabando de ideas, llevado a cabo personas como Belgrano o Lavardén, “disimulados en el equipaje”, con “portadas falsas”, “encuadernaciones con títulos ficticios”, y “otros disimulos semejantes” (16). Debajo de la vigilancia de “las leyes restrictivas de Indias; la doble censura laica y eclesiástica...” (Buonocore, 1947: 1) bullía un submundo de impresos ilegales y lectores clandestinos. Si bien diferente en naturaleza al descrito por Darnton en Edición y subversión. Literatura clandestina en el Antiguo Régimen (2003), su consecuencias eventualmente serán tan significativo al panorama político y social local, como lo fueron los folletines difamatorios y pornográficos que circulaban a escondidas por los bajos parisinos. Para los años de Alberdi y La Moda, este tráfico se había traducido en un sector de la población empapado, e incluso criado, con las ideas y debates europeos, aunque cuando nunca hubiesen pisado fuera del continente. Mariano Moreno es un ejemplo. Paradójicamente, los resultados de la Revolución de Mayo condenan el mercado diferenciado que tanto peso tuvo en su fruición. Al hacer obsoleto el disimulo del contrabando, y generar nuevas demandas políticas y sociales tanto como económicas, abrió el horizonte de un mercado local del impreso en el cual participe ahora el completo de la población, ya no súbditos de segunda clase sino ciudadanos de la flamante republica. De todos modos un estudio más detallado probablemente compruebe la supervivencia de este mercado de impresos, antes clandestino y ahora libre de operar bajo la bendición de Mayo, por lo menos en los primeros años independientes. Pues la industria nacional del impreso seguirá a la saga de los paladares de los más ilustrados, acostumbrados a las últimas novedades europeas y los idiomas extranjeros, por unas cuantas décadas más. Lo que es más, las editoriales terminaban “dependiendo la mayoría de ellas de la financiación del Estado. – el resto se vio limitado a sostener con suscriptores o con fortunas la edición de los mismos” (Gentile, 2002: 111 y 112). Planteando el interesante problema de la relación entre mercado de impresos y Estado, de especial interés en los años de La Moda cuando gobernaba Buenos Aires el infame Juan Manuel de Rosas. Para Buonocore (1947), “…el rosismo se caracterizó más bien por censurar la circulación de las ideas no oficialistas y por proscribir a los intelectuales que se le opusieron” (33). Una verdadera edad oscura en que las librerías “vegetan oscuramente sin libros y bajo la mirada vigilante de la censura oficial” (25). “Por el contrario, la Organización Nacional, que siguió la caída de Rosas, trajo la libertad de prensa” (33). Obviando la clara animosidad, este es a rasgos generales el consenso (Batticuore, 2005; Cavalaro, 1996). Significativamente, los trabajos que no trabajan sobre esta hipótesis son aquellos que en lugar de lidiar con la literatura o los papeles políticos versan el tema de la gauchesca (Rama, 1982; Lucero, 2003), género popular por excelencia y que fue una arena más en la que se combatió la batalla entre unitarios y federales. La posición diametralmente opuesta, e igual de afectada, es sostenida por Gabriel Oscar Turone (s/f), quien opina que “los debates historiográficos oficiales omiten referirse a las publicaciones editadas en los días de la Confederación Argentina, seguramente para evitar llevarse la sorpresa de que, aún en la “barbarie”, la gente leía y también se interesaba en el conocimiento de las culturas de otros lugares del mundo”. Incluso, en ese texto, caracteriza a La Moda como una publicación creada “a instancias de fervorosos federales que, años más tarde, tomaron partido por el unitarismo liberal y masónico”. No intentaremos tomar partido aquí, bien por falta de datos y porque no es el objetivo de este análisis. Pero si tentaremos la cuestión con una pregunta: ¿Por qué en lugar de pensar a la acción política como causa unidireccional del sufrimiento del mercado de impresos no contemplar la ecuación opuesta? La censura y el control de Rosas fueron reales, lejos estamos de negarlo, pero tuvieron tanto efecto debido al estado del mundo impreso en Argentina. En su subdesarrollado fue incapaz de sostenerse a sí mismo, pues sólo le era posible existir a una porción de las imprentas, las más estables y mayor continuidad, con el subsidio estatal. En este estado de cosas, es obvio que la voluntad del Estado tiene la palabra final sobre la circulación de impresos. Diferente hubiese sido si existiese para esos años un mercado desarrollado, no sólo en imprentas sino en lectores, consumidores. Es por esta razón que un trabajo intensivo sobre la relación entre el mercado impreso y el Estado es de suma importancia. Regresando a lo que propusimos más arriba funcionó de facto como un sistema de mercados diferenciados, su coexistencia generó un efecto que podríamos llamar, sin mucha intención de rigor y con el permiso de Trotsky, una suerte de desarrollo desigual y combinado de la cultura impresa. Es aquí donde el problema del desarrollo técnico y de la industria del impreso se trastoca con el de las relaciones de producción, lo que es decir de clase. Es apta aquí la definición del filósofo de la tecnología, Andrew Feenberg (2005), quien la concibe como “the consequences of persisting divisions between classes and between rulers and ruled in technically mediated institutions of all types” (48). De allí que exista una elite que no sólo se diferencia por su posición con respecto a los medios de producción, sino que, precisamente por eso, está habilitada a un consumo diferenciado de cultura. Son estos hombres y mujeres, por lo menos los mejores de ellos, quienes responden a los cambios que conmueven América y Argentina intentando poner en circulación este