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BIBLIOTECA LITERARIA DEL ESTUDIANTE
D I R I G I D A
POR
RAMÓN
MENÉND'EZ
PIDAL
TOMO V
G A L D O S
SELECCIÓN
HECHA
M A R G A R I T A
Dibujos
MADRID,
I N S T I T U T O
J U N T A
P A R A
dt
F.
POR
M A Y O
Marco.
M C M
—
A M P L I A C I Ó N
XXII
E S C U E L A
DE
E S T U D I O S
TIPOGRAFÍA
DE
LA
"REVISTA
DE
ARCHIVOS".—
OlÓSaga,
I.
... oímos
Nueva.
que
d a b a las diez el r e l o j de la
Torre
Z A R A G O Z A
M e parece que fué al anochecer del 18 cuando
avistamos a Z a r a g o z a . E n t r a n d o por la puerta de
S a n c h o , oímos que daba las diez el reloj de la T o rre N u e v a .
E r a m o s cuatro los que habíamos logrado escapar entre L e r m a y C o g o l l o s , divorciando nuestras
inocentes manos de la cuerda que enlazaba a tantos patriotas. E l día de la evasión reuníamos entre
los cuatro un capital de once r e a l e s ; pero después
de tres días de marcha, y cuando entramos en la
metrópoli a r a g o n e s a , hízose un balance y arqueo
de la caja social, y nuestras cuentas sólo a r r o j a ron un activo de treinta y un cuartos. Compramos
pan junto a la E s c u e l a P í a , y nos lo distribuímos.
Don Roque, que era uno de los expedicionarios,
tenía buenas relaciones en Z a r a g o z a ; pero aquélla no era hora de presentarnos a nadie. A p l a z a rnos para el día siguiente el buscar amigos, y como no podíamos alojarnos en una posada, discurrí-
GALDOS
m o s por la ciudad buscando un abrigo donde pas a r la noche.
R e c o r r i m o s el Coso desde la c a s a de los G i g a n tes h a s t a el S e m i n a r i o ; nos metimos por la calle
Quemada y la del R i n c ó n , ambas llenas de ruinas,
h a s t a la plazuela de S a n M i g u e l , y de allí, pasando
de callejón en callejón, y atravesando al a z a r ang o s t a s e i r r e g u l a r e s v í a s , nos encontramos junto
a las ruinas del monasterio de S a n t a
Engracia,
volado por los franceses al l e v a n t a r el primer sitio. L o s cuatro lanzamos u n a m i s m a exclamación
que indicaba la conformidad de nuestros pensamientos. H a b í a m o s encontrado un asilo y excelente alcoba donde p a s a r la noche.
E n el mismo instante, al resplandor de una llam a que iluminó p a r t e de la escena, distinguimos
un g r u p o de personas que se abrigaban unas cont r a otras en el hueco formado entre dos machones derruidos. E r a n mendigos
de Z a r a g o z a
que
se habían arreglado un palacio en aquel sitio, resguardándose de la lluvia con v i g a s y esteras. T a m bién nosotros nos pudimos acomodar por otro lado, y tapándonos con m a n t a y media, llamamos al
sueño. D o n R o q u e me decía a s í :
— Y o conozco a don J o s é de Montoria, uno de
los labradores más ricos de Z a r a g o z a . A m b o s s o m o s hijos de Mequinenza, fuimos juntos a la escuela y juntos j u g á b a m o s al truco en el altillo del
C o r r e g i d o r . A u n q u e hace treinta años que no le
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ZARAGOZA
veo, creo que nos recibirá bien. Como buen a r a gonés, todo él es corazón. L e veremos, m u c h a c h o s ;
veremos a don J o s é M o n t o r i a . . . Y o también teng o sangre de Montoria por la línea materna. N o s
presentaremos a é l ; le diremos...
Durmióse don R o q u e y también me dormí.
E l lecho en que y a c í a m o s no convidaba por sus
blanduras a dormir perezosamente la m a ñ a n a ; antes bien, colchón de g u i j a r r o s hace buenos madrugadores. D e s p e r t a m o s , pues, con el día, y
como
no teníamos que entretenernos en melindies de t o cador, bien pronto estuvimos en disposición de salir a hacer nuestras visitas. A los cuatro nos ocurrió simultáneamente la idea de que sería m u y bueno d e s a y u n a r n o s ; pero al punto convinimos, con
igual unanimidad, en que no era posible por c a r e cer de los fondos indispensables para tan alta empresa.
— N o os acobardéis, muchachos —dijo don R o que—, que al punto os he de llevar a todos a casa
de mi amigo, el cual vos
amparará.
Cuando esto decía, vimos salir a dos hombres y
una mujer de los que fueron durante la noche nuestros compañeros de posada, y parecían gente habituada a dormir en aquel lugar. U n o de ellos era
un infeliz lisiado, un hombre que acababa en las
rodillas y se ponía en movimiento con a y u d a de
muletas o bien andando a cuatro remos, viejo, de
rostro jovial y muy tostado por el sol. C o m o nos
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CALDOS
saludara afablemente al pasar, dándonos los buenos
días, don R o q u e le p r e g u n t ó hacia qué parte de la
ciudad caía la c a s a de don J o s é de Montoria, oyendo lo cual repuso el c o j o :
— ¿ D o n J o s é de M o n t o r i a ? L e conozco m á s que
a las niñas de mis o j o s . H a c e veinte años vivía
en la calle de la A l b a r d e r í a ; después se mudó a
la de la P a r r a ; d e s p u é s . . . P e r o ustés son forasteros por lo que veo.
— S í , buen a m i g o : forasteros somos, y venimos
a afiliarnos en el ejército de esta valiente ciudad.
— ¿ C o n que usted nos podrá decir dónde vive
mi g r a n a m i g o don J o s é ?
— ¡ P u e s no he de poder, hombre, pues
no he
de p o d e r ! — r e p u s o el cojo, sacando un mendrugo
para d e s a y u n a r s e — . D o n J o s é es uno de los mejores caballeros de Z a r a g o z a , y me da limosna todos los sábados. P o r q u e han de saber ustés que
yo
soy
Pepe
nombre Sursum
Pallejas,
Corda,
y
me
llaman
por
mal
pues como fui hace veinti-
nueve años sacristán de J e s ú s , y cantaba... pero
esto no viene al caso, y p r o s i g o diciendo que y o
soy Sursum
Corda, y pué que h a y a n ustés oído ha-
blar de mí en Madrid.
— S i —dijo don R o q u e , cediendo a un impulso
de g e n e r o s i d a d : — me parece que allá he oído nomb r a r al señor de Sursum
Corda. ¿ N o es verdad, mu-
chachos ?
A u n q u e m u y despacio, nos llevó por el Coso y
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ZARAGOZA
el M e r c a d o a la calle de la Hilarza, donde la persona a quien queríamos ver tenía su casa.
P e r o ¡ a y ! don J o s é de Montoria no estaba en
ella, y nos fué preciso buscarle en los alrededores
de la ciudad. D o s de mis compañeros, aburridos
de tantas idas y venidas, se separaron de nosotros,
aspirando a buscar con su propia iniciativa un a c o modo militar o civil. N o s quedamos solos don R o que y un servidor, y así emprendimos con más desembarazo el viaje a la torre de nuestro a m i g o (llaman en Z a r a g o z a torres a las c a s a s de c a m p o ) , situada a Poniente, lindando con el camino de M u e la y a poca distancia de la B e r n a r d o n a . U n paseo
tan l a r g o a pie y en ayunas no era lo más satisfactorio p a r a nuestros fatigados c u e r p o s ; pero la
necesidad nos obligaba a tan inoportuno ejercicio,
y por bien servidos nos dimos encontrando al deseado z a r a g o z a n o , y siendo objeto de su
cordial
hospitalidad.
T e n í a mujer y tres hijos. E r a aquélla doña L e o cadia S a r r i e r a , n a v a r r a de origen. De los v a s t a gos, el m a y o r y la hembra estaban casados y habían dado a los viejos algunos nietos. E l m á s pequeño de los hijos llamábase A g u s t í n y era destinado a la Iglesia, como su tío del mismo nombre,
arcediano de la S e o . A todos les conocí en el mismo día, y eran la m e j o r gente del mundo. F u i t r a tado con tanto miramiento, que me tenía absorto
su generosidad, y si me conocieran desde el nacer
II
GALDOS
no habrían sido más rumbosos. S u s obsequios, espontáneamente sugeridos por corazones
genero-
sos, me llegaban al alma, y como y o siempre he
sido fácil en dejarme querer, les correspondí desde el principio con m u y sincero afecto.
A l siguiente día nos ocupamos de mi alistamiento. L a decisión de aquel vecindario me entusiasm a b a de tal modo, que nada me parecía tan honroso como seguir t r a s ella, aunque fuera a distancia, husmeando su r a s t r o de gloria. N i n g u n o de
ustedes ignora que en aquellos días Z a r a g o z a y
los zaragozanos habían adquirido un renombre fab u l o s o ; que sus h a z a ñ a s enardecían las imaginaciones, y que todo lo referente al sitio famoso de
la inmortal ciudad, tomaba en boca de los n a r r a dores las proporciones y el colorido de una leyenda de los tiempos heroicos. Con la distancia, las
acciones de los z a r a g o z a n o s adquirían dimensiones m a y o r e s aún, y en I n g l a t e r r a y en Alemania,
donde les consideraban como los numantinos de los
tiempos modernos, aquellos paisanos medio desnudos, con a l p a r g a t a s en los pies y un pañizuelo a r r o llado en la cabeza, eran figuras de coturno.
tulad y os vestiremos,
Capi'
—decían los franceses en el
primer sitio, admirados de la constancia de unos
pobres aldeanos vestidos de harapos. — N o
rendirnos,
cubren de
—contestaban,— y nuestras
gloria.
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sabemos
carnes sólo se
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ZARAGOZA
E s t a s y otras frases
habían dado la vuelta al
mundo.
P e r o volvamos a lo de mi alistamiento. E r a un
obstáculo p a r a éste el manifiesto de P a l a f o x de 1 3
de diciembre, en que ordenaba la expulsión de forasteros, mandándoles salir en el término de veinticuatro h o r a s ; acuerdo tomado en razón de la mucha g e n t e que iba a alborotar sembrando discordias y d e s a v e n e n c i a s ; pero precisamente en los
días de mi llegada se publicó otra proclama llamando a los soldados dispersos del ejército del Centro, desbaratado en Tudela, y en esto hallé una
buena c o y u n t u r a p a r a afiliarme, pues aunque no
pertenecí a dicho ejército, había concurrido a la
defensa de Madrid y a la batalla de B a i l e n ; r a z o nes que, con el a p o y o de mi protector
Montoria,
me valieron el i n g r e s o en las huestes z a r a g o z a n a s .
Diéronme un puesto en el batallón de voluntarios
de las P e ñ a s de S a n P e d r o , bastante mermado en
el primer sitio, y recibí un uniforme y un fusil.
N o formé, como había dicho mi protector, en las
filas de M o s é n S a n t i a g o S a s , fogoso clérigo, puesto al frente de un batallón de escopeteros, porque esta valiente partida se componía exclusivamente de vecinos de la parroquia de S a n Pablo.
T a m p o c o querían g e n t e moza en su batallón, por
c u y a causa ni el mismo hijo de don J o s é de M o n toria, A g u s t í n M o n t o r i a , pudo servir a las órdenes de S a s , y se afilió como y o en el batallón de
13
GALDOS
las P e ñ a s de S a n P e d r o . L a suerte me deparaba
un buen compañero y un excelente amigo.
Desde el día de mi llegada oí hablar de la aproximación del ejército f r a n c é s ; pero esto no fué un
hecho incontrovertible h a s t a el 20. P o r la tarde
una división llegó a Z u e r a , en la orilla izquierda,
p a r a amenazar el A r r a b a l ; o t r a , mandada por S u chet, acampó en la derecha sobre San
Lamberto.
M o n c e y , que era el General en jefe, situóse con
t r e s divisiones hacia el C a n a l y en las inmediaciones de la H u e r v a . C u a r e n t a mil hombres nos cercaban.
Sabido es que, impacientes por vencernos, los
franceses comenzaron sus operaciones el 2 1 desde
m u y temprano, embistiendo con g r a n furor y simultáneamente el m o n t e T o r r e r o y el arrabal de
la izquierda del E b r o , puntos sin c u y a posesión era
excusado
pensar en s o m e t e r la valerosa ciudad;
p e r o si bien tuvimos que abandonar a T o r r e r o , por
s e r peligrosa su defensa, en el A r r a b a l desplegó
Z a r a g o z a tan temerario arrojo, que es aquel día
uno de los más brillantes de su brillantísima historia.
L o s franceses habían embestido con g r a n
em-
peño las posiciones fortificadas de T o r r e r o .
De-
fendían éstas diez mil hombres mandados por don
Felipe S a i n t - M a r c h y por O'Neille, ambos g e n e rales de mucho mérito.
Desde el reducto de los M á r t i r e s vimos el prin14
ZARAGOZA
cipio de la acción, y las columnas francesas que
corrían a lo l a r g o del Canal p a r a flanquear a T o rrero. D u r ó g r a n rato el fuego de f u s i l e r í a ;
mas
la lucha no podía prolongarse mucho tiempo, porque aquel punto no se prestaba a una defensa enérgica, sin la ocupación y fortificación de otros inmediatos como B u e n a v i s t a , C a s a - B l a n c a y el partidor del Canal. Sin e m b a r g o , nuestras tropas no
se retiraron sino m u y tarde y con el m a y o r orden,
volando el puente de A m é r i c a y trayéndose
to-
das las piezas, menos una que había sido desmontada por el fuego enemigo.
E n t r e tanto, sentíamos fuertísimo estruendo que
a lo lejos r e s o n a b a ; y como por allí casi había cesado el fuego, supusimos trabada o t r a acción en
el A r r a b a l .
— A l l á e s t á el brigadier don J o s é M a n s o — m e
dijo A g u s t í n , — con el regimiento suizo de A r a g ó n ,
que manda don M a r i a n o W a l k e r ; los voluntarios
de H u e s c a , de que es jefe don P e d r o V i l l a c a m p a ;
los voluntarios de Cataluña, y otros valientes cuerpos. ¡ Y nosotros aquí mano sobre m a n o ! P o r e s t e
lado parece que ha concluido. L o s franceses se contentarán hoy con la conquista de T o r r e r o .
— O y o me engaño mucho — r e p u s e , — o ahor a van a a t a c a r a S a n J o s é .
Todos miramos al punto indicado, edificio de g r a n des dimensiones, que se alzaba a nuestra izquier15
GALDOS
da, separado de P u e r t a Quemada por la hondonada de la H u e r v a .
— A l l í estaba R e n o v a l e s — m e dijo A g u s t í n ; —
el valiente don M a r i a n o Renovales, que tanto se
distinguió en el otro sitio, y manda ahora los cazadores de Orihuela y de Valencia.
E n nuestra posición todo estaba preparado p a r a
una defensa enérgica. E n el reducto del P i l a r , en
la batería de los M á r t i r e s , en la torre del P i n o , lo
mismo que en Trinitarios, los artilleros a g u a r d a ban con mecha encendida, y los de infantería a g u a r daban tras los parapetos las posiciones que nos p a recían más s e g u r a s para hacer fuego, si alguna c o lumna intentaba asaltarnos. S e sentía mucho frío,
y los m á s tiritábamos. A l g u i e n hubiera creído que
e r a de m i e d o ; pero no, era de frío, y quien dijese
lo contrario, miente.
N o tardó en verificarse el movimiento que y o
había previsto, y el convento de S a n J o s é fué a t a cado por u n a fuerte columna de infantería
fran-
cesa, mejor dicho, fué objeto de una tentativa de
ataque o más bien sorpresa. A l parecer, los enem i g o s tenían mala memoria, y en tres meses se
les había olvidado que las sorpresas eran imposibles en Z a r a g o z a . L l e g a r o n , sin e m b a r g o , con mucha confianza h a s t a tiro de fusil, y sin duda aquellos desgraciados creían que, sólo con verlos, caerían muertos de miedo nuestros g u e r r e r o s . L o s pobrecitos acababan de l l e g a r de la Silesia, y no saló
ZARAGOZA
bían qué clase de g u e r r a era la de E s p a ñ a . A d e más, como g a n a r a n a T o r r e r o con tan poco trabajo, creyéronse en disposición de t r a g a r s e el mundo. E l l o es que avanzaban como he dicho, sin que
S a n J o s é hiciera demostración a l g u n a , h a s t a que,
hallándose a tiro de fusil o poco menos, vomitaron
de improviso tan espantoso fuego las troneras y
aspilleras de aquel edificio, que mis b r a v o s
fran-
ceses tomaron soleta con precipitación. B a s t a n t e s ,
sin e m b a r g o , quedaron tendidos, y al v e r este desenlace de su valentía, los que contemplábamos el
lance desde la batería de los M á r t i r e s , p r o r r u m pimos en exclamaciones, g r i t o s y palmadas. D e e s te modo celebra el feroz soldado en la g u e r r a la
muerte de sus semejantes, y el que siente instintiva compasión al m a t a r un conejo en una cacería,
salta de júbilo viendo caer centenares de hombres
robustos, jóvenes y a l e g r e s , que después de todo
no han hecho mal a nadie.
T a l fué el ataque de S a n J o s é : una intentona
rápidamente castigada. Desde
entonces
debieron
comprender los franceses que si se abandonó a
Torrero, fué por cálculo y no por flaqueza. Sola,
aislada, desamparada, sin baluartes e x t e r i o r e s , sin
fuertes ni castillos, Z a r a g o z a alzaba de nuevo sus
murallas de tierra, sus baluartes de ladrillos c r u dos, sus torreones de b a r r o amasado la v í s p e r a para
defenderse otra v e z contra los primeros soldados,
la primera artillería y los primeros ingenieros del
i/
V.
2
mundo. Grande a p a r a t o de g e n t e , formidables m á quinas, enormes cantidades de pólvora, preparativ o s científicos y materiales, la fuerza y la intelig e n c i a en su m a y o r esplendor, t r a e n los invasores
p a r a a t a c a r el recinto fortificado que parece j u e g o de muchachos, y aun así e s p o c o : todo sucumbe
y se reduce a polvo ante aquellas tapias que se derriban de una patada. P e r o detrás de esta deleznable defensa material e s t á el acero de las almas a r a g o n e s a s , que no se rompe, ni se dobla, ni se funde,
ni se hiende, ni se oxida, y circunda todo el recinto
como una b a r r a indestructible p o r los medios h u manos.
L a campana de la T o r r e N u e v a suena con clam o r de alarma. C u a n d o esta campana da al vient o su lúgubre tañido, la ciudad e s t á en peligro y necesita de todos sus hijos. ¿ Q u é s e r á ? ¿ Q u é p a s a ?
¿Qué hay?
— E n el A r r a b a l —dijo A g u s t í n , — debe andar
mala la cosa.
— M i e n t r a s nos atacan por aquí para entreten e r mucha gente de este lado, embisten por la otra
parte del río.
— L o mismo fué en el primer sitio.
— ¡ A l A r r a b a l , al A r r a b a l !
Y cuando decíamos esto, la línea francesa
nos
envió algunas balas r a s a s p a r a indicarnos que teníamos que p e r m a n e c e r allí. Felizmente, Z a r a g o za tenía bastantes hombres en su recinto y podía
18
ZARAGOZA
acudir con facilidad a todas partes. M i batallón
abandonó la cortina de S a n t a E n g r a c i a , y púsose
en marcha hacia el Coso. I g n o r á b a m o s adonde se
nos conducía; pero e r a probable que nos llevaran
al A r r a b a l . L a s calles estaban llenas de gente. L o s
ancianos, las mujeres salían impulsados por la c u riosidad, queriendo v e r de cerca los puntos del p e ligro, y a que no les e r a posible situarse en el p e ligro mismo. L a s calles de S a n Gil, de S a n P e d r o
y la Cuchillería, que son camino p a r a el puente, e s taban casi intransitables: inmensa multitud de m u j e r e s las cruzaba, marchando todas a prisa en dirección al P i l a r y a la S e o . E l estrépito del lejano
cañón más bien animaba que entristecía al f e r v o roso pueblo, y todo era g r i t a r disputándose el p a so p a r a l l e g a r más pronto. E n la plaza de la S e o
vi la caballería que, con el g r a n g e n t í o , casi obstruía la salida al puente, lo cual obligó a mi b a t a llón a b u s c a r m á s fácil salida por otra parte. C u a n do p a s a m o s por delante del pórtico de este s a n tuario, sentimos desde fuera el clamor de las pleg a r i a s con que todas las mujeres de la ciudad imploraban a la santa P a t r o n a . L o s pocos
hombres
que querían penetrar en el templo eran expulsados por ellas.
L o s franceses
tenían su frente desde el cami-
no de B a r c e l o n a al de Juslibol, más allá de los t e j a r e s y de las huertas que h a y a m a n o izquierda
de la segunda de aquellas dos vías. Desde las doce
19
GALDOS
habían atacado con furia nuestras trincheras, internándose por el camino de B a r c e l o n a y desafiando con impetuoso a r r o j o los fuegos cruzados de S a n
L á z a r o y del sitio llamado el Macelo. Consistía su
empeño en t o m a r por audaces golpes de mano las
baterías, y esta tenacidad produjo una verdadera
hecatombe. Caían m u c h í s i m o s ; clareábanse las filas,
y llenadas al instante por otros, repetían la embestida. A veces llegaban h a s t a tocar los parapetos, y
mil luchas individuales acrecían el horror de la escena. Iban delante los jefes blandiendo sus sables,
como hombres desesperados que han hecho cuestión de honor el morir ante un montón de ladrillos,
y en aquella destrucción espantosa que arrancaba
a la vida centenares de hombres en un minuto, desaparecían, arrojados por el suelo, el soldado, y el
s a r g e n t o , y el alférez, y el capitán, y el coronel.
E r a verdaderamente una lucha entre dos pueblos,
y mientras los furores del sitio inflamaban los corazones de los nuestros, venían los franceses frenéticos, sedientos de v e n g a n z a , con toda la saña del
hombre ofendido, peor acaso que la del g u e r r e r o .
Precisamente
este
prematuro
encarnizamiento
les perdió. Debieron principiar batiendo cachazudamente nuestras obras con su a r t i l l e r í a ; debieron
c o n s e r v a r la serenidad que exige un sitio, y no desp l e g a r guerrillas contra posiciones defendidas por
g e n t e como la que habían tenido ocasión de t r a t a r
el 1 5 de julio y el 4 de a g o s t o ; debieron haber re20
todo el pueblo corrió hacia el Arrabal.
primido aquel sentimiento de desprecio hacia las
fuerzas del enemigo, sentimiento que h a sido siempre su mala estrella, lo mismo en la g u e r r a de E s paña que en la moderna contra P r u s i a ; debieron
haber puesto en ejecución un plan calmoso que
produjera en el sitiado antes el fastidio que la e x a l tación. E s s e g u r o que de traer consigo la m e n t e
pensadora de su inmortal jefe, que vencía siempre
con su lógica admirable lo mismo que con sus c a ñones, habrían empleado en el sitio de Z a r a g o z a
un poco del conocimiento del corazón humano, sin
cuyo estudio la g u e r r a , la brutal g u e r r a , ¡ p a r e c e
mentira!, no es m á s que una carnicería salvaje. N a poleón, con su penetración extraordinaria, hubiera comprendido el c a r á c t e r z a r a g o z a n o , y se habría
abstenido de lanzar contra él columnas descubiertas, haciendo alarde de v a l o r personal. E s t a es una
cualidad de difícil peligroso empleo, sobre todo d e lante de hombres que se baten por un ideal, no
por un ídolo.
N o me extenderé en pormenores sobre esta e s pantosa acción del 2 1 de diciembre, una de las m á s
gloriosas del segundo sitio de la capital de A r a g ó n .
B a s t e saber p o r ahora que los franceses, al caer
de la tarde, c r e y e r o n oportuno desistir de su e m peño, y que se retiraron dejando el campo cubierto
de cadáveres.
L l e g a d a la noche, y cuando parte de nuestras t r o pas se replegó a la ciudad, todo el pueblo corrió h a 23
GALDOS
cia el A r r a b a l para contemplar de cerca el campo de
batalla, v e r los destrozos hechos por el fuego, contar
los muertos, y r e g o c i j a r la imaginación representándose una por u n a las heroicas escenas. L a animación, el movimiento y bulla hacia aquella parte
de la ciudad eran inmensas. P o r un lado, grupos
de soldados cantando con febril a l e g r í a ; por o t r o ,
las cuadrillas de personas piadosas que transportaban a sus casas los h e r i d o s ; en todas partes g e n e ral satisfacción, que se m o s t r a b a en los diálogos v i v o s , en las p r e g u n t a s , en las exclamaciones j a c t a n ciosas, y con l á g r i m a s y risas, mezclando la jovialidad al entusiasmo.
S e r í a n las nueve cuando rompimos filas los de
mi batallón, porque faltos de acuartelamiento, se
nos permitía dejar el puesto por algunas horas,
siempre que no hubiera peligro. Corrimos A g u s t í n
y y o hacia el P i l a r , donde se agolpaba un gentío
inmenso, y e n t r a m o s difícilmente.
Quédeme sor-
prendido al ver cómo forcejeaban unas contra otras,
las personas allí reunidas para acercarse a la capilla en que m o r a la V i r g e n del Pilar. L o s rezos,
las plegarias y las demostraciones de agradecimiento formaban un conjunto que no se parecía a los
rezos de ninguna clase de fieles. M á s que rezo era
un hablar continuo, mezclado de sollozos, g r i t o s ,
palabras tiernísimas y otras de íntima e ingenua
confianza,
como suele usarlas el pueblo
español
con los santos que le son queridos. C a í a n de r o 24
r"
- " g g * "
GO
"ti
ZA
dillas, besaban el suelo, se asían a las rejas de la
capilla, dirigíanse a la S a n t a I m a g e n
llamándola
con los nombres más familiares y más patéticos del
lenguaje. L o s que por la aglomeración de la gente
no podían acercarse, hablaban con la V i r g e n desde lejos agitando sus brazos. A l l í no había sacristanes que prohibieran los modales descompuestos
y los g r i t o s irreverentes, porque éstos y aquéllos
eran hijos del desbordamiento de la devoción, semejante a un delirio. F a l t a b a el silencio solemne
de los lugares s a g r a d o s : todos estaban allí como en
su c a s a ; como si la c a s a de la V i r g e n querida, la
Madre, A m a y Reina de los zaragozanos, fuese también la casa de sus hijos, siervos y subditos.
A s o m b r a d o de aquel fervor, a quien la familiaridad hacía m á s interesante, pugné por abrirme
paso hasta la reja, y vi la célebre imagen. ¿Quién no
la h a visto, quién no la conoce al menos por las innumerables esculturas y estampas que la han r e producido h a s t a lo infinito de un e x t r e m o a o t r o
de la P e n í n s u l a ? A la izquierda del pequeño altar
que se alza en el fondo de la capilla, dentro de un
nicho adornado con lujo oriental, estaba entonces,
como ahora, la escultura. G r a n profusión de velas
de cera alumbran, y las piedras preciosas
pega-
das a su vestido y corona, despiden deslumbradores
reflejos. B r i l l a n el oro y los diamantes en el cerquillo de su r o s t r o , en la a j o r c a de su pecho, en los
anillos de sus manos. U n a criatura v i v a rendiríase
25
GALDOS
sin duda al peso de t a n g r a n tesoro. E l vestido sin
pliegues, rígido y estirado de arriba abajo
como
una funda, deja a s o m a r solamente las m a n o s ; y
el Niño J e s ú s , sostenido en el lado izquierdo, muest r a apenas su carita morena e n t r e el brocado y las
pedrerías. E l rostro de la V i r g e n , bruñido por el
tiempo, es también moreno. P o s e e una
apacible
serenidad, emblema de la beatitud eterna. D i r í g e s e
al exterior, y su dulce mirada escruta perpetuamente el devoto c o n c u r s o ; brilla en sus pupilas un
r a y o de las cercanas luces, y aquel artificial fulg o r de los ojos r e m e d a la intención y fijeza de la
mirada humana. E r a difícil, cuando la vi por primer a vez, p e r m a n e c e r indiferente en medio de aquella
manifestación religiosa, y no añadir una palabra
al concierto de lenguas entusiastas que hablaban en
distintos tonos con la S e ñ o r a .
E l día siguiente, 2 2 , fué cuando P a l a f o x dijo al
parlamentario de M o n c e y que v e n í a a proponerle
la rendición: No sé rendirme:
hablaremos
de eso.
después
de
muerto
Contestó en seguida a la inti-
mación en un largo y elocuente pliego que publicó
la Gaceta
(pues también en Zaragoza había
Gace-
ta); pero según opinión general, ni aquel documento ni ninguna de las proclamas que aparecían con
la firma del Capitán g e n e r a l eran obra de éste, sino
de la discreta pluma de su m a e s t r o y a m i g o el p a dre Basilio B o g g i e r o , hombre de mucho entendimiento, a quien se veía con frecuencia en los si26
tíos de peligro rodeado de patriotas y jefes militares.
N u e s t r o batallón continuaba en el reducto, obra
levantada en la cabecera del puente de la H u e r v a
y a la p a r t e de fuera. E l radio de sus fuegos a b r a zaba una extensión considerable, cruzándose con
los de S a n J o s é . L a s baterías de los M á r t i r e s , del
J a r d í n B o t á n i c o y de la torre del P i n o , más internadas en el recinto de la ciudad, tenían menos importancia que aquellas dos sólidas posiciones a v a n zadas, y le servían de auxiliares. N o s acompañaban en la guarnición muchos voluntarios a r a g o n e ses, algunos soldados del resguardo, y varios paítanos armados de los que espontáneamente se adherían al cuerpo más de su g u s t o .
E r a el reducto una obra, aunque de circunstancias, bastante fuerte, y no carecía de ningún r e quisito material p a r a ser bien defendida. S o b r e la
puerta de entrada, al e x t r e m o del puente, habían
puesto sus constructores una tabla con la siguiente inscripción: Reduelo
Señora
del Pilar
del Pilar.
o
inconquistable
¡Zaragozanos:
de
morir por la
Nuestra
Virgen
vencer!
A l l í dentro n o teníamos alojamiento, y aunque
la estación no e r a m u y cruda, lo pasábamos b a s tante mal. E l suministro de provisiones de boca se
hacía por una J u n t a e n c a r g a d a de la administración m i l i t a r ; p e r o e s t a J u n t a , a p e s a r de su celo,
no podía atendernos de un modo eficaz. P o r nues27
GALDOS
tra fortuna y p a r a honor de aquel magnánimo pueblo, de todas las c a s a s vecinas nos mandaban diariamente lo m e j o r de sus provisiones, y a menudo
éramos visitados p o r las mismas mujeres caritativas que desde la acción del 3 1 se habían e n c a r g a do de cuidar en su propio domicilio a nuestros pobres heridos.
N o sé si he hablado de Pirli. Pirli era un muchacho de los a r r a b a l e s , labrador, como de veinte
años y de condición tan festiva, que los lances peligrosos desarrollaban en él una alegría
nerviosa
y febril. J a m á s le v i t r i s t e ; acometía a los franceses cantando, y
cuando las
balas silbaban en
torno s u y o , sacudía manos y pies haciendo g r o t e s cos g e s t o s y cabriolas. L l a m a b a al fuego g r a n e a do pedrisco,
a las balas de cañón las tortas
tes, a las granadas las señoras,
calien-
y a la pólvora la ha-
rina negra, usando además otros terminachos de que
no h a g o memoria en este momento. Pirli, aunque
poco formal, era un cariñoso compañero.
N o sé si he hablado del tío Garcés. E r a un hombre de cuarenta y cinco años, natural de G a r r a pinillo9,
fortísimo, atezado, con semblante curtido
3 miembros de a c e r o , ágil cual ninguno en los m o r
vimientos, e imperturbable como una máquina ante
el f u e g o ; poco hablador y b a s t a n t e desvergonzado
cuando hablaba, pero con cierto gracejo en su g a rrulería. T e n í a una pequeña hacienda en los alrededores, y casa muy modesta; mas con sus pro28
w
ZARAGOZA
pias manos había arrasado la casa, y puesto por tierra los perales para quitar defensas al enemigo.
Oí contar de él mil proezas realizadas en el primer
sitio; ostentaba, bordado en la manga derecha el
escudo de premio
y distinción
de 1 6 de agosto. V e s -
tía tan mal que casi iba medio desnudo, no porque careciera de t r a j e , sino por no haber tenido
tiempo para ponérselo. E l y otros como él fueron,
sin duda, los que inspiraron la célebre frase de que
antes he hecho mención. S u s carnes sólo se
tían de gloria.
ves-
D o r m í a sin abrigo y comía menos
que un anacoreta, pues con dos pedazos de pan
acompañados de un par de mordiscos de cecina,
dura como cuero, tenía bastante para un día. E r a
hombre algo meditabundo, y cuando observaba los
trabajos de la segunda paralela, decía mirando a
los franceses: Gracias a Dios que se acercan,
no!...
¡Cuerno!
esta gente le acaba a uno la
¡cuer-
paciencia.
— ¿ Q u é prisa tiene usted, tío G a r c é s ? — l e decíamos.
— ¡ R e c u e r n o ! T e n g o que plantar los árboles otra
vez antes que pase el invierno —contestaba,—
y
para el mes que entra quisiera volver a levantar la
casita.
E n resumen: el tío Garcés, como el reducto, debía llevar un cartel en la frente que d i j e r a :
bre
Hom-
inconquistable.
P e r o ¿quién viene allí, avanzando lentamente por
la hondonada de la H u e r v a , apoyándose en un g r u e 29
GALDOS
so bastón, y seguido de un perrillo travieso que ladra a todos los transeúntes por pura
fanfarronería
y sin intención de morderles ? E s el padre f r a y M a teo del B u s t o , lector y calificador de la Orden de
Mínimos, capellán del segundo tercio de voluntarios de Z a r a g o z a , insigne v a r ó n a quien, a pesar de
su ancianidad, se vio durante el primer sitio en t o dos los puestos de peligro, socorriendo
heridos,
auxiliando moribundos, llevando municiones a los
sanos, y animando a todos con el acento de su dulce palabra.
A l entrar en el reducto, nos mostró una cesta
grande y pesada que trabajosamente c a r g a b a , y
en la cual t r a í a a l g u n a s vituallas algo mejores que
las de n u e s t r a ordinaria mesa.
— E s t a s tortas — d i j o sentándose en el suelo y
sacando uno por uno los objetos que iba nombrand o , — me las han dado en casa de la excelentísima
señora Condesa de B u r e t a , y é s t a en casa de don
P e d r o R i c . A q u í tenéis también un par de lonjas
de j a m ó n , que son de mi convento y se destinaban
al padre L o s h o y o s , que está m u y enfermito del est ó m a g o ; pero él, renunciando a este regalo, me lo
dio para traéroslo. A ver qué os parece esta botella de vino. ¿ C u á n t o darían por ella los gabachos
que tenemos enfrente?
Todos miramos hacia el campo. E l perrillo, saltando denodadamente a la muralla, empezó a ladrar a las líneas francesas.
30
ZARAGOZA
— T a m b i é n os t r a i g o un par de libras de o r e j o nes, que se han conservado en la despensa de nuestra casa. í b a m o s a ponerlos en a g u a r d i e n t e ; pero
primero que nadie sois vosotros, valientes m u c h a chos. T a m p o c o me he olvidado de ti, querido Pirli
—añadió volviéndose al chico de este nombre,— y
como e s t á s casi desnudo y sin manta, te he traído
un magnífico abrigo. M i r a este lío. P u e s es un
hábito viejo que tenía guardado p a r a darlo a un
p o b r e : a h o r a te lo r e g a l o p a r a que cubras y abrigues tus carnes. E s vestido impropio de un soldado ; pero si el hábito no hace al monje, tampoco el
uniforme hace al militar. Póntelo, y e s t a r á s m u y
holgadamente con él.
E l fraile dio a nuestro amigo su lío, y éste se
puso el hábito entre risas y j á c a r a de una y otra
parte.
P o c o después llegaron algunas mujeres también
con cestas de provisiones. L a aparición del s e x o femenino transformó de súbito el aspecto del reducto. N o sé de dónde sacaron la g u i t a r r a ; lo cierto
es que la sacaron de alguna p a r t e : uno de los p r e sentes empezó a r a s g u e a r primorosamente los compases de la incomparable, de la divina, de la inmortal j o t a , y en un momento se armó g r a n jaleo de
baile.
Cuando desperté al amanecer del siguiente
día
vi a Montoria, que se paseaba por la muralla.
— C r e o que v a a empezar el bombardeo — m e
31
GALDOS
d i j o . — Se nota gran movimiento en la linea enemiga.
— E m p e z a r á n por b a t i r este reducto —indiqué
y o , levantándome con pereza.— ¡ Qué feo está el
cielo, A g u s t í n ! E l día amanece m u y triste.
— C r e o que a t a c a r á n por todas partes a la vez,
pues tienen hecha su segunda paralela. Y a
sabes
que Napoleón, hallándose en P a r í s , al saber la resistencia de esta ciudad en el primer sitio, se puso
furioso contra L e f e b v r e Desnouettes porque había embestido la plaza por el Portillo y la A l j a f e ría. L u e g o pidió un plano de Z a r a g o z a ; se lo dieron, e indicó que la ciudad debía ser atacada por
Santa Engracia.
— ¿ P o r aquí?
P r o n t o lo v e r e m o s . M a l día
se
nos prepara si se cumplen las órdenes de Napoleón.
D i m e : ¿tienes por ahí a l g o que c o m e r ?
— N o te lo enseñé antes porque quise sorprenderte,— me dijo, mostrándome un cesto, que servía
de sepulcro a dos a v e s asadas fiambres, con algunas confituras y conservas
finas.
— C o m a m o s , pues, señor Araceli, y esperemos ese
bombardeo... ¡ E h ! ¡ A q u í e s t á . . . U n a bomba, otra,
otra!
