BIBLIOTECA LITERARIA DEL ESTUDIANTE D I R I G I D A POR RAMÓN MENÉND'EZ PIDAL TOMO V G A L D O S SELECCIÓN HECHA M A R G A R I T A Dibujos MADRID, I N S T I T U T O J U N T A P A R A dt F. POR M A Y O Marco. M C M — A M P L I A C I Ó N XXII E S C U E L A DE E S T U D I O S TIPOGRAFÍA DE LA "REVISTA DE ARCHIVOS".— OlÓSaga, I. ... oímos Nueva. que d a b a las diez el r e l o j de la Torre Z A R A G O Z A M e parece que fué al anochecer del 18 cuando avistamos a Z a r a g o z a . E n t r a n d o por la puerta de S a n c h o , oímos que daba las diez el reloj de la T o rre N u e v a . E r a m o s cuatro los que habíamos logrado escapar entre L e r m a y C o g o l l o s , divorciando nuestras inocentes manos de la cuerda que enlazaba a tantos patriotas. E l día de la evasión reuníamos entre los cuatro un capital de once r e a l e s ; pero después de tres días de marcha, y cuando entramos en la metrópoli a r a g o n e s a , hízose un balance y arqueo de la caja social, y nuestras cuentas sólo a r r o j a ron un activo de treinta y un cuartos. Compramos pan junto a la E s c u e l a P í a , y nos lo distribuímos. Don Roque, que era uno de los expedicionarios, tenía buenas relaciones en Z a r a g o z a ; pero aquélla no era hora de presentarnos a nadie. A p l a z a rnos para el día siguiente el buscar amigos, y como no podíamos alojarnos en una posada, discurrí- GALDOS m o s por la ciudad buscando un abrigo donde pas a r la noche. R e c o r r i m o s el Coso desde la c a s a de los G i g a n tes h a s t a el S e m i n a r i o ; nos metimos por la calle Quemada y la del R i n c ó n , ambas llenas de ruinas, h a s t a la plazuela de S a n M i g u e l , y de allí, pasando de callejón en callejón, y atravesando al a z a r ang o s t a s e i r r e g u l a r e s v í a s , nos encontramos junto a las ruinas del monasterio de S a n t a Engracia, volado por los franceses al l e v a n t a r el primer sitio. L o s cuatro lanzamos u n a m i s m a exclamación que indicaba la conformidad de nuestros pensamientos. H a b í a m o s encontrado un asilo y excelente alcoba donde p a s a r la noche. E n el mismo instante, al resplandor de una llam a que iluminó p a r t e de la escena, distinguimos un g r u p o de personas que se abrigaban unas cont r a otras en el hueco formado entre dos machones derruidos. E r a n mendigos de Z a r a g o z a que se habían arreglado un palacio en aquel sitio, resguardándose de la lluvia con v i g a s y esteras. T a m bién nosotros nos pudimos acomodar por otro lado, y tapándonos con m a n t a y media, llamamos al sueño. D o n R o q u e me decía a s í : — Y o conozco a don J o s é de Montoria, uno de los labradores más ricos de Z a r a g o z a . A m b o s s o m o s hijos de Mequinenza, fuimos juntos a la escuela y juntos j u g á b a m o s al truco en el altillo del C o r r e g i d o r . A u n q u e hace treinta años que no le 8 ZARAGOZA veo, creo que nos recibirá bien. Como buen a r a gonés, todo él es corazón. L e veremos, m u c h a c h o s ; veremos a don J o s é M o n t o r i a . . . Y o también teng o sangre de Montoria por la línea materna. N o s presentaremos a é l ; le diremos... Durmióse don R o q u e y también me dormí. E l lecho en que y a c í a m o s no convidaba por sus blanduras a dormir perezosamente la m a ñ a n a ; antes bien, colchón de g u i j a r r o s hace buenos madrugadores. D e s p e r t a m o s , pues, con el día, y como no teníamos que entretenernos en melindies de t o cador, bien pronto estuvimos en disposición de salir a hacer nuestras visitas. A los cuatro nos ocurrió simultáneamente la idea de que sería m u y bueno d e s a y u n a r n o s ; pero al punto convinimos, con igual unanimidad, en que no era posible por c a r e cer de los fondos indispensables para tan alta empresa. — N o os acobardéis, muchachos —dijo don R o que—, que al punto