capital acumulado. Este desfase de sensibilidades, de necesidades, se traduce en la introducción a la arena de un mercado prácticamente nulo de la oferta de un producto para el cual, por más idóneo que fuese en términos políticos y sociales, no existía una demandad económica, o real. Lo que es más interesante, esta sensibilidad moderna en el caso de La Moda llega a tal extremo que les permite a los redactores reconocer tal estado de cosas, y hacerlo parte de su ethos, como lo demostraron las citas a lo largo de la ponencia. La dicotomía pueblo/público y la operación de transformar el primero en el segundo se lee aquí como la necesidad que tiene la revista de crear su propio mercado. De la misma manera que el capital en la teoría troskista, La Moda no sólo tiene que disputar a los lectores en un mercado de los impresos, en el que compite con otras ofertas, sino debe crear a los mismos lectores que son condición anterior a su existencia. Conclusiones En abril de 1838, desaparece La Moda. Se hablara de traición (Turone, S/F), aunque no concordamos con la lectura de la publicación como parodia explicita del rosismo. Lo cierto es que en el panorama descrito, el apoyo o no del Estado determinada el destino de impresos. Los veintitrés números sobreviven hoy como una fotografía de la época en la que renuentemente existieron, y a la cual quiso ilustrar. El producto final es una revista verdaderamente moderna, que a cada humorada y giro del lenguaje demuestra cuanta conciencia de sí misma y su tiempo tiene. A golpes de ironía, construye un estilo definido y propio, con el cual por igual desarmaba la obstinación de sus enemigos y se frustraba en lo obtuso de sus deseados lectores. Como hemos intentado reconstruir, estos interlocutores ideales son construidos en cada uno de los artículos que constituyen los veintitrés números. Más no todos los potenciales lectores eran igual de importante a los ojos de los redactores. Por preferencia ideológica, se apeló al “tendero” por sobre el español adinerado; a quien mirara hacia la Europa francófona y anglosajona más moderna en desmedro de su herencia hispánica con tufo colonial; al joven industrioso y a la mujer de nueva corte que buscaran instruirse; a quien disfruta de la cultura por sobre todo. Asimismo, fueron concientes de la inexistencia de ese público, producto de bajos niveles de alfabetización entre otros factores. Como también lo eran de los límites estructurales que enfrentaba cualquier emprendimiento impreso en esa época y lugar. Es en ese conocimiento que la revista adopta un tono cómico y didáctico, ligero y preocupado con lo cotidiano y banal, en la intención apelar a la mayor cantidad de lectores. Y de no haberlos, de ser posible formarlos. En cuanto a nuestra segunda pregunta, la existencia de una oferta sin demanda, de una revista sin lectores suficientes para sostenerse a sí misma que busca forjar el mercado que debería haberla dado a luz es posible debido la lo que reconstruimos como el desarrollo desigual y combinado de un mundo impreso local montado sobre la coexistencia de dos mercados paralelos. Un pequeño mercado clandestino de impresos, prohibidos por el gobierno colonial e ingresados en el Virreinato por contrabando fue creado para satisfacer la demanda lectoras de los sectores más acaudalados que vivían una realidad tanto más cercana a Europa. Fue en torno a este que se formó la generación de hombres y mujeres que llevaron la vanguardia cultural e impresa en la primera mitad del siglo XIX, y de la cual Alberdi era parte. Por otro lado, la irrupción de Mayo en el panorama histórico introdujo el horizonte de un nuevo mercado de publicación, legítimo, libre y con pretensión de alcanzar a la masa por primera vez. Es en este marco que es concebida La Moda. Más su desarrollo aún era incipiente, alcanzando su modernidad hacia 1870 y 1880, lo que sumado a un ambiente político adverso sentenció un final prematuro para el emprendimiento. En las páginas mismas de la revista se encuentran rastros tanto de lo esperanzado de la empresa como de la frustración de los límites que encuentra. En el número seis, el redactor es instruido en su error por “un viejo táctico”, quien le dice que “eso de que las gentes solo quieren las ideas, U. lo dice”. “Quítese U. ese vestido que lleva, y nadie le mirara á la cara con todo su talento. Ponga U. á Victor Hugo en tapas de pergamino, y de nadie será leído en nuestra bella sociedad.” (LM: 58). Es desnuda una tensión que es constante en la publicación. El tono irónico habilita balancearla con gracia: por un lado Figarillo se burla de lo poco “ilustrado” que son sus lectores, pero al mismo tiempo sostiene el diagnóstico como producto de un verdadero análisis social. Nos esta diciendo, “contemplen, éste es el poder de la moda”. Aunque nadie estuviese escuchando. Bibliografía Alberdi, J. B. (2011). La Moda. Gacetín de música, de poesía, de literatura, de costumbres. Edición Facsimilar. Buenos Aires: Biblioteca Nacional. Anderson, B. (1993). Comunidades imaginadas. México D.F.: FCE. Batticuore, G. (2005). La mujer romántica, Lectoras, autoras y escritores en la Argentina: 18301870. Buenos Aires: Edhasa. Buonocore, D. (1947). Libreros, editores e impresores de Buenos Aires. Esbozo para una historia del libro argentino. Buenos Aires: Bowker. Cavalaro, D. (1996). Las revistas ilustradas en el siglo XIX. Buenos Aires: Asociación Argentina de Editores de Revistas. Chartier, R. (1994). Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna. Madrid: Alianza. ------------- . (1999). Cultura escrita, literatura e historia: Coacciones transgredidas y libertades restringidas. México D.F.: FCE. Darnton, R. (1991). Historia de la lectura. En P. Burke (Ed.). 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