L a s ocho baterías que embocaban sus tiros contra San J o s é y el reducto del Pilar, empezaron a
h a c e r f u e g o ; ¡ p e r o qué f u e g o ! ¡ T o d o el mundo a
las troneras o al pie del c a ñ ó n ! ¡ F u e r a almuerzos, fuera desayunos, fuera melindres! L o s a r a g o 3-2
ZARAGOZA
neses no se alimentan sino de gloria. E l fuerte inconquistable contestó al insolente sitiador con o r gulloso cañoneo, y bien pronto el g r a n aliento de
la P a t r i a dilató nuestros pechos. L a s balas r a s a s ,
rebotando en la muralla de ladrillo y en los parapetos de tierra, destrozaban el reducto, cual si fuera un j u g u e t e apedreado por un n i ñ o ; las g r a n a das, cayendo entre nosotros, reventaban con e s trépito, y las bombas, pasando con p a v o r o s a m a jestad por sobre nuestras cabezas, iban a caer en
las calles y en los techos de las c a s a s .
¡ A la calle todo el m u n d o ! N o h a y a gente c o barde ni ociosa en la ciudad. L o s hombres a la
muralla, las mujeres a los hospitales de s a n g r e , los
chiquillos y los frailes a llevar municiones. N o se
h a g a caso de estas terribles masas inflamadas que
a g u j e r e a n los techos, penetran en las habitaciones, abren las puertas, horadan los pisos, bajan al
sótano, y al reventar desparraman las llamas del
infierno en el h o g a r tranquilo, sorprendiendo con
la muerte al anciano inválido en su lecho y al niño en su cuna. N a d a de esto importa. j A la calle
todo el mundo, y con tal que se salve el honor, perezcan la ciudad y la casa, la iglesia y el convento, el hospital y la hacienda, que son cosas t e r r e nas ! L o s zaragozanos, despreciando los bienes m a teriales como desprecian la vida, viven con el espíritu en los infinitos espacios de lo ideal.
A un mismo tiempo, y con igual furia, atacaban
33
v.—3
GALDOS
los franceses el reducto del P i l a r y el fortín de
S a n J o s é . E s t e , aunque ofrecía un aspecto más formidable, había de resistir menos, quizás por p r e sentar m a y o r blanco al fuego enemigo. P e r o allí
estaba R e n o v a l e s con los voluntarios de H u e s c a ,
los voluntarios de Valencia, algunos guardias w a lonas, y varios individuos de las milicias de Soria.
E l g r a n inconveniente de aquel fuerte consistía en
e s t a r construido al a m p a r o de un v a s t o edificio,
que la artillería e n e m i g a convertía paulatinamente en r u i n a s ; y desplomándose de rato en r a t o p e dazos de paredón, muchos defensores morían aplastados. N o s o t r o s e s t á b a m o s m e j o r : sobre nuestras
cabezas no teníamos m á s que c i e l o ; y si ningún
techo nos guarecía de las bombas, tampoco se nos
echaban encima m a s a s de piedra y ladrillo. B a t í a n
la muralla por el frente y los costados, y era un
dolor v e r cómo aquella frágil m a s a se desmoronaba, dejándonos al descubierto. Sin e m b a r g o , después de cuatro horas de incesante fuego con poderosa artillería, apenas pudieron abrir una brecha practicable.
A s í pasó todo el día 10, sin v e n t a j a alguna para
los sitiadores por nuestro lado, si bien hacia S a n
J o s é habían logrado acercarse y abrir una brecha
espantosa, lo cual, unido al estado ruinoso del edificio, anunciaba la dolorosa necesidad de su rendición. N o obstante, mientras el fuerte no estuviese reducido a polvo, y muertos o heridos sus de34
ZARAGOZA
fensores, había esperanza. R e n o v á r o n s e allí las
tropas, porque los batallones que trabajaban desde por la mañana estaban diezmados, y
cuando
anocheció, después c'i abierta la brecha e intentado sin fruto un asalto, aún se sostuvo R e n o v a l e s
sobre las ruinas empapadas en s a n g r e , entre montones de cadáveres y con la tercera parte tan sólo
de su artillería.
N o interrumpió la noche el fuego, antes bien
siguió con encarnizamiento en los dos puntos. N o s otros habíamos tenido buen número de muertos y
muchos heridos. E s t o s eran al punto recogidos y
llevados a la ciudad por los frailes y las m u j e r e s ;
pero aquéllos aún prestaban el último servicio con
sus fríos cuerpos, porque estoicamente los a r r o j á bamos a la brecha abierta, que luego se acababa
de t a p a r con sacos de lana y tierra.
D u r a n t e la noche no descansamos ni un solo m o mento, y la mañana del n
nos vio poseídos del
mismo frenesí, y a apuntando las piezas contra la
trinchera enemiga, y a acribillando a fusilazos a los
pelotones que venían a flanquearnos, sin abandonar ni un instante la operación de tapar la brecha,
que de hora en hora iba agrandando su horroroso
espacio vacío. A s í nos sostuvimos toda la mañana,
hasta el momento en que dieron el asalto a San
J o s é , y a convertido en un montón de ruinas, y con
g r a n parte de su guarnición muerta. A g l o m e r a n do contra los dos puntos grandes fuerzas, mientras
35
caían sobre el convento, dirigieron un atrevido m o vimiento sobre n o s o t r o s ; y fué que con objeto de
h a c e r practicable la brecha que nos habían abierto, avanzaron por el camino de T o r r e r o con dos
cañones de batalla, protegidos por una columna de
infantería.
E n aquel instante nos consideramos perdidos:
temblaron los endebles muros, y los ladrillos mal
pegados
se
desbaratan
en
mil
pedazos.
Acudi-
m o s a la b r e c h a que se abría y se abría cada v e z
m á s . L o s franceses nos abrasaron con un fuego
espantoso, porque viendo que el reducto se deshacía pedazo a pedazo, cobraron ánimo, llegando al
borde mismo del foso. E r a locura t r a t a r de tapar
aquel hueco formidable, y hacerlo a pecho descubierto, era ofrecer víctimas sin fin al curioso enemigo. Abalanzáronse muchos con sacos de lana y
paletadas de tierra, y más de la mitad quedaron
y e r t o s en el sitio. C e s ó el fuego de cañón, porque
parecía innecesario; hubo un momento de pánico
indefinible: se nos caían los fusiles de las m a n o s ;
nos vimos destrozados, deshechos, aniquilados por
lluvia de disparos que parecían incendiar el aire,
y nos olvidamos del honor, de la muerte gloriosa,
de la P a t r i a y de la V i r g e n del Pilar, cuyo nombre
decoraba la puerta del baluarte inconquistable. L a
confusión más espantosa reinó en nuestras filas.
R e b a j a d o de improviso el nivel moral de nuestras
almas, todos los que no habíamos caído, deseamos
36
unánimemente la vida, y saltando por encima de
los
heridos
hacia
y
pisoteando
los
el puente, abandonando
cadáveres,
huímos
aquel horrible se-
pulcro antes que se cerrara enterrándonos
a
to-
dos.
E n el puente nos agolpamos con p a v o r y
des-
orden invencibles. N a d a h a y más frenético que la
c o b a r d í a : sus vilezas son tan vehementes como las
sublimidades del valor. L o s jefes nos g r i t a b a n :
— ' " A t r á s , canallas. E l reducto del Pilar no se
rinde."—
Y al mismo tiempo sus sables azotaron de plano nuestras viles espaldas. N o s revolvimos en el
puente sin poder avanzar, porque o t r a s tropas v e nían a acometernos, y tropezamos unos con otros,
confundiendo la furia de nuestro miedo con el í m petu de su b r a v u r a .
— ¡ A t r á s , c a n a l l a s ! — g r i t a b a n los jefes
abofe-
teándonos.— ¡ A morir en la brecha!
E l reducto estaba v a c í o : no había en él más que
muertos y heridos. D e repente vimos que entre el
denso humo y el espeso polvo, saltando sobre los
exánimes cuerpos y los montones de tierra, sobre
las ruinas, y las cureñas rotas, y el material deshecho, avanzaba una figura impávida, pálida, g r a n diosa, imagen de la serenidad t r á g i c a . E r a una muj e r que se había abierto paso entre nosotros, y p e netrando en el recinto abandonado, marchaba m a jestuosa h a s t a la horrible brecha. Pirli, que yacía
37
G
ALDOS
en el suelo herido en u n a pierna, exclamó con terror :
— M a n u e l a S a n c h o , ¿adonde v a s ?
T o d o esto pasó en mucho menos tiempo del que
empleo en contarlo. T r a s de Manuela Sancho se
lanzó uno, luego tres, luego muchos, y al fin todos
los demás, azuzados por los jefes que a sablazos
nos llevaron otra v e z al puesto del deber. Ocurrió
esta transformación portentosa por un simple impulso del corazón de cada uno, obedeciendo a sentimientos que se comunicaban a todos, sin que nadie supiera de qué misterioso foco procedían. Ni
sé por qué fuimos cobardes, ni sé por qué fuimos
valientes unos cuantos
segundos después. L o
que
sé es que, movidos todos por fuerza extraordinaria, poderosísima, sobrehumana, nos lanzamos a la
brecha tras la heroica mujer, a punto que los franceses intentaban con escalas el a s a l t o ; y sin que
tampoco sepa decir la causa, nos sentimos con centuplicadas energías, y aplastamos, arrojándoles en
lo profundo del foso, a aquellos hombres de a l g o dón que antes nos parecieron de acero. A tiros, a
sablazos, con g r a n a d a s de mano, a paletadas, a golpes, a bayonetazos, murieron muchos de los nuest r o s p a r a servir de baluarte a los demás con sus
fríos c u e r p o s ; defendimos el paso de la brecha, y
los franceses se retiraron, dejando mucha g e n t e al
pie de la muralla. V o l v i e r o n a disparar los caño38
Manuela Sancho, ¿adonde
vas?
nes, y el reducto inconquistable no c a y ó el día
n
en poder de la F r a n c i a .
Cuando la tempestad de fuego se calmó, no nos
conocíamos: estábamos transfigurados, y algo nuevo y desconocido palpitaba en lo íntimo de nuestras almas, dándonos una ferocidad inaudita. A l día
siguiente decía P a l a f o x con elocuencia: "Las
bas, las granadas
nuestros
y las balas, no mudan
semblantes,
ni toda la Francia
bom-
el color
lo
de
alteraría."
E l fuerte de San J o s é se había rendido, mejor
dicho, los franceses entraron en él cuando la artillería lo hubo reducido a polvo, y cuando yacían
entre los escombros uno por uno todos sus defensores. L o s imperiales, al penetrar, encontraron inmenso número de cuerpos destrozados, montones
de tierra y g u i j a r r o s amasados con s a n g r e . N o p o dían aún establecerse allí, porque eran
flanquea-
dos por las baterías de los M á r t i r e s y del J a r d í n
B o t á n i c o , y continuaron las operaciones de zapa
p a r a apoderarse de estos dos puntos. L a s
fortifi-
caciones que conservábamos estaban tan destrozadas, que u r g í a una composición general, y se dictaron órdenes terribles convocando a todos los habitantes de Z a r a g o z a p a r a trabajar
en ellas. L a
proclama dijo que todos debían llevar el fusil en
u n a mano y la azada en la otra.
E l arrabal de las T e n e r í a s se extiende al Oriente de la ciudad, entre la H u e r v a y el recinto antig u o , perfectamente deslindado aún por la g r a n vía
41
GALDOS
que se llama el Coso. Componíase el caserío, a principios del siglo, de edificios endebles, casi
todos
habitados por labradores y artesanos, y las construcciones religiosas no tenían allí la suntuosidad
de otros monumentos de Z a r a g o z a . L a planta g e neral de este barrio es aproximadamente un s e g mento de círculo, c u y o arco da al campo y c u y a
cuerda le une al resto de la ciudad, desde la P u e r t a Quemada a la subida de Sepulcro. Corrían desde esta línea hacia la circunferencia varias calles,
unas interrumpidas como las de Anón, Alcover y
las A r c a d a s , y otras prolongadas, como las de P a lomar y S a n A g u s t í n . Con éstas se enlazaban, sin
plan ni concierto ni simetría a l g u n a , estrechas vías.
A l g u n a s de éstas se hallaban determinadas, no por
hileras de casas, sino por largas tapias, y a veces,
faltando una cosa y o t r a , las calles se resolvían en
informes plazuelas, m e j o r dicho, corrales o patios
donde no había nada. D i g o mal, porque en los días
a que me refiero, los escombros ocasionados por
el primer sitio sirvieron para a l z a r baterías y barricadas en los puntos donde las casas no ofrecían
defensa natural. C e r c a del pretil del E b r o existían
algunos trozos de m u r a l l a antigua y varios cubos
de mampostería, que algunos suponen hechos por
manos de gente r o m a n a y otros j u z g a n obra de
los árabes. E n mi tiempo (no sé cómo e s t a r á actualmente), estos trozos de muralla aparecían empotrados en las m a n z a n a s de casas, mejor dicho,
42
ZARAGOZA
las casas estaban empotradas en ellos, buscando
apoyo en los recodos y ángulos de aquella obra secular,
ennegrecida,
mas
no
quebrantada
por
el
paso de tantos siglos. A s í lo nuevo se había edificado sobre y entre los restos de lo antiguo en confuso amasijo, como la g e n t e española se d e s a r r o lló y crió sobre despojos de otras gentes con mezcladas sangres, hasta constituirse como hoy lo está.
E l aspecto general del barrio de las
Tenerías
traía a la imaginación, acompañados de cierta idealidad risueña, los recuerdos de la üominación a r á biga. L a abundancia del ladrillo, los l a r g o s aleros,
el ningún orden de las fachadas, las ventanuchas
con celosías, la completa anarquía arquitectural,
aquello de no saberse dónde acababa una c a s a y
empezaba o t r a ; la imposibilidad
de distinguir
si
ésta tenía dos pisos o tres, si el tejado de aquélla
servía de apoyo a las paredes de las de más a l l á ;
las calles que a lo mejor acababan en un corral
sin salida, los arcos que daban entrada a una plazuela, todo me recordaba lo que en otro pueblo de
E s p a ñ a , de allí muy distante, había visto.
P u e s bien: esta a m a l g a m a de casas que os he
descrito muy a la l i g e r a ; este arrabal fabricado por
varias generaciones de labriegos y curtidores, s e gún el capricho de cada uno y sin orden ni a r m o nía, estaba preparado p a r a la defensa, o se p r e paraba en los días 24 y 25 de enero, una v e z que
se advirtió la g r a n pompa de fuerzas ofensivas que
43
GAL
DOS
desplegó el francés por aquella parte. Y he de adv e r t i r que todas las familias habitadoras de las casas del arrabal, procedían a ejecutar obras, según
su propio instinto estratégico, y allí había ingenieros militares con faldas, que dieron
muestras
de un profundo saber de g u e r r a al tabicar ciertos
huecos y abrir otros al fuego y a la luz. L o s muros de L e v a n t e estaban en toda su extensión a s pillerados. L o s cubos de la muralla
cesaraugusta-
na, hechos contra las flechas y las piedras de honda, sostenían cañones.
Si la zona de acción de alguna de estas piezas
era estrechada por cualquier tejado colindante, azotea o c a s a entera, al punto se quitaba el obstáculo. M u c h o s pasos habían sido obstruidos, y
dos
de los edificios religiosos del arrabal, S a n A g u s tín y las Mónicas, eran verdaderas fortalezas. L a
tapia había sido reedificada y r e f o r z a d a ; las baterías se enlazaban unas con o t r a s , y nuestros ingenieros habían calculado hábilmente las posiciones y el alcance de las obras enemigas, para acomodar a ellas las defensivas. D o s puntos
avan-
zados tenía la línea, y eran el molino de Goicoechea y una c a s a que, por pertenecer a un don V i c toriano González, ha quedado en la historia con
el nombre de Casa
de
González.
Recorriendo di-
cha línea desde P u e r t a Quemada, se encontraba
primero la batería de P a l a f o x ; luego el Molino de
la ciudad; luego las E r a s de S a n A g u s t í n ; en se44
ZARAGOZA
guida el molino de Goicoechea, colocado fuera del
recinto; después la tapia de la huerta de las M ó nicas, y a continuación las de S a n A g u s t í n ; más
adelante una g r a n batería y la casa de González.
E s t o es todo lo que recuerdo de las T e n e r í a s . H a bía por allí un sitio que llamaban el Sepulcro, por
la proximidad de una iglesia de este nombre.
Al
arrabal entero, mejor que a una parte de él, cuadraba entonces el nombre de
sepulcro.
M i e n t r a s los morteros situados al Mediodía a r r o jaban bombas en el centro de la ciudad, los cañones
de la línea oriental dispararon con bala rasa sobre
la débil tapia de las Mónicas y sobre las fortificaciones de tierra y ladrillo del molino de aceite y
de la batería de P a l a f o x . Bien pronto abrieron tres
grandes brechas, y el asalto era inminente. A p o yábanse en el molino de Goicoechea, que tomaron
el día anterior, después de ser abandonado e incendiado por los nuestros.
S e g u r a s del triunfo, las masas de infantería
re-
corrían el campo ordenándose para asaltarnos. M i
batallón ocupaba una casa de la calle de P a b o s t r e ,
c u y a pared había sido en toda su extensión aspillerada. M u c h o s paisanos y compañías de
varios
regimientos aguardaban en la cortina, llenos de fur o r y sin que les a r r e d r a r a la probabilidad de una
muerte s e g u r a , con tal de escarmentar al enemigo
en su impetuoso avance.
P a s a r o n l a r g a s horas : apuraron los franceses los
45
CALDOS
recursos de su artillería por v e r si nos aterraban,
obligándonos a dejar el b a r r i o ; pero las tapias se
desmoronaban, estremecíanse las casas con espantoso sacudimiento, y aquella g e n t e heroica, que apenas se había desayunado con un zoquete de pan,
g r i t a b a desde la muralla, diciéndoles que se acercasen. P o r fin, contra la brecha del centro y la de
la derecha avanzaron fuertes columnas sostenidas
con otras a r e t a g u a r d i a , y se v i o que la intención
de los franceses e r a apoderarse a todo trance de
aquella línea de pulverizados ladrillos, que defendían algunos centenares de locos, y tomarla a cualquier precio, a r r o j a n d o sobre ella masas de carne
y haciendo pasar la columna v i v a sobre los cadáveres de la muerta.
N o se diga, para a m e n g u a r el mérito de los nuestros, que el francés luchaba a pecho descubierto;
los defensores
también lo hacían, y detrás de la
desbaratada cortina, no podía guarecerse una cabeza. Allí era de v e r cómo chocaban las masas de
hombres, y cómo las b a y o n e t a s se cebaban con saña, más propia de fieras que de hombres, en los
cuerpos enemigos. Desde las casas hacíamos
fue-
g o incesante, viéndoles caer materialmente en montones, heridos por el plomo y el acero al pie mismo de los escombros que querían conquistar. N u e vas
columnas
sustituían
a
las
anteriores,
y
en
los que llegaban después, a los esfuerzos del valor,
46
a*-*
rtp,
**±srrf*4*t.
ZARAGOZA
se unían
ganza.
ferozmente
las brutalidades de la
ven-
P o r nuestra parte el número de b a j a s era enorm e : los hombres quedaban por docenas estrellados contra el suelo en aquella línea que había sido
muralla, y y a no era sino una aglomeración informe de tierra, ladrillos y cadáveres. L o natural, lo
humano habría sido abandonar unas posiciones defendidas contra todos los elementos de la fuerza
y de la ciencia militar reunidos; pero allí no se
t r a t a b a de nada que fuese humano y natural, sino
de extender la potencia defensiva h a s t a límites infinitos, desconocidos para el cálculo científico
y
p a r a el v a l o r ordinario, desarrollando en sus inconmensurables dimensiones el genio a r a g o n é s , que
nunca se sabe adonde llega.
Siguió, pues, la resistencia, sustituyendo los v i vos a los muertos con entereza sublime. M o r i r era
un accidente, un detalle
trivial, un
tropiezo del
cual no debía hacerse caso.
Mientras esto pasaba, otras columnas igualmente poderosas, trataban de apoderarse de la casa de
González, que he mencionado a r r i b a ; pero desde
las casas inmediatas y desde los cubos de la m u ralla se les hizo fuego tan terrible de fusilería
y
cañón, que desistieron de su intento. I g u a l e s a t a ques tenían l u g a r , con m e j o r éxito de parte s u y a ,
por nuestra derecha hacia la huerta de Campo-Real
47
GALDOS
y baterías de los M á r t i r e s , y la inmensa fuerza desplegada por los sitiadores a una misma hora y en
una línea de poca extensión, no podía menos de
producir resultados.
Desde la c a s a de la calle de P a b o s t r e , inmediat a al Molino de la Ciudad, hacíamos fuego, como
he dicho, contra los que daban el asalto, cuando he
aquí que las baterías de S a n J o s é , antes ocupadas
en demoler la muralla, enfilaron sus cañones cont r a aquel edificio, y sentimos que las paredes r e temblaban ; que las v i g a s crujían como cuadernas
de un buque conmovido por las t e m p e s t a d e s ; que
las maderas de los tapiales estallaban, destrozándose en mil a s t i l l a s ; en suma, que la casa se venía
abajo.
—>¡ Cuerno, recuerno! —exclamó el tío G a r c é s . —
¡ Q u e se nos viene la c a s a e n c i m a !
E l humo y el polvo no nos permitían v e r lo que
pasaba fuera, ni tampoco lo que dentro ocurría.
— ¡ A la calle, a la c a l l e ! — g r i t ó Pirli, a r r o j á n dose por una v e n t a n a .
—Agustín, Agustín,
¿dónde e s t á s ?
—grité
yo
llamando a mi a m i g o .
P e r o A g u s t í n no parecía. E n aquel momento de
angustia, y no encontrando en medio de tal confusión ni puerta para salir, ni escalera para bajar,
corrí a la v e n t a n a p a r a a r r o j a r m e fuera, y el espectáculo que se ofreció a mis ojos obligóme a re48
ZARAGOZA
troceder sin aliento ni fuerzas. M i e n t r a s los cañones de la batería de S a n J o s é intentaban por la
derecha sepultarnos entre los escombros de la casa
y parecían conseguirlo sin esfuerzo, por delante,
y hacia la era de S a n A g u s t í n , la infantería
fran-
cesa había logrado penetrar por las brechas, r e matando a los infelices que y a apenas eran hombres, y acabándoles de m a t a r , pues su agonía desesperada no puede llamarse vida. D e los callejones
cercanos se les hacía un fuego horroroso, y los cañones de la calle de la Diezma sustituían a los de
la batería vencida. P e r o asaltada la brecha, se a s e guraban en la muralla. E r a imposible
conservar
en el ánimo una chispa de energía ante
tamaño
desastre.
H u í de la ventana hacia adentro, despavorido,
fuera de mí. U n trozo de pared estalló, reventó,
desgajándose en enormes trozos, y u n a
ventana
cuadrada tomó la figura de un triángulo isósceles:
el techo dejó v e r por una esquina la luz del c i e l o ;
los trozos de yeso y las agudas astillas salpicaron
mi cara. C o r r í hacia el interior siguiendo a otros
que decían: " ¡ P o r aquí, por a q u í ! "
— A g u s t í n , A g u s t í n — g r i t é de nuevo llamando
a mi amigo.
P o r fin le vi entre los que corríamos pasando de
una habitación a o t r a , y subiendo la escalerilla que
conduela a un desván.
49
v.—4
— ¿ E s t á s vivo? —le pregunté.
— N o lo sé — m e d i j o , — ni me importa saberlo.
En
el desván rompimos
fácilmente un
tabique
y pasando a o t r a estancia, hallamos una empinada e s c a l e r a ; la b a j a m o s , y nos vimos en una habitación chica. U n o s siguieron adelante, buscando salida a la calle, y o t r o s detuviéronse allí.
S e ha quedado fijo en mi imaginación, con lineas
y colores indelebles, el interior de aquella mezquina pieza, bañada p o r la copiosa luz que entraba
por una ventana abierta a la calle. Cubrían las paredes desiguales e s t a m p a s de v í r g e n e s y
santos.
D o s o tres cofres v i e j o s y forrados de piel de cabra ocupaban un t e s t e r o . V e í a s e en otro ropa de
m u j e r colgada de clavos y a l c a y a t a s , y una cama
altísima de humilde aspecto, aún con las sábanas
revueltas. E n la v e n t a n a había tres grandes tiestos con y e r b a s ; y parapetadas t r a s ellos, dirigiendo por los huecos la rencorosa visual de su puntería, dos mujeres hacían f u e g o sobre los franceses que y a ocupaban la brecha. Tenían dos
fusi-
les. U n a c a r g a b a y o t r a d i s p a r a b a ; agachábase la
fusilera para enfilar el cañón entre los tiestos, y
suelto el tiro, alzaba la cabeza por sobre las matas
p a r a mirar al campo de batalla.
— ¡ M a n u e l a Sancho —exclamé poniendo la mano sobre el hombro de la heroica muchacha, — t o da resistencia es inútil! Retirémonos. L a casa in50
... y en aquella m i s m a t a r d e fueron d u e ñ o s de las
r u i n a s de S a n i a E n g r a c i a . . .
ZARAGOZA
mediata es destruida por las baterías de S a n J o s é ,
y en el techo de ésta empiezan a caer las balas.
Vamonos.
P e r o no hacía caso, y seguía disparando. A l fin
la casa, que e r a débil como la vecina, y aún menos
que ésta podía resistir al choque de los proyectiles, experimentó una fuerte sacudida, cual si temblara la tierra en que a r r a i g a b a n sus cimientos.
Manuela Sancho a r r o j ó el fusil. E l l a y la m u j e r
que la acompañaba penetraron precipitadamente en
una inmediata alcoba, de c u y o obscuro recinto sentí salir angustiosas lamentaciones. A l entrar, v i mos que las dos muchachas abrazaban a una anciana tullida que, en su pavor, quería a r r o j a r s e del
lecho.
— M a d r e , esto no es nada —le dijo M a n u e l a cubriéndola con lo primero que encontró a m a n o . —
Vamonos a la calle, que la casa parece que se quiere caer.
L a anciana no hablaba, no podía hablar. T o m á ronla en brazos las dos m o z a s ; mas nosotros
la
recogimos en los nuestros, encargando a ellas que
llevaran nuestros fusiles y la ropa que pudieran
salvar. D e este modo pasamos a un patio, que nos
dio salida a o t r a calle, donde aún no había llegado
el fuego.
L o s franceses habíanse apoderado también de la
batería de los M á r t i r e s , y en aquella misma tarde
53
tAA»
CALDOS
fueron dueños de las ruinas de S a n t a E n g r a c i a
y
del convento de Trinitarios. ¿ S e concibe que continúe la resistencia de una plaza después de p e r dido lo más importante de su circuito? N o : no se
concibe, ni en las previsiones del arte militar ha
entrado nunca que, apoderado el enemigo de la m u r a l l a por la superioridad incontrastable de su fuerza material, ofrezcan las casas nuevas líneas de
fortificaciones, improvisadas por la iniciativa de cada vecino; no se concibe que tomada una casa sea
preciso o r g a n i z a r un verdadero plan de sitio p a r a
t o m a r la inmediata, empleando la zapa, la mina y
ataques parciales a la b a y o n e t a , desarrollando cont r a un tabique ingeniosa e s t r a t a g e m a ; no se concibe que tomada una a c e r a sea preciso, para p a s a r a la de enfrente, poner en ejecución las t e o rías de V a u b a n , y que p a r a saltar un a r r o y o sea
preciso hacer paralelas, z i g s - z a g s
y caminos cu-
biertos.
L o s generales franceses se llevaban las manos
a la cabeza, diciendo: " E s t o no se parece a nada
de lo que hemos v i s t o . " E n los gloriosos anales del
Imperio se encuentran muchos partes como é s t e :
" H e m o s entrado en S p a n d a u ; mañana
estaremos
en B e r l í n . " L o que a ú n no se había escrito era
lo s i g u i e n t e : " D e s p u é s de dos días y dos noches
de combate, hemos tomado la c a s a núm. i de la
calle de P a b o s t r e . I g n o r a m o s cuándo se podrá t o m a r el núm. 2 . "
54
ZARAGOZA
Cada día, cada hora, cada instante, las dificultades crecientes de nuestra situación militar, se agravaban con el obstáculo que ofrecía número
tan
considerable de víctimas, hechas por el fuego y la
epidemia. ¡Dichosos mil veces los que eran sepultados en las ruinas de las casas minadas, como
aconteció a los valientes defensores de la calle de
P o m a r , junto a S a n t a E n g r a c i a ! L o
verdadera-
mente lamentable estaba allí donde se hacinaban
unos sobre otros, sin poder recibir auxilio, multitud de hombres destrozados por horribles heridas.
H a b í a recursos médicos p a r a la centésima parte
de los pacientes. L a caridad de la mujeres, la diligencia de los patriotas, la multiplicación de la actividad en los hospitales, nada bastaba.
L l e g ó un día que cierta impasibilidad, m á s bien
espantosa y cruel indiferencia, se apoderó de los
defensores, y nos acostumbramos a v e r un montón de muertos cual si fuera montón de sacas de
l a n a ; nos acostumbramos a v e r sin lástima algunas l a r g a s filas de heridos arrimados a las casas,
curándose cada cual como m e j o r podía. A fuerza de
padecimientos, c r e y é r a s e que las necesidades de la
carne habían desaparecido, y que no teníamos m á s
vida que la del espíritu. L a familiaridad con el peligro había t r a n s f i g u r a d o nuestra naturaleza, infundiéndole al parecer un elemento nuevo, el desprecio absoluto de la m a t e r i a y total indiferencia
55
GALDOS
de la vida. Cada uno esperaba morir dentro de un
rato,
sin que esta idea le conturbara.
Inmediato al convento de las Mónicas estaba el
de A g u s t i n o s Observantes, edificio de bastante capacidad, con una iglesia no pequeña y muy i r r e gular, vastas crujías y un claustro espacioso. E r a ,
pues, indudable que los franceses, dueños ya de las
Mónicas, habrían de poner gran empeño en poseer
también aquel otro monasterio para establecerse sólida y definitivamente en el barrio.
— Y a que no tuvimos la suerte de hallarnos en
las Mónicas — m e dijo P i r l i , — hoy nos daremos el
g u s t a z o de defender h a s t a morir las cuatro p a r e des de S a n A g u s t í n . C o m o no b a s t a E x t r e m a d u r a
p a r a defenderlo, nos mandan también a nosotros.
¿ Y qué h a y de g r a d o s , a m i g o A r a c e l i ? ¿ C o n que
es cierto que este par de caballeros que está aquí
es un par de s a r g e n t o s ?
— N o sabía nada, amigo P i r l i , — le respondí; y
verdad era que ignoraba aquel mi ascenso a las alturas jerárquicas del s a r g e n t a z g o .
— P u e s s í : anoche lo acordó el general. E l señor de A r a c e l i es s a r g e n t o primero, y el señor de
Pirli s a r g e n t o segundo. H a r t o bien lo hemos g a nado, y g r a c i a s que nos ha quedado cuerpo en que
poner las charreteras. T a m b i é n me han dicho que
a A g u s t í n Montoria le han nombrado teniente por
lo bien que se portó en el ataque dentro de las ca56
ZARAGOZA
sas. A y e r tarde, al anochecer, el batallón de las P e ñas de S a n P e d r o no tenía más que cuatro s a r g e n tos, un alférez, un capitán y doscientos hombres.
— A v e r , amigo Pirli, si hoy nos g a n a m o s un par
de ascensos.
— T o d o es g a n a r el ascenso del pellejo —replicó.— L o s pocos soldados que viven del batallón de
Huesca, creo que van para generales. Y a tocan llamada. ¿ Tienes qué comer ?
— N o mucho.
— M a n u e l a Sancho me ha dado cuatro s a r d i n a s :
las partiré contigo. Si quieres un par de docenas
de garbanzos t o s t a d o s . . . ¿ T e acuerdas tú del g u s te que tiene el vino? Dígolo porque hace días que
no nos dan una g o t a . . . P o r ahí corre el rum-rum
de que esta tarde nos repartirán un poco cuando
acabe la g u e r r a en San A g u s t í n . Ahí tienes t ú : sería m u y triste cosa que le m a t a r a n a uno antes de
saber qué color tiene eso que van a darnos esta
tarde. Si siguieran mi consejo, lo echarían antes
de empezar, y así, el que muriera, eso se llevaba...
Pero la J u n t a de A b a s t o s habrá dicho: " H a y poco
vino: si lo repartimos ahora, apenas tocarán tres
gotas a cada uno. E s p e r e m o s a la tarde, y como de
los que defienden S a n Agustín, será un milagro que
quede la cuarta parte, les tocará a t r a g o por b a r ba."
Y con este criterio siguió discurriendo sobre la
57
escasez de vituallas. N o tuvimos tiempo de entretenernos en esto, porque apenas nos dábamos la
m a n o con los de E x t r e m a d u r a que guarnecían el
edificio, cuando una fuerte detonación nos puso
en cuidado, y entonces un fraile apareció diciendo
a gritos:
— H i j o s míos, han volado la pared medianera del
lado de las Mónicas, y y a les tenemos en casa. C o rred a la i g l e s i a : ellos deben haber ocupado la sac r i s t í a ; pero no importa. S i vais a tiempo, seréis
dueños de la nave principal, de las capillas, del coro.
¡ V i v a la S a n t a V i r g e n del P i l a r y el batallón de
Extremadura!
M a r c h a m o s a la iglesia serenos y
confiados.
L o s buenos P a d r e s nos animaban con sus e x h o r taciones, y alguno de ellos, confundiéndose con nosotros en lo más apretado de las filas, nos d e c í a :
— H i j o s míos, no desmayéis. Previendo que lleg a r í a este caso, hemos conservado un mediano n ú m e r o de v í v e r e s en n u e s t r a despensa. También tenemos vino. Sacudid el polvo a esa canalla. A n i m o ,
queridos jóvenes. N o temáis el plomo enemigo. M á s
daño hacéis vosotros con una de vuestras miradas, que ellos con una d e s c a r g a de metralla. A d e lante, hijos míos. L a S a n t a V i r g e n del Pilar es entre v o s o t r o s . Cerrad los ojos al peligro, mirad con
serenidad al enemigo, y entre las nubes veréis la
santa figura de la M a d r e de Dios. ¡ V i v a
y Fernando V I I !
58
España
ZARAGOZA
L l e g a m o s a la i g l e s i a ; pero los franceses, que h a blan entrado por la sacristía, se nos adelantaron,
y y a ocupaban el altar m a y o r . Y o no había visto
jamás una mole churrigueresca, cuajada de esculturas y follajes de oro, sirviendo de parapeto a ia
infantería; y o no había visto que vomitasen fuego los mil nichos, albergue de mil santos de ebanistería ; y o no había visto nunca que los
rayos
de madera dorada, que fulminan su llama inmóvil
desde los huecos de una nube de cartón poblada
de angelitos, se confundieran con los
fogonazos,
ni que t r a s los pies del S a n t o Cristo, y t r a s el nimbo de oro de la V i r g e n M a r í a , el ojo v e n g a t i v o del
soldado afinara su mortífera puntería.
B a s t e deciros que el altar m a y o r de S a n A g u s tín era una g r a n fábrica
de entalle dorado, cual
otras que habréis visto en cualquier templo de E s paña. E s t e a r m a t o s t e se extendía desde el piso a
la bóveda, y de machón a machón, representando
en sucesivas hileras de nichos como una serie de
jerarquías celestiales. A r r i b a , el Cristo e n s a n g r e n tado abría sus brazos sobre la c r u z ; abajo y encima del altar, un templete encerraba el símbolo
de la E u c a r i s t í a . Aunque la mole se apoyaba en el
muro del fondo, había pequeños pasadizos interioies destinados al servicio casero de aquella república de santos, y por ellos el lego sacristán podía
subir desde la sacristía a mudar el traje de la V i r 59
CALDOS
g e n , a encender las velas del altísimo Crucifijo, o
a limpiar el polvo que los siglos depositaban sobre
el antiguo tisú de los vestidos y la madera bermellonada de los rostros.
P u e s b i e n : los franceses se posesionaron rápidamente del camarín de la V i r g e n , de los estrechos
tránsitos que he m e n c i o n a d o ; y cuando llegamos
nosotros, en cada nicho, detrás de cada santo, y
abiertos a toda
prisa,
brillaba el cañón de los fusiles. Igualmente
en innumerables a g u j e r o s
esta-
blecidos detrás del ara santa, que a empujones adelantaron un poco, se preparaban a defender en toda
r e g l a la cabecera de la iglesia.
N o nos hallábamos enteramente a descubierto,
y para resguardarnos del g r a n retablo, teníamos
los confesonarios, los altares de las capillas y las
tribunas. L o s más expuestos éramos los que ent r a m o s por la nave principal; y mientras los más
osados
avanzaron
resueltamente
hacia el fondo,
otros tomamos posiciones en el coro bajo, tras el
facistol, tras las sillas y bancos amontonados cont r a la reja, molestando desde allí con certera puntería a la nación francesa, posesionada del altar
mayor.
E l tío G a r c é s , con nueve de igual empuje, corrió a posesionarse del pulpito, otra pesada fábrica churrigueresca, c u y o guardapolvo, coronado por
una estatua de la F e , casi llegaba al techo. Subie6o
ZARAGOZA
ron, ocupando la cátedra y la escalera, y desde allí,
con singular acierto, dejaban seco a todo francés
que, abandonando el presbiterio, se adelantaba a lo
bajo de la iglesia. También sufrian ellos bastante,
porque les abrasaban los del altar m a y o r , deseosos de quitar de en medio aquel obstáculo. A l fin
se destacaron unos veinte hombres, resueltos a t o mar a todo trance aquel reducto de madera, sin
cuya posesión era locura intentar el paso de la n a ve. N o he visto nada más parecido a una g r a n b a talla, y así como en ésta la atención de uno y o t r o
ejército se reconcentra a veces en un punto, el m á s
disputado y apetecido de todos, y c u y a pérdida o
conquista decide el éxito de la lucha, así la a t e n ción de todos se dirigió al pulpito, tan bien defendido como bien atacado.