os he de llevar a todos a casa de mi amigo, el cual vos amparará. Cuando esto decía, vimos salir a dos hombres y una mujer de los que fueron durante la noche nuestros compañeros de posada, y parecían gente habituada a dormir en aquel lugar. U n o de ellos era un infeliz lisiado, un hombre que acababa en las rodillas y se ponía en movimiento con a y u d a de muletas o bien andando a cuatro remos, viejo, de rostro jovial y muy tostado por el sol. C o m o nos 9 CALDOS saludara afablemente al pasar, dándonos los buenos días, don R o q u e le p r e g u n t ó hacia qué parte de la ciudad caía la c a s a de don J o s é de Montoria, oyendo lo cual repuso el c o j o : — ¿ D o n J o s é de M o n t o r i a ? L e conozco m á s que a las niñas de mis o j o s . H a c e veinte años vivía en la calle de la A l b a r d e r í a ; después se mudó a la de la P a r r a ; d e s p u é s . . . P e r o ustés son forasteros por lo que veo. — S í , buen a m i g o : forasteros somos, y venimos a afiliarnos en el ejército de esta valiente ciudad. — ¿ C o n que usted nos podrá decir dónde vive mi g r a n a m i g o don J o s é ? — ¡ P u e s no he de poder, hombre, pues no he de p o d e r ! — r e p u s o el cojo, sacando un mendrugo para d e s a y u n a r s e — . D o n J o s é es uno de los mejores caballeros de Z a r a g o z a , y me da limosna todos los sábados. P o r q u e han de saber ustés que yo soy Pepe nombre Sursum Pallejas, Corda, y me llaman por mal pues como fui hace veinti- nueve años sacristán de J e s ú s , y cantaba... pero esto no viene al caso, y p r o s i g o diciendo que y o soy Sursum Corda, y pué que h a y a n ustés oído ha- blar de mí en Madrid. — S i —dijo don R o q u e , cediendo a un impulso de g e n e r o s i d a d : — me parece que allá he oído nomb r a r al señor de Sursum Corda. ¿ N o es verdad, mu- chachos ? A u n q u e m u y despacio, nos llevó por el Coso y 10 ZARAGOZA el M e r c a d o a la calle de la Hilarza, donde la persona a quien queríamos ver tenía su casa. P e r o ¡ a y ! don J o s é de Montoria no estaba en ella, y nos fué preciso buscarle en los alrededores de la ciudad. D o s de mis compañeros, aburridos de tantas idas y venidas, se separaron de nosotros, aspirando a buscar con su propia iniciativa un a c o modo militar o civil. N o s quedamos solos don R o que y un servidor, y así emprendimos con más desembarazo el viaje a la torre de nuestro a m i g o (llaman en Z a r a g o z a torres a las c a s a s de c a m p o ) , situada a Poniente, lindando con el camino de M u e la y a poca distancia de la B e r n a r d o n a . U n paseo tan l a r g o a pie y en ayunas no era lo más satisfactorio p a r a nuestros fatigados c u e r p o s ; pero la necesidad nos obligaba a tan inoportuno ejercicio, y por bien servidos nos dimos encontrando al deseado z a r a g o z a n o , y siendo objeto de su cordial hospitalidad. T e n í a mujer y tres hijos. E r a aquélla doña L e o cadia S a r r i e r a , n a v a r r a de origen. De los v a s t a gos, el m a y o r y la hembra estaban casados y habían dado a los viejos algunos nietos. E l m á s pequeño de los hijos llamábase A g u s t í n y era destinado a la Iglesia, como su tío del mismo nombre, arcediano de la S e o . A todos les conocí en el mismo día, y eran la m e j o r gente del mundo. F u i t r a tado con tanto miramiento, que me tenía absorto su generosidad, y si me conocieran desde el nacer II GALDOS no habrían sido más rumbosos. S u s obsequios, espontáneamente sugeridos por corazones genero- sos, me llegaban al alma, y como y o siempre he sido fácil en dejarme querer, les correspondí desde el principio con m u y sincero afecto. A l siguiente día nos ocupamos de mi alistamiento. L a decisión de aquel vecindario me entusiasm a b a de tal modo, que nada me parecía tan honroso como seguir t r a s ella, aunque fuera a