L o s veinte tuvieron que resistir el vivísimo fuego que se les hacía desde el coro, y la explosión de
las g r a n a d a s de mano que los de las tribunas les
a r r o j a b a n ; pero a pesar de sus grandes pérdidas,
avanzaron resueltamente a la bayoneta sobre la
escalera. N o se acobardaron los diez
defensores
del fuerte, y defendiéronse a a r m a blanca con aquella superioridad infalible que siempre tuvieron en
este g é n e r o de lucha. Muchos de los nuestros, que
antes hacían fuego parapetados tras los altares y
los confesonarios, corrieron a atacar a los f r a n c e ses por la espalda, representando de este modo en
miniatura la peripecia de una v a s t a acción campal ;
61
GALDOS
y trabóse la contienda cuerpo a cuerpo a bayonetazos, a tiros y a golpes, según como cada cual
c o g í a a su contrario.
D e la sacristía salieron m a y o r e s fuerzas enemig a s , y nuestra r e t a g u a r d i a , que se había mantenido en el coro, salió también. A l g u n o s que se hallaban en las tribunas de la derecha saltaron fácilmente al cornisamento de un g r a n retablo lateral,
y no satisfechos con h a c e r fuego desde allí, desplomaron sobre los franceses tres estatuas de santos que coronaban los ángulos del ático. E n tanto
el pulpito se sostenía con firmeza, y en medio de
aquel infierno vi al tío G a r c é s ponerse en pie, desafiando al fuego, y accionar como un predicador,
g r i t a n d o desaforadamente con v o z ronca. Si a l g u na vez viera al demonio predicando el pecado en
la cátedra de una iglesia, invadida por todas las
potencias infernales en espantosa bacanal, no me
llamaría la atención.
'
A q u e l l o no podía prolongarse mucho tiempo, y
G a r c é s , atravesado por cien balazos, cayó de improviso, lanzando un ronco aullido. L o s
franceses,
que en g r a n número llenaban la sacristía, vinieron
en columna cerrada, y en los t r e s escalones que
separan el presbiterio del resto de la iglesia, nos
presentaron un muro infranqueable. L a
descarga
de esta columna decidió la cuestión del pulpito, y
quintados en un instante, dejando sobre las baldosas gran número de muertos, nos retiramos a las
62
capillas. Perecieron los primitivos defensores
del
pulpito, así como los que luego acudieron a reforzarlos, y al tío Garcés, acribillado a bayonetazos
después de muerto, le arrojaron, en su furor, los v e n cedores por encima del antepecho. A s í
concluyó
aquel g r a n patriota que no nombra la historia.
E l capitán de n u e s t r a compañía quedó también
inerte sobre el pavimento. Retirándonos en desorden a distintos puntos, separados unos de otros,
no sabíamos a quién obedecer; bien es verdad que
allí la iniciativa de cada uno o de cada g r u p o de dos
o tres era la única organización posible, y nadie
pensaba en compañías ni en jerarquías militares.
H a b í a la subordinación de todos al pensamiento c o mún, y un instinto maravilloso para conocer la est r a t e g i a rudimentaria que las
necesidades de
la
lucha a cada instante nos iba ofreciendo. E s t e instintivo golpe de v i s t a nos hizo comprender que e s tábamos perdidos desde que nos metimos en las
capillas de la derecha, y era temeridad
persistir
en la defensa de la iglesia ante las enormes fuerzas francesas que la ocupaban.
A l g u n o s opinaron que con los bancos, las imág e n e s y la m a d e r a de un retablo viejo, que fácilmente podía ser hecho pedazos, debíamos levantar una barricada en el arco de la capilla y defendernos hasta lo ú l t i m o ; pero dos P a d r e s A g u s t i n o s
se opusieron a este esfuerzo inútil, y uno de ellos
nos d i j o :
63
<**»
' " t e s * "
GALD
fp.
OS
— H i j o s míos, no os empeñéis en prolongar
resistencia, que os llevaría a perder vuestras
la
vi-
das sin ventaja alguna. L o s franceses están a t a cando en este instante el edificio por la calle de las
A r c a d a s . Corred allí a v e r si lográis atajar sus pasos ; pero no penséis en defender la iglesia, profanada por esos cafres.
E s t a s exhortaciones nos obligaron a salir al claustro, y todavía quedaban en el coro algunos soldados de E x t r e m a d u r a tiroteándose con los franceses, que y a invadían toda la nave.
L o s frailes sólo cumplieron a medias su o f e r t a
en lo de darnos algún gaudeamus
como recompen-
sa por haberles defendido hasta el último e x t r e m o
su iglesia, y fueron repartidos algunos trozos de
t a s a j o y pan duro, sin que viéramos ni oliéramos
el vino en ninguna p a r t e , por más que alargamos
la vista y las narices. P a r a explicar esto, dijeron
que los franceses, ocupando todo lo alto, se habían
posesionado del principal depósito de provisiones;
y lamentándose del suceso, procuraron consolarnos con alabanzas de n u e s t r o buen comportamiento.
L a falta del vino prometido hízome acordar del
g r a n Pirli, y entonces caí en la cuenta de que le
había visto al principio del lance en una de las tribunas. P r e g u n t é por é l ; pero nadie me sabía dar
razón de su paradero.
Ocupaban los franceses la iglesia y también p a r te de los altos del convento. A pesar de nuestra
64
ZARAGOZA
desfavorable posición en el claustro bajo, estábamos resueltos a seguir resistiendo, y traíamos a la
memoria la heroica conducta de los voluntarios de
Huesca, que defendieron las Mónicas h a s t a quedar
sepultados bajo sus escombros. E s t á b a m o s delirantes, e b r i o s ; nos creíamos ultrajados si no vencíamos, y nos impulsaba a las luchas desesperadas
una fuerza secreta, irresistible, que no puedo e x plicarme sino por la fuerte tensión erectiva del e s píritu y una aspiración poderosa hacia lo ideal.
N o s contuvo una orden venida de fuera, y que
dictó sin duda, en su buen sentido práctico, el g e neral S a i n t - M a r c h .
— E l convento no se puede sostener — d i j e r o n . —
A n t e s que sacrificar gente sin provecho alguno para
la ciudad, salgan todos a defender los puntos a t a cados en la calle de P a b o s t r e y P u e r t a Quemada,
por donde el enemigo quiere extenderse, conquistando las casas de que se le ha rechazado varias
veces.
Salimos, pues, de S a n A g u s t í n . Cuando pasábanlos por la calle del mismo nombre, paralela a la
de P a l o m a r , vimos que desde la torre de la iglesia arrojaban g r a n a d a s de mano sobre los franceses, establecidos en la plazoleta inmediata a la última de aquellas dos vías. ¿Quién lanzaba aquellos
proyectiles desde la torre? P a r a decirlo más brevemente y
con
más
elocuencia, abramos
la
histo-
ria y l e a m o s : " E n la torre se habían situado y per65
v.—S
-\J*S
W
GALDOS
trechado siete u ocho paisanos con víveres y m u niciones p a r a h o s t i g a r al enemigo, y subsistieron
verificándolo por unos días sin querer r e n d i r s e . "
A l l í estaba el insigne Pirli. ¡ Oh, P i r l i ! Más
fe-
liz que el tío G a r c é s , tú ocupas un lugar en la historia.
¿ Z a r a g o z a se rendirá?
L a muerte al que esto
diga.
Z a r a g o z a no se rinde. L a reducirán a p o l v o ; de
sus históricas casas no quedará ladrillo sobre lad r i l l o ; caerán sus cien t e m p l o s ; su suelo abriráse
vomitando llamas, y lanzados al aire los cimientos,
caerán las tejas al fondo de los p o z o s ; pero entre
los escombros y entre los muertos habrá siempre
u n a lengua v i v a para decir que Z a r a g o z a no se
rinde.
Llegó
el momento
de la
suprema
desespera-
ción. F r a n c i a y a no combatía, minaba. E r a preciso
d e s b a r a t a r el suelo nacional para conquistarlo. M e dio Coso era suyo, y E s p a ñ a destrozada se retiró
a la acera de enfrente.
P o r las T e n e r í a s , por el
a r r a b a l de la izqrierda habían alcanzado también
v e n t a j a s , y sus hornillos no descansaban un instante.
A l fin ¡ parece m e n t i r a ! nos acostumbramos
a
las voladuras como antes nos habíamos hecho al
bombardeo. A lo mejor, se oía un ruido como el de
mil truenos retumbando a la vez. ¿Qué ha sido?
N a d a : la Universidad, la capilla de la S a n g r e , la
66
ZARAGOZA
casa de A r a n d a , tal convento o iglesia que y a no
existe. Aquello no era vivir en nuestro pacífico y
callado planeta: e r a tener por morada las regiones
del r a y o , mundos desordenados donde todo es frag o r y desquiciamiento. N o había sitio alguno donde e s t a r , porque el suelo y a no era suelo, y bajo
cada planta se abría un cráter. Y , sin
embargo,
aquellos hombres seguían defendiéndose contra la
inmensidad abrumadora de un volcán continuo y
de una tempestad incesante. A falta de fortalezas
habían servido los c o n v e n t o s ; a falta de conventos, los palacios; a falta de palacios, las casas humildes. T o d a v í a había algunas paredes.
Y a no se comía. ¿ P a r a qué, si se esperaba la
muerte de un momento a o t r o ? Centenares, miles
de hombres perecían en las voladuras, y la epidemia había tomado carácter fulminante. T e n í a uno
la suerte de salir ileso de entre la lluvia de balas,
y luego, al volver una esquina, el horroroso frío y
la fiebre, apoderándose súbitamente de la naturaleza, le conducían en poco tiempo a la muerte. Y a
no había parientes ni a m i g o s ; menos a ú n : y a los
hombres no se conocían unos a o t r o s ; y ennegrecidos los rostros por la tierra, por el humo, por la
sangre, desencajados y cadavéricos, al juntarse después del combate, se p r e g u n t a b a n : " ¿ Q u i é n
eres
t ú ? ¿Quién es u s t e d ? "
Y a las campanas no tocaban a alarma, porque
no había campaneros; ya no se oían pregones, por67
GALDOS
que no se publicaban p r o c l a m a s ; y a no se decía
misa, porque faltaban s a c e r d o t e s ; y a no se cantaba la j o t a , y las voces iban expirando en las g a r g a n t a s a medida que iba muriendo gente. D e hora
en hora el fúnebre silencio conquistaba la ciudad.
S ó l o hablaba el cañón, y las avanzadas de las dos
naciones no se entretenían diciéndose insultos. M á s
que de rabia, las almas empezaban a llenarse de
tristeza, y la ciudad moribunda se batía en silencio para que ni un átomo de fuerza se le perdiera
en voces importunas.
L a necesidad de la rendición era una idea g e neral ; pero nadie la manifestaba, guardándola en
el fondo de su conciencia, como se guarda la idea
de la culpa que se v a a cometer. ¡ Rendirse 1 E s t o
parecía una imposibilidad, una obra difícil, y perecer era m á s fácil.
P a s ó un día después de la explosión de San F r a n c i s c o ; día horrible que no parece haber
existido
en las series del tiempo, sino tan sólo en el reino
e n g a ñ o s o de la imaginación.
Y o había estado en la calle de las A r c a d a s poco
antes de que la m a y o r p a r t e de sus casas se hundieran. Corrí después hacia el Coso a cumplir una
comisión que se me e n c a r g ó , y recuerdo que la
pesada e infecta a t m ó s f e r a de la ciudad me a h o g a ba, de tal modo, que apenas podía andar. P o r el
camino encontré a un niño que algunos días antes había v i s t o llorando y solo en el barrio de las
68
... y además el infeliz metía las manos en la boca,
como si se comiese los dedos...
GO
ZA
Tenerías. También entonces iba solo y llorando,
y además el infeliz metía las manos en la boca,
como si se comiese los dedos. A pesar de esto,
nadie le hacía caso. Y o también pasé con indiferencia por su l a d o ; pero después una vocecilla dijo
algo en mi conciencia, volví a t r á s y me le llevé conmigo, dándole algunos pedazos de pan.
Cumplida mi comisión, corrí a la plazuela de S a n
Felipe, donde, después de lo de las A r c a d a s , e s t a ban los pocos hombres que aún subsistían de mi
batallón. E r a y a de noche, y aunque en el Coso
había g r a n fuego entre una y otra acera, los míos
fueron dejados en reserva para el día siguiente,
porque estaban muertos de cansancio.
M á s vale no dormir, y prefiero el insomnio. S i e m pre el mismo zumbido de los cañones. E s a s insolentes bocas de bronce no han cesado de hablar
aún. H a n pasado diez días y Z a r a g o z a no se ha
rendido, porque todavía algunos locos se obstinan
en g u a r d a r para E s p a ñ a aquel montón de polvo y
ceniza. Siguen reventando los edificios, y F r a n c i a ,
después de sentar un pie, g a s t a ejércitos y quintales de pólvora para conquistar terreno en que
poner el otro. E s p a ñ a no se retira mientras teng a una baldosa en que a p o y a r la inmensa máquina
de su bravura.
Y o e s t o y exánime y no puedo m o v e r m e . E s o s
hombres que v e o pasar por delante de mí no p a recen hombres. E s t á n flacos, macilentos, y sus r o s 7i
tros serían amarillos, si no les ennegrecieran el polvo y el humo. Brillan bajo la negra ceja los ojos
que y a no saben mirar sino matando. S e cubren
de inmundos harapos, y un pañizuelo ciñe su cabeza como un cordel. E s t á n tan escuálidos, que
parecen los muertos del montón de la calle de la
Imprenta, que se han levantado p a r a relevar a los
vivos. De trecho en trecho se ven, entre columnas
de humo, moribundos en cuyo oído murmura un
fraile conceptos religiosos. Ni el moribundo entiende, ni el fraile sabe lo que dice. L a religión m i s m a
anda desatinada y medio loca. Generales, soldados,
paisanos, frailes, m u j e r e s , todos
están
confundi-
dos. N o hay clases ni s e x o s . Nadie manda y a , y la
ciudad se defiende en la anarquía.
N o sé lo que me p a s a . N o me digáis que s i g a
contando, porque y a no h a y nada. Y a no hay nada
que contar, y lo que v e o no parece cosa real, confundiéndose en mi m e m o r i a lo verdadero con lo
soñado. E s t o y tendido en un portal de la calle de
la Albardería, y tiemblo de f r í o ; mi mano izquierda está envuelta en un lienzo lleno de sangre y
fango. L a calentura me abrasa, y
anhelo tener
fuerzas para acudir al fuego. N o son cadáveres todos los que h a y a mi lado. A l a r g o la mano y toco
el brazo de un a m i g o que vive aún.
— ¿ Q u é ocurre, señor Sursum
Corda?
— L o s franceses parece que están del lado acá
del Coso — m e contesta con voz desfallecida.—< H a n
72
ZARAGOZA
volado media ciudad. Puede ser que sea
preciso
rendirse. E l Capitán general ha caído enfermo de
la epidemia, y está en la calle de Predicadores.
Creen que se morirá. E n t r a r á n los franceses. M e
alegro de morirme para no verlos. ¿ Q u é tal se encuentra usted, señor de A r a c e l i ?
— M u y mal. V e r é si puedo levantarme.
— Y o estoy vivo todavía, a lo que parece. N o lo
creí. E l S e ñ o r sea conmigo. M e iré derecho al cielo.
Señor de Araceli, ¿ s e ha muerto usted y a ?
M e levanto y doy algunos pasos. A p o y á n d o m e
en las paredes, avanzo un poco y llego junto a las
Escuelas P í a s . A l g u n o s militares de alta g r a d u a ción acompañan hasta la puerta a un clérigo p e queño y delgado, que les despide diciendo:
"Con
nuestro deber hemos cumplido, y la fuerza humana no alcanza m á s . . . " E r a el padre Basilio.
Un brazo amigo me sostiene, y reconozco a don
Roque.
— A m i g o Gabriel —me dice con aflicción.—
La
ciudad se rinde hoy mismo.
—¿Qué
ciudad?
—Esta.
A l hablar así, me parece que nada está en su
sitio. L o s hombres y las casas, todo corre en veloz
fuga.
L a T o r r e N u e v a saca sus pies de los ci-
mientos para huir también, y desapareciendo a lo
lejos, el capacete de plomo se le cae de un lado.
Y a no resplandecen las llamas de la ciudad, Colutn73
ñas de n e g r o humo c o r r e n de L e v a n t e a Poniente,
y el polvo y la ceniza, levantados por los torbellinos del viento, marchan en la m i s m a dirección. E l
cielo no es cielo, sino un toldo de color plomizo,
que tampoco está quieto.
— T o d o huye, todo se v a de este lugar de desolación —digo a don R o q u e . — L o s
franceses
no
encontrarán nada.
— N a d a : hoy
entran p o r la p u e r t a del Á n g e l .
Dicen que la capitulación ha sido honrosa. M i r a :
ahí vienen les espectros que defendían la plaza.
E n e f e c t o : por el C o s o desfilan los últimos combatientes, aquel uno p o r mil que había resistido a
las balas y a la epidemia. S o n padres sin hijos, hermanos sin hermanos, maridos sin mujer. E l
que
no puede encontrar a los suyos entre los v i v o s ,
tampoco es fácil que los encuentre entre los muertos, porque h a y cincuenta y dos mil cadáveres, casi
todos arrojados en las calles, en los portales de
las casas, en los sótanos, en las trincheras. L o s
franceses, al entrar, se detienen llenos de espanto ante espectáculo
tan terrible, y
casi están a
punto de retroceder. L a s lágrimas corren de sus
o j o s , y se preguntan si son hombres o sombras las
pocas criaturas con movimiento que discurren ante su vista.
E l soldado voluntario, al entrar en su casa, t r o pieza con los cuerpos de s u esposa y de sus hijos.
L a mujer corre a la trinchera, al paredón, a la ba-
ii todos arrojados en las
ZARAGOZA
tricada, y busca a su marido. Nadie sabe dónde
e s t á : los mil muertos no hablan, y no pueden dar
razón de si está F u l a n o entre ellos. Familias numerosas se encuentran reducidas a cero, y no queda en ellas uno solo que eche de menos a los demás. E s t o ahorra muchas lágrimas, y la
muerte
ha herido de un solo golpe al padre y al huérfano, al esposo y a la viuda, a la víctima y a los ojos
que habían de llorarla.
F r a n c i a ha puesto al fin el pie dentro de aquella
ciudad edificada a las orillas del clásico río que
da su nombre a nuestra P e n í n s u l a : pero la ha conquistado sin domarla. A l v e r tanto desastre y el
aspecto que ofrece Z a r a g o z a , el ejército imperial,
más que vencedor, se considera sepulturero de aquellos heroicos habitantes. Cincuenta y tres mil v i das le tocaron a la ciudad a r a g o n e s a en el contingente de doscientos millones de criaturas con que
la humanidad p a g ó las glorias militares del I m p e rio francés.
Este
sacrificio no será estéril, como
sacrificio
hecho en nombre de una idea. E l Imperio, cosa
vana y de circunstancias, fundado en la movible
fortuna, en la audacia, en el genio militar, que
siempre es secundario, cuando, abandonando el servicio de la idea, sólo existe en obsequio de sí p r o pio; el Imperio francés, d i g o ; aquella tempestad que
conturbó los primeros años del siglo, y cuyos r e lámpagos, truenos y r a y o s aterraron tanto a la
77
E u r o p a , pasó, porque las tempestades pasan, y lo
normal en la vida histórica, como en la Naturaleza, es la calma. T o d o s le vimos pasar, y presenciamos su a g o n í a en 1 8 1 5 ; después vimos su resurrección
algunos a ñ o s a d e l a n t e ; pero también
pasó, derribado el segundo como el primero por
la propia soberbia. T a l v e z retoñe por t e r c e r a vez
este árbol v i e j o ; pero no dará sombra al mundo
durante siglos, y apenas servirá para que algunos
hombres se calienten con el fuego de su última
leña.
L o que no ha pasado ni p a s a r á es la idea de nacionalidad que E s p a ñ a defendía contra el derecho
de conquista y la usurpación. Cuando otros pueblos sucumbían, ella mantiene su derecho, lo defiende, y sacrificando su propia s a n g r e y vida, lo
c o n s a g r a , como c o n s a g r a b a n los mártires en el circo la idea cristiana. E l resultado es que E s p a ñ a ,
despreciada injustamente en el C o n g r e s o de Viena,
desacreditada con razón por sus continuas g u e r r a s civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus
bancarrotas más o menos declaradas, sus inmorales partidos, sus e x t r a v a g a n c i a s , sus toros y
sus
pronunciamientos, no ha visto nunca, después de
1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad.
H o m b r e s de poco seso, o sin ninguno en ocasiones, los españoles darán mil caídas h o y como siemp r e , tropezando y levantándose, en la lucha de sus
vicios ingénitos, de las cualidades eminentes que
aún conservan, y de las que adquieren lentamente
con las ideas que les envía la Europa central. Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurrecciones prodigiosas r e s e r v a la Providencia a esta gente, porque su
destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el f u e g o ; pero su permanencia nacional, está y estará siempre asegurada.
79
MARIAN
ELA
I
PERDIDO
Se puso el sol. T r a s el breve crepúsculo vino
tranquila y obscura la noche, en cuyo n e g r o seno
murieron poco a poco los últimos rumores de la
tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en
su camino, apresurando
su paso a medida
que
avanzaba el de la noche. Iba por a n g o s t a vereda,
de esas que sobre
el césped traza el constante
pisar de hombres y brutos, y subía sin cansancio
por un cerro, en cuyas vertientes se alzaban pintorescos grupos de guindos, h a y a s y robles. ( Y a se
ve que estamos en el N o r t e de E s p a ñ a . )
E r a un hombre de mediana edad, de complexión
recia, buena talla, ancho de espaldas, resuelto de
ademanes, firme de andadura, basto de facciones,
de mirar osado y vivo, ligero a pesar de su regular
obesidad, y (dígase de una vez, aunque sea p r e m a t u r o ) excelente persona por doquiera que se le
mirara. V e s t í a el t r a j e propio de los señores acomodados que viajan en v e r a n o , con el redondo sombrerete, que debe a su fealdad el nombre de hon81
v.—6
GALDOS
g o ; gemelos de campo pendientes de una correa,
y g r u e s o bastón que, entre paso y paso, le servía
p a r a apalear las zarzas cuando extendían sus r a m a s llenas de afiladas uñas para atraparle la ropa.
D e t ú v o s e , y mirando a todo el círculo del h o rizonte, parecía impaciente y
desasosegado.
Sin
duda no tenía g r a n confianza en la exactitud de su
itinerario y a g u a r d a b a el paso de algún aldeano
que le diese buenos informes
topográficos
para
l l e g a r pronto y derechamente a su destino.
" N o puedo equivocarme — m u r m u r ó . — M e dijeron que a t r a v e s a r a el río por la pasadera... así
lo hice. Después, que m a r c h a r a adelante, siempre
adelante. E n e f e c t o : allá, detrás de mí, queda esa
apreciable villa, a quien y o llamaría
Villafangosa
por el buen surtido de lodos que h a y en sus calles
y
caminos...
D e modo
que, por aquí, adelante,
siempre adelante... ( M e g u s t a esta frase, y si y o
tuviera escudo, no le pondría otra d i v i s a ) , he de
llegar a las famosas minas de Socartes."
Después de andar l a r g o trecho, a ñ a d i ó :
"Me
he perdido, no hay duda de que me he
perdido... A q u í tienes, T e o d o r o Golfín, el resultado de tu Adelante,
siempre
adelante. E s t o s palurdos
no conocen el valor de las palabras. O han querido
burlarse de ti, o ellos mismos i g n o r a n dónde están
las minas de S o c a r t e s . U n g r a n establecimiento
minero ha de anunciarse con edificios, chimeneas,
ruido de a r r a s t r e s , resoplido de hornos, relincho de
82
MARIANELA
caballos, trepidación de máquinas, y y o no veo, ni
huelo, ni oigo nada... P a r e c e que estoy en un desierto... ¡ Q u é soledad! Si y o c r e y e r a en b r u j a s ,
pensaría que mi destino me proporcionaba esta noche el honor de ser presentado a e l l a s . . . ¡ D e m o n i o ! P e r o ¿ n o h a y gente en estos l u g a r e s ? . . . A ú n
falta media hora para la salida de la luna. ¡ A h , bribona, tú tienes la culpa de mi e x t r a v í o ! . . . Si al
menos pudiera conocer el sitio donde me encuent r o . . . P e r o ¡ q u é más d a ! ( A l decir esto, hizo un
g e s t o propio del hombre esforzado que desprecia
los peligros.) Golfín, tú que has dado la vuelta al
mundo, ¿ t e acobardarás a h o r a ? . . . ¡ A h ! L o s aldeanos tenían r a z ó n : Adelante, siempre adelante. L a
ley universal de la locomoción no puede fallar en
este momento.
Y
puesta denodadamente en ejecución
aquella
osada ley, recorrió un kilómetro, siguiendo a capricho las veredas que le salían al paso y se cruzaban y quebraban en ángulos mil, cual si quisiesen
engañarle y confundirle más.
P o r grandes que fueran su resolución e intrepidez, al fin tuvo que pararse. L a s veredas, que al
principio subían, luego empezaron a bajar, enlazándose ; y al fin bajaron tanto, que nuestro viajero
hallóse en un talud, por el cual sólo habría podido
descender echándose a rodar.
" ¡ B o n i t a situación! —exclamó sonriendo y buscando en su buen humor lenitivo a la enojosa con83
CALDOS
trariedad.— ¿ E n dónde estás, querido Golfín? E s t o
parece un abismo. ¿ V e s a l g o allá a b a j o ? Nada, absolutamente nada... pero el césped h a desaparecido, el terreno está removido. T o d o es aquí pedruscos y tierra sin vegetación, teñida por el óxido de
h i e r r o . . . Sin duda estoy en las minas... pero ni alma
viviente, ni chimeneas humeantes, ni ruido, ni un
tren que murmure a lo lejos, ni siquiera un perro
que ladre... ¿ Q u é h a r é ? H a y por aquí una vereda
que vuelve a subir. ¿ S e g u i r é l a ? ¿ D e s a n d a r é lo and a d o ? . . . ¡ R e t r o c e d e r ! ¡ Q u é a b s u r d o ! O y o dejo de
ser quien soy, o llegaré e s t a noche a las minas de
S o c a r t e s y abrazaré a mi querido hermano. A d e lante, siempre adelante.
Dio un paso, y hundióse en la frágil tierra m o vediza.
"¿Esas
tenemos,
señor
planeta?
...¿Con
que
quiere usted t r a g a r m e ? . . . Si ese holgazán satélite
quisiera alumbrar un poco, y a nos veríamos las
caras usted y y o . . . Y a fe que por aquí abajo no
hemos de ir a ningún paraíso. Parece esto el cráter
de un volcán a p a g a d o . . . H a y que andar suavemente
por tan delicioso precipicio. ¿Qué es esto?
¡Ah!
una p i e d r a : magnífico asiento para echar un c i g a rro, esperando a que salga la l u n a . "
E l discreto Golfín se sentó tranquilamente, como
podría haberlo hecho en el banco de un paseo, y
y a se disponía a fumar, cuando sintió una v o z . . .
" V a m o s — d i j o el viajero lleno de gozo,— hu84
MARÍA
N EL
A
inanidad tenemos. E s e es el canto de una muchacha ; sí, es v o z de mujer, y v o z preciosísima.
Me
g u s t a la música popular de este país. A h o r a c a l l a . . .
Oigamos, que pronto ha de volver a e m p e z a r . . . Y a ,
y a suena otra vez. ¡ Qué voz tan bella, qué melodía
tan c o n m o v e d o r a !
P e r o si no me e n g a ñ a el oído,
la v o z se aleja... L a g r a c i o s a cantadora se va. ¡ E h ,
niña, aguarda, deten el paso!
L a voz, que durante breve rato había regalado
con encantadora música el oído del hombre e x t r a viado, se iba perdiendo en la inmensidad tenebrosa, y a los gritos de Golfín, el canto extinguióse
por completo.
" E s t a es una situación divina —murmuró
Gol-
fin, considerando que no podia hacer m e j o r cosa
que dar lumbre a su cigarro.—• N o hay mal que
cien años dure. A g u a r d e m o s fumando. M e he lucido con querer venir solo y a pie a las minas. Mi
equipaje habrá llegado primero, lo que prueba de
un modo irrebatible las v e n t a j a s del Adelante,
pre
siem-
adelante.
M o v i ó s e entonces ligero vientecillo, y Teodoro
c r e y ó sentir pasos lejanos en el fondo de aquel
desconocido o supuesto abismo que ante sí tenía.
P u s o atención, y no tardó en adquirir la certeza
de que
alguien
andaba
por allí.
Levantándose,
gritó:
" M u c h a c h a , hombre, o quien quiera que seas, ¿ s e
puede ir por aquí a las minas de S o c a r t e s ? "
85
CALDOS
N o había concluido, cuando o y ó s e el violento ladrar de un perro, y después una v o z de hombre,
que d i j o :
" C h o t o , Choto, ven a q u í !
— ¡ E h ! —gritó el v i a j e r o . — Buen amigo, muchacho de todos los demonios, o lo que quiera que
seas, sujeta pronto ese p e r r o , que y o soy hombre
de paz.
—¡Choto, Choto!"
Vio Golfín que se le acercaba un perro negro y
g r a n d e ; mas el animal, después de g r u ñ i r junto a
él, retrocedió llamado por su amo. E n tal punto y
momento, el viajero pudo distinguir una figura, un
hombre que inmóvil y sin expresión, cual muñeco
de piedra, estaba en pie a distancia como de diez
v a r a s , más abajo de él, en una v e r e d a transversal
que aparecía irregularmente trazada por todo lo
largo del talud. Este sendero y la humana
figura,
detenida en él, llamaron vivamente la atención de
Golfín, que, dirigiendo gozosa mirada al cielo, e x clamó :
" ¡ G r a c i a s a D i o s ! A l fin sale esa loca. Y a podemos saber dónde e s t a m o s . N o sospechaba y o que
tan cerca de mí existiera esta senda. P e r o si es un
camino... — ¡ H o l a !
amiguito, ¿puede usted decir-
me si estoy en S o c a r t e s ?
— S í , señor: estas son las minas, aunque estamos
un poco lejos del establecimiento."
L a voz que esto decía era juvenil y agradable,
86
MARIANELA
y resonaba con las simpáticas inflexiones que indican una disposición a prestar servicios con buena
voluntad y cortesía.
— B i e n , amiguito: doy a usted las gracias por las
noticias que me ha dado y las que aún ha de d a r m e . . . Salí de Villamojada al ponerse el sol. Dijéronme que adelante, siempre adelante.
— ¿ V a usted al establecimiento? — p r e g u n t ó el
misterioso joven, permaneciendo inmóvil y rígido,
sin mirar al doctor, que y a estaba cerca.
— S í , s e ñ o r ; pero sin duda equivoqué el camino.
— E s t a no es la entrada de las minas. L a entrada
es por la pasadera de R a b a g o n e s , donde está el
camino y el ferrocarril en construcción. P o r allá
hubiera usted llegado en diez minutos al establecimiento. P o r aquí tardaremos más, porque
hay
bastante distancia y muy mal camino. E s t a m o s en
la última zona de explotación, y hemos de a t r a v e sar algunas galerías y túneles, bajar escaleras, pasar trincheras, remontar taludes, descender el plano inclinado; en fin, r e c o r r e r todas las minas de
S o c a r t e s desde un e x t r e m o , que es éste, hasta el
otro e x t r e m o , donde están los talleres, los hornos,
las máquinas, el laboratorio y las oficinas.
— P u e s a fe mia que ha sido floja mi equivocación, —dijo Golfín
riendo.
— Y o le guiaré a usted con mucho g u s t o , porque
conozco estos sitios perfectamente."
Golfín, hundiendo sus pies en la tierra, resbalan87
GALDOS
do aquí y bailoteando m á s allá, tocó al fin el benéfico suelo de la vereda, y su primera acción fué
e x a m i n a r al bondadoso joven. B r e v e rato p e r m a neció el doctor dominado por la sorpresa.
—Usted... —murmuró.
— S o y ciego, sí, señor —añadió el j o v e n ; — pero
sin vista sé recorrer de un cabo a otro las minas.
E l palo que uso me impide tropezar, y Choto me
acompaña, cuando no lo hace la N e l a , que es mi
lazarillo. Con que, s í g a m e usted y déjese llevar.
II
GUIADO
— ¿ C i e g o de nacimiento? —dijo Golfin con v i v o
interés, que no era sólo inspirado por la compasión.
— S í , señor, de nacimiento — r e p u s o el ciego con
naturalidad.— N o conozco el mundo más que por
el pensamiento, el tacto y el oído. H e podido c o m prender que la parte m á s m a r a v i l l o s a del universo
es esa que me e s t á vedada. Y o sé que los ojos de
los demás no son como e s t o s míos, sino que por sí
conocen las c o s a s ; pero este don me parece tan e x traordinario, que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo.
— ¡ Q u i é n s a b e . . . ! —manifestó T e o d o r o ; — pero
¿ e n dónde e s t a m o s , buen a m i g o ?
88
MARIANELA
— E s t a zona de la mina se llama la Terrible. H a
estado en explotación hasta que hace dos años se
agotó el mineral. H o y
los trabajos
se hacen
en
otras zonas que h a y más arriba.
— ¡ Choto, Choto, aquí! — d i j o el ciego.— Caballero, mucho cuidado ahora, que vamos a entrar en
una galería.
E n e f e c t o : Golfín vio que el ciego, tocando el
suelo con su palo, se dirigía hacia una puertecilla
estrecha, cuyo marco eran tres g r u e s a s v i g a s .
E l perro entró primero, olfateando la n e g r a cavidad. Siguióle el ciego con la impavidez de quien
vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fué detrás, no
sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la importuna excursión bajo tierra.
—Es
pasmoso — o b s e r v ó , — que usted entre
y
salga por aquí sin tropiezo.
— M e he criado en estos sitios — c o n t e s t ó el j o ven,— y los conozco como mi propia casa. Aquí se
siente f r í o : abrigúese usted si tiene con qué. N o
tardaremos mucho en salir.
Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de v i g a s perpendiculares. Después d i j o :
—Cuide usted de no tropezar en los carriles que
hay en el suelo. P o r aquí se a r r a s t r a el mineral de
las pertenencias de arriba. ¿ T i e n e usted frío?
— D i g a usted, buen amigo — i n t e r r o g ó el doctor
festivamente.— ¿ E s t á usted seguro de que no nos
ha tragado la tierra?
E s t e pasadizo
89
es
un
esó-
CALDOS
f a g o . Somos pobres bichos que hemos caído en el
e s t ó m a g o de un g r a n insectívoro. ¿ Y usted, joven,
se pasea mucho por e s t a s amenidades?
— M u c h o paseo por aquí a todas horas, y
me
a g r a d a extraordinariamente. Y a hemos entrado en
la parte más seca. E s t o
es arena pura... A h o r a
vuelve la piedra... A q u í h a y filtraciones de a g u a
s u l f u r o s a ; por aquí una capa de tierra, en que se
encuentran Conchitas de piedra...
También v e r á
capas de p i z a r r a : esto llaman esquistos...
¿Oye
usted cómo canta el s a p o ? Y a estamos cerca de la
boca. A l l í se pone ese holgazán todas las noches.
L e conozco: tiene una v o z ronca y pausada.
— ¿ Q u i é n , el sapo?
— S í , señor. Y a nos acercamos al fin.
— E n e f e c t o : allá v e o como un ojo que nos mira.
E s la claridad de la o t r a boca.
Cuando salieron, el primer accidente que hirió
los sentidos del doctor fué el canto melancólico que
había oído antes. Oyólo también el c i e g o ; volvióse
bruscamente, y dijo sonriendo con placer y o r g u l l o :
— ¿ L a oye usted?
— A n t e s oí esa v o z , y me a g r a d ó sobremanera.
¿Quién es la que c a n t a . . . ?
E n vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando
al viento la voz con toda la fuerza de sus pulmones, g r i t ó :
—¡Nela!... ¡Nela!
E c o s sonoros, próximos los unos, lejanos otros,
9°
M A RIA
N EL
A
repitieron aquel nombre. E l ciego, poniéndose las
manos en la boca en forma de bocina, g r i t ó :
— N o vengas, que voy allá. ¡ Espérame en la herrería... en la herrería!
Después, volviéndose al doctor, le d i j o :
— L a Nela es una muchacha que me acompaña;
es mi lazarillo. A l anochecer volvíamos juntos del
prado g r a n d e . . . hacía un poco de fresco. Como mi
padre me ha prohibido que ande de noche sin abrigo, metíme en la cabana de Remolinos, y la Nela
corrió a mi c a s a a buscarme el gabán. P r o n t o llegaremos a la herrería. A l l í nos separaremos, porque mi padre se enoja cuando entro tarde en casa.
Nela le acompañará a usted hasta las oficinas.
— M u c h a s gracias, amigo mío.
E l túnel les había conducido a una profunda g r i e ta abierta en el terreno, a semejanza de las que r e sultan de un c a t a c l i s m o ; pero no había sido abierta por las palpitaciones fogosas del planeta, sino por
el laborioso azadón del minero. P a r e c í a el interior
de un g r a n buque n á u f r a g o , tendido sobre la playa,
y a quien las olas hubieran quebrado por la mitad
doblándole en un ángulo obtuso.
L a ilusión fué completa cuando se sintió rumor
de agua, un chasquido semejante al de las olas mansas cuando j u e g a n en los huecos de una peña o
azotan el esqueleto de un buque náufrago.
— P o r aquí hay agua, — d i j o a su compañero.
— E s e ruido que usted siente —replicó el ciego
91
GALDOS
deteniéndose,— y que parece... ¿cómo lo diré? ¿ N o
es verdad que parece ruido de gárgaras, como el
que hacemos cuando nos curamos la garganta?
—Exactamente.
¿Y
dónde está ese buche de
a g u a ? ¿ E s algún a r r o y o que p a s a ?
— N o , señor. A q u í , a la izquierda, hay una loma.
D e t r á s de ella se abre una g r a n boca, una sima,
un abismo c u y o fin no se sabe. S e llama la T r a s c a v a . A l g u n o s creen que va a dar al mar por junto a Ficóbriga. Otros dicen que corre por el fondo
de él un río que está siempre dando vueltas y más
vueltas, como una rueda, sin salir nunca fuera. Y o
me figuro que será como un molino. A l g u n o s dicen que hay allá abajo un resoplido de aire que
sale de las entrañas de la tierra, como cuando silbamos, el cual resoplido de aire choca contra un
raudal de agua, se ponen a reñir, se engarran, se
enfurecen y producen ese hervidero que oímos de
fuera.
— ¿ Y nadie ha bajado a esa sima ?
— N o se puede b a j a r sino de una manera.
— ¿ Cómo ?
— A r r o j á n d o s e a ella. L o s que han entrado no
han vuelto a salir, y es lástima, porque nos hubieran dicho qué pasaba allí dentro. D e día podrá usted verla perfectamente, pues b a s t a enfilar un poco las piedras del lado izquierdo para llegar hasta
ella. H a y
un asiento cómodo. A l g u n a s
personas
tienen miedo de a c e r c a r s e ; pero la Nela y y o nos
92
^\AV
MARIANELA
sentamos allí muy a menudo a oír cómo resuena
la voz del abismo. Y efectivamente, señor, parece
que nos hablan al oído. L a N e l a dice y j u r a que
oye palabras, que las distingue claramente. Y o , la
verdad, nunca he oído palabras, pero sí un murmullo como soliloquio o meditación, que a veces parece triste, a veces alegre, tan pronto colérico c o mo burlón.
— P u e s y o no oigo sino ruido de g á r g a r a s — d i jo el doctor riendo.
Habían salido a un sitio despejado. A la izquierda, y a r e g u l a r altura, vio el doctor un g r u p o de
blancas casas en el mismo borde de la vertiente.
— A q u í , a la izquierda —dijo el ciego,— está mi
casa. Allá arriba... ¿sabe usted? Aquellas tres casas es lo que queda del lugar de Aldeacorba de S u so ; lo demás ha sido expropiado en diversos años
para beneficiar el t e r r e n o ; todo aquí debajo es calamina. N u e s t r o s padres vivían sobre miles de millones sin saberlo.
E s t o decía, cuando se vino corriendo hacia ellos
una muchacha, una niña, una chicuela, de
ligerí-
sinios pies y menguada de estatura.
—Nela,
Nela — d i j o
el ciego.— ¿ M e
traes
el
abrigo?
—Aquí
está, —repuso
la muchacha
poniéndole
un capote sobre los hombros.
— ¿ E s t a es la que cantaba?... ¿Sabes que tienes
una preciosa v o z ?
93
GALBOS
— ¡ O h ! — e x c l a m ó el ciego con candoroso acento de encomio,— canta admirablemente. Ahora, Mariquilla, v a s a acompañar a este caballero hasta las
oficinas. Y o me quedo en casa. Y a siento la v o z de
mi padre que baja a buscarme. M e reñirá, de seg u r o . . . ¡ A l l á voy, allá v o y !
— R e t í r e s e usted pronto, a m i g o —dijo Golfín estrechándole la m a n o . — E l aire es fresco y puede hacerle daño. M u c h a s g r a c i a s por la compañía. E s p e ro que seremos a m i g o s , porque estaré aquí algún
tiempo... Y o soy hermano de Carlos Golfín, el ingeniero de estas minas.
— ¡ A h ! . . . y a . . . Don Carlos es m u y amigo de mi
padre y m í o : le espera a usted desde ayer.
— L l e g u é esta tarde a la estación de Villamojad a . . . Dijéronme que S o c a r t e s estaba cerca y que podía venir a pie. Como me gusta v e r el paisaje y hacer ejercicio, y como me dijeron que adelante, siempre adelante, eché a andar, mandando mi equipaje en un carro. Y a ve usted cuan tontamente me
perdí... P e r o no hay mal que por bien no v e n g a . . .
L e he conocido a usted, y seremos amigos, quizás
m u y a m i g o s . . . V a y a , a d i ó s ; a c a s a pronto, que el
fresco de septiembre no es bueno. E s t a señora Nela
tendrá la bondad de acompañarme.
94
MARIANELA
III
UN
DIÁLOGO
QUE
SERVIRÁ
DE
EXPOSICIÓN
— A g u a r d a , hija, no v a y a s tan a prisa —dijo Goliin deteniéndose—: déjame encender un c i g a r r o .
E s t a b a tan serena la noche, que no necesitó emplear las precauciones que generalmente adoptan
contra el viento los fumadores. Encendido el cigarro, acercó la cerilla al rostro de la Nela, diciendo
con bondad:
— A v e r , enséñame tu cara.
Mirábale asombrada la muchacha, y sus negros
ojuelos brillaron con un punto rojizo, como chispa,
en el breve instante que duró la luz del
fósforo.
E r a como una niña, pues su estatura debía contarse entre las más pequeñas, correspondiendo a su
talle delgadísimo y a su busto mezquinamente constituido. A l g u i e n la definía mujer mirada con vidrio de disminución; alguno como una niña con
ojos y expresión de adolescente. N o conociéndola, se dudaba si era un asombroso p r o g r e s o o un
deplorable a t r a s o .
— ¿ Q u é edad tienes tú? —preguntóle Golfín sacudiendo los dedos p a r a a r r o j a r el fósforo, que empezaba a quemarle.
95
—Dicen que tengo diez y seis años, —replicó la
N e l a , examinando a su v e z al doctor.
— ¡ Diez y seis a ñ o s ! A t r a s a d i l l a estás, hija. T u
clierpo es de doce, a lo sumo.
— ¡ M a d r e de Dios ! Si dicen que y o soy como un
fenómeno... —manifestó
ella en tono de lástima
de sí misma.
— ¡ U n fenómeno! —repitió Golfín poniendo su
mano sobre los cabellos de la chica—•. Podrá ser.
V a m o s , guíame.
Comenzó a andar la N e l a resueltamente sin adelantarse mucho, antes bien, cuidando de ir siempre al lado del viajero, como si apreciara en todo
su valor la honra de tan noble compañía. Iba descalza : sus pies ágiles y pequeños denotaban familiaridad consuetudinaria con el suelo, con las piedras, con los charcos, con los abrojos.
— D i m e —le preguntó Golfín,— ¿vives tú en las
m i n a s ? ¿ E r e s hija de a l g ú n empleado de esta posesión?
— D i c e n que no t e n g o madre ni padre.
— ¡ P o b r e c i t a ! T ú t r a b a j a r á s en las minas...
—>No, señor. Y o no sirvo para nada, —replicó sin
alzar del suelo los ojos.
— P u e s a fe que tienes modestia.
T e o d o r o se inclinó p a r a mirarle el rostro. E s t e
e r a delgado, m u y pecoso, todo salpicado de manchitas parduzcas. T e n í a pequeña la frente, picudi11a y no falta de g r a c i a la nariz, negros y vivido96
M A RÍA
N EL
A
res los o j o s ; pero comúnmente brillaba en ellos
una luz de tristeza. S u cabello dorado obscuro había perdido el hermoso color nativo a causa de la
incuria y de su continua exposición al aire, al sol
y al polvo. Sus labios apenas se veían de puro chicos, y siempre estaban sonriendo.
Golfín le acarició el rostro con su mano, tomándolo por la barba y abarcándolo casi todo entre sus
gruesos dedos.
— ¡ Pobrecita! — e x c l a m ó . — Dios no ha sido generoso contigo. ¿ C o n quién v i v e s ?
— C o n el señor Centeno, capataz de ganado en
las minas.
— M e parece que tú no habrás nacido en la abundancia. ¿ D e quién eres h i j a ?
— D i c e n que mi madre vendía pimientos en el
mercado de Villamojada.
— ¿ Q u i é n fué tu p a p á ?
— M i padre —replicó la Nela con cierto o r g u l l o —
fué el primero que encendió las luces en V i l l a m o jada.
—¡ Cáspita!
—Quiero decir que cuando el A y u n t a m i e n t o puso por primera vez faroles en las calles —dijo, c o mo queriendo dar a su relato la g r a v e d a d de la
historia,— mi padre era el encargado de encenderlos y limpiarlos. Y
cuando iba a farolear me lle-
vaba en el cesto, junto con los tubos de vidrio, las
mechas, la aceitera... U n día dicen que subió a lim97
v.—7
piar el farol que h a y en el puente, puso el cesto
sobre el antepecho, y o me salí fuera, y caíme al
río.
— ¡ Y te a h o g a s t e !
— N o , señor, porque caí sobre piedras. ¡ D i v i n a
M a d r e de D i o s ! Dicen que antes de eso era y o
m u y bonita.
— S í , indudablemente eras muy bonita — a f i r m ó
el forastero, el alma inundada de bondad.— Y
to-
davía lo e r e s . . . P e r o d i m e : ¿hace mucho tiempo
que vives en las m i n a s ?
— D i c e n que hace trece años. Dicen que mi m a dre me recogió después de la caída. M i padre c a y ó
enfermo, y
fué al hospital, donde dicen que
se
murió. E n t o n c e s vino mi madre a trabajar a las
minas. Dicen que un día le despidió el jefe porque había bebido mucho a g u a r d i e n t e . . .
— Y tu madre se f u é . . . V a m o s , y a me interesa
esa señora. S e fué...
— S e fué a un a g u j e r o m u y grande que h a y allá
arriba —dijo la Nela, deteniéndose ante el doctor
y dando a su voz el tono más patético,— y se metió dentro.
— ¡ C a n a r i o ! ¡ V a y a un fin lamentable! Supongo
que no habrá vuelto a salir.
— N o , señor —replicó la chiquilla con naturalid a d . — Allí dentro está.
— D e s p u é s de esa catástrofe, pobre criatura —dij o Golfín con cariño,— has quedado trabajando aquí.
98
MA
RÍA
NELA
E s un trabajo m u y penoso el de la minería. E s t á s
teñida del color del m i n e r a l ; estás raquítica y mal
alimentada. E s t a vida destruye las naturalezas más
robustas.
— N o , señor, y o no trabajo. Dicen que y o no
sirvo ni puedo servir para nada.
— Q u i t a allá, t o n t a : tú eres una alhaja.
— Q u e no, señor —dijo la Nela, insistiendo con
energía.— Si no puedo trabajar. E n cuanto cargo
un peso pequeño, me caigo al suelo. Si me pongo a
hacer una cosa difícil, en seguida me desmayo.
— T o d o sea por D i o s . . . V a m o s , que si c a y e r a s
tú en manos de personas que te supieran manejar,
y a trabajarías bien.
— N o , señor —repitió la Nela con tanto énfasis
como si se elogiara:— si yo no sirvo más que de
estorbo.
— ¿ D e modo que eres una vagabunda ?
— N o , señor, porque acompaño a Pablo.
— ¿ Y quién es P a b l o ?
— E s e señorito ciego, a quien usted encontró en
la Terrible.
Y o soy su lazarillo desde hace año y
medio. L e llevo a todas p a r t e s ; nos v a m o s por los
campos paseando.
— P a r e c e buen muchacho ese Pablo.
Detúvose otra v e z la Nela mirando al
doctor.
Con el rostro resplandeciente de entusiasmo, e x clamó :
— ¡ M a d r e de D i o s ! E s lo m e j o r que h a y en el
99
GALBOS
mundo. ¡ P o b r e amito m í o ! Sin v i s t a tiene él m á s
talento que todos los que ven.
— M e g u s t a tu amo. ¿ E s de este p a í s ?
— S í , s e ñ o r : es hijo único de don Francisco P e náguilas, un caballero m u y bueno y muy rico que
v i v e en las casas de Aldeacorba.
— D i m e : ¿ y a ti por qué te llaman la N e l a ? ¿Qué
quiere decir e s o ?
L a muchacha alzó los hombros. Después de una
pausa, repuso:
— M i madre se llamaba la seña M a r í a Canela,
pero la decían Nela. Dicen que éste es nombre de
p e r r a . Y o me llamo M a r í a .
—Mariquita.
— M a r í a Nela me llaman, y también la hija de
la Canela. U n o s me dicen Marianela, y otros nada
m á s que la Nela.
— ¿ Y tu amo te quiere mucho ?
— S í , s e ñ o r : es m u y bueno. E l dice que v e con
mis ojos, porque como y o le llevo a todas partes
y le digo cómo son todas las c o s a s . . .
— T o d a s las cosas que no puede v e r —indicó el
forastero, m u y gustoso de aquel coloquio.
— S í , señor, y o le digo todo. E l me pregunta cómo es una estrella, y yo se la pinto de tal modo,
hablando, que para él es lo mismito que si la viera. Y o le explico cómo son las hierbas y las nubes,
el cielo, el a g u a y los relámpagos, las veletas, las
mariposas, el humo, los caracoles, el cuerpo y la
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N E L A
cara de las personas y de los animales. Y o le digo
lo que es feo y lo que es bonito, y así se va enterando de todo.
— V e o que no es flojo tu trabajo. ¡ L o feo y lo
bonito! A h í es nada... ¿ T e ocupas de e s o ? . . . D i me: ¿sabes leer?
— N o , señor. Si y o no sirvo para nada.
Decía esto en el tono m á s convincente, y con
el gesto de que acompañaba su firme protesta, parecía a ñ a d i r :
" E s usted un majadero al suponer
que y o sirvo para a l g o . "
— ¿ N o verías con g u s t o que tu amito recibiera
de Dios el don de la v i s t a ?
L a muchacha no contestó nada. Después de una
pausa, d i j o :
— ¡ Divino D i o s ! E s o es imposible.
—Imposible no, aunque difícil.
— E l ingeniero director de las minas ha dado e s peranzas al padre de mi amo.
— ¿ D o n Carlos Golfín?
— S í , s e ñ o r : don Carlos tiene un hermano m é dico que cura los ojos, y , según dicen, da vista a
los ciegos, a r r e g l a a los tuertos y les endereza los
ojos a los bizcos.
— ¡ Qué hombre más hábil!
— S í , señor; y como ahora el médico anunció a
su hermano que iba a venir, su hermano le escribió
diciéndole que t r a j e r a las herramientas p a r a
si le podía dar vista a Pablo.
101
ver
— ¿ Y ha venido y a ese buen h o m b r e ?
— N o , s e ñ o r ; como anda siempre allá por las
A m é r i c a s y las I n g l a t e r r a s , parece que tardará en
venir. P e r o Pablo se ríe de esto, y dice que no le
d a r á ese hombre lo que la V i r g e n Santísima le neg ó desde el nacer.
—Quizás
tenga razón... Pero dime:
¿estamos
y a c e r c a ? . . . porque veo chimeneas que arrojan un
humo más n e g r o que el del infierno, y veo t a m bién una claridad que parece de fragua.
— S í , señor, y a llegamos. Aquellos son los hornos de la calcinación, que arden día y noche. A q u í
enfrente están las máquinas de lavado, que no t r a bajan sino de d í a ; a mano derecha está el taller
de composturas, y allá abajo, a lo último de todo,
las oficinas.
Después de pasar por delante de los hornos, cuy o calor obligóle a a p r e t a r el paso, el doctor vio
un edificio tan negro y ahumado como todos los
demás. V e r l o y sentir los g r a t o s sonidos de
un
piano teclado con verdadero frenesí, fué todo uno.
—Música
t e n e m o s ; conozco las manos de mi
cuñada.
— E s la señorita Sofía, que toca, —afirmó
Ma-
ría.
Claridad de alegres habitaciones lucía en los huecos, y abierto estaba el balcón principal. Veíase en
él un ascua diminuta: era la lumbre de un cigar r o . A n t e s que el doctor llegase, el ascua c a y ó ,
102
MARIANELA
describiendo una perpendicular y dividiéndose en
menudas y saltonas c h i s p a s : era que el fumador
había arrojado la colilla.
— A l l í está el fumador sempiterno — g r i t ó el doctor
con acento del más
vivo
cariño.—
¡ Carlos,
Carlos!
— ¡ T e o d o r o ! —contestó una voz en el balcón.
Calló el piano, como un ave cantora que se asusta del ruido. Sonaron pasos en la casa. E l doctor
dio una moneda de plata a su guía, y corrió hacia
la puerta.
IV
LA F A M I L I A
DE
PIEDRA
Menudeando el paso y saltando sobre los obstáculos que hallaba en su camino, la N e l a se dirigió a la casa que está detrás de los talleres de m a quinaria y junto a las cuadras donde comían el
pienso pausada y g r a v e m e n t e las sesenta muías
del establecimiento. E r a la morada del señor Centeno de moderna construcción, si bien nada elegante ni aun cómoda. B a j a de techo, pequeña para
albergar sus tres piezas a los esposos Centeno, a
los cuatro hijos de los esposos Centeno, al g a t o de
los esposos Centeno, y , por añadidura, a la Nela,
la c a s a figuraba en los planos de vitela de aquel
103
g r a n establecimiento ostentando orgullosa, como
o t r a s muchas, este l e t r e r o : Vivienda
de
capataces.
E n su interior, el edificio servía p a r a probar p r á c ticamente, un aforismo que ya conocemos, por haberlo visto enunciado por la misma Marianela, es,
a s a b e r : que ella, M a r i a n e l a , no servía más que de
estorbo. E n efecto, allí había sitio p a r a t o d o : para
los esposos C e n t e n o ; p a r a las herramientas de sus
h i j o s ; para mil cachivaches de c u y a utilidad no h a y
pruebas i n c o n c u s a s ; p a r a el g a t o ; p a r a el plato en
que comía el g a t o ; p a r a la g u i t a r r a de T a n a s i o ;
p a r a los materiales que el mismo empleaba en componer garrotes
(cestas) ; p a r a media docena de co-
lleras viejas de m u í a s ; p a r a la jaula del m i r l o ; para
dos peroles inútiles; p a r a un altar en que la Centeno ponía ofrenda de flores de trapo a la Divinidad y unas velas seculares, colonizadas por las moscas ; para todo absolutamente, menos para la hija
de la Canela. A menudo se o í a :
— ¡ Q u e no he de dar un paso sin tropezar con
esta condenada N e l a ! . . .
También se oía e s t o :
— V e t e a tu rincón... ¡ Q u é c r i a t u r a ! Ni hace ni
deja hacer a los demás.
L a casa constaba de tres piezas y un desván. E r a
la primera, además de corredor y sala, alcoba de
los Centenos m a y o r e s . E n la segunda dormían las
dos señoritas, que eran y a mujeres, y se llamaban
la M a r i u c a y la Pepina. T a n a s i o , el primogénito,
104
MARIANELA
se a g a s a j a b a en el desván, y Celipín, que era el
más pequeño de la familia y frisaba en los doce
años, tenia su dormitorio en la cocina, la pieza más
interna, más remota, más crepuscular, m á s
ahu-
mada y más inhabitable de las tres que componían
la morada centenil.
L a Nela, durante los largos años de su residencia allí, había ocupado distintos rincones, pasando de uno a otro conforme lo e x i g í a la instalación
de mil objetos que no servían sino para robar a los
seres vivos el último pedazo de suelo habitable. E n
cierta ocasión (no consta la fecha con e x a c t i t u d ) ,
Tanasio, que era tan imposibilitado de piernas c o mo de ingenio, y se había dedicado a la c o n s t r u c ción de cestas de avellano, puso en la cocina, formando pila, h a s t a media docena de aquellos v e n trudos ejemplares de su industria. E n t o n c e s , la hija de la Canela volvió tristemente sus ojos en derredor, sin hallar sitio donde a l b e r g a r s e ; pero la
misma contrariedad sugirióle repentina y
felicísi-
ma idea, que al instante puso en ejecución. M e t i ó se bonitamente en una cesta, y así pasó la noche
en fácil y tranquilo sueño. Indudablemente aquello
era bueno y c ó m o d o : cuando tenía frío
tapábase
con o t r a cesta. Desde entonces, siempre que había
garrotes
grandes, no careció de estuche en que en-
cerrarse. P o r eso decían en la c a s a :
— D u e r m e como una alhaja.
D u r a n t e la comida, y entre la a l g a z a r a de una
105
GALDOS
conversación animada sobre el trabajo de la m a ñana, oíase una voz que bruscamente decía:
—Toma.
L a Nela recogía una escudilla de manos de cualquier Centeno, grande o chico, y se sentaba contra
el arca a comer sosegadamente. También solía oírse al fin de la comida la voz áspera y becerril del
señor Centeno diciendo a su esposa en tono de reconvención :
— M u j e r , que no has dado nada a la pobre Nela.
A veces acontecía que la S e ñ a n a (nombre
for-
mado de señora A n a ) moviera la cabeza para b u s c a r con los ojos, por entre los cuerpos de sus hij o s , algún objeto pequeño y lejano, y que al mismo tiempo d i j e r a :
— P u e s qué, ¿ e s t a b a a h í ? Y o pensé que también
hoy se había quedado en Aldeacorba.
P o r las noches, después de cenar, rezaban el rosario. Tambaleándose y revolviendo sus apretados
puños en el hueco de los ojos, la M a r i u c a y la P e pina se ibpn a sus lechos, que eran cómodos y confortantes, paramentados con abigarradas colchas.
T a n a s i o subía al alto aposento, y Celipín se acurrucaba sobre haraposas mantas, no lejos de las
cestas donde desaparecía la Nela.
Acomodados así ¡os hijos, los padres permanecían un rato en la pieza principal; y mientras Centeno, sentándose junto a la mesilla y tomando un
periódico, hacía mil muecas y visajes que indicaban
106
MARIANELA
el atrevido intento de leerlo, la Señana sacaba del
arca una media repleta de dinero, y después de
contado y de añadir o quitar algunas piezas, lo r e ponía cuidadosamente en su sitio.
U n a noche, después que todo calló, dejóse
oír
ruido de cestas en la cocina. Como allí había alguna claridad, porque jamás se cerraba la madera del
ventanillo, Celipín Centeno, que no dormía
aún,
vio que las dos cestas más altas, colocadas una
contra
otra, se separaban,
abriéndose como
las
conchas de un bivalvo. P o r el hueco aparecieron
la naricilla y los negros ojos de Nela.
—Celipín, Celipinillo —dijo ésta, sacando también su mano.— ¿ E s t á s dormido?
— N o , despierto estoy. Nela, pareces una almej a . ¿ Q u é quieres?
— T o m a , toma esta peseta que me dio esta noche un caballero, hermano de don C a r l o s . . . ¿ C u á n to has juntado y a ? . . . E s t e sí que es regalo. N u n ca te había dado más que cuartos.
— D a m e acá ; muchas gracias, Nela —dijo el muchacho, incorporándose
para
tomar
la
moneda.—
Cuarto a cuarto, y a me has dado al pie de trienta
y dos reales... A q u í lo tengo en el seno, muy bien
guardadito en el saco que me diste. ¡ E r e s
una
real m o z a !
— V o no quiero para nada el dinero. Guárdalo
bien, porque si la Señana te lo descubre, creerá
que es para vicios y te p e g a r á una paliza.
107
— N o , no es para vicios, no es para vicios —afirmó el chicuelo con energía, oprimiéndose el seno
con una mano, mientras sostenía su cabeza en la
otra:— es para hacerme hombre de provecho, N e la, para hacerme hombre de pesquis, como muchos
que conozco. E l domingo, si me dejan ir a Villamojada, he de comprar una cartilla para aprender a leer, y a que aquí no quieren enseñarme. ¡ Córcholis! Aprenderé solo. ¡ A h ! Nela, dicen que don
Carlos era hijo de uno que barría las calles en M a drid. E l solo, sólito él, con la ayuda de Dios, aprendió todo lo que sabe.
—Puede que pienses tú hacer lo mismo, bobo.
— ¡ Córcholis! Puesto que mis padres no quieren
sacarme de estas condenadas minas, yo me buscaré otro camino; sí, y a verás quién es Celipín.
Y o no sirvo para esto, Nela. Deja tú que tenga
reunida una buena cantidad, y verás, verás como
me planto en la villa, y allí, o tomo el tren para
irme a Madrid, o un vapor que me lleve a las islas
de allá lejos, o me meto a servir con tal que me
dejen estudiar.
— ¡ M a d r e de Dios divino! ¡Qué calladas tenías
esas picardías! —dijo la Nela, abriendo más las
conchas de su estuche y echando fuera toda la
cabeza.
— ¿ P e r o tú me tienes por bobo?... ¡ A h ! Nelilla,
estoy rabiando. Y o no puedo vivir así, yo me muero en las minas. ¡Córcholis! Paso las noches 11«108
MAR
IA
NELA
rando, y me muerdo las manos, y . . . no te asustes,
Nela, ni me creas malo por lo que voy a decirte:
a ti sola te lo digo.
-¿Qué?
—Que no quiero a mi madre ni a mi padre como los debiera querer.
— E a , pues si haces eso, no te vuelvo a dar un
real. ¡Celipín, por amor de Dios, piensa bien lo
que dices!
— N o lo puedo remediar. Y a ves cómo nos tienen aquí. ¡ Córcholis! No somos gente, sino animales. A veces se me pone en la cabeza que somos
menos que las muías, y yo me pregunto si me diferencio en algo de un borrico... Coger una cesta llena de mineral y echarla en un v a g ó n ; empujar el
vagón hasta los hornos; revolver con un palo el
mineral que se está lavando. ¡ A y ! . . . (al decir esto,
los sollozos cortaban la voz del infeliz muchacho.)
¡ C o r . . . córcholis! E l que pase muchos años en este
trabajo, al fin se ha de volver malo, y sus sesos serán de calamina... No, Celipín no sirve para esto...
L e s digo a mis padres que me saquen de aquí y me
pongan a estudiar, y responden que son pobres y
que y o tengo mucha fantesía.
Nada, nada; no somos
más que bestias que ganamos un jornal... ¿Pero tú
no me dices nada?
L a Nela no respondió... Quizás comparaba la triste condición de su compañero con la suya propia,
hallando ésta infinitamente más aflictiva.
109
— ¿ Q u é quieres tú que yo te diga? —replicó al
fin.— Como yo no puedo ser nunca nada, como yo
no soy persona, nada te puedo decir... Pero no
pienses esas cosas malas, no pienses eso de tus
padres.
— T ú lo dices por consolarme; pero bien ves que
tengo razón... y me parece que estás llorando.
— Y o no.
— S í : tú estás llorando.
—Cada uno tiene sus cositas que llorar —repuso María con voz sofocada.— Pero es muy tarde,
Celipe, y es preciso dormir.
—Todavía no... ¡córcholis!
— S í , hijito. Duérmete y no pienses en esas cosas malas. Buenas noches.
Cerráronse las conchas de almeja, y todo quedó en silencio.
V
TRABAJO.
PAISAJE.
FIGURA
E l humo de los hornos, que durante la noche velaban respirando con bronco resoplido, se plateó
vagamente en sus espirales más remotas; apareció
risueña claridad por los lejanos términos y detrás
de los montes, y poco a poco fueron saliendo sucesivamente de la sombra los cerros que rodean a
no
MARIANELA
Socartes, los inmensos taludes de tierra rojiza, los
negros edificios. L a campana del establecimiento
gritó con aguda v o z : " A l trabajo", y cien y cien
hombres soñolientos salieron de las casas, cabanas,
chozas y agujeros. Rechinaban los goznes de las
puertas; de las cuadras salían pausadamente las
muías, dirigiéndose solas al abrevadero, y el establecimiento, que poco antes semejaba una mansión
fúnebre alumbrada por la claridad infernal de los
hornos, se animaba, moviendo sus miles de brazos.
Hombres negros, que parecían el carbón humanado, se reunían en torno a los objetos de fuego
que salían de las fraguas, y cogiéndolos con aquella prolongación incandescente de los dedos a quien
llaman tenazas, los trabajaban. ¡ Extraña escultura
la que tiene por genio el fuego y por cincel el martillo ! Las ruedas y ejes de los millares de vagonetas, las piezas estropeadas del aparato de lavado,
recibían allí compostura, y eran construidos los
picos, azadas y carretillas.
También afuera las muías habían sido enganchadas a los largos trenes de vagonetas. Vélaselas pasar arrastrando tierra inútil para verterla en los
taludes, o mineral para conducirlo al lavadero.
Allá, en las más remotas cañadas, centenares de
hombres golpeaban con picos la tierra para arrancarle, pedazo a pedazo, su tesoro.
L o s mineros derrumbaban aquí, horadaban allá,
cavaban más lejos, rasguñaban en otra parte, romm
pían la roca cretácea, desbarataban las graciosas
láminas de pizarra psamnita y esquistosa, despreciaban la caliza arcillosa, apartaban la limonita y
el oligisto, destrozaban la preciosa dolomía, revolviendo incesantemente hasta dar con el silicato de
zinc, esa plata de E u r o p a que, no por ser la m a t e ria de que se hacen las cacerolas, deja de ser g r a n diosa fuente de bienestar y civilización. Sobre ella
ha alzado B é l g i c a el estandarte de su grandeza m o ral y política. ¡ O h ! L a hojadelata tiene también su
epopeya.
E l cielo estaba d e s p e j a d o ; el sol derramaba libremente sus r a y o s , y la v a s t a pertenencia de S o c a r t e s
resplandecía con súbito tono r o j o . R o j a s eran las
peñas e s c u l t u r a l e s ; r o j o , el precioso m i n e r a l ; roja,
la tierra inútil acumulada en los largos taludes, semejantes a babilónicas murallas; rojo el suelo; roj o s los carriles y los vagones; roja toda la maquinaria;
roja
el a g u a ;
rojos
los
hombres
y
mu-
jeres que trabajaban en toda la extensión de S o cartes.
L a Nela salió de su casa. También ella, sin trab a j a r en las minas, estaba teñida ligeramente de
rojo, porque el polvo de la tierra calaminífera no
perdona a nadie. L l e v a b a en la mano un mendrugo
de pan, que le había dado la S e ñ a n a para d e s a y u narse, y , comiéndoselo, marchaba a prisa, sin distraerse con nada, formal y meditabunda. N o tardó
MARIANELA
bir el plano inclinado, subió la escalera labrada en
la tierra, hasta llegar a las casas de la barriada de
Aldeacorba. L a primera que se encontraba era una
primorosa vivienda infanzona, grande, sólida, aleg r e , restaurada y pintada recientemente, con cortafuegos de piedra, aleros labrados y ancho escudo
circundado de follaje granítico.
Dábale acceso un corralillo circundado de tapias,
y al costado derecho tenía una hermosa huerta.
Cuando la Nela entró, salían las vacas que iban a
la pradera. Después de cambiar algunas palabras
con el gañán, que era un mocetón formidable... así
como de tres cuartas de alto y de diez años de edad...
dirigióse a un señor obeso, bigotudo, entrecano, encarnado, de simpático rostro y afable mirar, de
aspecto entre soldadesco y campesino, el cual apareció en mangas de camisa, con tirantes, y mostrando hasta el codo los velludos brazos. Antes que
la muchacha hablara, el señor de los tirantes volvióse adentro y d i j o :
— H i j o mío, aquí tienes a la Nela.
Salió de la casa un joven, estatua del más e x celso barro humano, suave, derecho, con la cabeza
inmóvil, los ojos clavados y fijos en sus
órbitas,
como lentes expuestos en un muestrario. Su cara
parecía de marfil, contorneada con exquisita finura. A u n
sus ojos
puramente escultóricos,
porque
carecían de vista, eran hermosísimos, grandes
»3
v.—8
y
GALDOS
rasgados. Desvirtuábalos su fijeza y la idea de que
t r a s aquella fijeza estaba la noche.
S u edad no pasaba de los veinte a ñ o s ; su cuerpo,
sólido y airoso, con admirables proporciones construido, era digno en todo de la sin igual cabeza que
sustentaba.
Don Francisco P e n á g u i l a s , padre del joven, era
un hombre más que b u e n o ; era inmejorable, superiormente discreto, bondadoso, afable, honrado y
magnánimo, no falto de instrucción. Nadie le aborreció j a m á s ; era el más respetado de todos los
propietarios ricos del país, y m á s de una cuestión
se a r r e g l ó por la mediación, siempre inteligente,
del señor de Aldeacorba
de Suso.
L a casa en que le
hemos visto fué su cuna. H a b í a estado de joven en
A m é r i c a , y al r e g r e s a r a E s p a ñ a sin fortuna, entró
a servir en la Guardia civil. Retirado a su pueblo
natal, donde se dedicaba a la labranza y a la g a n a dería, heredó r e g u l a r hacienda, y en la época de
nuestra historia acababa de heredar otra m a y o r .
S u esposa, andaluza, había muerto en edad muy
temprana, dejándole un solo hijo, que a poco de
nacer demostró hallarse privado en absoluto del
más precioso de los sentidos. E s t o fué
la pena
más aguda que a m a r g ó los días del buen padre.
¿ Q u é le importaba a l l e g a r riquezas y v e r que la
fortuna
favorecía
sus intereses y sonreía en su
casa? ¿ P a r a quién era esto? P a r a quien no podía
v e r ni las g o r d a s v a c a s , ni las praderas risueñas,
114
MARÍA
NELA
ni la huerta cargada de frutas. Don F r a n c i s c o h u biera dado sus ojos a su hijo, quedándose él ciego el
resto de sus días, si esta especie de generosidades
fuesen practicables en el mundo que c o n o c e m o s ;
pero como no lo son, no podía don F r a n c i s c o dar
realidad al noble sentimiento de su corazón, sino
proporcionando al desgraciado joven todo cuanto
pudiera hacerle menos i n g r a t a la obscuridad
en
que vivía. P a r a él eran todos los cuidados y los infinitos mimos y delicadezas cuyo secreto pertenece
a las madres, y algunas veces a los padres, cuando
faltan aquéllas. J a m á s contrariaba a su hijo
en
nada que fuera para su consuelo y distracción en
los límites de lo honesto y moral. Divertíale con
cuentos y l e c t u r a s ; tratábale con solícito esmero,
atendiendo a su salud, a sus goces legítimos, a su
instrucción y a su educación cristiana, porque el
señor de Penáguilas, que era un si es no es severo
de principios, d e c í a :
" N o quiero que mi hijo sea ciego dos veces."
Viéndole salir, y que la Nela le acompañaba fuera, díjoles c a r i ñ o s a m e n t e :
— N o os alejéis h o y mucho. No c o r r á i s . . . Adiós.
Miróles
desde
la
portalada
hasta que
dieron
vuelta a la tapia de la huerta. Después entró, porque tenía que hacer varias c o s a s : escribir una e s quela a su hermano Manuel, ordeñar una v a c a , podar un árbol, y ver si había puesto la gallina pintada.
115
GALD
OS
VI
TONTERÍAS
Pablo y Marianela salieron al campo, precedidos
de Choto, que iba y volvía gozoso y saltón, moviendo la cola y repartiendo por igual sus caricias entre
su amo y el lazarillo de su amo.
— N e l a — d i j o P a b l o , — hoy está el día muy hermoso. E l aire que corre es suave y fresco, y el sol
calienta sin quemar. ¿Adonde v a m o s ?
— E c h a r e m o s por estos prados adelante —replicó
la Nela, metiendo su mano en una de las faltriqueras de la americana del mancebo.— ¿ A ver qué me
has traído h o y ?
—Busca
bien y encontrarás
algo —dijo Pablo
riendo.
— ¡ A h , M a d r e de D i o s ! Chocolate crudo...
¡Y
poco que me g u s t a el chocolate c r u d o ! . . . N u e c e s . . .
una cosa envuelta en un papel...
— ¿ A d o n d e vamos h o y ? —repitió el ciego.
— A d o n d e quieras, niño de mi corazón —repuso
la Nela, comiéndose el dulce y arrojando el papel
que lo envolvía.— Pide por esa boca, rey del mundo.
L o s negros ojuelos de la Nela brillaban de contento, y su cara de avecilla g r a c i o s a y vivaracha
multiplicaba sus medios de expresión, moviéndose
sin cesar.
ti A
RÍAMELA
— P u e s y o digo que iremos adonde tú quieras
—observó el ciego.— Ale gusta obedecerte. Si te
parece bien, iremos al bosque que está más allá de
Saldeoro. E s t o , si te parece bien.
— B u e n o , bueno, iremos al bosque — e x c l a m ó la
Nela, batiendo palmas.— Pero como no hay prisa,
nos sentaremos cuando estemos cansados.
— Y que no es poco agradable aquel sitio donde
está la fuente, ¿ s a b e s , N e l a ? , y donde hay unos
troncos muy grandes, que parecen puestos allí p a r a
que nos sentemos nosotros, y donde se oyen cantar
tantos, tantísimos pájaros, que es aquello la gloria.
— P a s a r e m o s por donde está el molino, de quien
tú dices que habla mascullando las palabras como
un borracho. ¡ A y , qué hermoso día y qué contenta
estoy!
— ¿ Brilla mucho el sol, Nela ? Aunque me digas
que sí, no lo entenderé, porque no sé lo que es
brillar.
— B r i l l a mucho, sí, señorito mío. ¿ Y a ti qué te
importa eso? E l sol es muy feo. No se le puede
mirar a la cara.
— ¿ P o r qué ?
— P o r q u e duele.
— ¿ Q u é duele?
— L a vista. ¿ Q u é sientes tú cuando estás a l e g r e ?
— ¿ C u a n d o e s t o y libre, contigo, solos los dos en
el c a m p o ?
—Sí.
117
GALDOS
— P u e s siento que me nace dentro del pecho una
frescura, una suavidad dulce...
— ¡ A h í te quiero v e r ! ¡ M a d r e de D i o s ! P u e s y a
sabes cómo brilla el sol.
— ¿ C o n frescura?
— N o , tonto.
— ¿ P u e s con qué ?
— C o n eso.
— C o n e s o ; y ¿ q u é es eso?
— E s o , —afirmó nuevamente la Nela con acento
de firme convicción.
— Y a v e o que esas cosas no se pueden explicar.
A n t e s me formaba y o idea del día y de la noche.
¿ Cómo ? V e r á s : era de día, cuando hablaba la gent e ; era de noche, cuando la gente callaba y cantaban los gallos. A h o r a no hago las mismas comparaciones. E s de día, cuando estamos juntos tú y y o ;
es de noche, cuando nos separamos.
— ¡ A y , divina M a d r e de Dios ! — e x c l a m ó la Nela,
echándose atrás las guedejas que le caían sobre la
frente.— A mí, que tengo ojos, me parece lo mismo.
— V o y a pedirle a mi padre que te deje vivir en
mi casa para que no te separes de mí.