distancia, husmeando su r a s t r o de gloria. N i n g u n o de ustedes ignora que en aquellos días Z a r a g o z a y los zaragozanos habían adquirido un renombre fab u l o s o ; que sus h a z a ñ a s enardecían las imaginaciones, y que todo lo referente al sitio famoso de la inmortal ciudad, tomaba en boca de los n a r r a dores las proporciones y el colorido de una leyenda de los tiempos heroicos. Con la distancia, las acciones de los z a r a g o z a n o s adquirían dimensiones m a y o r e s aún, y en I n g l a t e r r a y en Alemania, donde les consideraban como los numantinos de los tiempos modernos, aquellos paisanos medio desnudos, con a l p a r g a t a s en los pies y un pañizuelo a r r o llado en la cabeza, eran figuras de coturno. tulad y os vestiremos, Capi' —decían los franceses en el primer sitio, admirados de la constancia de unos pobres aldeanos vestidos de harapos. — N o rendirnos, cubren de —contestaban,— y nuestras gloria. 12 sabemos carnes sólo se •gil '»»gjg^«*- *'f> ZARAGOZA E s t a s y otras frases habían dado la vuelta al mundo. P e r o volvamos a lo de mi alistamiento. E r a un obstáculo p a r a éste el manifiesto de P a l a f o x de 1 3 de diciembre, en que ordenaba la expulsión de forasteros, mandándoles salir en el término de veinticuatro h o r a s ; acuerdo tomado en razón de la mucha g e n t e que iba a alborotar sembrando discordias y d e s a v e n e n c i a s ; pero precisamente en los días de mi llegada se publicó otra proclama llamando a los soldados dispersos del ejército del Centro, desbaratado en Tudela, y en esto hallé una buena c o y u n t u r a p a r a afiliarme, pues aunque no pertenecí a dicho ejército, había concurrido a la defensa de Madrid y a la batalla de B a i l e n ; r a z o nes que, con el a p o y o de mi protector Montoria, me valieron el i n g r e s o en las huestes z a r a g o z a n a s . Diéronme un puesto en el batallón de voluntarios de las P e ñ a s de S a n P e d r o , bastante mermado en el primer sitio, y recibí un uniforme y un fusil. N o formé, como había dicho mi protector, en las filas de M o s é n S a n t i a g o S a s , fogoso clérigo, puesto al frente de un batallón de escopeteros, porque esta valiente partida se componía exclusivamente de vecinos de la parroquia de S a n Pablo. T a m p o c o querían g e n t e moza en su batallón, por c u y a causa ni el mismo hijo de don J o s é de M o n toria, A g u s t í n M o n t o r i a , pudo servir a las órdenes de S a s , y se afilió como y o en el batallón de 13 GALDOS las P e ñ a s de S a n P e d r o . L a suerte me deparaba un buen compañero y un excelente amigo. Desde el día de mi llegada oí hablar de la aproximación del ejército f r a n c é s ; pero esto no fué un hecho incontrovertible h a s t a el 20. P o r la tarde una división llegó a Z u e r a , en la orilla izquierda, p a r a amenazar el A r r a b a l ; o t r a , mandada por S u chet, acampó en la derecha sobre San Lamberto. M o n c e y , que era el General en jefe, situóse con t r e s divisiones hacia el C a n a l y en las inmediaciones de la H u e r v a . C u a r e n t a mil hombres nos cercaban. Sabido es que, impacientes por vencernos, los franceses comenzaron sus operaciones el 2 1 desde m u y temprano, embistiendo con g r a n furor y simultáneamente el m o n t e T o r r e r o y el arrabal de la izquierda del E b r o , puntos sin c u y a posesión era excusado pensar en s o m e t e r la valerosa ciudad; p e r o si bien tuvimos que abandonar a T o r r e r o , por s e r peligrosa su defensa, en el A r r a b a l desplegó Z a r a g o z a tan temerario arrojo, que es aquel día uno de los más brillantes de su brillantísima historia. L o s franceses habían embestido con g r a n em- peño las posiciones fortificadas de T o r r e r o . De- fendían éstas diez mil hombres mandados por don Felipe S a i n t - M a r c h y