— B i e n , bien — d i j o María, batiendo palmas otra
vez.
Y diciéndolo, se adelantó saltando algunos p a s o s ;
y recogiendo con e x t r e m a g r a c i a sus faldas, empezó a bailar.
— ¿ Q u é haces, N e l a ?
118
MARIANELA
— ¡ A h ! , niño mío, estoy bailando. M i contento
es tan grande, que me han entrado g a n a s de bailar.
P e r o fué preciso saltar una pequeña cerca, y la
Nela ofreció su mano al ciego. Después de pasar
aquel obstáculo, siguieron por una calleja tapizada
en sus dos rústicas paredes de lozanas hiedras
y
espinos. L a Nela apartaba las r a m a s para que no
picaran el rostro de su amigo, y al fin, después de
b a j a r g r a n trecho, subieron una cuesta por entre
frondosos castaños y nogales. A l llegar arriba, P a blo dijo a su c o m p a ñ e r a :
— S i no te parece mal, sentémonos aquí. Siento
pasos de gente.
— S o n los aldeanos que vuelven del mercado de
Homedes. H o y es miércoles. E l camino real está
delante de nosotros. Sentémonos aquí antes de ent r a r en el camino real.
— E s lo mejor que podemos hacer. Choto, ven acá.
L o s tres se sentaron.
— ¡ Si está esto lleno de f l o r e s ! . . . — e x c l a m ó la
N e l a . — ¡ Madre, qué guapas!
— C ó g e m e un ramo. Aunque no las veo, me g u s t a
tenerlas en mi mano. Se me figura que las oigo.
— E s o sí que es g r a c i o s o . Aquí tienes una flor,
otra, otra, s e i s : todas son distintas. ¿ A que no sabes tú lo que son las flores?
— P u e s las flores —dijo el ciego a l g o confuso,
acercándolas a su r o s t r o — son... unas como sonri119
GALBOS
sillas que echa la t i e r r a . . . L a verdad, no sé mucho
del reino vegetal.
— ¡ Madre divinísima, qué poca ciencia! — e x c l a mó María, acariciando las manos de su amigo.—
L a s flores son las estrellas de la tierra.
— ¡ V a y a un d i s p a r a t e ! Y las estrellas, ¿qué son?
— L a s estrellas son las miradas de los que se
han ido al cielo.
— E n t o n c e s , las flores...
— S o n las miradas de los que se han muerto y
no han ido todavía al cielo — a f i r m ó la Nela con
entera
convicción.—
Los
muertos
son
enterrados
en la tierra. Como allá abajo no pueden e s t a r sin
echar una miradilla a la tierra, echan de sí una cosa
que sube en forma y m a n e r a de flor. Cuando en un
prado hay muchas flores, es porque allá... en tiempos atvás, enterraron en él muchos difuntos.
— N o , no —replicó Pablo con seriedad.— N o creas
desatinos. N u e s t r a religión nos enseña que el espíritu se separa de la carne y que la vida mortal se
acaba. L o que se entierra, Nela, no es más que un
despojo, un barro inservible que no puede pensar,
ni sentir, ni tampoco v e r .
— E s o lo dirán los libros, que, según dice la S e ñana, están llenos de mentiras.
— E s o lo dicen la fe y la razón, querida Nela. T u
imaginación te hace creer mil errores. Poco a poco
y o los iré destruyendo, y tendrás ideas buenas sobre
todas las cosas de este mundo y del otro.
120
MAR1ANELA
— ¡ A y , ay, con el doctorcillo de tres por un c u a r t o ! . . . Y a . . . ¿pues no has querido hacerme creer
que el sol está quieto y que la tierra da vueltas a
la r e d o n d a ? . . . ¡ C ó m o
se conoce que no lo
ves!
¡ M a d r e del S e ñ o r ! Que me muera en este momento
si la tierra no se está más quieta que un peñón y
el sol v a corre que corre. Señorito mío, no se la
eche de tan sabio, que y o he pasado muchas horas
de noche y de día mirando al cielo, y sé cómo está
gobernada toda esa máquina... L a tierra está abaj o , toda llena de islitas grandes y chicas. E l
sol
sale por allá y se esconde por allí. E s el palacio de
Dios.
—¡Qué tonta!
— ¿ Y por qué no ha de ser a s í ? ¡ A y ! T ú no has
visto el cielo en un día claro, hijito. P a r e c e que llueven bendiciones... Y o no creo que pueda haber m a los ; no, no los puede haber, si vuelven la cara hacia
arriba y ven aquel ojazo que nos está mirando.
— T u religiosidad, Nelilla, está llena de supersticiones. Y o te enseñaré ideas mejores.
— N o me han enseñado nada —dijo M a r í a con
inocencia;— pero yo, cavila que cavilarás, he ido
sacando de mi cabeza muchas cosas que me consuelan, y así, cuando me ocurre una buena idea,
d i g o : " E s t o debe ser así, y no de otra m a n e r a . "
P o r las noches, cuando me v o y sola a mi casa, v o y
pensando en lo que será de nosotros cuando nos
121
muramos, y en lo mucho que nos quiere a todos la
V i r g e n Santísima.
—Nuestra Madre amorosa.
— ¡ N u e s t r a M a d r e q u e r i d a ! Y o miro al cielo, y
la siento encima de mí, como cuando nos acercamos a una persona y sentimos el calorcillo de su
respiración. Ella nos mira de noche y de día por
medio d e . . . no te r í a s . . . por medio de todas las cosas
hermosas que hay en el mundo.
— ¿ Y esas cosas h e r m o s a s . . . ?
— S o n sus ojos, tonto. B i e n lo comprenderías si
tuvieras los t u y o s . Quien no ha visto una nube
blanca, un árbol, una flor, el a g u a corriendo, un
niño, el rocío, un corderito, la luna paseándose tan
m a j a por los cielos, y las estrellas, que son las miradas de los buenos que se han m u e r t o . . .
— M a l podrán ir allá arriba si se quedan debajo
de tierra echando flores.
— ¡ M i r e n el sabihondo! A b a j o se están mientras
se van limpiando de pecados, que después suben
volando arriba. L a V i r g e n les espera. Sí, créelo,
tonto. L a s estrellas, ¿ q u é pueden ser sino las almas
de los que y a están salvos ? ¿ Y no sabes tú que las
estrellas b a j a n ?
P u e s y o , y o misma las he visto
caer así, así, haciendo una raya. S í , señor: las estrellas bajan cuando tienen que decirnos
alguna
cosa.
— ¡ A y , N e l a ! —exclamó Pablo vivamente.— Tus
disparates, con serlo tan grandes, me cautivan, por122
Utf
M
ARIANELA
que revelan el candor de tu alma y la fuerza de tu
fantasía. Todos esos errores responden a una disposición m u y grande para conocer la verdad, a una
poderosa facultad tuya, que sería primorosa si e s tuviera auxiliada por la razón y la educación... E s
preciso que tú adquieras un don precioso de que
y o estoy p r i v a d o ; es preciso que aprendas a leer.
— ¡ A l e e r ! . . . ¿ Y quién me ha de enseñar?
— M i padre. Y o le r o g a r é a mi padre que te enseñe. Y a sabes que él no me niega nada. ¡ Qué lástima tan grande que v i v a s a s í ! T u alma está llena
de preciosos tesoros. Tienes bondad sin igual y fantasía seductora. De todo lo que Dios tiene en su
esencia absoluta, te dio a ti parte muy grande. Bien
lo conozco: no veo lo de fuera, pero v e o lo de dentro, y todas las maravillas de tu alma se me han r e velado desde que eres mi lazarillo... ¡ H a c e año y
m e d i o ! P a r e c e que fué a y e r cuando empezaron nuestros paseos... N o , hace miles de años que te conozco. ¡ Porque h a y una relación tan grande entre lo
que tú sientes y lo que y o s i e n t o ! . . . H a s dicho a h o ra mil disparates, y y o , que conozco a l g o de la v e r dad acerca del mundo y de la religión, me be sentido conmovido y entusiasmado al oírte. S e me ant o j a que hablas dentro de mí.
— ¡ M a d r e de D i o s ! — e x c l a m ó la Nela, cruzando las manos.— ¿ T e n d r á eso algo que ver con lo
que y o siento?
-¿Qué?
123
— Q u e estoy en el mundo p a r a ser tu lazarillo,
y que mis ojos no servirían para nada si no sirvieran para guiarte y decirte cómo son todas las hermosuras de la tierra.
E l ciego irguió su cuello repentina y vivísimamente, y extendiendo sus manos hasta tocar el cuerpecillo de su amiga, exclamó con a f á n :
— D i m e , N e l a : ¿ y cómo eres tú?
L a Nela no dijo nada. H a b í a recibido una puñalada...
Habían descansado. Siguieron adelante, hasta lleg a r a la entrada del bosque que h a y más allá de
Saldeoro. Detuviéronse entre un grupo de n o g a les viejos, cuyos troncos y raíces formaban en el
suelo una serie de escalones, con musgosos huecos y recortes tan apropiados p a r a sentarse, que
el arte no los hiciera mejor.
Sentóse Pablo en el tronco de un nogal, apoy a n d o su brazo izquierdo en el borde de un estanque. Alzaba la derecha mano p a r a c o g e r las ramas
que descendían hasta tocar su frente, con lo cual
pasaba a ratos, con el mover de las hojas, un r a y o
de sol.
— ¿ Q u é haces, N e l a ? —dijo el muchacho después
de una pausa, no sintiendo ni los pasos, ni la voz,
ni la respiración de su compañero.— ¿ Q u é haces?
¿Dónde estás?
— A q u í —replicó la Nela, tocándole el hombro.—
Estaba mirando el mar.
124
Que estoy en el mundo para ser tu lazarillo.
MARIANELA
— ¡ A h ! ¿ E s t á muy lejos?
— A l l á se ve por los cerros de F i c ó b r i g a .
— G r a n d e , grandísimo, tan grande, que
estare-
mos mirando todo un día sin acabarlo de v e r : ¿ n o
es eso?
— N o se ve sino un pedazo como el que c o g e s
dentro de la boca cuando le pegas una mordida a
un pan.
— Y a , y a comprendo. Todos dicen que ninguna
hermosura iguala a la del mar, por causa de la sencillez que hay en él... O y e , Nela, lo que v o y a dec i r t e . . . ¿ P e r o qué h a c e s ?
L a Nela, a g a r r a n d o con ambas manos la r a m a
del nogal, se suspendía y balanceaba graciosamente.
— A q u í estoy, señorito mío. E s t a b a pensando que
por qué no nos daría Dios a nosotras las p e r s o nas alas para volar como los pájaros. ¡ Q u é cosa
más bonita que h a c e r . . . zas, y remontarnos y p o nernos de un vuelo en aquel pico que está allá entre Ficóbriga y el m a r ! . . .
— S i Dios no nos ha dado alas, en cambio nos
ha dado el pensamiento, que vuela m á s que todos
los pájaros, porque llega hasta el mismo D i o s . . .
Dime t ú : ¿ p a r a qué querría y o alas de pájaro, si
Dios me hubiera negado el pensamiento?
—Pues
Y
a mí me g u s t a r í a tener las dos cosas.
si tuviera alas, te cogería en mi piquito
para
llevarte por esos mundos y subirte a lo más alto
de las nubes.
127
GALBOS
E l ciego alargó su mano h a s t a tocar la cabeza
de la Nela.
— S i é n t a t e junto a mí. ¿ N o estás cansada?
— U n poquitín, —replicó ella, sentándose y apoyando su cabeza con infantil confianza en el hombro de su amo.
— R e s p i r a s fuerte, N e l ü l a ; tú estás m u y cansada. E s de tanto v o l a r . . . P u e s lo que te iba a decir es e s t o : hablando del m a r me hiciste recordar
una cosa que mi padre me leyó anoche. Y a sabes
que desde la edad en que tuve uso de razón acostumbra mi padre leerme todas las noches distintos libros de ciencias y de historia, de artes y de
entretenimiento. P u e s bien: anoche leyó unas páginas sobre la belleza. Hablaba el autor de la belleza, y decía que era el resplandor de la bondad
y de la verdad, con otros muchos conceptos ingeniosos y tan bien traídos y pensados, que daba g u s to oírlos.
— E s e libro —dijo la Nela queriendo demostrar
suficiencia—
no será como uno que tiene padre
Centeno, que llaman... Las mil y no sé atañías
no-
ches.
— N o es eso, t o n t u e l a : habla de la belleza en absoluto... ¿ N o entenderás esto de la belleza i d e a l ? . . .
T a m p o c o lo entiendes... P o r q u e has de saber que
h a y una belleza que no se ve ni se toca, ni se percibe con ningún sentido.
— C o m o , por ejemplo, la V i r g e n M a r í a —inte128
ÍAO.*
~—
—
MARIANELA
rrumpió la N e l a , — a quien no vemos ni tocamos,
porque las imágenes no son ella misma, sino su
retrato.
— E s t á s en lo cierto: asi es. Pensando en esto,
mi padre cerró el libro, y él decía una cosa y y o
otra. Hablamos de la forma, y mi padre me d i j o :
" D e s g r a c i a d a m e n t e , tú no puedes comprenderla."
Y o sostuve que s í ; dije que no había más que una
sola belleza, y que esa había de servir para todo.
L a Nela, poco atenta a cosas tan sutiles, había
cogido de las manos de su amigo las flores, y combinaba sus colores risueños.
— Y o tenía una idea sobre esto —añadió el ciego con mucha energía,— una idea con la cual estoy encariñado desde hace algunos meses. S í , lo sostengo, lo
s o s t e n g o . . . N o , no me hacen falta los ojos para esto.
Y o le dije a mi padre: "Concibo un tipo de belleza encantadora, un tipo que contiene todas las bellezas posibles; ese tipo es la N e l a . " Mi padre se
echó a reír y me dijo que sí.
L a Nela se puso como amapola, y no supo responder nada. Durante un breve instante de terror
y ansiedad, c r e y ó que el ciego la estaba
mirando.
— S í , tú eres la belleza más acabada que puede
imaginarse —añadió Pablo con calor.— ¿Cómo podría suceder que tu bondad, tu inocencia, tu candor, tu gracia, tu imaginación, tu alma celestial y
cariñosa, que ha sido capaz de a l e g r a r mis tristes
d í a s ; cómo podría suceder, cómo, que no estuviese
129
v.—g
GALDOS
representada en la m i s m a h e r m o s u r a ? . . . Nela, N e la —añadió balbuciente y con a f á n . — ¿no es verdad que eres muy bonita ?
L a Nela calló. Instintivamente se había llevado
las manos a la cabeza, enredando entre sus cabellos las florecitas medio ajadas que había cogido
antes en la pradera.
— ¿ N o r e s p o n d e s ? . . . E s verdad que eres modesta. Si no lo fueras, no serías tan repreciosa como
eres. F a l t a r í a la lógica de las bellezas, y eso no
puede ser. ¿ N o r e s p o n d e s ? . . .
— Y o . . . — m u r m u r ó la Nela con timidez, sin dej a r de la mano su tocado,— no s é . . . Dicen que cuando niña era m u y bonita... A h o r a . . .
— Y ahora también.
M a r í a , en su extraordinaria confusión, pudo hablar a s í :
— A h o r a . . . y a sabes tú que las personas dicen
muchas tonterías... se equivocan también... A v e ces, el que tiene más ojos ve menos.
— ¡ Oh ! ¡ Qué bien dicho!
L a Nela que había conseguido sostener entre sus
cabellos una como guirnalda de florecillas, sintió
vivos deseos de o b s e r v a r el efecto de aquel atavío
en el claro cristal del a g u a . F o r primera v e z desde
que vivía se sintió presumida. Apoyándose en sus
manos, asomóse al estanque.
— ¿ Q u é haces, M a r i q u i l l a ?
— M e e s t o y mirando en el a g u a , que es como un
130
MARIANELA
espejo —replicó con la m a y o r inocencia delatando
su presunción.
— T ú no necesitas mirarte. E r e s hermosa como
los ángeles que rodean el trono de Dios.
E l alma del ciego llenábase
de entusiasmo
y
fervor.
— E l a g u a se ha puesto a temblar —dijo la N e l a , — y yo no me veo bien, señorito. Ella tiembla
como y o . Y a está más tranquila, y a no se m u e v e . . .
M e estoy mirando... a h o r a . . . P u e s ésa que veo en
el estanque no es tan fea como dicen. E s que h a y
también muchos que no saben ver.
— S í , muchos.
—¡Si
yo me vistiese como se visten
otras...!
— e x c l a m ó la chiquilla con orgullo.
— T e vestirás.
— ¿ Y ese libro dice que y o soy bonita? — p r e g u n tó ella apelando a todos los recursos de convicción.
— L o digo y o , que poseo una verdad inmutable, —exclamó el ciego, llevado de su ardiente fantasía.
— P u e d e ser — o b s e r v ó la Nela, apartándose de
su espejo pensativa y no muy satisfecha,— que los
hombres sean muy brutos y no comprendan
las
cosas como son.
— L a humanidad está sujeta a mil errores.
— A s í lo creo —dijo Mariquilla, recibiendo g r a n
consuelo con las palabras de su amigo.— ¿ P o r qué
han de reírse de m í ?
131
CALDOS
— ¡ Oh miserable condición de los h o m b r e s ! — e x clamó el ciego, a r r a s t r a d o al absurdo por su delirante entendimiento.
Pablo cayó en profunda meditación. U n a fuerza
poderosa, irresistible, impulsaba a M a r í a a mirarse en el espejo del a g u a . Deslizándose suavemente
llegó al borde, y vio allá sobre el fondo verdoso
su imagen mezquina, con los ojuelos negros, la
tez pecosa, la naricilla picuda, aunque no sin g r a cia ; el cabello escaso y la movible fisonomía de páj a r o . A l a r g ó su cuerpo para verse el busto, y lo
halló deplorablemente desairado. L a s flores que tenía en la cabeza se c a y e r o n al a g u a , haciendo temblar la superficie, y con la superficie, la imagen.
L a hija de la Canela sintió como si arrancaran su
corazón de raíz, y c a y ó hacia atrás m u r m u r a n d o :
— ¡ M a d r e de Dios, qué feísima s o y !
— ¿ Q u é dices, N e l a ? M e parece que he oído tu
voz.
— N o decía nada, niño m í o . . .
Estaba
pensan-
d o . . . s í : pensaba que ya es hora de volver a tu casa. P r o n t o será hora de comer.
— S í , v a m o s : comerás conmigo, y esta tarde saldremos otra vez. D a m e la mano, no quiero que te
separes de mí.
Cuando llegaron a la casa, don Francisco P e n á guilas estaba en el patio, acompañado de dos caballeros. Marianela reconoció al ingeniero de las
132
MARIANELA
minas y al individuo que se había extraviado en
la Terrible
la noche anterior.
— A q u í están — d i j o , — el señor ingeniero y
su
hermano, el caballero de anoche.
Miraban los tres hombres con visible interés al
ciego, que se acercaba.
— H a c e un rato que te estamos esperando, hijo
mío —indicó don F r a n c i s c o , tomando al ciego de
la mano y presentándole al doctor.
— E n t r e m o s —dijo el ingeniero.
— ¡ Benditos sean los hombres sabios y caritativos! —exclamó el padre, mirando
a
Teodoro.—
P a s e n ustedes, señores. Que sea bendito el instante en que entran en mi casa.
— V e a m o s este caso — m u r m u r ó Golfín.
Cuando Pablo y los dos hermanos entraron, don
F r a n c i s c o se volvió hacia Mariquilla, que se había
quedado en medio del patio inmóvil y asombrada,
y le dijo con bondad:
— M i r a , Nela, más vale que te v a y a s . Mi hijo no
puede salir esta tarde.
Y luego, como viese que no se marchaba, añadió :
— P u e d e s pasar a la cocina. D o r o t e a te dará alg u n a chuchería.
133
CALDOS
VII
PROSIGUEN
LAS
TONTERÍAS
A l día siguiente P a b l o y su g u í a salieron de la
c a s a a la misma hora del a n t e r i o r ; mas como estaba encapotado el cielo y soplaba un airecillo molesto que amenazaba convertirse en vendaval, decidieron que su paseo no fuera l a r g o . A t r a v e s a n d o
el prado comunal de Aldeacorba, siguieron el g r a n
talud de las minas por Poniente con intención de
b a j a r a las excavaciones.
— N e l a , tengo que hablarte de una cosa que te
hará saltar de alegría —dijo el ciego cuando estuvieron lejos de la casa.— ¡ Nela, yo siento en mi
corazón un a l b o r o z o . . . ! Y a viste aquellos caballeros que me esperaban a y e r .
— D o n Carlos y su hermano, el que encontramos
anoche.
-—El cual es un famoso sabio, que ha corrido por
toda la A m é r i c a , haciendo maravillosas c u r a s . . . H a
venido a visitar a su h e r m a n o . . . Como don Carlos
es tan buen amigo de mi padre, le ha rogado que
me e x a m i n e . . . ¡ Q u é cariñoso y qué bueno e s ! P r i mero estuvo hablando c o n m i g o : preguntóme varias
cosas, y me contó otras muy chuscas y divertidas.
Después díjome que me estuviese q u i e t o : sentí sus
dedos en mis p á r p a d o s . . . al cabo de un g r a n rato
134
MARIANELA
dijo unas palabras que no entendí: eran términos
de medicina. M i padre no me ha leído nunca nada
de medicina. A c e r c á r o n m e después a una ventana.
Mientras me observaba con no sé qué instrumento,
¡había en la sala un silencio...! E l doctor dijo después a mi p a d r e : " S e i n t e n t a r á . " Decían otras c o sas en voz muy baja para que no pudiera y o entenderlas, y creo que también hablaban por señas.
Cuando se retiraron, mi padre me d i j o : " N i ñ o de
mi alma, no puedo ocultarte la alegría que h a y
dentro de mí. E s e hombre, ese ángel de Dios, me
ha dado esperanza, muy p o c a ; pero la esperanza
parece que se a g a r r a más cuando más chica es.
Quiero echarla de mí diciéndome que es imposible,
no, no, casi imposible, y ella... pegada como una
l a p a . " A s í me habló mi padre. P o r su voz conocí
que lloraba... ¿ Q u é haces, N e l a ; estás bailando?
— N o , estoy aquí a tu lado.
— C o m o otras veces te pones a bailar desde que
te digo una cosa a l e g r e . . . ¿ P e r o hacia dónde v a mos h o y ?
— E l día está feo. V a m o n o s hacia la T r a s c a v a ,
que es sitio abrigado, y después bajaremos al
co y a la
Bar-
Terrible.
— B i e n : como tú quieras... ¡ A y , Nela, compañera mía, si fuese verdad, si Dios quisiera tener piedad de mí y me concediera el placer de v e r t e . . . !
A u n q u e sólo durara un día mi vista, aunque vol135
GALD
OS
viera a c e g a r al siguiente, ¡ c u á n t o se lo a g r a d e cería!
L a Nela no dijo nada. Después de mostrar exaltada alegría, meditaba con los ojos fijos en
el
suelo.
— S e ven en el mundo cosas muy extrañas — a ñ a dió Pablo,— y la misericordia de Dios tiene así...
ciertos exabruptos, lo mismo que su cólera. V i e nen de improviso, después de largos tormentos y
castigos, lo mismo que aparece la ira depués de
felicidades que se creían s e g u r a s y e t e r n a s :
¿no
te parece?
— S í , lo que tú esperas será —dijo la Nela con
aplomo.
— ¿ P o r qué lo s a b e s ?
— M e lo dice mi corazón.
— ¡ T e lo dice tu corazón ! ¿ Y por qué no han de
ser ciertos estos a v i s o s ? —manifestó Pablo
con
ardor.— Pero se me figura que estás triste hoy.
— S í que lo e s t o y . . . Y si he de decirte la verdad,
no sé por qué... E s t o y muy alegre y muy t r i s t e ;
las dos cosas a un tiempo. ¡ H o y está tan feo el
d í a ! . . . Valiera más que no hubiese día, y que fuera noche siempre.
— N o , n o : déjalo como está. Noche y día, si Dios
dispone que y o sepa al fin diferenciaros, ¡ c u a n feliz s e r é ! . . . ¿ P o r qué nos detenemos?
— E s t a m o s en un l u g a r peligroso. Apartémonos
a un lado para tomar la vereda.
136
MARIANELA
— ¡ A h ! la T r a s c a v a . E s t e césped resbaladizo v a
bajando hasta perderse en la g r u t a . E l que cae
en ella no puede volver a salir. V a m o n o s , N e l a :
no me g u s t a este sitio.
— T o n t o , de aquí a la entrada de la cueva h a y
mucho que andar. ¡ Y qué bonita está h o y !
— ¿ P o r qué dices que está bonita esa horrenda
T r a s c a v a ? —le preguntó su amigo.
— P o r q u e h a y en ella muchas flores. L a
sema-
na pasada estaban todas s e c a s ; pero han vuelto
a nacer, y está aquello que da gozo verlo. ¡ M a d r e
de D i o s ! H a y muchos pájaros posados allí y muchísimas mariposas que están cogiendo miel en las
flores... Choto, Choto, ven aquí, no espantes a los
pobres pajaritos.
E l perro, que había bajado, volvió gozoso llamado por la Nela, y la pacífica república de pajarillos
volvió a tomar posesión de sus estados.
— A mí me causa horror este sitio —dijo Pablo,
tomando del brazo a la muchacha.— Y ahora, ¿ v a mos hacia las minas? Sí, y a conozco este camino. E s t o y en mi terreno. P o r aquí vamos derechos al Barco...
Choto, anda delante; no te enre-
des en mis piernas.
Descendían por una vereda escalonada.
Pronto
llegaron a la concavidad formada por la explotación minera.
— ¿ E n dónde está nuestro asiento?
137
—pregun-
GALDOS
tó el señorito de Penáguilas.— Vamos a él. Alli no
nos molestará el aire.
Desde el fondo
de la g r a n zanja subieron un
poco por escabroso sendero, abierto entre
rotas
piedras, tierra y m a t a s de hinojo, y se sentaron a
la sombra de enorme peña agrietada, que presentaba en su centro una l a r g a hendidura. M á s bien
eran dos peñas, pegada la una a la otra, con irregulares bordes, como dos g a s t a d a s mandíbulas que
se esfuerzan en morder.
— ¡ Q u é bien se está aquí! — d i j o Pablo.— A veces suele salir una corriente de aire por esa g r u ta ; pero hoy no siento nada. L o que siento es el
g a r g o t e o del a g u a allá dentro, en las entrañas de
la T r a s c a v a .
—Calladita está hoy —observó la Nela.— ¿Quieres e c h a r t e ?
— P u e s mira que has tenido una buena idea. A n o che no he dormido pensando en lo que mi padre
me dijo, en el médico, en mis o j o s . . . Toda la noche estuve sintiendo una mano que entraba en mis
ojos y abría en ellos una puerta cerrada y mohosa.
Diciendo esto, sentóse sobre la piedra, poniendo
su cabeza sobre el r e g a z o de la Nela.
— ¿ N o o y e s ? — d i j o la Nela de improviso.
—¿Qué?
— A q u í d e n t r o . . . ¡ L a T r a s c a v a ! . . . está hablando. Y la T r a s c a v a — o b s e r v ó la Nela palideciend o , — es un murmullo, un sí, sí, s í . . . A ratos oigo
138
MARIANELA
la v o z de mi madre, que dice c l a r i t o : " H i j a
mía,
¡qué bien se está a q u í ! "
— E s tu imaginación. También
la
imaginación
habla.
— A h o r a parece que llora... Se v a poquito a poco perdiendo la voz —dijo
la Nela atenta
a
lo
que oía.
D e pronto salió por la gruta una ligera
ráfaga
de aire.
— ¿ N o has notado que ha echado un gran suspiro?... Ahora se vuelve a oír la v o z : habla bajo,
y me dice al oído muy bajito, muy b a j i t o . . .
— ¿ Q u é te dice?
— N a d a —replicó bruscamente M a r í a , después de
una pausa.— T ú dices que son tonterías. Tendrás
razón.
— Y a te quitaré y o de la cabeza esos pensamientos absurdos —dijo el ciego tomándole la mano.
VIII
LOS
GOLFINES
Teodoro Golfín no se aburría en Socartes.
El
primer día después de su llegada pasó largas horas en el laboratorio con su hermano, y en los siguientes recorrió de un cabo a otro las minas, e x a minando y admirando las distintas cosas que allí
139
G /4 L
D O S
había, que y a pasmaban por la grandeza de las
fuerzas naturales, y a por el poder y brío del arte
de los hombres. D e noche, cuando todo callaba en
el industrioso S o c a r t e s , quedando sólo en actividad los bullidores hornos, el buen doctor, que era
muy entusiasta músico, se deleitaba oyendo tocar
el piano a su cuñada Sofia, esposa de Carlos Golfín
y madre de varios chiquillos que se habían
muerto.
E r a una excelente señora de regular belleza, cada día reducida a menor expresión por una tendencia lamentable a la obesidad. N o tenía hijos vivos,
y su principal ocupación consistía en tocar el piano
y en organizar asociaciones benéficas de señoras
para socorros domiciliarios y sostenimiento de hospitales y escuelas.
E n el número de sus vehemencias, que solían ser
pasajeras, contábase una que quizás no sea tan recomendable como aquella de socorrer a los menesterosos, y consistía en rodearse de perros y gatos,
poniendo en estos animales un afecto que al mismo amor se parecía. Últimamente, y cuando residía en el establecimiento de Socartes, tenía un toy
terrier
que por e n c a r g o le había traído de Ingla-
terra Ulises Bull, jefe del taller de maquinaria. E r a
un galguito fino y elegante, delicado y mimoso como un niño
Se llamaba Lili, y había costado en
L o n d r e s doscientos duros.
En
los días de paseo solían los Golfines me140
MARIANELA
rendar en el campo. U n a tarde (a últimos de septiembre y seis días después de la llegada de T e o doro a las minas) volvían de su excursión en el orden s i g u i e n t e : Lili, Sofía, Teodoro. Carlos. L a estrechez del sendero no les permitía caminar de dos
en dos. Lili llevaba su manta o gabancito azul con
las iniciales de su ama. Sofía apoyaba en su hombro el palo de la sombrilla, y Teodoro llevaba en
la misma postura su bastón, con el sombrero en
la punta. Gustaba mucho de pasear con la deforme cabeza al aire. P a s a b a n al borde de la T r a s c a va, cuando Lili, desviándose del sendero con ía elástica ligereza de sus patillas como alambres, echó
a c o r r e r césped abajo por la vertiente del embudo.
P r i m e r o corría, después
resbalaba. Sofía dio un
grito de terror. S u primer movimiento, dictado por
un afecto que parecía materno, fué correr detrás
del animal, tan cercano al p e l i g r o ; pero su esposo
la contuvo, diciendo:
— D e j a que se lleve el demonio a Lili, m u j e r ; él
volverá. N o se puede b a j a r ; este césped es muy
resbaladizo.
— ¡ L i l i , L i l i ! . . . — g r i t a b a Sofía.
Lili se detuvo en la g r a n peña blanquecina, a g u jereada, musgosa, que en la boca misma del abismo se veia, como encubriéndola. F i j á r o n s e allí todos los ojos, y al punto observaron que se movía
un objeto. Creyeron de pronto v e r un animal dañino que se ocultaba detrás de la p e ñ a ; pero Sofía
141
GALDOS
lanzó un nuevo g r i t o , el cual antes era de asombro
que de t e r r o r :
— ¡ S i es la N e l a . . . ! Nela, ¿ q u é haces ahí?
A l oír su nombre, la muchacha se mostró toda
turbada y ruborosa.
— ¿ Q u é haces ahí, loca? •—repitió la dama.— Coge a Lili y tráemelo...
L a Nela emprendió la persecución de Lili, el cual,
más travieso y c a l a v e r a en aquel día que en ning ú n otro de su monótona existencia, huía de las
manos de la chicuela.
A l fin Lili dio con su elegante cuerpo en medio
de las zarzas que cubrían la boca de la cueva, y
allí la mantita de que iba vestido fuéle de grandísimo estorbo.
L a Nela se deslizó intrépidamente, poniendo su
pie sobre las zarzas y robustos hinojos que tapaban el a b i s m o ; y sosteniéndose con una mano en
las asperezas de la peña, a l a r g ó la otra hasta pillar
el rabo de Lili, con lo cual le sacó del aprieto en
que estaba. Acariciando al animal, subió triunfante a los bordes del embudo.
— T ú , tú, tú tienes la culpa —díjole Sofía de mal
talante, aplicándole tres suaves coscorrones,— porque si no te hubieras metido a l l í . . . Y a sabes que
v a detrás de ti donde quiera que te encuentre...
¡ B u e n a pieza!
Toma,
llévalo en
brazos,
porque e s t a r á
can-
sado, y estas l a r g a s caminatas pueden hacerle da142
MARIANELA
ño. Cuidado... A n d a delante de nosotros... Cuidado, te repito... M i r a que v o y detrás observando lo
que haces.
P ú s o s e de nuevo en marcha la familia, precedida por la Nela.
E l doctor dijo a la mujer de su h e r m a n o :
— E s t o y pensando, querida Sofía, que ese animal
te inquieta demasiado. V e r d a d que un perro que
cuesta doscientos duros no es un perro como otro
cualquiera. Y o me pregunto por qué has empleado el tiempo y el dinero en hacerle un gabán a ese
señorito canino, y no se te ha ocurrido comprarle
unos zapatos a la Nela.
— ¡ Zapatos a la N e l a ! —exclamó Sofía
riendo.—
Y y o p r e g u n t o : ¿ p a r a qué los q u i e r e ? . . . T a r d a ría dos días en romperlos.
— ¿ P e r o qué es e s t o ? . . . —dijo el doctor mirando al suelo.—• ¡ S a n g r e !
Todos miraron al suelo, donde se veían de t r e cho en trecho manchitas de s a n g r e .
— ¡ J e s ú s ! —exclamó Sofía, apretando los ojos.—
Si es la Nela. M i r a cómo se ha puesto los pies.
—Ya
las
se
zarzas
Como tuvo que meterse
entre
para c o g e r a tu dichoso Lili.
ve...
Nela,
ven acá.
L a Nela, cuyo pie derecho estaba ensangrentado,
se acercó cojeando.
— A ver, a v e r qué es eso —dijo T e o d o r o , toman143
'J<*.v
GALDOS
do a la Nela en sus brazos y sentándola en una
piedra de la cerca inmediata.
Poniéndose sus lentes, le examinó el pie.
— E s poca c o s a ; dos o tres r a s g u ñ o s . . . M e parece que tienes una espina dentro... ¿ T e
duele?
S í , aquí está la p i c a r a . . . A g u a r d a un momento.
Teodoro Golfín sacó su estuche, del estuche unas
pinzas, y en un santiamén e x t r a j o la espina.
— ¡ Bien
por la m u j e r v a l i e n t e ! —dijo,
obser-
vando la serenidad de la N e l a . — Ahora vendemos
el pie.
Con su pañuelo vendó el pie herido. Marianela
trató de andar. Carlos le dio la mano.
— N o , no, ven a c á —dijo Teodoro, cogiendo a
Marianela por los brazos.
Con rápido movimiento levantóla en el aire y
la sentó sobre su hombro derecho.
— S i no estás s e g u r a , a g á r r a t e a mis cabellos;
son fuertes. A h o r a
lleva tú el palo con el som-
brero.
— ¡ Q u é facha! — e x c l a m ó Sofía, muerta de risa
al verlos venir.— Teodoro con la Nela al hombro,
y luego el palo con el sombrero de Gessler...
144
MARI
ANELA
IX
HISTORIA
DE
DOS
HIJOS
DEL
— A q u í tienes, querida Sofía —dijo
PUEBLO
Teodoro,—
un hombre que sirve para todo. E s t e es el resultado de nuestra educación, ¿verdad, C a r l o s ? B i e n
sabes que no hemos sido criados con m i m o ; que
desde nuestra más tierna infancia nos acostumbramos a la idea de que no había nadie inferior a noso t r o s . . . L o s hombres que se forman solos, como
nosotros nos f o r m a m o s ; los que, sin ayuda de nadie, ni más amparo que su voluntad y noble ambición, han logrado salir triunfantes en la lucha
la existencia...
por
Confieso que y o no carezco de v a -
nidades, y entre ellas tengo la de haber sido mendigo, de haber pedido limosna de puerta en puerta, de haber andado descalzo con mi hermanito
Carlos, y dormir con él en los huecos de las puertas, sin amparo, sin abrigo, sin familia. Y o no sé
qué extraordinario r a y o de energía y de voluntad
vibró dentro de mí. T u v e una inspiración. C o m prendí que delante de nuestros pasos se abrían dos
sendas: la del presidio, la de la gloria. C a r g u é en
mis hombros a mi pobre hermanito, lo mismo que
hoy c a r g o a la Nela, y d i j e : " P a d r e nuestro, que
estás en los cielos, s á l v a n o s . . . " E l l o es que nos salvamos. Y o aprendí a leer y enseñé a mi hermano.
145
v . — 1 0
Y o serví a diversos amos, que me daban de comer
y me permitían ir a la escuela. Y o guardaba mis
propinas; y o compré una hucha... Y o reuní para
comprar libros... Y o no sé cómo entré en los E s colapios ; pero ello es que entré, mientras mi hermano se ganaba su pan haciendo recados en una
tienda de u l t r a m a r i n o s . . .
— ¡ Qué cosas t i e n e s ! — e x c l a m ó Sofía m u y desazonada, porque no gustaba
de oír aquel
tema.—
Y y o me p r e g u n t o : ¿ a qué viene el recordar tales
niñerías? A d e m á s , tú las e x a g e r a s mucho.
— N o exagero nada —dijo Teodoro con brío.—
Señora, oiga usted y calle... V o y a poner cátedra
de e s t o . . . Óiganme todos los pobres, todos los desamparados, todos los niños perdidos... Y o
entré
en los Escolapios como Dios q u i s o ; yo aprendí como Dios quiso... U n bendito P a d r e dióme buenos
consejos y me ayudó con sus limosnas... Sentí afición a la Medicina... ¿ C ó m o estudiarla sin dejar
de trabajar
para
comer?
¡Problema
terrible!...
Querido Carlos, ¿ t e acuerdas de cuando entramos
los dos a pedir trabajo en una barbería de la antigua calle de C o f r e r o s ? . . . Nunca habíamos cogido
una navaja en la m a n o ; pero era preciso ganarse
el pan afeitando... A l principio ayudábamos... ¿"te
acuerdas, C a r l o s ? . . . Después empuñamos aquellos
nobles instrumentos... L a flebotomía fué nuestra
salvación. Y o empecé los estudios anatómicos. ¡ Ciencia admirable, divina! T a n t o era el trabajo esco146
MARIANBLA
lástfco, que tuve que abandonar la barbería de aquel
famoso maestro C a y e t a n o . . . E l día en que me despedí, él lloraba... Dióme dos duros, y su mujer me
obsequió con unos pantalones viejos de su espos o . . . E n t r é a servir de ayuda de cámara. Dios me
protegía, dándome siempre buenos amos. M i
afi-
ción al estudio interesó a aquellos benditos señores, que me dejaban libre todo el tiempo que podían. Y o velaba estudiando. Y o estudiaba durmiendo. Y o deliraba, y limpiando la ropa repasaba en
la memoria las piezas del esqueleto h u m a n o . . . M e
acuerdo que el cepillar la ropa de mi a m o me servía para estudiar la miología... Limpiando una m a n ga, decía: "músculo deltoides, bíceps, cubital," y en
los pantalones: " m ú s c u l o s glúteos, psoas, gemelos,
tibial, e t c . . " E n aquella casa dábanme sobras de
comida, que y o llevaba a mi hermano, habitante en
casa de unos dignos ropavejeros. ¿ T e
acuerdas,
Carlos ?
— M e acuerdo —dijo Carlos con emoción—.
Y
gracias que encontré quien me diera casa por un
pequeño servicio de llevar cuentas. L u e g o tuve la
dicha de tropezar con aquel coronel retirado, que
me enseñó las matemáticas elementales.
— B u e n o : no hay guiñapo que no saquen ustedes hoy a la calle — o b s e r v ó Sofía.
—Mi
hermano me pedía pan —añadió T e o d o -
r o , — y yo le respondía: " ¿ P a n has dicho? Toma
m a t e m á t i c a s . . . " U n día mi amo me dio entradas
147
p a r a el teatro de la C r u z ; llevé a mi hermano y
nos divertimos m u c h o ; pero Carlos cogió una pulm o n í a . . . ¡Obstáculo terrible, i n m e n s o ! E s t o e r a recibir un balazo al principio de la acción... P e r o no,
¿quién d e s m a y a ? A d e l a n t e . . . a curarle se ha dicho.
U n profesor de la F a c u l t a d , que me había tomado
g r a n cariño, se prestó a curarle.
— F u é milagro de D i o s que me salvara en aquel
cuchitril inmundo, almacén de trapo viejo, de hier r o viejo y de cuero viejo.
— D i o s estaba con n o s o t r o s . . . B i e n claro se v e í a . . .
H a b í a s e puesto de n u e s t r a p a r t e . . . ¡ O h , bien sabía
y o a quién me a r r i m a b a ! — p r o s i g u i ó T e o d o r o , con
aquella elocuencia nerviosa, rápida, ardiente, que
e r a tan s u y a como las melenas n e g r a s y la cabeza
de león.— P a r a que mi hermano tuviera medicinas
fué preciso que y o me quedara sin ropa. N o pueden
andar juntas la farmacopea y la indumentaria. R e ceta t r a s receta, el enfermo consumió mi capa, después mi levita... M i s calzones se convirtieron en
pildoras... P e r o mis amos no me abandonaban...
volví a tener ropa, y mi hermano salió a la calle.
E l médico me d i j o : " Q u e v a y a a convalecer al camp o . . . " Y o medité... ¿ C a m p o dijiste? Que v a y a a la
E s c u e l a de Minas. M i hermano e r a g r a n matemático. Y o le enseñé la Química... pronto se aficionó a
los pedruscos, y antes de entrar en la E s c u e l a y a
salía al campo de S a n Isidro a r e c o g e r g u i j a r r o s . Y o
s e g u í a adelante en mi navegación por entre olas y
148
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MARIANELA
huracanes... Cada día era m á s m é d i c o ; un famoso
operador me tomó por a y u d a n t e ; dejé de ser criad o . . . E m p e c é a servir a la Ciencia... M i amo c a y ó
e n f e r m o ; asistíle como una H e r m a n a de la C a r i dad... Murió, dejándome un l e g a d o . . . ¡ D o n o s a i d e a !
Consistía en un bastón, una máquina para hacer
cigarrillos, un cuerno de caza y c u a t r o mil reales
en dinero.
¡Una
fortuna!...
Mi
hermano
tuvo
l i b r o s ; y o , r o p a ; y cuando me vestí de gente, e m pecé a tener enfermos. P a r e c e que la Humanidad
perdía la salud sólo por darme t r a b a j o . . . ¡ A d e l a n te, siempre a d e l a n t e ! . . . P a s a r o n años, a ñ o s . . . A l
fin vi desde lejos el puerto de refugio después de
grandes t o r m e n t a s . . . M i hermano y y o bogábamos
sin g r a n t r a b a j o . . . Y a no estábamos t r i s t e s . . . Dios
sonreía dentro de nosotros. ¡ B i e n por los Golfin e s ! . . . Dios les había dado la mano. Y o empecé a
estudiar los ojos, y en poco tiempo dominé la catarata; pero yo quería más. Gané algún dinero; pero
mi hermano
consumía
bastante...
salió de la escuela... ¡ V i v a n
Al
fin,
Carlos
los hombres valien-
t e s ! . . . Después de dejarle colocado en Riotinto con
un buen sueldo, me marché a América. Y o había
sido una especie de Colón, el Colón del trabajo, y una
especie de Hernán Cortés; yo había descubierto en
mi un Nuevo Mundo, y después de descubrirlo, lo
había conquistado.
—Alábate, pandero, — d i j o Sofía riendo.
— S i h a y héroes en el mundo, tú eres uno de
149
GALDOS
ellos — a f i r m ó Carlos, demostrando g r a n admiración por su hermano.
— P r e p á r e s e usted ahora, señor semidiós —dijo
S o f í a , — a coronar todas sus hazañas haciendo un
m i l a g r o , que milagro será dar la vista a un ciego
de nacimiento... M i r a ; allí sale don F r a n c i s c o a
recibirnos.
Avanzando por lo alto del c e r r o que limita las
minas del lado de Poniente, habían llegado a A l d e a corba y
la casa
del
señor
de Penáguilas, que,
echándose el chaquetón a toda prisa, salió al encuentro de sus a m i g o s . Caía la tarde.
X
EL P A T R I A R C A
DE
ALDEACORBA
E n t r a r o n todos en el patio de la casa. Oíanse los
g r a v e s mugidos de las vacas, que acababan de entrar en el establo, y este rumor, unido al grato
a r o m a campesino del heno que los mozos subian
al pajar, recreaba dulcemente los sentidos
y el
ánimo.
E l médico sentó a la Nela en un banco de piedra, y ella, paralizada por el respeto, sin hacer movimiento
alguno,
miraba
asombro.
150
a
su
bienhechor
con
MARIANELA
— ¿ N o quiere usted ver a mi hijo esta t a r d e ?
—preguntó el señor de Penáguilas.
— C o n el examen de a y e r me basta —replicó Golfín—. Puede hacerse la operación.
— ¿ C o n éxito?
— ¡ A h ! ¡ C o n é x i t o ! . . . E s o no puede decirse. Gran
placer sería para mí dar la vista a quien tanto la
merece. S u hijo de usted posee una inteligencia de
primer orden, una fantasía superior, una bondad
exquisita.
— S i Dios quiere que mi hijo vea —dijo el señor
de Penáguilas con fervor,— le tendré a usted por
el más grande, por el más benéfico de los hombres.
L a obscuridad de sus ojos es la obscuridad de mi
v i d a : esa sombra negra ha hecho tristes mis días,
entenebreciéndome el bienestar material que poseo.
Soy rico: ¿ de qué me sirven mis riquezas ? Nada
de lo que él no pueda v e r es agradable para mí.
Hace un mes he recibido la noticia de una g r a n
herencia... Y a sabe usted, señor don Carlos, que
mi primo F a u s t i n o ha muerto en M a t a m o r o s . N o
tiene h i j o s ; le heredamos mi hermano Manuel y
y o . . . E s t o es echar m a r g a r i t a s a puercos, y no lo
digo por mi hermano, que tiene una hija preciosa,
y a c a s a d e r a ; dígolo por este miserable que no puede hacer disfrutar a su hijo único las delicias honradas de una buena posición.
Siguió a estas palabras un l a r g o silencio, sólo
151
interrumpido por el cariñoso mugido de las vacas
en el cercano establo.
— A s í es que cuando el señor don Teodoro me
ha dado esperanza... he visto el cielo a b i e r t o ; he
visto una especie de paraíso en la tierra... he visto
un joven y alegre m a t r i m o n i o ; he visto ángeles,
nietecillos alrededor de m í ; he visto mi sepultura
embellecida con las flores de la infancia, con las
tiernas caricias que aun después de mi última hora
subsistirán, acompañándome debajo de la t i e r r a . . .
U s t e d e s no comprenden e s t o ; no saben que mi hermano Manuel, que es más bueno que el buen pan, luego que ha tenido noticia de mis esperanzas, ha empezado a hacer cálculos y m á s cálculos... V e a n lo que
dice... (Sacó varias cartas, que revolvió breve rato
sin dar con la que buscaba.) E n resumidas cuentas, está loco de contento, y me ha dicho: " C a s a r é
a mi Florentina con tu Pablito, y aquí tienes colocado a interés compuesto el medio millón de pesos
del primo F a u s t i n o . . . " M e parece que veo a M a nolo frotándose las manos y dando zancajos, como
es su costumbre cuando tiene una idea feliz. L e s
espero a él y a su hija de un momento a o t r o : vienen a p a s a r conmigo el 4 de octubre y a v e r en
qué para esta tentativa de dar luz a mi hijo...
— E n este clima, la operación puede hacerse en
los primeros días de octubre — d i j o Golfín.— M a ñana fijaremos el tratamiento a que debe sujetarse
152
MARIANELA
el paciente... Y nos vamos, que se siente fresco en
estas alturas.
P e n á g u i l a s ofreció a sus amigos casa y cena, m a s
no quisieron éstos aceptar. Salieron todos, j u n t a mente con la Nela, a quien Teodoro quiso llevar
consigo, y también salió don F r a n c i s c o para hacerles compañía hasta el establecimiento. Convidados del silencio y belleza de la noche, fueron departiendo sobre cosas agradables: unas relativas al
rendimiento de las minas; otras a las cosechas del
país. Cuando los Golfines entraron en su casa, volvióse a la suya don Francisco solo y triste, andando despacio, la vista fija en el suelo. P e n s a b a
en los terribles días de ansiedad y de esperanza,
de sobresalto y dudas que se aproximaban. P o r el
camino encontró a Choto, y ambos subieron lentamente la escalera de palo. L a luna alumbraba
bastante, y la sombra del patriarca subía delante
de él, quebrándose en los peldaños y haciendo como
unos dobleces que saltaban de escalón en escalón.
E l perro iba a su lado. N o teniendo el patriarca de
Aldeacorba o t r o ser a quien fiar los pensamientos
que abrumaban su cerebro, dijo a s í :
— C h o t o , ¿ q u é sucederá?
153
XI
EL
DOCTOR
CELIPÍN
E l señor Centeno, después de recrear su espíritu
en las borrosas columnas del Diario,
después de sopesar con
y la Señana,
embriagador deleite las
monedas contenidas en el calcetín, se acostaron.
Habíanse ido también los hijos a reposar sobre sus
respectivos colchones. Oyóse en la sala una retahila que parecía oración o romance de c i e g o ; o y é ronse bostezos, sobre los cuales trazaba cruces el
perezoso dedo... L a familia de piedra dormía.
Cuando la casa fué el mismo Limbo, oyóse en la
cocina rumorcillo como de alimañas que salen de
sus a g u j e r o s para buscarse la vida. L a s cestas se
abrieron, y Celipín o y ó estas p a l a b r a s :
—Celipín, esta noche sí que te traigo un buen
r e g a l o ; mira.
Celipín no podía distinguir n a d a ; pero alargando
su mano tomó de la de M a r í a dos duros como dos
soles, de cuya autenticidad se cercioró por el tacto,
y a que por la vista difícilmente podía hacerlo, quedándose pasmado y mudo.
— M e los dio don Teodoro —añadió la Nela,—
para que me comprara unos zapatos. Como yo para
nada necesito zapatos, te los doy, y así pronto juntarás aquéllo.
134
MARIANELA
— ¡ Córcholis ! ¡ Que eres más buena que M a r í a
S a n t í s i m a ! . . . Y a poco me falta, Nela, y en cuanto
apancle media docena de reales... y a verán quién es
Celipín.
— M i r a , hijito: el que me ha dado ese dinero andaba por las calles pidiendo limosna cuando
era
niño, y después...
— ¡ C ó r c h o l i s ! ¡Quién lo había de d e c i r ! . . . D o n
T e o d o r o . . . ¡ Y ahora tiene más d i n e r o . . . ! Dicen que
lo que tiene no lo c a r g a n seis muías.
— Y dormía en las calles, y servía de criado, y no
tenía calzones... E n fin, que era más pobre que las
ratas. S u hermano don Carlos vivía en una c a s a de
trapo \ i e j o .
— ¡ J e s ú s ! ¡ Córcholis! ¡ Y qué cosas se v e n por
esas t i e r r a s ! . . . Y o también me buscaré una casa
de trapo viejo.
— Y después tuvo que ser barbero p a r a g a n a r s e
la vida y poder estudiar.
— M i á t ú . . . Y o tengo pensado irme derecho a una
barbería... Y o me pinto solo para r a p a r . . .
¡Pues
soy y o poco listo en gracia de D i o s ! Desde que y o
llegue a Madrid, por un lado repando y por otro
estudiando, he de aprender en dos meses toda la
Ciencia. Miá tú, ahora se me ha ocurrido que debo
tirar para médico... Sí, médico, que echando una
mano a este pulso, otra mano al otro, se llena de
dinero el bolsillo.
— D o n Teodoro —dijo la Nela, —tenía menos que
i53
CALDOS
tú, porque tú vas a tener cinco duros, y con cinco
duros parece que todo se ha de venir a la mano.
¡ A q u í de los hombres g u a p o s ! D o n Teodoro y don
Carlos
eran
como
los
pájaros
que andan
solos
por el mundo. E l l o s , con su buen gobierno, se volvieron sabios. D o n T e o d o r o leía en los muertos y
don Carlos leía en las piedras, y así los dos aprendieron el modo de hacerse personas cabales. P o r
eso es don Teodoro tan amigo de los pobres. Celipín, ¡ si me hubieras visto esta tarde cuando me
llevaba al h o m b r o . . . !
— T o d o s los hombres listos somos de ese modo
—observó Celipín con petulancia.— V e r á s tú qué
fino y galán v o y a ser y o cuando me ponga mi levita y mi sombrero de u n a tercia de alto. Y también
me calzaré las manos con eso que llaman guantes,
que no pienso quitarme nunca como no sea sino
p a r a tomar el p u l s o . . . Tendré un bastón con una
porra dorada, y me v e s t i r é . . . eso sí, en mis carnes
no se pone sino paño fino... ¡ C ó r c h o l i s ! T e v a s a
reír cuando me v e a s .
— N o pienses todavía en esas cosas de remontarte mucho, que eres más pelado que un huevo
— l e dijo ella.— V e t e poquito a poquito; hoy me
aprendo esto, mañana, lo otro. Y o te aconsejo que
antes de meterte en eso de curar enfermos, debes
aprender a escribir para que pongas una carta a
tu madre, pidiéndole perdón, y diciéndole que te has
156
MARIANELA
ido de tu casa p a r a afinarte, hacerte como don T e o doro y ser un médico m u y cabal.
— C a l l a , m u j e r . . . P u e s qué, ¿creías que la escritura no es lo p r i m e r o ? . . . D e j a tú que y o coja una
pluma en la mano, y v e r á s qué rasgueo de letras y
qué perfiles finos para arriba y para abajo, como
la firma de don F r a n c i s c o P e n á g u i l a s . . . ¡ E s c r i b i r !
¡ A mí con é s a s . . . ! A los cuatro días v e r á s qué c a r tas p o n g o . . . Y a las oirás leer, y v e r á s que conceitos
los míos y qué modo aquel de echar retólicas que
os dejen bobos a todos. ¡ Córcholis! Nela, tú no sabes que y o t e n g o mucho talento. L o siento aquí
dentro de mi cabeza, haciéndome burumbum,
rumbum,
bu-
como el agua de la caldera de vapor...
Como que no me deja dormir, y pienso que es que
todas las ciencias se me entran aquí, y andan dentro volando a tientas como los murciélagos, y diciéndome que las estudie. T o d a s , todas las ciencias
las he de aprender, y ni una sola se me ha de quedar... V e r á s t ú . . .
— P u e s debe de haber muchas. Pablo, que las
sabe todas, me ha dicho que son muchas y que la
vida entera de un hombre no basta para una sola.
— R í e t e tú de e s o . . . Y a me verás a m í . . .
— Y la más bonita de todas es la de don C a r l o s . . .
P o r q u e mira tú que eso de c o g e r una piedra y hacer
con ella latón... Otros dicen que hacen plata y t a m bién oro. Aplícate a eso, Celipillo.
— D e s e n g á ñ a t e , no h a y saber como ese de co157
GALD
OS
gerle a uno la muñeca y mirarle la lengua, y decirle
al momento en qué hueco del cuerpo tiene aposentado el maleficio... Dicen que don Teodoro le saca
un ojo a un hombre y le pone otro nuevo, con el
cual ve como si fuera ojo nacido... Miá tú que eso
de ver a uno que se está muriendo, y con mandarle
tomar, pongo el caso, media docena de mosquitos
guisados un lunes con palos de mimbre cogidos
por una doncella que se llame J u a n a , dejarle bueno
y sano, es mucho aquél... Y a verás, ya verás cómo
se porta don Celipin el de Socartes. T e digo que se
ha de hablar de mí hasta en la Habana.
— B i e n , bien — d i j o la Nela con a l e g r í a ; — pero
mira que has de ser buen hijo, pues si tus padres
no quieren enseñarte es porque ellos no tienen talento, y pues tú lo tienes, pídele por ellos a la Santísima V i r g e n , y no dejes de mandarles algo de lo
mucho que vas a g a n a r .
— E s o si lo haré. M i á tú, aunque me v o y de la
casa, no es que quiera mal a mis padres, y y a verás
cómo dentro de poco tiempo ves venir un mozo de
la estación cargado que se revienta con unos g r a n des paquetes. ¿ Y qué s e r á ? P u e s refajos para mi
madre y mis hermanas y un sombrero alto para mi
padre. A ti puede que te mande también un par de
pendientes.
— M u y pronto r e g a l a s —dijo la Nela, sofocando
la risa.— ¡Pendientes para m í ! . . .
— P u e s ahora se me está ocurriendo una cosa.
158
MARIANELA
¿Quieres que te la d i g a ? P u e s es que tú debías v e nir conmigo, y siendo dos, nos ayudaríamos a g a nar y a aprender. T ú también tienes talento, que
eso del pesquis a mi no se me escapa, y bien podías
liegar a ser señora, como y o caballero. ¡ Q u é me
había de reír si te viera tocando el piano como doña
Sofía!
— ¡ Qué bobo e r e s ! Y o no sirvo para nada. Si
fuera contigo, sería un estorbo para ti.
— A h o r a dicen que van a dar vista a don Pablo,
y cuando él tenga vista nada tienes tú que hacer
en Socartes. ¿ Q u é te parece mi i d e a ? . . . ¿ N o respondes?
P a s ó algún tiempo sin que la Nela contestara
nada. P r e g u n t ó de nuevo Celipín, sin obtener respuesta.
— D u é r m e t e , Celipín —dijo al fin la de las cestas.— Y o tengo mucho sueño.
— C o m o mi talento me deje dormir, a la buena de
Dios.
Encerrándose en sus conchas, M a r i a n e l a habló
así:
— M a d r e de Dios y mía, ¿ por qué no me hiciste
hermosa?... Mientras más me miro, más fea me encuentro. ¿ P a r a qué estoy yo en el mundo?
ra que sirvo? ¿ A
quién puedo interesar? A
¿Pauno
solo, Señora y Madre m í a ; a uno solo, que me
quiere porque no me ve. ¿ Q u é será de mí cuando me vea y deje de quererme?...
Porque, ¿có-
GALDOS
mo es posible que me quiera viendo este cuerpo
chico, esta figurilla de pájaro, esta tez pecosa, esta
boca sin g r a c i a , esta nariz picuda, este pelo descolorido, esta persona mía, que no sirve sino para que
todo el mundo le dé con el pie ? ¿ Quién es la Nela ?
Nadie. L a Nela sólo es algo para el ciego. Si sus
ojos nacen ahora y los vuelve a mí y me v e , me
caigo m u e r t a . . . E l es el único para quien la Nela
no es menos que los g a t o s y los perros. M e quiere
como Dios manda que se quieran las personas... Señora Madre mía, ya que vas a hacer el milagro de darle vista, hazme hermosa a mí o mátame, porque para
nada e s t o y en el mundo. Y o no soy nada ni nadie
más que para uno s o l o . . . ¿ S i e n t o y o que recobre
la v i s t a ? N o , eso no, eso no. Y o quiero que vea.
D a r é mis ojos porque él v e a con los s u y o s ; daré
mi vida toda. Y o quiero que don Teodoro h a g a el
milagro que dicen. ¡ Benditos sean los hombres sabios ! L o que no quiero es que mi amo me vea, no.
Antes que consentir que me vea, ¡ M a d r e m í a ! me
e n t e r r a r é v i v a ; me a r r o j a r é al r í o . . . Sí, s í ; que se
t r a g u e la tierra mi fealdad. Y o no debí haber nacido.
Y derramando l á g r i m a s y cruzando los brazos,
quedó vencida por el sueño.
160
MARIANELA
XII
LOS T R E S
Estaba la señorita de Penágullas
muy gozosa en
medio de las risueñas praderas, sin la traba enojosa de las pragmáticas sociales de su señor padre,
y así, en cuanto se vio a r e g u l a r distancia de la
casa, empezó a correr alegremente y a suspenderse
de las ramas de los árboles que a su alcance veía,
para balancearse ligeramente en ellas. T o c a b a con
las y e m a s de sus dedos las moras
silvestres, y
cuando las hallaba maduras cogía tres, una p a r a
cada boca.
— E s t a para ti, primito —decía, poniéndosela en
la boca—, y ésta para ti, Nela. D e j a r é para mí la
más chica.
— A la primita — d i j o Pablo,— le gustará ver las
minas. Nela, ¿ n o te parece que b a j e m o s ?
— S í , b a j e m o s . . . P o r aquí, señorita.
— P e r o no me h a g a n p a s a r por túneles, que me
da mucho miedo. E s o sí que no lo consiento —dijo
Florentina, siguiéndoles—. P r i m o , ¿ t ú y la N e l a
paseáis mucho por aquí?
E s t o es precioso. A q u í
viviría y o toda mi v i d a . . . ¡ B e n d i t o sea el hombre
que te v a a dar la facultad de g o z a r de todas e s t a s
preciosidades!
— ¡ Dios lo q u i e r a ! M u c h o más hermosas me pa161
V.
II
GALD
OS
recerán a mí, que j a m á s las he visto, que a voso t r a s , que estáis saciadas de v e r l a s . . . N o creas tú,
Florentina, que yo no comprendo las bellezas: las
siento en mí de tal modo, que casi, casi suplo con
mi pensamiento la falta de la vista.
— E s o sí que es admirable... P o r más que digas
—replicó F l o r e n t i n a — , siempre te resultarán alg u n o s buenos chascos cuando abras los ojos.
— P o d r á ser, — d i j o el ciego, que aquel día estaba
m u y lacónico.
L a Nela no estaba lacónica, sino muda.
Cuando se acercaron a la concavidad de la
Terri-
ble, Florentina admiró el espectáculo sorprendente
que ofrecían las rocas cretáceas, subsistentes
en
medio del terreno después de arrancado el mineral.
Comparólo a grandes grupos de bollos, pegados
unos a otros por el a z ú c a r ; después de mirarlo mucho por segunda vez, lo comparó a una g r a n escultura de perros y g a t o s que se habían quedado convertidos en piedra en el momento más crítico de
una encarnizada r e y e r t a .
— S e n t é m o n o s en esta ladera — d i j o — , y veremos
p a s a r los trenes con mineral, y además veremos
esto, que es muy bonito. Aquella piedra grande que
está en medio tiene su g r a n boca, ¿ n o la ves, N e l a ?
Y
en la boca tiene un palillo de dientes; es una
planta que ha nacido sola. P a r e c e que se ríe mirándonos, porque también tiene o j o s ; y más allá hay
una con joroba, y otra que fuma en pipa, y dos que
162
MA
RIANELA
se están tirando de los pelos, y una que bosteza,
y otra que duerme la mona, y otra que está boca
abajo sosteniendo con los pies una catedral, y o t r a
que empieza en g u i t a r r a y acaba en cabeza de p e rro, con una cafetera por g o r r o .
— T o d o eso que dices, primita — o b s e r v ó el cieg o — , me prueba que con los ojos se ven muchos
disparates, lo cual indica que ese ó r g a n o tan precioso sirve a veces para presentar las cosas desfig u r a d a s , cambiando los objetos de su natural forma
en otra postiza y fingida; pues en lo que tienes delante de ti no h a y confituras, ni g a t o s , ni hombres,
ni palillos de dientes, ni catedrales, ni borrachos,
ni
cafeteras,
sino simplemente
rocas
cretáceas
y
masas de tierra caliza, embadurnadas con óxido de
hierro. D e la cosa m á s sencilla hacen tus ojos un
berenjenal.
— T i e n e s razón, primo. P o r eso digo y o que nuestra imaginación es la que v e , y no los ojos. Sin emb a r g o , éstos sirven para enterarnos de algunas c o sitas que los pobres no tienen y que nosotros p o demos darles.
Diciendo esto, tocaba el vestido de la Nela.
— ¿ P o r qué esta bendita Nela no tiene un traje
m e j o r ? —añadió la señorita de P e n á g u i l a s — .
Yo
t e n g o varios y le v o y a dar uno, y además otro, que
será nuevo.
A v e r g o n z a d a y confusa, Marianela no alzaba los
ojos.
163
GALDOS
— E s cosa que no comprendo... ¡ Que algunos teng a n tanto y otros tan p o c o ! . . . M e enfado con papá
cuando le oigo decir palabrotas contra los que quieren que se reparta por i g u a l todo lo que hay en el
mundo. ¿ Cómo se llaman esos tipos, Pablo ?
— E s o s serán los socialistas, los comunistas, — r e plicó el joven sonriendo.
— P u e s ésa es mi gente. S o y partidaria de que
h a y a reparto y de que los ricos den a los pobres
todo lo que tengan de s o b r a . . . ¿ P o r qué esta pobre
huérfana ha de estar descalza y y o n o ? . . . N i aun
se debe permitir que estén desamparados los malos,
cuanto más los buenos... Y o sé que la Nela es m u y
buena: me lo has dicho tú anoche, me lo ha dicho
también tu p a d r e . . . N o tiene familia, no tiene quien
mire por ella. ¿ C ó m o se consiente que h a y a tanta
y tanta d e s g r a c i a ? A mí me quema la boca el pan
cuando pienso que h a y muchos que no lo prueban.
¡ P o b r e Mariquita, tan buena y tan abandonada!...
¡ E s posible que hasta a h o r a no la h a y a querido nadie, ni nadie le h a y a dado un beso, ni nadie le h a y a
hablado como se habla a las c r i a t u r a s ! . . . S e me
p a r t e el corazón de pensarlo.
Marianela estaba atónita y petrificada de asombro.
—Mira
y
tú, huerfanilla
—añadió
Florentina—,
tú, Pablo, óyeme b i e n : y o quiero socorrer
a
la Nela, no como se socorre a los pobres que se
encuentran en un camino, sino como se socorrería
164
MARIANELA
a un hermano que nos halláramos de manos a b o c a . . . ¿ N o dices tú que ella ha sido tu mejor compañera, tu lazarillo, tu g u í a en las tinieblas?
¿No
dices que has visto con sus ojos y has andado con
sus p a s o s ? P u e s la N e l a me p e r t e n e c e ; y o me entiendo con ella. Y o me encargo de vestirla, de darle todo lo que una persona necesita p a r a vivir decentemente, y le enseñaré mil cosas p a r a que sea
útil en una casa. M i padre dice que quizás, quizás,
me tenga que quedar a vivir aquí p a r a siempre. Si
es así, la N e l a vivirá c o n m i g o ; conmigo aprender á a leer, a rezar, a coser, a g u i s a r ;
aprenderá
tantas cosas, que será como y o misma. ¿ Q u é pensáis ? P u e s sí, y entonces no será la Nela sino
una señorita. E n esto no me contrariará mi padre. A d e m á s , anoche me ha d i c h o :
"Florentina,
quizás dentro de poco, no mandaré y o en t i ; obedecerás a otro d u e ñ o . . . " S e a lo que Dios quiera,
tomo a la N e l a por mi amiga. ¿ M e querrás mucho?...
Como
has estado
tan desamparada, co-
mo vives lo mismo que las llores de los campos,
tal v e z no sepas ni siquiera a g r a d e c e r ; pero y o
te lo he de e n s e ñ a r . . . ¡ T e he de enseñar tantas
cosas!...
Marianela, que mientras oía tan nobles
pala-
b r a s había estado resistiendo con mucho trabajo
los impulsos de llorar, no pudo al fin contenerlos, y después de hacer pucheros durante un mi165
ñuto, rompió
en l á g r i m a s .
El
ciego,
profunda-
mente pensativo, callaba.
P o c o después de esto, la señorita se
levantó
p a r a c o g e r una flor que desde lejos llamara
su
atención.
— ¿ S e fué? — p r o g u n t ó
Pablo.
— S í —replicó la N e l a , enjugando sus lágrimas.
— ¿ S a b e s una cosa, N e l a ? . . . S e me figura que
mi prima ha de ser a l g o bonita. Cuando
llegó
anoche a las diez... sentí hacia ella grande antipatía... N o puedes f i g u r a r t e cuánto me r e p u g naba. A h o r a se me antoja, sí, se me antoja que
debe de ser a l g o bonita.
L a Nela volvió a llorar.
—¡ Es
como los á n g e l e s ! — e x c l a m ó entre un
m a r de l á g r i m a s — . E s como si acabara de b a j a r
del cielo. E n ella cuerpo y alma son como los de
la Santísima V i r g e n
María.
— ¡ O h ! , no e x a g e r e s —dijo P a b l o con inquietud—. N o puede ser tan hermosa como dices...
¿ C r e e s que y o , sin ojos, no comprendo dónde e s t á la hermosura y dónde n o ?
— N o , n o ; no puedes comprenderlo... ¡ Q u é equivocado e s t á s !
— S i , s í . . . N o puede ser tan hermosa — m a n i festó el ciego, poniéndose pálido y revelando la
mayor
angustia—. Nela, amiga
de mi
corazón,
¿ n o sabes lo que mi padre me ha dicho a n o c h e ? . . .
166
MARIANELA
Que si recobro la vista me casaré con F l o r e n tina.
L a Nela no respondió nada. S u s lágrimas
si-
lenciosas corrían sin cesar, resbalando por su tostado rostro y goteando sobre sus manos.
ni aun por su a m a r g o llanto podían
Pero
conocerse
las dimensiones de su dolor. Sólo ella sabía que
era infinito.
— Y a sé por qué lloras —dijo el ciego estrechando las manos de su compañera—. M i padre no
se empeñará en imponerme lo que es
contrario
a mi voluntad. P a r a mí no h a y más m u j e r que
tú en el mundo. Cuando mis ojos vean, si ven,
no habrá para ellos otra hermosura más que la
t u y a celestial; todo lo demás
serán sombras
y
cosas lejanas que no fijarán mi atención.
Florentina volvió. Hablaron algo m á s ; pero después de lo que se consigna, nada de cuanto dijeron es digno de ser transmitido al lector.
XIII
FUGITIVA
En
Y
MEDITABUNDA
los siguientes días no pasó n a d a ; mas
vi-
no uno en el cual ocurrió un hecho asombroso,
capital, culminante. Teodoro
Golfín,
aquel
artí-
fice sublime en cuyas manos el cuchillo del ciru167
j a n o era el cincel del genio, había emprendido la
corrección de una delicada hechura de la N a t u raleza.
M u d o s y espantados presenciaban el caso los
individuos de la familia. Cuando se espera la resurrección de un muerto o la creación de un mundo, no se está de otro modo. Pero Golfín no decía nada c o n c r e t o ; sus palabras e r a n :
—Contractibilidad de la pupila... retina sensib l e . . . a l g o de estado p i g m e n t a r i o . . . nervios
lle-
nos de vida.
P e r o el fenómeno sublime, el hecho, el hecho
irrecusable, la visión, ¿dónde
estaba?
— A su tiempo se s a b r á —dijo Teodoro, empezando la delicada operación
del vendaje—.
Pa-
ciencia.
Y
su fisonomía de león no expresaba desalien-
to ni t r i u n f o ; no daba esperanza ni la quitaba.
L a ciencia había hecho todo lo que sabía.
E l paciente fué incomunicado con absoluto rigor. Sólo su padre le asistía. Ninguno de la familia
podía verle. L a Nela iba a preguntar por el enfermo
cuatro o cinco veces; pero no pasaba de la portalada,
aguardando allí hasta que salieran el señor don M a nuel, su hija o cualquiera otra persona de la casa.
L n a mañana, cuando habían pasado ocho días
f
después de la operación, fué a c a s a del ingeniero jefe, y Sofía le d i j o :
— ¡ A l b r i c i a s , N e l a ! ¿ N o sabes las noticias que
168
M A RÍA
NELA
c o r r e n ? H o y han levantado la venda a P a b l o . . .
Dicen que v e a l g o , que y a tiene v i s t a . . . U l i s e s ,
el jefe del taller, acaba de decirlo... Teodoro no
ha venido aún, pero Carlos ha ido a l l á ; m u y pronto sabremos si es verdad.
Quedóse la Nela, al oír esto, más muerta que
viva, y cruzando las manos, exclamó a s í :
— ¡ Bendita sea la V i r g e n Santísima, que es quien
lo ha h e c h o ! . . . E l l a , E l l a sola es quien lo ha hecho.
Carlos entró y
su rostro
resplandecía de j ú -
bilo.
— ¡ Triunfo
completo!
—gritó
desde
la
puer-
ta—. Después de Dios, mi hermano Teodoro.
—¿Es
cierto?...
— C o m o la luz del día... Y o no lo c r e í . . . ¡ P e ro qué triunfo, Sofía, qué t r i u n f o ! N o hay para
mí gozo mayor que ser hermano
de mi
herma-
no... E s el rey de los hombres... S i es lo que dig o : después de Dios, T e o d o r o .
L a estupenda y gratísima nueva corrió por todo S o c a r t e s . N o se hablaba de otra cosa en los
hornos, en los talleres, en las máquinas de lav a r , en el plano inclinado, en lo profundo de las
excavaciones y en lo alto de los picos, al aire libre y en las entrañas de la tierra.
N o osaba la Nela poner los pies en la casa de
Aldeacorba.
Secreta
fuerza
poderosa
la
alejaba
de ella. A n d u v o v a g a n d o todo el día por los al169
GALBOS
rededores
de la
mina,
contemplando
desde
le-
j o s la c a s a de P e n á g u i l a s , que le parecía transformada.
M i r a n d o a Aldeacorba, d e c í a :
— N o volveré m á s a l l á . . . Y a
acabó todo para
m í . . . N o consentiré que me v e a . . . Huiré con Celipín, o me iré con mi madre. A h o r a y o no sirvo
p a r a nada.
P e r o mientras esto decía, parecíale m u y
des-
consolador renunciar al divino amparo de aquella celestial V i r g e n que se le había aparecido en
lo más n e g r o de su vida extendiendo su manto
p a r a abrigarla. ¡ V e r realizado lo que tantas veces viera en sueños palpitando de gozo, y tener
que renunciar a e l l o ! . . . ¡ S e n t i r s e llamada por una
v o z cariñosa, que le ofrecía fraternal amor, hermosa
vivienda,
consideración,
nombre,
bienestar,
y no poder acudir a este llamamiento, inundada
de gozo, de esperanza, de g r a t i t u d ! . . .
¡Rechazar
la mano celestial que la sacaba de aquella sentina de degradación y miseria p a r a hacer de la vagabunda una persona, y elevarla de la jerarquía
de los animales domésticos a la de los seres respetados y
queridos!...
— ¡ A y ! — e x c l a m ó , clavándose los dedos como
g a r r a s en el pecho—. N o puedo, no puedo... P o r
nada del mundo
me
presentaré
en
Aldeacorba.
¡ V i r g e n de mi alma, a m p á r a m e . . . Madre mía, ven
por m í ! . . .
170
MARÍA
NELA
A l anochecer marchó a su casa. P o r el camino
encontró a Celipín con un palito en la mano
y
en la punta del palo la g o r r a .
— N e l i l l a — l e dijo el chico—, ¿ n o es
verdad
que así se pone el señor don T e o d o r o ?
Ahora
pasaba por la charca de Hinojales y me miré en
el a g u a . ¡ Córcholis! M e quedé pasmado, porque
me vi con la m e s m a figura de don T e o d o r o Golfín... Cualquier día de esta semanita nos v a m o s ,
a ser médicos y hombres de p r o v e c h o . . . Y a tengo juntado lo que quería. V e r á s como nadie se
ríe del señor de Celipín.
T r e s días más estuvo la Nela fugitiva, v a g a n do por los alrededores de las minas, siguiendo el
curso del río por sus escabrosas
riberas, o in-
ternándose en el sosegado apartamiento
del bos-
que de Saldeoro. L a s noches pasábalas entre sus
cestas, sin dormir. U n a noche dijo tímidamente a
su compañero de vivienda:
— ¿ C u á n d o , Celipín?