por O'Neille, ambos g e n e rales de mucho mérito. Desde el reducto de los M á r t i r e s vimos el prin14 ZARAGOZA cipio de la acción, y las columnas francesas que corrían a lo l a r g o del Canal p a r a flanquear a T o rrero. D u r ó g r a n rato el fuego de f u s i l e r í a ; mas la lucha no podía prolongarse mucho tiempo, porque aquel punto no se prestaba a una defensa enérgica, sin la ocupación y fortificación de otros inmediatos como B u e n a v i s t a , C a s a - B l a n c a y el partidor del Canal. Sin e m b a r g o , nuestras tropas no se retiraron sino m u y tarde y con el m a y o r orden, volando el puente de A m é r i c a y trayéndose to- das las piezas, menos una que había sido desmontada por el fuego enemigo. E n t r e tanto, sentíamos fuertísimo estruendo que a lo lejos r e s o n a b a ; y como por allí casi había cesado el fuego, supusimos trabada o t r a acción en el A r r a b a l . — A l l á e s t á el brigadier don J o s é M a n s o — m e dijo A g u s t í n , — con el regimiento suizo de A r a g ó n , que manda don M a r i a n o W a l k e r ; los voluntarios de H u e s c a , de que es jefe don P e d r o V i l l a c a m p a ; los voluntarios de Cataluña, y otros valientes cuerpos. ¡ Y nosotros aquí mano sobre m a n o ! P o r e s t e lado parece que ha concluido. L o s franceses se contentarán hoy con la conquista de T o r r e r o . — O y o me engaño mucho — r e p u s e , — o ahor a van a a t a c a r a S a n J o s é . Todos miramos al punto indicado, edificio de g r a n des dimensiones, que se alzaba a nuestra izquier15 GALDOS da, separado de P u e r t a Quemada por la hondonada de la H u e r v a . — A l l í estaba R e n o v a l e s — m e dijo A g u s t í n ; — el valiente don M a r i a n o Renovales, que tanto se distinguió en el otro sitio, y manda ahora los cazadores de Orihuela y de Valencia. E n nuestra posición todo estaba preparado p a r a una defensa enérgica. E n el reducto del P i l a r , en la batería de los M á r t i r e s , en la torre del P i n o , lo mismo que en Trinitarios, los artilleros a g u a r d a ban con mecha encendida, y los de infantería a g u a r daban tras los parapetos las posiciones que nos p a recían más s e g u r a s para hacer fuego, si alguna c o lumna intentaba asaltarnos. S e sentía mucho frío, y los m á s tiritábamos. A l g u i e n hubiera creído que e r a de m i e d o ; pero no, era de frío, y quien dijese lo contrario, miente. N o tardó en verificarse el movimiento que y o había previsto, y el convento de S a n J o s é fué a t a cado por u n a fuerte columna de infantería fran- cesa, mejor dicho, fué objeto de una tentativa de ataque o más bien sorpresa. A l parecer, los enem i g o s tenían mala memoria, y en tres meses se les había olvidado que las sorpresas eran imposibles en Z a r a g o z a . L l e g a r o n , sin e m b a r g o , con mucha confianza h a s t a tiro de fusil, y sin duda aquellos desgraciados creían que, sólo con verlos, caerían muertos de miedo nuestros g u e r r e r o s . L o s pobrecitos acababan de l l e g a r de la Silesia, y no saló ZARAGOZA bían qué clase de g u e r r a era la de E s p a ñ a . A d e más, como g a n a r a n a T o r r e r o con tan poco trabajo, creyéronse en disposición de t r a g a r s e el mundo. E l l o es que avanzaban como he dicho, sin que S a n J o s é hiciera demostración a l g u n a , h a s t a que, hallándose a tiro de fusil o poco menos, vomitaron de improviso tan espantoso fuego las troneras y aspilleras de aquel edificio, que mis b r a v o s fran- ceses tomaron soleta con precipitación. B a s t a n t e s , sin e m b a r g o , quedaron tendidos, y al v e r este desenlace de su valentía, los que contemplábamos el lance desde la batería de los M á r t i r e s , p r o r r u m pimos en exclamaciones, g r i t o s y palmadas. D e e s te modo celebra el feroz soldado en la g u e r r a la muerte de sus semejantes, y el que siente instintiva compasión al m a t a r un conejo en una cacería, salta de júbilo viendo caer centenares de hombres robustos, jóvenes y a l e g r e s , que después de todo no han hecho mal a nadie. T a l fué el ataque de S a n J o s é : una intentona rápidamente castigada. Desde entonces debieron comprender los franceses que si se abandonó a Torrero, fué por cálculo y no por flaqueza. Sola, aislada, desamparada, sin baluartes e x t e r i o r e s , sin fuertes ni castillos, Z a r a g o z a alzaba de nuevo sus murallas de tierra, sus baluartes de ladrillos c r u dos, sus torreones de b a r r o amasado la v í s p e r a para defenderse otra v e z contra los primeros soldados, la primera artillería y los primeros ingenieros del i/ V. 2 mundo. Grande a p a r a t o de g e n t e , formidables m á quinas, enormes cantidades de pólvora, preparativ o s científicos y materiales, la fuerza y la intelig e n c i a en su m a y o r esplendor, t r a e n los invasores p a r a a t a c a r el recinto fortificado que parece j u e g o de muchachos, y aun así e s p o c o : todo sucumbe y se reduce a polvo ante aquellas tapias que se derriban de una patada. P e r o detrás de esta deleznable defensa material e s t á el acero de las almas a r a g o n e s a s , que no se rompe, ni se dobla, ni se funde, ni se hiende, ni se oxida, y circunda todo el recinto como una b a r r a indestructible p o r los medios h u manos. L a campana de la T o r r e N u e v a suena con clam o r de alarma. C u a n d o esta campana da al vient o su lúgubre tañido, la ciudad e s t á en peligro y necesita de todos sus hijos. ¿ Q u é s e r á ? ¿ Q u é p a s a ? ¿Qué hay? — E n el A r r a b a l —dijo A g u s t í n , — debe andar mala la cosa. — M i e n t r a s nos atacan por aquí para entreten e r mucha gente de este lado, embisten por la otra parte del río. — L o mismo fué en el primer sitio. — ¡ A l A r r a b a l , al A r r a b a l ! Y cuando decíamos esto, la línea francesa nos envió algunas balas r a s a s p a r a indicarnos que teníamos que p e r m a n e c e r allí. Felizmente, Z a r a g o za tenía bastantes hombres en su recinto y podía 18 ZARAGOZA acudir con facilidad a todas partes. M i batallón abandonó la cortina de S a n t a E n g r a c i a , y púsose en marcha hacia el Coso. I g n o r á b a m o s adonde se nos conducía; pero e r a probable que nos llevaran al A r r a b a l . L a s calles estaban llenas de gente. L o s ancianos, las mujeres salían impulsados por la c u riosidad, queriendo v e r de cerca los puntos del p e ligro, y a que no les e r a posible situarse en el p e ligro mismo. L a s calles de S a n Gil, de S a n P e d r o y la Cuchillería, que son camino p a r a el puente, e s taban casi intransitables: inmensa multitud de m u j e r e s las cruzaba, marchando todas a prisa en dirección al P i l a r y a la S e o . E l estrépito del lejano cañón más bien animaba que entristecía al f e r v o roso pueblo, y todo era g r i t a r disputándose el p a so p a r a l l e g a r más pronto. E n la plaza de la S e o vi la caballería que, con el g r a n g e n t í o , casi obstruía la salida al puente, lo cual obligó a mi b a t a llón a b u s c a r m á s fácil salida por otra parte. C u a n do p a s a m o s por delante del pórtico de este s a n tuario, sentimos desde fuera el clamor de las pleg a r i a s con que todas las mujeres de la ciudad imploraban a la santa P a t r o n a . L o s pocos hombres que querían penetrar en el templo eran expulsados por ellas. L o s franceses tenían su frente desde el cami- no de B a r c e l o n a al de Juslibol, más allá de los t e j a r e s y de las huertas que h a y a m a n o izquierda de la segunda de aquellas dos vías. Desde las doce 19 GALDOS habían atacado con furia nuestras trincheras, internándose por el camino de B a r c e