Y Celipín contestó con la g r a v e d a d de un expedicionario
formal:
—Mañana.
al r a y a r
el
día, y cada cual fué por su l a d o : Celipín a
Levantáronse
los dos aventureros
su
trabajo, la Nela a llevar un recado que le dio S e ñana para la criada del ingeniero. A l volver encontró dentro de la c a s a a la señorita
Florenti-
na, que la esperaba. Quedóse al verla M a r í a s o 171
GALDOS
brecogida y temerosa, porque adivinó con su instintiva perspicacia, o más bien con lo que el vulg o llama corazonada, el objeto de aquella visita.
— N e l a , querida hermana —dijo la señorita con
elocuente cariño—. ¿ Q u é conducta es e s a ? . . . ¿ P o r
qué no has parecido por allá en todos estos d í a s ? . . .
V e n , Pablo desea v e r t e . . . ¿ N o sabes que y a puede decir: " Q u i e r o v e r tal c o s a " ? ¿ N o sabes que
y a mi primo no es c i e g o ?
—Ya
lo sé —dijo la Nela
tomando la mano
que la señorita le ofrecía y cubriéndola de besos.
— V a m o s allá, v a m o s al momento. N o hace más
que p r e g u n t a r por la señora Nela. H o y es preciso que estés allí cuando don Teodoro le levante la v e n d a . . . E s la cuarta v e z . . . E l día de la
primera p r u e b a . . . ¡ Q u é d í a ! Cuando
comprendi-
mos que mi primo había nacido a la luz, casi nos
morimos de gozo. L a
primer cara que vio
fué
la m í a . . . V a m o s . ¿ T e has olvidado de mi promesa sagrada, o creías que era broma? A h o r a despídete de esta choza, di adiós a todas las cosas
que han acompañado a tu miseria y a tu soledad.
También se tiene cariño a la miseria, hija.
Marianela no dijo adiós a nada, y como en la
casa no estaba a la sazón ninguno de sus simpáticos
habitantes,
no
fué
preciso
detenerse
por
ellos. Florentina salió, llevando de la mano a la
que sus nobles sentimientos y
su cristiano
fer-
v o r habían puesto a su lado en el orden de la
172
' '
M A RÍAN
EL
A
familia, y la Nela se dejaba llevar sintiéndose incapaz
de
oponer
resistencia.
Pensaba
que
una
fuerza sobrenatural le tiraba de la mano, y que
iba fatal y necesariamente
conducida, como
las
almas que los brazos de un ángel transportan al
cielo. Aquel día tomaron el camino de Hinojales,
que es el mismo donde la vagabunda vio a F l o rentina por primera vez. A l entrar en la calleja,
la señorita dijo a su a m i g a :
— ¿ P o r qué no has ido a c a s a ? M i tío dijo que
tienes modestia y una delicadeza natural que es
lástima no h a y a
sido cultivada.
¿Tu
delicadeza
te impedía venir a reclamar lo que por la misericordia de Dios habías g a n a d o ? E s o cree mi t í o . . .
¡ C ó m o estaba aquel día el pobre s e ñ o r ! . . .
Decía
que y a no le importaba nada m o r i r s e . . . ¿ V e s t ú ?
T o d a v í a tengo los ojos encarnados de tanto llorar. E s que anoche mi tío, mi padre y y o no dormimos, estuvimos
formando proyectos de
familia,
y haciendo castillos en el aire toda la noche...
¿ P o r qué callas? ¿ P o r qué no dices n a d a ? . . . ¿ N o
estás tú también alegre como y o ?
L a Nela miró a la señorita, oponiendo débil resistencia a la dulce mano que la conducía.
— S i g u e . . . ¿ Q u é tienes? M e miras de un modo
particular, Nela. ¿ P o r qué tiembla tu m a n o ? ¿ E s tás e n f e r m a ? T e has puesto muy pálida y das diente con diente. Si estás enferma, y o te curaré, y o
misma. Desde h o y tienes quien se interese por ti
i73
GALDOS
y te mime y te h a g a c a r i ñ o s . . . N o seré y o sola,
pues P a b l o te e s t i m a . . . me lo ha dicho. L o s dos
te querremos mucho, porque él y y o seremos como uno s o l o . . . D e s e a v e r t e . F i g ú r a t e
si tendrá
curiosidad quien nunca ha v i s t o . . . P e r o no creas...
Como tiene tanto entendimiento y una imaginación que, según parece, le ha anticipado
ciertas
ideas que no poseen comúnmente los ciegos, desde el primer instante
supo distinguir las
cosas
feas de las bonitas. U n pedazo de lacre
encar-
nado le agradó mucho, y un pedazo de
carbón
le pareció horrible. A d m i r ó la hermosura del cielo, y se estremeció con repugnancia al v e r una
rana. T o d o lo que es bello le produce un entusiasmo que parece delirio; todo lo que es feo le
causa h o r r o r y se pone a temblar como cuando
tenemos mucho miedo. Y o no debí parecerle mal,
porque exclamó al v e r m e : " ¡ A y , prima mía, qué
hermosa eres! ¡ Bendito sea Dios, que me ha dado
esta luz con que ahora te s i e n t o !
L a Nela tiró suavemente de la mano de F l o rentina y soltóla después, cayendo al suelo como
un cuerpo que pierde
súbitamente
la vida.
In-
clinóse sobre ella la señorita, y con cariñosa voz
le d i j o :
— ¿ Q u é t i e n e s ? . . . ¿ P o r qué me miras a s í ?
— S e ñ o r a — m u r m u r ó la N e l a — , y o no la aborrezco a usted, n o . . . no la aborrezco... A l contrario, la quiero mucho, la a d o r o . . .
i74
Yo la quiero a usted mucho, la adoro..
MARIANELA
Diciéndolo, tomó el borde del vestido de F l o rentina, y llevándolo a sus secos labios, lo besó
ardientemente.
— ¿ Y quién puede creer que me aborreces? —-dijo la de Penáguilas llena de confusión—. Y a
sé
que me quieres. Pero me das miedo..., levántate.
— Y o la quiero a usted mucho, la adoro — r e pitió Marianela, besando los pies de la señorita—;
pero no puedo, no puedo...
— ¿ Q u e no p u e d e s ? . . . L e v á n t a t e , por amor de
Dios.
Florentina extendió sus brazos para
levantar-
l a ; pero sin necesidad de ser sostenida, la Nela
alzóse de un salto, y poniéndose rápidamente
bastante distancia, exclamó bañada en
a
lágrimas:
— ¡ N o puedo, señorita mía, no p u e d o !
— ¿ Q u é ? . . . ¡ P o r Dios y la V i r g e n ! . . . ¿Qué te
pasa?
— N o puedo ir allá.
Y
señaló la casa de Aldeacorba, c u y o
tejado
se veía a lo lejos entre árboles.
•—¿ P o r qué?
— L a V i r g e n Santísima lo sabe —replicó la N e la con cierta decisión—. Que la V i r g e n
Santísi-
ma la bendiga a usted.
Haciendo una cruz con los dedos, se los besó.
J u r a b a . Florentina dio un paso hacia ella. C o m prendiendo
María
aquel
movimiento
de
corrió velozmente hacia la señorita, y
1/7
cariño,
apoyando
V.
12
GALBOS
su cabeza en el seno de ella, murmuró entre g e midos :
— ¡ P o r D i o s . . . déme usted un a b r a z o !
Florentina la abrazó tiernamente. Apartándose
entonces
con un movimiento, mejor dicho, con
un salto ligero, flexible y repentino, la mujer o
niña salvaje subió a un matorral cercano. L a hierba parecía que se apartaba para darle paso.
— N e l a , hermana mía, — g r i t ó con angustia Florentina.
— ¡ A d i ó s , niña de mi a l m a ! —dijo la Nela mirándola por última v e z .
Y
desapareció entre el r a m a j e . Florentina es-
taba absorta, paralizada, muda, afligidísima,
co-
mo el que v e desvanecerse la más risueña ilusión
de su vida. N o sabía qué pensar de aquel suceso,
ni su bondad inmensa, que incapacitaba
frecuen-
temente su discernimiento, podía explicárselo.
L a r g o rato después hallábase en el mismo sitio, la cabeza inclinada sobre el pecho, las mejillas encendidas, los
celestiales
ojos
mojados de
llanto, cuando acertó a pasar Teodoro Golfín, que
de la casa de Aldeacorba con tranquilo paso venía. Grande fué el asombro del doctor al ver a
la señorita sola y con aquel interesante
aparato
de pena y desconsuelo, que, lejos de m e r m a r su
belleza, la acrecentaba.
—¿Qué
tiene
la
niña?
—preguntó
te—. ¿ Q u é es eso, F l o r e n t i n a ?
i/8
vivamen-
MARIANELA
— U n a cosa terrible, señor don Teodoro — r e plicó la señorita de P e n á g u i l a s , secando sus lág r i m a s — . E s t o y pensando, estoy considerando qué
cosas tan malas h a y en el mundo.
— ¿ Y cuáles son esas cosas malas, s e ñ o r i t a ? . . .
Donde está usted, ¿puede haber a l g u n a ?
— C o s a s p e r v e r s a s ; pero entre todas h a y
una
que es la más perversa de todas.
— ¿ Cuál?
— L a ingratitud, señor Golfín.
Y mirando tras de la cerca de zarzas y heléchos, d i j o :
— P o r allí se ha escapado.
Subió a lo más elevado del terreno p a r a alcanzar a v e r más lejos.
— N o la distingo por ninguna parte.
— N i y o —indicó riendo el médico—. E l señor
don Manuel me ha dicho que se dedica usted a
la caza de mariposas. E f e c t i v a m e n t e , esas picaras
son m u y ingratas al no dejarse c o g e r por usted.
— N o es e s o . . . Contaré a usted, si v a hacia A l deacorba.
— N o voy, sino que v e n g o , preciosa
señorita;
pero porque usted me cuente alguna cosa, cualquiera que sea, volveré con mucho g u s t o . V o l v a mos a A l d e a c o r b a : y a soy todo oídos.
179
XIV
LA
NELA
SE
DECIDE
A
PARTIR
V a g a n d o estuvo la Nela todo el día, y por la
noche rondó la c a s a de Aldeacorba,
acercándose
a ella todo lo que le era posible sin peligro de
ser descubierta. Cuando sentía rumor de pasos,
alejábase prontamente como un ladrón. B a j ó a la
hondonada de la Terrible y subió hacia la T r a s cava. A n t e s de l l e g a r a ella sintió pasos, detúv o s e , y al poco r a t o vio que por el sendero adelante venía con resuelto andar el señor de Celipín. T r a í a un pequeño lío pendiente de un palo
puesto al hombro, y su marcha, como su ademán,
demostraban firme resolución de no parar hasta
medir con sus piernas toda la anchura de la tierra.
— C e l i p e . . . , ¿adonde v a s ? — l e preguntó la N e la, deteniéndole.
—Nela...
que estabas
¿tú
por
estos
barrios?...
en c a s a de la señorita
Creíamos
Florentina,
comiendo jamones, pavos y perdices a todas horas, y bebiendo limonada con azucarillos.
¿Qué
haces aquí?
—¿Y
tú, adonde
—¿Ahora
vas?
salimos con e s o ?
¿ P a r a qué me lo
preguntas si lo s a b e s ? —replicó el chico, requi180
M A RÍA
NELA
riendo el palo y el lío—. B i e n sabes que v o y a
aprender mucho y a g a n a r dinero... ¿ N o te dije
que esta n o c h e . . . ? P u e s aquí me tienes más contento que unas P a s c u a s , aunque a l g o triste, cuando pienso lo que padre y madre van a llorar...
M i r a , Nela, la V i r g e n Santísima nos ha
favore-
cido e s t a noche, porque padre y madre empezaron a roncar m á s pronto que otras veces, y y o ,
que y a tenía hecho el lío, me subí al ventanillo,
y por el ventanillo me eché fuera...
¿Vienes
tú
o no v i e n e s ?
— Y o también v o y —dijo la Nela con un m o vimiento repentino, asiendo el b r a z o del intrépido v i a j e r o .
— T o m a r e m o s el tren, y en el tren iremos h a s ta donde podamos — a f i r m ó
so entusiasmo—. Y
Celipín con g e n e r o -
después
pediremos
limosna
hasta llegar a los Madriles del R e y de E s p a ñ a ;
y una v e z que estemos en los Madriles del R e y
de E s p a ñ a , tú te pondrás a servir en una c a s a
de marqueses y
mientras
finuras.
yo
condeses, y y o en o t r a , y
estudie tú
podrás
aprender
así,
muchas
¡Córcholis! de todo lo que yo vaya apren-
diendo te iré enseñando a ti un poquillo, un p o quillo nada más, porque las mujeres no necesitan
tantas sabidurías como nosotros los señores m é dicos.
A n t e s de que Celipín acabara de hablar, los dos
se habían puesto en camino, andando tan a pri181
sa cual si estuvieran viendo y a las torres de los
Madriles del R e y de España.
—Salgámonos del sendero —dijo Celipín, dando pruebas en aquella ocasión de un gran talento práctico—, porque si nos ven nos echarán mano y nos darán un buen pie de paliza.
Pero la Nela soltó la mano de su compañero
de aventuras, y sentándose en una piedra, murmuró tristemente:
— Y o no voy.
—Nela..., ¡qué tonta eres! T ú no tienes como
y o un corazón del tamaño de esas peñas de la
Terrible
—dijo Celipín con fanfarronería—.
córcholis! ¿ A
qué tienes miedo?
¡Re-
¿ P o r qué no
vienes ?
— Y o . . . ¿para qué?
— ¿ N o sabes que dijo don Teodoro que los que
nos criamos aquí nos volvemos piedras...? Y o no
quiero ser una piedra, yo, no.
— Y o . . . ¿ para qué voy ? —dijo la Nela con amargo desconsuelo—. Para ti es tiempo, para mí es
tarde.
L a chiquilla dejó caer la cabeza sobre su pecho,
y por largo rato permaneció insensible a la seductora verbosidad del futuro Hipócrates. A l ver
que iba a franquear el lindero de aquella tierra
donde había vivido y donde dormía su madre el
eterno sueño, se sintió arrancada de su suelo natural.
182
MARIANBLA
— Y o no me voy, —repitió.
Y Celipín hablaba, hablaba, cual si y a , subiendo
milagrosamente hasta el pináculo de su c a r r e r a ,
perteneciese a todas las Academias creadas y por
crear.
— E n t o n c e s , ¿ v u e l v e s a c a s a ? — p r e g u n t ó l e , al
ver que su elocuencia era tan inútil como la de
aquellos centros oficiales del saber.
—No.
— ¿ V a s a la c a s a de A l d e a c o r b a ?
—Tampoco.
—Entonces,
¿ t e v a s al pueblo de la
señorita
Florentina ?
— N o , tampoco.
— P u e s entonces, ¡ córcholis, recórcholis! ¿ adonde v a s ?
L a Nela no contestó n a d a ; seguía mirando con
espanto al suelo, como si en él estuvieran los p e dazos de la cosa más bella y más rica del mundo,
que acababa de caer y romperse.
— P u e s entonces,
Nela
—dijo
Celipín
fatigado
de sus largos discursos—, y o te dejo y me v o y ,
porque pueden descubrirme... ¿ Q u i e r e s que te dé
una peseta, por si se te ofrece algo esta noche?
— N o , Celipín, no quiero nada... V e t e , tú serás
hombre de p r o v e c h o . . . P ó r t a t e bien, y no te olvides de S o c a r t e s , ni de tus padres.
E l v i a j e r o sintió una cosa impropia de
varón
tan formal y respetable, sintió que le venían g a 183
ñas de l l o r a r ; mas sofocando aquella emoción importuna, d i j o :
— ¿ C ó m o he de olvidar a S o c a r t e s ? . . . ¡ P u e s no
faltaba m á s ! . . . N o m e olvidaré de mis padres ni
de ti, que me has ayudado a e s t o . . . Adiós, Neli11a... Siento pasos.
Celipín enarboló su palo con una decisión que
probaba cuan templada estaba su alma para afront a r los peligros del m u n d o ; pero su intrepidez no
tuvo objeto, porque e r a un perro el que venía.
— E s Choto, — d i j o Nela temblando.
—Agur,
—murmuró
Celipín,
poniéndose
en
marcha.
Desapareció entre las sombras de la noche.
L a g e o l o g í a había perdido una piedra y la sociedad había ganado un hombre.
A l verse acariciada por Choto, la Nela sintió
escalofríos. E l g e n e r o s o animal, después de saltar
alrededor de ella, gruñendo con tanta
expresión
que faltaba muy poco para que sus gruñidos fuesen palabras, echó a correr con velocidad suma
hacia Aldeacorba. Creeríase que corría tras una
pieza de c a z a ; pero, al contrario de ciertos oradores, el buen Choto ladrando hablaba.
A
la misma hora Teodoro
Golfín
salía de la
c a s a de Penáguilas. L l e g ó s e a él Choto, y le dijo
atropelladamente no sabemos qué. E r a como una
b r u s c a interpelación, pronunciada entre los bufidos del cansancio y los ahogos del sentimiento.
184
MARÍA
NELA
Golfín, que sabía muchas lenguas, era poco fuerte
en la canina, y no hizo caso. P e r o Choto dio unas
cuarenta vueltas en torno de él, soltando de su
espumante boca unos a modo de insultos, que después parecían voces cariñosas y luego amenazas.
T e o d o r o se detuvo entonces, prestando atención al
cuadrúpedo. Viendo Choto que se había hecho entender un poco, echó a correr en dirección cont r a r i a a la que llevaba Golfín. E s t e le siguió, m u r murando :
— P u e s v a m o s allá.
Choto regresó corriendo como para
cerciorarse
de que era seguido, y después se alejó de nuevo.
Como a cien metros de Aldeacorba Golfín
creyó
sentir una voz humana que d i j o :
— ¿ Q u é quieres, C h o t o ?
A l punto sospechó que era la Nela quien hablaba. D e t u v o el paso, prestó atención, colocándose a la sombra de un roble, y no tardó en descubrir una figura que, apartándose de la pared de
piedra, andaba despacio. L a sombra de las zarzas
no permitía describirla bien. Despacito siguióla a
bastante distancia, apartándose de la senda y andando sobre el césped para no hacer ruido. Indudablemente era ella. Conocióla perfectamente cuando entró en terreno claro, donde no obscurecían
el suelo árboles ni arbustos.
La
Nela avanzó después más rápidamente. A l
fin corría. Golfín corrió también. Después de un
185
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GALDOS
rato de esta desigual marcha, la chiquilla se sentó
en una piedra. A sus pies se abría el cóncavo hueco de la Trascava, sombrío y espantoso en la obscuridad de la noche. Golfín esperó, y con paso
muy quedo acercóse más. Choto estaba frente a
la Nela, echado sobre los cuartos traseros, derechas las patas delanteras y mirándola como una
esfinge. L a Nela miraba hacia abajo... De pronto
empezó a descender rápidamente, más bien resbalando que corriendo. Como un león se abalanzó Teodoro a la sima, gritando con voz de gigante :
— ¡ N e l a , Nelal
Miró, y no vio nada en la negra boca. Oía, sí,
los gruñidos de Choto, que corría por la vertiente
en derredor, describiendo espirales, cual si le arrastrara un líquido tragado por la espantosa sima.
Trató de bajar Teodoro, y dio algunos pasos cautelosamente. Volvió a gritar, y una voz le contestó desde abajo:
—Señor...
—Sube al momento.
N o recibió contestación.
—Que subas.
A l poco rato dibujóse la figura de la vagabunda
en lo más hondo que se podía ver del horrible embudo. Choto, después de husmear el tragadero de
la Trascava, subía describiendo las mismas espirales. L a Nela subía también, pero muy despacio.
186
4>
MARIA
NELA
Detúvose, y entonces se oyó su voz, que decía
débilmente:
—Señor...
—Que subas te digo... ¿Qué haces ahí?
L a Nela subió otro poco.
—Sube pronto... Tengo que decirte una cosa.
— ¿ U n a cosa?...
— U n a cosa, sí, una cosa tengo que decirte.
Mariquilla acabó de subir, y Teodoro no se creyó triunfante hasta que pudo asir fuertemente su
mano para llevarla consigo.
XV
DOMESTICACIÓN
Anduvieron breve rato los dos sin decir nada.
Teodoro Golfín, con ser sabio, discreto y locuaz,
sentíase igualmente torpe que la Nela, ignorante
de suyo y muy lacónica por costumbre. Seguíale
sin hacer resistencia, y él acomodaba su paso al
de
la mujer-niña,
como
hombre
que
lleva
un
chico a la escuela. E n cierto paraje del camino,
donde había tres enormes piedras blanquecinas y
carcomidas, que parecían huesos de gigantescos
animales, el doctor se sentó, y poniendo delante
de sí en pie a la Nela, como quien va a pedir cuen187
GALDOS
t a s de t r a v e s u r a s g r a v e s , tomóle ambas manos y
seriamente le d i j o :
— ¿ Q u é ibas a hacer allí?
—Yo...
¿dónde?
— A l l í . Bien comprendes lo que quiero decirte.
Responde claramente, como se responde a un confesor o a un padre.
— Y o no tengo padre —replicó la Nela con ligero acento de rebeldía.
—Es
v e r d a d ; pero figúrate que lo soy y o , y
responde. ¿ Q u é ibas a hacer allí?
— A l l í está mi madre —le fué respondido de una
manera hosca.
— T u madre ha muerto. ¿ T ú no sabes que los
que se han muerto están en el o t r o mundo?
— E s t á allí — a f i r m ó la Nela con aplomo, volviendo tristemente sus ojos al punto indicado.
— Y tú pensabas ir con ella, ¿ n o es eso? E s decir, que pensabas quitarte la vida.
— S í , señor, eso mismo.
—¿Y
tú no sabes que tu madre cometió
un
g r a n crimen al darse la muerte, y que tú cometerías otro igual imitándola? ¿ A ti no te han enseñado e s t o ?
— N o me acuerdo de si me han enseñado
tal
cosa. Si y o me quiero m a t a r , ¿quién me lo puede
impedir?
— P e r o tú misma, sin auxilio de nadie, ¿no comprendes que a Dios no puede a g r a d a r que
188
nos
O* "
1
M^^Tg-^.
MARÍA
,
t
¡
>
NELA
quitemos la v i d a ? . . . ¡ P o b r e criatura, abandonada
a tus sentimientos naturales, sin instrucción
ni
religión, sin ninguna influencia afectuosa y desinteresada que te g u í e ! ¿ Qué ideas tienes de Dios,
de la otra vida, del m o r i r ? . . . ¿ D e dónde has s a cado que tu madre está a l l í ? . . . ¿ A unos cuantos
huesos sin vida llamas tu m a d r e ? . . .
¿Crees
que
ella sigue viviendo, pensando y amándote dentro
de esa c a v e r n a ? ¿Nadie te ha dicho que las almas,
una vez que sueltan su cuerpo, j a m á s vuelven a
él? ¿ I g n o r a s que las sepulturas, de cualquier forma que sean, no encierran más que polvo, descomposición y m i s e r i a ? . . . ¿ C ó m o te figuras tú a
D i o s ? ¿ C o m o un señor muy serio, que está allá
arriba con los brazos cruzados, dispuesto a tolerar que juguemos con nuestra vida y a que en
l u g a r suyo pongamos espíritus, duendes y fantasmas, que nosotros mismos h a c e m o s ? . . . T u amo,
que es tan discreto, ¿ n o te ha dicho jamás estas
cosas ?
— S í me las ha dicho; pero como y a no me las
ha de decir...
— P e r o como y a no te las ha de decir, ¿ a t e n t a s
a tu v i d a ? Dime, tontuela: A r r o j á n d o t e a ese a g u j e r o , ¿qué bien pensabas tú a l c a n z a r ?
¿Pensabas
estar mejor?
— S í , señor.
— ¿ Cómo ?
— N o sintiendo nada de lo que ahora siento, sino
189
GALDOS
otras cosas' mejores, y juntándome con mi madre.
— V e o que eres m á s tonta que hecha de encarg o —dijo Golfín riendo—. A h o r a v a s a ser franca
conmigo. ¿ T ú me quieres mal?
— N o , señor, n o : yo no quiero mal a nadie, y
menos a usted, que ha sido tan bueno conmigo y
que ha dado la vista a mi amo.
— B i e n ; pero eso no basta. Y o no sólo deseo
que me quieras bien, sino que tengas
confianza
en mí y me confíes tus cosillas. A ti te pasan
cosillas m u y curiosas, picarona, y todas me las
v a s a decir, todas. V e r á s como no te p e s a ; verás
como soy un buen confesor.
L a N e l a sonrió con tristeza. Después bajó la
cabeza, y
doblándose
sus
piernas, cayó
de
ro-
dillas.
— N o , tonta, así estás mal. Siéntate junto a m í ;
ven acá — d i j o Golfín cariñosamente sentándola a
su lado—. S e me figura que estabas rabiando por
encontrar una persona a quien poder decirle tus
secretos. ¿ N o es v e r d a d ? ¡ Y no hallabas ninguna ! Efectivamente,
estás
mundo...
ver,
Vamos
a
demasiado
Nela,
sola en
dime ante
el
todo:
¿ P o r q u é . . . ? P o n m u c h a atención... ¿ P o r qué se
te metió en la cabeza quitarte la vida?
L a Nela no contestó nada.
— Y o te conocí gozosa, y al parecer, satisfecha
de vivir, hace algunos días. ¿ P o r qué de la noche
a la mañana te has vuelto l o c a ? . . .
ioo
MARÍA
NELA
— Q u e r í a ir con mi madre — r e p u s o la Nela,
después de vacilar un instante—. N o quería vivir
más. Y o no sirvo para nada. ¿ D e qué sirvo y o ?
¿ N o vale más que me m u e r a ? Si Dios no quiere
que me muera, me moriré y o misma por mi misma voluntad.
— E s a idea de que no sirves para nada es causa
de grandes
desgracias
para
ti, ¡infeliz
criatura!
¡ M a l d i t o sea el que te la inculcó, o los que te la
inculcaron, porque son m u c h o s ! . . . T ú sirves p a r a
a l g o ; aún servirás para mucho si encuentras una
mano hábil que te sepa dirigir.
L a Nela, profundamente
tas
palabras
que
entendió
impresionada con e s por
intuición,
fijaba
sus ojos en el rostro duro, expresivo e inteligente
de Teodoro Golfín. A s o m b r o y reconocimiento llenaban su alma.
— P e r o en ti no h a y un misterio solo —añadió
el león n e g r o — . A h o r a
se te ha presentado
la
ocasión más preciosa para salir de tu miserable
abandono, y la has rechazado. Florentina, que es
un ángel de Dios, ha querido hacer de ti
a m i g a y una h e r m a n a ;
no conozco un
una
ejemplo
igual de virtud y de bondad... Y tú ¿qué has hec h o ? . . . H u i r de ella como una s a l v a j e . . . ¿ E s esto
ingratitud o algún otro sentimiento que no comprendemos?
— N o , no, no —replicó la Nela con aflicción,—
y o no soy ingrata. Y o adoro a la señorita F l o 191
G
ALDOS
rentina... M e parece que no es de carne y hueso
como nosotros, y que no merezco ni siquiera mirarla...
— P u e s , hija, eso podrá
ser v e r d a d ;
pero
tu
comportamiento no quiere decir sino que eres ing r a t a , m u y ingrata.
— N o , no soy i n g r a t a — e x c l a m ó la Nela, ahog a d a por los sollozos—. B i e n me lo temía y o . . .
S í , me lo t e m í a . . . Y o sospechaba que me creerían
i n g r a t a , y esto es lo único que me ponía triste
cuando me iba a m a t a r . . . Como soy tan bruta,
no supe pedir perdón a la señorita por mi
fuga,
ni supe explicarle n a d a . . .
— Y o te reconciliaré con la señorita... Y o , si tú
no quieres verla más, me e n c a r g o de decirle y de
probarle que no eres ingrata. A h o r a
descúbreme
tu corazón y dime todo lo que sientes y la causa
de tu desesperación. P o r grande que sea el abandono de una criatura, por grandes que sean su
miseria y su soledad, no se arranca la vida sino
cuando tiene motivos
m u y poderosos p a r a abo-
rrecerla.
— S í , señor, eso mismo pienso yo.
— ¿ Y tú la a b o r r e c e s ? . . .
Nela estuvo callada un momento. Después, cruzando los brazos, dijo con vehemencia:
— N o , señor, yo no la aborrezco, sino que la
deseo.
— ¡ A buena parte ibas a b u s c a r l a !
192
MARIANELA
— Y o creo que después que uno se muere tiene
lo que aquí no puede conseguir... Si no, ¿ p o r qué
nos e s t á llamando la muerte a todas h o r a s ?
tengo sueños, y soñando v e o felices y
Yo
contentos
a todos los que se han muerto.
— ¿ T ú crees en lo que s u e ñ a s ?
— S í , señor. Y miro los árboles y las peñas que
estoy acostumbrada a v e r desde que nací, y en su
cara v e o c o s a s . . .
—¡Hola,
hola!...
¿También
los árboles
y
las
peñas tienen c a r a ? . . .
— S í , señor... P a r a mí todas las cosas h e r m o sas ven y hablan... P o r eso cuando todas me han
d i c h o : " V e n con n o s o t r a s ; muérete y vivirás sin
pena..." yo...
—¡Qué
lástima de f a n t a s í a !
fín—. A l m a enteramente
—murmuró
Gol-
pagana.
Y luego añadió en alta v o z :
— S i deseas la vida, ¿ p o r qué no aceptaste lo
que Florentina te ofrecía? V u e l v o al mismo tema.
—Porque...
p o r q u e . . . porque la señorita
rentina no me ofrecía
Flo-
sino la muerte, — d i j o la
Nela con energía.
— ¡ Q u é mal j u z g a s su caridad! H a y seres tan
infelices que prefieren la vida vagabunda y
mi-
serable a la dignidad que poseen las personas de
un orden superior. T ú te has acostumbrado a la
vida salvaje en contacto directo con la N a t u r a l e za y prefieres esta libertad g r o s e r a a los afectos
193
v.—13
m á s dulces de una familia. ¿ H a s sido tú feliz en
esta vida?
—Empezaba a serlo...
— ¿ Y cuándo d e j a s t e de serlo?
Después de l a r g a p a u s a , la N e l a c o n t e s t ó :
— C u a n d o usted vino.
— ¡ Y o ! . . . ¿ Q u é males he t r a í d o ?
— N i n g u n o : no h a traído sino grandes bienes.
— Y o he devuelto la vista a tu amo —dijo Golfín, observando con atención de fisiólogo el semblante de la N e l a — . ¿ N o me agradeces e s t o ?
— M u c h o , sí, señor, mucho —replicó ella, fijando en el doctor sus ojos llenos de lágrimas.
Golfín, sin dejar de observarla ni perder el más
ligero síntoma facial que pudiera servir para conocer
los
sentimientos de la mujer-niña,
habló
así:
— T u amo me ha dicho que te quiere mucho.
Cuando era ciego, lo mismo que después que tiene
vista, no ha hecho m á s que p r e g u n t a r por la Nela.
S e conoce que p a r a él todo el universo está ocupado por una sola p e r s o n a ; que la luz que se le
h a permitido g o z a r no sirve p a r a nada si no sirve
p a r a v e r a la Nela.
— ¡ P a r a v e r a la N e l a ! ¡ P u e s no verá a la N e l a ! . . . ¡ L a Nela no se dejará v e r ! — e x c l a m ó ella
con brío.
— ¿ Y por qué?
— P o r q u e es m u y f e a . . . Se puede querer a la
104
MARIANELA
hija de la Canela cuando se tienen los ojos c e r r a dos ; pero cuando se abren los ojos y se ve a la
señorita Florentina, no se puede querer a la pobre y enana Marianela.
— ¡ Quién sabe !...
— N o puede ser... N o puede ser, —afirmó la vagabunda con la m a y o r energía.
— E s o es un capricho t u y o . . . N o puedes decir
si a g r a d a s o no a tu amo mientras no lo pruebes.
Y o te llevaré a la casa.
— ¡ N o quiero, que no q u i e r o ! — g r i t ó ella, levantándose de un salto y poniéndose frente a T e o doro, que se quedó absorto al v e r su briosa apostura y el fulgor de sus ojuelos n e g r o s ,
señales
ambas cosas de un carácter decidido.
— T r a n q u i l í z a t e , ven acá —le dijo con dulzur a — . H a b l a r e m o s . . . Verdaderamente no eres m u y
bonita... P e r o no es propio de una j o v e n discreta
apreciar tanto la hermosura exterior. Tienes un
amor propio excesivo, mujer.
Y sin hacer caso de las observaciones del doctor, la Nela, firme en su puesto, como lo estaba
en su tema, pronunció
solemnemente
esta
sen-
tencia:
— N o debe haber cosas feas... N i n g u n a cosa fea
debe vivir.
— P u e s mira, h i j i t a ; si todos los feos tuviéramos
la
obligación
de
quitarnos
de
en
medio, ¡cuan
despoblado se quedaría el mundo, pobre y
i95
des-
g r a c i a d a tontuela! A q u í —continuó Golfín— hayu n a cuestión principal, y e s . . .
L a Nela le había adivinado, y se cubrió el rost r o con las manos.
— N o tiene nada de e x t r a ñ o ; al contrario, es
m u y n a t u r a l lo que te pasa. Tienes un temperamento sentimental, i m a g i n a t i v o ; has llevado con
t u amo la vida libre y poética de la Naturaleza,
siempre juntos, en inocente intimidad. E l es discreto hasta no más, y guapo como una estatua...
P a r e c e la belleza ciega hecha p a r a recreo de los
que tienen vista. A d e m á s , su bondad y la g r a n deza de su corazón cautivan y enamoran. N o es
e x t r a ñ o que te h a y a cautivado a ti, que eres niña,
casi rnjujer, o una m u j e r que parece niña.
¿Le
quieres mucho, le quieres m á s que a todas
las
cosas de este m u n d o ? . . .
— S í , sí, señor, —repuso la chicuela sollozando.
— ¿ N o puedes soportar la idea de que te deje
de q u e r e r ?
— N o , no, señor.
—El
te ha dicho palabras amorosas y te ha
hecho j u r a m e n t o s . . .
— ¡ O h ! S í , sí, señor. M e dijo que y o sería su
compañera por toda la vida, y y o lo creí...
— ¿ P o r qué no ha de ser v e r d a d ? . . .
—Me
dijo que no podría v i v i r sin mí, y
que
aunque tuviera v i s t a me querría siempre mucho.
Y o estaba contenta, y mi fealdad, mi pequenez y
196
MARIANELA
mi facha ridicula no me importaban, porque él no
podía verme y allá en sus tinieblas me tenía por
bonita. P e r o después...
— D e s p u é s . . . — m u r m u r ó Golfín, traspasado de
compasión—. Y a veo que y o tengo la culpa de
todo.
—La
culpa, n o . . . porque usted ha hecho una
buena obra. U s t e d es m u y bueno... E s un bien
que él h a y a sanado de sus o j o s . . . Y o me digo a
mí misma que es un bien... pero después de esto
y o debo quitarme de en medio... porque él v e r á
a la señorita Florentina y la comparará
conmi-
g o . . . Y la señorita Florentina es como los á n g e les. P o r q u e y o . . . compararme con ella es
como
si un pedazo de espejo roto se comparara con el
sol...
¿Para
Dios
hízome una cara
y
un
qué sirvo y o ?
corazón
muy
fea,
grande.
¿Para
un
qué
nací?...
cuerpecillo
¿De
qué
chico
me
sirve
este corazón grandísimo? D e tormento nada más.
¡Ay!
Si yo no le sujetara, él se empeñaría
aborrecer
mucho; pero el aborrecimiento
no
en
me
gusta, yo no sé aborrecer, y antes que llegar a saber lo que es eso, quiero enterrar mi corazón para
que no me atormente más. ¿Adonde voy yo ahora?
¿ Q u é soy, ni de qué valgo? Todo lo perdí; todo, y
quiero irme con mi madre.
L a Nela dio algunos p a s o s ; pero Golfín, c o m o
fiera que echa la zarpa, la detuvo
197
fuertemente
3»»
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" o
r
GALDOS
por la muñeca. A l cogerla, observó el agitado pulso de la vagabunda.
—Ven
acá —le dijo—. Desde
este
momento,
que quieras que no, te h a g o mi esclava. E r e s mía,
y no has de hacer sino lo que te mande y o . ¡ P o bre c r i a t u r a ! F o r m a d a
de sensibilidad
ardiente,
de imaginación viva, de candidez y de superstición, eres una admirable persona nacida para todo
lo bueno.
— V a m o s allá —añadió súbitamente.
L a N e l a tembló toda. Golfín observó el sudor
de su frente, el glacial frío de sus manos, la violencia de su p u l s o ; p e r o , lejos de cejar en su idea
por causa de esta dolencia física, afirmóse
más
en ella, repitiendo:
— V a m o s , v a m o s ; aquí hace frío.
T o m ó de la mano a la Nela. E l dominio que sobre ella ejercía era y a tan grande, que la chicuela
se levantó tras él y dieron juntos algunos pasos.
Después Marianela se detuvo y cayó de rodillas.
— ¡ O h , señor —exclamó con espanto—; ¡ n o me
lleve u s t e d !
E s t a b a pálida, descompuesta, con señales de una
espantosa alteración física y moral. Golfín le tiró
del brazo. E l cuerpo desmayado de la vagabunda
no se elevaba del suelo por su propia fuerza. E r a
preciso tirar de él como de un cuerpo muerto.
•—Hace días — d i j o Golfín—, que en este mismo
198
MARIANELA
sitio te llevé sobre mis hombros porque no podías
andar. E s t a noche será lo mismo.
Y la levantó en sus brazos. L a ardiente respiración de la mujer-niña le quemaba el rostro. I b a
decadente y marchita, como una planta que acaba
de ser arrancada del suelo, dejando en él las raíces. A l llegar a la casa de Aldeacorba, sintió que
su c a r g a se hacía menos pesada. L a N e l a e r g u í a
su cuello, elevaba las manos con ademán de desesperación, pero callaba.
Entró
Golfín.
Todo
estaba
en
silencio.
Una
criada salió a recibirle, y a instancias de Teodoro, condújole sin hacer ruido a la habitación de
la señorita Florentina. H a l l á b a s e ésta sola, alumbrada por una luz que y a agonizaba, de rodillas
en el suelo y apoyando sus brazos en el asiento
de una silla, en actitud de o r a r devotamente. A l a r móse al v e r entrar a un hombre tan a deshora en
su habitación, y a su fugaz
alarma
sucedió
asombro, observando la c a r g a que Golfín
el
sobre
sus robustos hombros traía.
L a sorpresa no permitió a la señorita de P e n águilas usar de la palabra, cuando T e o d o r o , depositando cuidadosamente su c a r g a sobre un sofá,
le d i j o :
— A q u í la t r a i g o . . . ¿ Q u é tal? ¿ S o y buen cazador de m a r i p o s a s ?
199
GALDOS
XVI
LOS
OJOS
MATAN
L a habitación destinada a Florentina en Aldeacorba era la más alegre de la casa. Nadie había
vivido en ella desde la muerte de la señora de
P e n á g u i l a s ; pero don F r a n c i s c o , creyendo a su
sobrina digna de aloj'arse allí, a r r e g l ó laj estancia
con pulcritud y ciertos primores elegantes que no
se conocían en vida de su esposa.
E n la habitación estaba Florentina, no ensartando perlas ni bordando rasos con menudos hilos
de oro, sino cortando un vestido con patrones hechos de Impartidles
y otros periódicos. Hallábase
en el suelo, en postura semejante a la que toman
los chicos revoltosos cuando están jugando, y ora
sentada sobre sus pies, o r a de rodillas, no daba
paz a las tijeras. A su lado había un montón de
pedazos de lana, percal, madapolán y otras telas,
que aquella mañana había hecho t r a e r a toda prisa
de Villamojada, y corta por aquí, recorta por allá,
Florentina hacía m a n g a s , faldas y
cuerpos.
E n el testero principal de la alcoba, entre la
c a m a y el ropero, había un sofá de forma antigua, y sobre el sofá dos mantas, una sobre otra.
E n uno de los e x t r e m o s asomaba entre almohadas una cabeza reclinada con abandono. E r a un
200
MARIANELA
semblante
desencajado
y
anémico.
Dormía.
Bu
sueño era un letargo inquieto, que a cada instante se interrumpía
con violentas
sacudidas
y
terrores. N o obstante, parecía estar m á s sosegada
cuando, al mediodía, volvió a entrar en la pieza
T e o d o r o . E s t e se dirigió al sofá, y
aproximando
su cara, observó la de Nela.
—'Parece que su sueño es ahora menos agitado
— d i j o — . N o h a g a m o s ruido. ¿ H a dormido a n o c h e ? — p r e g u n t ó a Florentina.
— P o c o . T o d a la noche la oí suspirar y
llorar.
E s t a noche tendrá una buena cama, que he mandado t r a e r de Villamojada. L a pondré en ese cuartito que está junto al mío.
— ¡ Pobre N e l a ! — e x c l a m ó el médico—. N o puede usted figurarse el interés que siento por esta
infeliz criatura.
E n el mismo instante despertó la Nela. S u s ojos
se revolvieron temerosos
observando
toda
la es-
t a n c i a ; después se fijaron alternativamente en las
dos personas que la contemplaban.
— ¿ N o s tienes miedo? —le dijo Florentina dulcemente.
— N o , señora, miedo, no —balbuceó la Nela—.
Usted es muy buena. E l señor don Teodoro también.
— ¿ N o estás contenta aquí? ¿ Q u é
Golfín le tomó una mano.
201
temes?
— H a b í a n o s con franqueza —le d i j o — : ¿ A cuál
de los dos quieres m á s , a Florentina o a m í ?
L a N e l a no contestó. Florentina y Golfín sonr e í a n ; pero ella g u a r d a b a una seriedad taciturna.
— O y e una cosa, tontuela —prosiguió el médic o — . A h o r a has de vivir con uno de nosotros.
Florentina se queda aquí, y o me marcho. Decídete por uno de los dos. ¿ A cuál e s c o g e s ?
M a r i a n e l a dirigió sus miradas de uno a otro
semblante, sin dar contestación
categórica.
Por
último se detuvieron en el r o s t r o de Golfín.
— S e me figura que soy y o el preferido... E s una
injusticia, N e l a ; F l o r e n t i n a se
La
pobre
enferma
sonrió
enojará.
entonces, y
exten-
diendo una de sus débiles manos hacia la señor i t a de P e n á g u i l a s ,
murmuró:
— N o quiero que se enoje.
A l decir esto, M a r í a
se quedó lívida;
alargó
su cuello, sus ojos se desencajaron. S u oído prestaba atención a un r u m o r terrible. H a b í a
sen-
tido pasos.
—¡ Viene!
—exclamó
t e r r o r de su
enferma.
—Es
Golfín,
participando
del
él —dijo Florentina, apartándose del so-
fá y corriendo hacia la puerta.
E r a él. P a b l o había empujado la puerta y ent r a b a despacio, marchando en dirección recta, por
la costumbre adquirida durante su l a r g a ceguera.
V e n í a riendo, y sus ojos, libres de la venda que
202
él mismo se había levantado, miraban hacia adelante. N o habiéndose
familiarizado
aún con los
movimientos de rotación del ojo, apenas percibía
las imágenes laterales. Podría decirse de él, c o mo de muchos que nunca fueron
ciegos de los
ojos, que sólo veía lo que tenía delante.
—Primita —dijo
avanzando
hacia ella—.
¿Có-
mo no has ido a verme h o y ? Y o v e n g o a b u s carte. T u papá me ha dicho que estás haciendo
trajes para los pobres. P o r eso te perdono.
Florentina,
contrariada,
no supo
qué
contes-
t a r . Pablo no había visto al doctor ni a la N e l a .
Florentina, p a r a alejarle del sofá, se dirigió h a cia el balcón, y recogiendo algunos trozos de t e la, sentóse en ademán de ponerse a trabajar.
—Primito
—dijo
contrayendo
ligeramente
el
hermoso entrecejo—, don Teodoro no te ha dado
todavía permiso para quitarte hoy la venda. E s o
no está bien.
—Me
lo d a r á
después
—replicó
el
mancebo
riendo—. N o puede sucederme nada. M e encuent r o bien. Y
si algo me sucede, no me
importa.
N o , no me importa quedarme ciego otra v e z después de haberte visto.
— ¡ Q u é bueno estaría e s o ! . . . —dijo
en
tono
de
reprensión—.
usted.
Teodoro g r i t ó :
203
Señor
Florentina
doctor,
ríñale
GALDOS
— ¡ P r o n t o ! . . . ¡ E s a venda en los ojos, y a su
cuarto, j o v e n !
Confuso volvió P a b l o su rostro hacia aquel lado. T o m a n d o la visual recta vio al doctor junto
al sofá de paja cubierto de m a n t a s .
— ¿ E s t á usted ahí, señor Golfín?
—dijo acer-
cándose en línea recta.
—Aquí
estoy — r e p u s o T e o d o r o
seriamente—.
C r e o que debe usted ponerse la venda y retirarse a su habitación. Y o le acompañaré.
— M e encuentro p e r f e c t a m e n t e . . .
Sin embargo,
obedeceré... P e r o antes déjenme v e r esto.
Observaba las m a n t a s , y entre ellas un rostro
cadavérico, de aspecto m u y desagradable. E n efect o : parecía que la nariz de la N e l a se había hecho más picuda, sus ojos más chicos, su boca más
insignificante,
su
tez
más
pecosa, sus
cabellos
m á s ralos, su frente m á s angosta. Con los ojos
cerrados, el aliento fatigoso, entreabiertos los cárdenos
la
labios, hallábase
postrera
agonía,
al parecer la infeliz
síntoma
inevitable
de
en
la
muerte.
— ¡ A h ! —dijo P a b l o — , supe por mi tío que F l o rentina había recogido a una p o b r e . . . ¡Qué admirable b o n d a d ! . . . Y tú, infeliz muchacha, alégrate,
has caído en manos de un á n g e l . . . ¿ E s t á s enferm a ? E n mi casa no te faltará n a d a . . . Mi prima
es la imagen más h e r m o s a de D i o s . . . E s t a pobrecita está m u y mala, ¿ n o es verdad, doctor?
204
MARIANELA
— S í —dijo Golfín—, le conviene la soledad...
y el silencio.
— P u e s me v o y .
Pablo
alargó
una mano
hasta
tocar
aquella
cabeza, en la cual veía la expresión más
triste
de la miseria y de la desgracia humanas. E n t o n ces la Nela movió los ojos y los fijó en su amo.
C r e y ó s e Pablo mirado desde el fondo de un s e p u l c r o ; tanta e r a la tristeza y el dolor que en
aquella mirada había. Después la Nela sacó de
entre las mantas una mano flaca, morena y á s pera, y tomó la mano del señorito de P e n á g u i las, quien, al sentir su contacto, se
estremeció
de pies a cabeza y lanzó un g r i t o en que toda su
alma gritaba.
H u b o una pausa angustiosa, una de esas pausas que preceden
a las
catástrofes,
como
para
hacerlas más solemnes. Con v o z temblorosa, que
en todos produjo t r á g i c a emoción, la Nela d i j o :
— S í , señorito mío, yo soy la Nela.
L e n t a m e n t e , y como si moviera un objeto de
gran
pesadumbre,
llevó
m a n o del señorito y
a
sus
secos
labios
le dio un b e s o . . .
la
después
un segundo beso... y al dar el tercero sus labios
resbalaron inertes sobre la piel de la mano.
Después callaron todos. Callaban mirándola.
primero que
rompió la palabra
dijo:
— ¡ E r e s t ú . . . eres t ú !
205
fué
Pablo,
El
que
GALD
OS
P a s a r o n por su m e n t e ideas m i l ; mas no pudo
e x p r e s a r ninguna. N o hacía más que mirar, mir a r , y hacer memoria de aquel tenebroso mundo
en que había vivido, allá donde quedaban perdidos entre la b r u m a sus pasiones, sus ideas y sus
errores
de
ciego.
Florentina
se
mando lágrimas para e x a m i n a r
acercó
derra-
el rostro de la
N e l a , y Golfín, que la observaba como hombre y
como sabio, pronunció estas lúgubres p a l a b r a s :
— ¡ L a mató! ¡Maldita vista suya!
Y
después, mirando a P a b l o con severidad, le
dijo:
— R e t í r e s e usted.
— M o r i r . . . M o r i r s e así, sin causa a l g u n a . . . E s t o
no puede ser — e x c l a m ó F l o r e n t i n a con angustia,
poniendo la mano sobre la frente de la N e l a — .
¡María!...
¡Marianela!
L a llamó repetidas veces, inclinada sobre ella,
mirándola como se mira y como se llama, desde
los bordes de un pozo, a la persona que se ha
caído en él y se s u m e r g e en las hondísimas y negras aguas.
— N o responde — d i j o Pablo con terror.
Golfín
tentaba aquella vida próxima a
extin-
guirse, y observó que bajo su tacto aún latía la
s a n g r e . P a b l o se inclinó sobre ella, y
acercando
sus labios al oído de la moribunda, g r i t ó :
— ¡ N e l a , Nela, a m i g a querida!
A g i t ó s e la mujercita, abrió los ojos, movió las
206
MARIA
NEL
A
manos. P a r e c í a volver desde m u y lejos. Viendo
que las miradas de Pablo se clavaban en ella con
observadora
curiosidad, hizo un
movimiento
de
vergüenza y terror, y quiso ocultar su pobre rostro como se oculta un crimen.
— ¿ Q u é es lo que tiene? —dijo Florentina con
a r d o r — . D o n Teodoro, no es usted hombre si no
la salva... Si no la salva, es usted un charlatán.
L a insigne joven parecía colérica en fuerza de
ser caritativa.
— ¡ N e l a ! —repitió Pablo, traspasado de dolor y
no repuesto del asombro que le había producido
la v i s t a de su lazarillo—. P a r e c e que me tienes
miedo. ¿ Q u é te he hecho y o ?
La
enferma alargó entonces sus manos, tomó
la de Florentina y la puso sobre su p e c h o ; tomó
después la de Pablo y la puso también sobre su
pecho. Después las apretó allí, desarrollando un
poco de fuerza. S u s ojos hundidos les m i r a b a n ;
pero su mirada e r a lejana, venía de allá abajo, de
algún h o y o profundo y obscuro. H a y que decir,
como antes, que miraba desde el lóbrego
hueco
de un pozo, que a cada instante era m á s hondo.
S u respiración fué de pronto m u y fatigosa.
piró, oprimiendo sobre su pecho con más
Susfuerza
las manos de los dos jóvenes. T e o d o r o puso en
movimiento
toda la c a s a ;
llamó y
gritó;
hizo
t r a e r medicinas, poderosos revulsivos, y t r a t ó de
suspender el rápido descenso de aquella vida.
207
—Difícil es —decía,— detener una gota de agua
que resbala, que resbala
¡ay!
por la
pendiente
a b a j o y está y a a dos pulgadas del O c é a n o ; pero
lo intentaré.
M a n d ó retirar a todo el mundo. Sólo F l o r e n tina quedó en la estancia. ¡ A h !
potentes, los excitantes
Los
revulsivos
nerviosos, mordiendo
el
cuerpo desfallecido p a r a irritar la vida, hicieron
estremecer
los músculos de la infeliz
enferma;
pero a pesar de esto, se hundía más a cada instante.
—Es
una crueldad —dijo T e o d o r o con deses-
peración arrojando la mostaza y los excitantes—
es una crueldad lo que hacemos. Echamos perros
al moribundo p a r a que el dolor de las mordidas
le h a g a vivir un poco más. ¡ A f u e r a todo e s o !
— ¿ N o hay remedio?
— E l que mande D i o s .
— ¿ Q u é mal es é s t e ?
— ¡ L a m u e r t e ! — v o c i f e r ó con inquetud delirante, impropia de un médico.
— P e r o ¿qué mal le ha traído la muerte?
— L a muerte.
— N o me explico bien. Quiero decir que de qué...
— ¡ D e m u e r t e ! N o sé si pensar que muere de
v e r g ü e n z a , de celos, de despecho, de tristeza, de
a m o r contrariado. ¡ S i n g u l a r p a t o l o g í a ! N o , no sabemos nada... Sólo sabemos cosas triviales.
— ¡ O h ! ¡Qué médicos!
208
MARIANELA
— N o sabemos nada. Conocemos algo de la superficie.
— E s t o ¿qué e s ?
—Parece
una meningitis
fulminante.
— Y ¿qué es e s o ?
—Cualquier c o s a . . . ¡ L a m u e r t e !
—¿Es
causa
posible que se muera una persona
conocida,
casi
sin
enfermedad?...
sin
Señor
Golfín, ¿ q u é es e s t o ?
— ¿ L o sé y o a c a s o ?
— ¿ N o es usted médico?
— D e los ojos, no de las pasiones.
—¡No
s a b e ! —dijo Florentina
con
desespera-
ción—. E n t o n c e s , ¿ p a r a qué es médico?
— N o sé, no sé, no sé — e x c l a m ó T e o d o r o , g o l peándose
el cráneo melenudo con
su zarpa
de
león—. S í , una cosa sé, y es que no sabemos m á s
que fenómenos
superficiales. Señora, y o soy
un
carpintero de los ojos, y nada más.
Después fijó los suyos con atención
profunda
en aquello que fluctuaba entre persona y cadáver,
y con acento de a m a r g u r a e x c l a m ó :
— ¡ A l m a ! ¿ Q u é pasa en t i ?
Florentina se echó a llorar.
—¡ El
alma — m u r m u r ó , inclinando
su
cabeza
sobre el pecho,— ya ha volado!
— N o —dijo T e o d o r o , tocando a la N e l a — . A ú n
hay
aquí a l g o ; pero es tan p o c o . . .
Podríamos
209
v . — 1 4
GALDOS
creer que ha desaparecido y a su alma y han quedado sus suspiros.
— ¡ D i o s mío!... —exclamó la de Penáguilas, empezando una oración.
—¡Oh!
¡Desgraciado espíritu! —dijo
Golfín—.
E s evidente que estaba muy mal alojado...
L o s dos la observaron muy de cerca.
— S u s labios se mueven —gritó Florentina.
—Habla.
Sí, los labios de la Nela se movieron. Había articulado una, dos, tres palabras.
— ¿ Q u é ha dicho?
— ¿ Q u é ha dicho?
Ninguno de los dos pudo comprenderlo. Era,
sin duda, el idioma con que se entienden los que
viven la vida infinita. Después sus labios no se
movieron más. Estaban entreabiertos y se veía la
fila de blancos dientecillos. Teodoro se inclinó, y
besando la frente de la Nela, dijo así con firme
acento:
—Mujer, has hecho bien en dejar este mundo.
Florentina se echó a llorar, murmurando con
voz ahogada y temblorosa:
— Y o quería hacerla feliz, y ella no quiso serlo.
210
FORTUNATA Y JACINTA
(PARTE I, CAP. II.)
N a c i ó B a r b a r i t à A r n á i z en la calle de P o s t a s ,
esquina al callejón de S a n Cristóbal, en uno de
aquellos oprimidos edificios que parecen estuches
o casas de muñecas. L o s techos se cogían con la
mano;
las
escaleras
había que
subirlas
con
el
Credo en la boca, y las habitaciones parecían destinadas a la premeditación de a l g ú n crimen. H a bía moradas de éstas a las cuales se entraba por
la cocina. O t r a s tenían los pisos en declive, y en
todas ellas oíase hasta el respirar de los vecinos.
E n algunas se veían mezquinos arcos de
para sostener el entramado de las
fábrica
escaleras,
abundaba tanto el y e s o en la construcción
y
como
escaseaban el hierro y la madera. E r a n comunes
las puertas de cuarterones, los baldosines polvorosos, los cerrojos imposibles de m a n e j a r y
las
vidrieras emplomadas. Mucho de esto ha desaparecido en las renovaciones de estos últimos veinte
años ; pero la estrechez de las viviendas subsiste.
211
Creció Bárbara en una atmósfera saturada de
olor de sándalo, y las fragancias orientales, juntamente con los vivos colores de la pañolería chinesca, dieron acento poderoso a las impresiones
de su niñez. Como se recuerda a las personas más
queridas de la familia, así vivieron y viven siempre con dulce m¡emoria en la mente de Barbarità
los dos maniquíes de tamaño natural vestidos de
mandarín que había en la tienda, y en los cuales
sus ojos aprendieron a ver la primera cosa que
excitó la atención naciente de la niña, cuando estaba en brazos de su niñera. Fueron estos dos pasmarotes de semblante lelo y desabrido y sus magníficos trajes morados.
También había por allí una persona a quien la
niña miraba mucho, y que la miraba a ella con
ojos dulces y cuajados de candoroso chino. E r a
el retrato de Ayún, de cuerpo entero y tamaño
natural, dibujado y pintado con dureza, pero con
gran expresión. Mal conocido es en España el
nombre de este peregrino artista, aunque sus obras
han estado y están a la vista de todo el mundo,
y nos son familiares como si fueran obra nuestra. E s el ingenio bordador de los pañuelos de
Manila, el inventor del tipo de rameado más vistoso y elegante, el poeta fecundísimo de esos madrigales de crespón compuestos con flores y rimados con pájaros.
A este ilustre chino deben las españolas el her212
Creció Bárbara
olor de sándalo...
en una atmósfera
saturada
de
FORTUNATA
Y
JACINTA
mosísimo y característico chai que tanto favorece
su belleza, el mantón de Manila, al mismo tiempo
señoril y popular, pues lo han llevado en sus hombros la g r a n señora y la gitana. E n v o l v e r s e en él
es como vestirse con un cuadro. L a industria m o derna no inventará nada que iguale a la ingenua
poesía del mantón, salpicado de flores,
flexible,
pegadizo y mate, con aquel fleco que tiene a l g o
de los enredos del sueño y aquella brillantez de
color
que
iluminaba
las
muchedumbres
en
los
tiempos en que su uso era general.
E s t a prenda hermosa se v a desterrando, y sólo
el pueblo la conserva con admirable instinto. L o
s a c a de las arcas en las grandes épocas de la vida,
en los bautizos y en las bodas, como se da al viento un himno de alegría en el cual hay una estrofa para la patria. E l mantón sería una prenda
v u l g a r si tuviera la ciencia del d i s e ñ o ; no lo es
por conservar el carácter de las a r t e s primitivas
y p o p u l a r e s ; es como la leyenda, como los cuentos de la infancia, candoroso y rico de color, fácilmente comprensible
y
refractario
a los
cam-
bios de la moda.
P u e s esta prenda, esta nacional obra de arte,
t a n nuestra como las panderetas o los toros, no
es nuestra en realidad más que por el u s o ; se la
debemos a un artista nacido a la o t r a p a r t e del
mundo, a un tal Ayún, que consagró a nosotros su
vida toda y sus talleres. Y tan agradecido era el
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GALDOS
buen hombre al comercio español, que enviaba a
los de acá su retrato y los de sus catorce mujeres, unas señoras tiesas y pálidas como las
que
se ven pintadas en las tazas, con los pies increíbles por lo chicos, y las uñas increíbles también por
lo l a r g a s .
Las
facultades
de
Barbarità
se
desarrollaron
asociadas a la contemplación de estas cosas,
entre
las primeras
conquistas
de sus
y
sentidos,
ninguna tan s e g u r a como la impresión de aquellas flores bordadas con luminosos torzales, y tan
frescas que parecía cuajarse en ellas el rocío.
E n días de g r a n venta, cuando había muchas
señoras en la tienda y los dependientes desplegaban sobre el m o s t r a d o r centenares de pañuelos,
la lóbrega tienda semejaba un jardín.
Barbarità
creía que se podrían c o g e r flores a puñados, hac e r ramilletes o guirnaldas, llenar canastillas
y
adornarse el pelo. C r e í a que se podrían deshojar
y también que tenían olor. E s t o e r a verdad, porque despedían ese tufillo de los embalajes asiáticos, mezcla de sándalo y de resinas exóticas que
nos trae a la mente los misterios budistas.
M á s adelante pudo la niña apreciar la belleza y
variedad de los abanicos que había en la casa, y
que eran una de las principales riquezas de ella.
Quedábase pasmada cuando v e í a los dedos de su
m a m á sacándolos de las perfumadas cajas y abriéndolos como saben abrirlos los que comercian en
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Y
JACINTA
e s t e articulo, es decir, con un desgaire rápido que
no los estropea y que hace ver al público la liger e z a de la prenda y el blando r a s g u e o de las v a rillas.
B a r b a r i t à abría cada ojo como los de un t e r nero cuando su mamá, sentándola sobre el m o s trador, le enseñaba abanicos sin dejárselos t o c a r ;
y se embebecía contemplando aquellas figuras tan
monas, que no le parecían personas, sino chinos,
con las caras redondas y tersas como hojitas de
r o s a s , todos ellos risueños y estúpidos, pero m u y
lindos, lo mismo que aquellas casas abiertas por
todos lados y aquellos árboles que parecían m a t i t a s de albahaca... ¡ Y pensar que aquellos árboles
eran el té nada menos, estas hojuelas retorcidas
c u y o zumo se toma p a r a el dolor de b a r r i g a !
Ocuparon m á s adelante el primer lugar en el
tierno corazón de la hija de don Bonifacio A r n á i z
y en sus sueños inocentes, otras preciosidades que
la m a m á solía mostrarle de v e z en cuando, previa
amonestación de no tocarlas; objetos labrados
en
marfil y que debían ser los juguetes con que los
ángeles se divertían en el Cielo. E r a n al modo de
torres de muchos pisos, o barquitos con las velas
desplegadas y muchos remos por una y otra band a ; también estuchitos, cajas para guantes y
jo-
yas, botones y juegos lindísimos de ajedrez.
Por
el respeto con que su mamá los cogía y los guardaba, creía Barbarità que contenían algo así como
217
el Viático p a r a los enfermos, o lo que se da a las
personas en las iglesias cuando comulgan.
Mu-
chas noches se acostaba con fiebre, porque no le
habían dejado satisfacer su anhelo de coger para
sí aquellas monerías. Hubiérase contentado
ella,
en v i s t a de prohibición tan absoluta, con a p r o x i m a r la yema del dedo índice al pico de una de las
torres ; pero ni aun e s t o . . . L o m á s que se le permitía e r a poner sobre el tablero de ajedrez que estaba en la vitrina de la ventana enrejada (entonces no había escaparates), todas las piezas de un
j u e g o , no de los más finos, a un lado las blancas,
a otro las encarnadas.
B a r b a r i t à y su hermano Gumersindo, m a y o r que
ella, eran los únicos hijos de don Bonifacio A r n á i z
y de doña Asunción T r u j i l l o . Cuando tuvo edad
p a r a ello, fué a la escuela de una tal doña C a lixta, sita en la calle Imperial, en la misma casa
donde estaba
el F i e l
Contraste.
Las
niñas
quienes la de A r n á i z hacía mejores migas
con
eran
dos de su m i s m a edad y vecinas de aquellos barrios ; la una, de la familia de M o r e n o , el dueño
de la droguería de la calle de C a r r e t a s ; la o t r a , de
M u ñ o z , el comerciante de hierros de la calle de
T i n t o r e r o s . Eulalia M u ñ o z e r a muy vanidosa, y
decía que no había c a s a como la s u y a y que daba
g u s t o verla toda llena de unos pedazos mu g r a n des, del tamaño de la caña de doña Calixta, y tan
pesados que ni cuatrocientos hombres los podían
218
FORTUNATA
Y
JACINTA
levantar. L u e g o había un sinfín de martillos, g a r fios, peroles mu grandes, mu g r a n d e s . . . " m á s anchos que este c u a r t o " . P u e s ¿ y los paquetes de
c l a v o s ? ¿ Q u é cosa había más bonita? ¿ Y las llav e s , que parecían de plata, y las planchas, y los
anafres, y otras cosas lindísimas?
S o s t e n í a que
ella no necesitaba que sus papas le
comprasen
muñecas, porque las hacía con un martillo, v i s tiéndolo con una toalla. P u e s ¿ y las a g u j a s que
había en su c a s a ? N o se acertaban a contar. Como
que todo Madrid iba allí a comprar agujas, y
su
papá se carteaba con el fabricante... S u papá r e cibía miles de cartas al día, y las c a r t a s olían a
h i e r r o . . . Como que venían de I n g l a t e r r a ,
donde
todo es de hierro, hasta los c a m i n o s . . .
— S í , hija, s í ; mi papá me lo ha dicho. L o s caminos están embaldosados de hierro, y por allí
encima van los coches echando demonios.
L l e v a b a siempre los bolsillos atestados de chucherías, que mostraba p a r a dejar bizcas a sus amig a s . E r a n tachuelas de cabeza dorada, corchetes,
argollitas pavonadas, hebillas y pedazos de papel
de lija, vestigios de muestrarios y de cosas rotas
o descabaladas. Pero lo que tenía en más estima,
y por esto no lo sacaba sino en ciertos días, e r a
su colección de etiquetas, pedacitos de papel v e r de, recortados de los paquetes inservibles, y que
tenían el famoso escudo inglés, con la j a r r e t i e r a ,
219
GALDOS
el leopardo y el unicornio. E n todas ellas se l e í a :
Bírmingham.
— ¿ V e i s . . . ? E s t e señor B e r m i n g á n es el que se
c a r t e a con mi papá todos los días, en i n g l é s ; y
son tan amigos, que siempre le está diciendo que
v a y a a l l á ; y hace poco le mandó, dentro de una
c a j a de clavos, un j a m ó n ahumado que olía como a
chamusquina, y un pastelón así, mirad, del tamaño
del brasero de doña C a l i x t a , que tenía dentro muchas pasas chiquirrininas, y picaba como la guind i l l a ; pero mu rico, hijas, mu rico.
L a chiquilla de M o r e n o fundaba su vanidad en
llevar papelejos con figuritas y letras de colores,
en los cuales se hablaba de pildoras, de barnices
o de ingredientes p a r a teñirse el pelo. L o s m o s t r a b a uno por uno, dejando p a r a el final el g r a n
efecto, que consistía en sacar de súbito el pañuelo y ponerlo en las narices de sus amigas, diciéndoles:
—¡ Goled!
E f e c t i v a m e n t e , quedábanse las otras medio desvanecidas con el fuerte olor de a g u a de colonia
o
de
los
siete
ladrones
que
el
pañuelo
tenía.
P o r un momento, la admiración las hacía enmudecer ; pero poco a poco íbanse reponiendo, y Eulalia,
c u y o orgullo r a r a v e z se dada por vencido, sacaba
un tornillo dorado sin cabeza, o un pedazo de talco,
con el cual decía que iba a hacer un espejo. Difícil
e r a b o r r a r la g r a t a impresión y el éxito del perfu320
FORTUNATA
Y
JACINTA
me. L a ferretera, algo corrida, tenía que g u a r d a r
los trebejos, después de oír comentarios verdaderamente injustos. L a de la droguería hacía muchos
ascos, diciendo:
— ¡ U y , cómo apesta eso, h i j a ! Guarda, g u a r d a
esas ordinarieces.
A l siguiente día, B a r b a r i t à , que no quería dar su
brazo a torcer, llevaba unos papelitos m u y raros
de pasta, todos llenos de g a r a b a t o s chinescos. D e s pués de darse mucha importancia haciendo que lo
enseñaba y volviéndolo a guardar, con lo cual la
curiosidad de las otras llegaba al punto de la desazón nerviosa, de repente ponía el papel en las narices de sus a m i g a s , diciendo en tono triunfal :
— ¿ Y eso?
Quedábanse Castità y Eulalia atontadas con el
a r o m a asiático, vacilando entre la admiración y la
envidia ; pero al fin no tenían más remedio que
humillar su soberbia ante el olorcillo aquel de la
niña de A r n á i z . L e pedían por Dios que las dejase
catarlo más.
B a r b a r i t à no g u s t a b a de prodigar su tesoro, y
apenas acercaba el papel a las respingadas narices
de las otras lo volvía a retirar con movimiento de
cautela y avaricia, temiendo que la fragancia
se
m a r c h a r a por los respiraderos de sus a m i g a s , como se escapa el humo por el cañón de una chimenea. E l tiro de aquellos olfatorios era tremendo.
P o r último, las dos amiguitas y otras que se acer221
GALDOS
carón movidas de la curiosidad, y hasta la propia
doña Calixta, que solía descender a la familiaridad
con las alumnas ricas, reconocían, por encima de
todo sentimiento envidioso, que ninguna niña tenía
cosas tan bonitas como la de la tienda de Filipinas.
222
S A N VICENTE DE LA BARQUERA
L a s marismas de la Rabia son tristes, solitarias,
más solitarias y tristes a causa de su extensión. E n
las orillas bajas no hay pueblos, ni caseríos, ni bosques, ni los verdes collados que tanto abundan en
este país. L a s argomas, un linaje de hierbas espinosas
que se adornan de florecillas menudas, parecidas a
las de la retama, invaden todo el suelo. L o que de
éste queda libre se lo toman para sí los heléchos, que
extienden su dominio absoluto allí donde no entra
jamás ni arado, ni dalle, ni azada. E n la Rabia debieran existir hermosos y espesos pinares; pero no hay
nada más que charcos salobres y cien mil islas bajas, formadas por intrincado dédalo de canales, que
unos a otros se quitan o se dan el agua, según sube o
baja la marea.
Únese luego el camino a la carretera de Torrelavega a Oviedo, y poco después, vencidos los cerros
que dominan la ría, se distingue el incomparable pa223
norama de San Vicente. L a inmensa anchura del valle
a cuyo extremo se alza esta villa, la proximidad del
mar, la gallarda situación del caserío entre dos puentes, las lejanas y altísimas montañas que forman un
fondo majestuoso y parecen agrandar aún más el
paisaje, hacen de esta perspectiva una de las más admirables y sintéticas que pueden ofrecerse a la vista
del viajero. Allí todo es inmenso, tierra, cielo, montes,
praderas, río, mar, marismas. Hasta el mismo pueblo
de San Vicente parece un pueblo de primer orden a
causa de la maravillosa fantasmagoría que produce su
situación al pie del cerro, en cuya cima está la iglesia; reflejando en el agua dormida sus casas pintorescas, alargando a una y otra ribera sus dos puentes
como brazos con que se sostiene en los montes para
poder zambullirse mejor en el agua. Tan bello es esto,
que verdaderamente da pena que a continuación de
la perspectiva de San Vicente venga San Vicente
mismo, cuando lo mejor sería que después de ofrecerse en imagen lejana y fascinadora a los ojos del
atónito pasajero, desapareciese y se ocultara allá entre juncos de la mar, o que se desvaneciera con las
figuras del humo en los aires.
Pasando el gran puente del siglo vi, de treinta y dos
arcos, sentimos verdadero estupor al ver que no se
entra por allí a un pueblo como Glasgow, Hamburgo
o Nueva York. N o se comprende que aquella gran
ribera haya sido criada por Dios para sustentar al pobre San Vicente, y que las inmensas marismas que
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*ti
^»1
SAN
VICENTE
DE
LA
ri|>
BARQUERA
quedan atrás no sustenten miles de calles y plazas
donde hierva gentío afanoso; no se comprende que
esté tan cerca un mar sin barcos y un abra sin puerto, y un río sin fondo ni muelles, y que toda aquella
singular belleza y amplitud sean tan sólo un gran
charco de lodo salobre donde mojan sus cimientos
algunas casas añosas, tristes y negras, como los pensamientos del desesperado.
A l fin, el puente se acaba, y es preciso entrar en
la villa. U n convento que fué de Franciscos parece
que vigila la entrada. Torciendo a derecha mano, después de hacer una reverencia muy devota a lo que fué
asilo de aquellos humildes siervos de Dios, entramos
en la calle principal de S a n Vicente, una especie de
avenida de fango, limitada a la izquierda por larga
fila de altos caserones con zancudas arcadas, y a la
derecha por la muralla inmediata al río. A un lado,
obscuras y feísimas tiendas, balcones de hierro, en los
cuales parece haber trabajado el mismo Vulcano, según son de pesados y antiguos; a otro, serena extensión de agua en que nadan gruesas vigas de roble, y
en los muelles, ni un buque, ni una grúa, ni un tonel,
ni una caja, ni un cable, ni un ancla rota. Allá lejos,
junto a la orilla, semejante a una choza de pescadores, está el santuario de la Barquera, donde no faltarán imágenes, ante las cuales recen los hijos del
país siempre que no tengan otra ocupación peor en
que invertir las pesadas horas.
P a r a ver el resto de San Vicente hay que abandov.—IJ
926
GALDÓS
nar la calzada llana y trepar por las empinadas calles
que conducen a la hermosa iglesia ojival. Pero entonces el asombro del viajero sube de punto al verse rodeado de imponentes ruinas, como si la villa hubiera
padecido terremotos e incendios horribles, sin tener
después una mano solícita que la reedificase. Por un
lado y otro se ven enormes muros y rotos arcos y
restos de edificios que fueron vivienda de hidalgas
familias, y que hoy son esqueletos coronados de yedra,
cuya espantosa fisonomía pone miedo en el corazón.
Tristeza más honda que la tristeza de Santillana es
la de San Vicente, porque la villa del Marqués conserva en su momificado y entero rostro, la forma y
aun la expresión de la vida, mientras este desbaratado
pueblo marítimo ha sufrido la postrera descomposición de la carne, y los vientos de la mar y la lluvia
del cielo le han arrebatado partícula tras partícula,
dejándole en los puros huesos.
Aumenta nuestra pena al oír que el origen de tanta
ruina no ha sido un cataclismo como en Pompeva,
ni maldición del cielo, como en Terusalén, ni fueeo
de Dios, como en Gomorra, sino decadencia pura
por ley del tiempo. Por esto San Vicente de la Barquera tiene algo de la majestad de Itálica. Pero el
amarillo
jaramago
de esta pobre villa no es tal que
despierte un exagerado afán de llorar sobre él, ni
de extasiarse largas horas contemplando las nobles
piedras, o leyendo lo que quede de algún escudo comido 4e Jos años, o las últimas letras de la inscrip-
SAN
VICENTE
DE
LA
BARQUERA
ción heráldica que el dedo del tiempo ha empezado a
borrar.
E n San Vicente ha rodado, al parecer, la cuna ilustre, no sabemos si de marfil y oro, del inquisidor don
Antonio del Corro, cuya hermosa estatua existe en
la iglesia, atenta a la lectura de un libro. L a expresión y belleza son tales, que el observador se detiene
instintivamente y aguarda con ansioso atan a que el
reverendo levante la marmórea cabeza y aparte del
libro los ojos sin pupilas para mirarle a eí. L a semejanza de este enterramiento con el que existe en la
capilla de Bedmar de la catedral de Siguenza, es
grande, y su mérito no inferior al de esta primorosa
obra de arte.
Salgamos ya de San Vicente. N o sólo lo exige el
plan de la expedición, sino también el atractivo del
hermoso país que rodea a la villa caduca y del cual
jamas se sacian los ojos. 1'asamos otro puente y subimos la pendiente del camino de Asturias. Desde
allí el panorama no es menos admirable que cuando
se baja por la otra orina en busca del puente largo.
L o s charcos de las marismas que rodean a San Vicente ofrecen el mas complicado mapa que puede
imaginar el delirio de la geografía, i odas las combinaciones posibles üe rayas ue agua, discurriendo
sin oraen ni tino por entre juncos; todas las formas
geométricas de islas y penínsulas que serian posibles
si estuviese en proyecto una nueva creación del mundo, se ven allí, y nadie puede eximirse de observar
327
GALDÓ
S
con pueril atención tan graciosa cosmografía. Entre
estos caprichosos juegos del agua y el fango se alza
el cerro de San Vicente, muy semejante al lomo de
un cocodrilo, y después las múltiples series de colinas que escalonadas suben sirviendo de plinto a los
montes, y en último término las descomunales crestas de Andará, último esfuerzo de la tierra para llegar al cielo.
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INDICE
PÁGS.
ZARAGOZA
7
81
MARIANELA
FORTUNATA Y JACINTA
211
SAN VICENTE DE LA BARQUERA
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22g
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