l o n a y desafiando con impetuoso a r r o j o los fuegos cruzados de S a n L á z a r o y del sitio llamado el Macelo. Consistía su empeño en t o m a r por audaces golpes de mano las baterías, y esta tenacidad produjo una verdadera hecatombe. Caían m u c h í s i m o s ; clareábanse las filas, y llenadas al instante por otros, repetían la embestida. A veces llegaban h a s t a tocar los parapetos, y mil luchas individuales acrecían el horror de la escena. Iban delante los jefes blandiendo sus sables, como hombres desesperados que han hecho cuestión de honor el morir ante un montón de ladrillos, y en aquella destrucción espantosa que arrancaba a la vida centenares de hombres en un minuto, desaparecían, arrojados por el suelo, el soldado, y el s a r g e n t o , y el alférez, y el capitán, y el coronel. E r a verdaderamente una lucha entre dos pueblos, y mientras los furores del sitio inflamaban los corazones de los nuestros, venían los franceses frenéticos, sedientos de v e n g a n z a , con toda la saña del hombre ofendido, peor acaso que la del g u e r r e r o . Precisamente este prematuro encarnizamiento les perdió. Debieron principiar batiendo cachazudamente nuestras obras con su a r t i l l e r í a ; debieron c o n s e r v a r la serenidad que exige un sitio, y no desp l e g a r guerrillas contra posiciones defendidas por g e n t e como la que habían tenido ocasión de t r a t a r el 1 5 de julio y el 4 de a g o s t o ; debieron haber re20 todo el pueblo corrió hacia el Arrabal. primido aquel sentimiento de desprecio hacia las fuerzas del enemigo, sentimiento que h a sido siempre su mala estrella, lo mismo en la g u e r r a de E s paña que en la moderna contra P r u s i a ; debieron haber puesto en ejecución un plan calmoso que produjera en el sitiado antes el fastidio que la e x a l tación. E s s e g u r o que de traer consigo la m e n t e pensadora de su inmortal jefe, que vencía siempre con su lógica admirable lo mismo que con sus c a ñones, habrían empleado en el sitio de Z a r a g o z a un poco del conocimiento del corazón humano, sin cuyo estudio la g u e r r a , la brutal g u e r r a , ¡ p a r e c e mentira!, no es m á s que una carnicería salvaje. N a poleón, con su penetración extraordinaria, hubiera comprendido el c a r á c t e r z a r a g o z a n o , y se habría abstenido de lanzar contra él columnas descubiertas, haciendo alarde de v a l o r personal. E s t a es una cualidad de difícil peligroso empleo, sobre todo d e lante de hombres que se baten por un ideal, no por un ídolo. N o me extenderé en pormenores sobre esta e s pantosa acción del 2 1 de diciembre, una de las m á s gloriosas del segundo sitio de la capital de A r a g ó n . B a s t e saber p o r ahora que los franceses, al caer de la tarde, c r e y e r o n oportuno desistir de su e m peño, y que se retiraron dejando el campo cubierto de cadáveres. L l e g a d a la noche, y cuando parte de nuestras t r o pas se replegó a la ciudad, todo el pueblo corrió h a 23 GALDOS cia el A r r a b a l para contemplar de cerca el campo de batalla, v e r los destrozos hechos por el fuego, contar los muertos, y r e g o c i j a r la imaginación representándose una por u n a las heroicas escenas. L a animación, el movimiento y bulla hacia aquella parte de la ciudad eran inmensas. P o r un lado, grupos de soldados cantando con febril a l e g r í a ; por o t r o , las cuadrillas de personas piadosas que transportaban a sus casas los h e r i d o s ; en todas partes g e n e ral satisfacción, que se m o s t r a b a en los diálogos v i v o s , en las p r e g u n t a s , en las exclamaciones j a c t a n ciosas, y con l á g r i m a s y risas, mezclando la jovialidad al entusiasmo. S e r í a n las nueve cuando rompimos filas los de mi batallón, porque faltos de acuartelamiento, se nos permitía dejar el puesto por algunas horas, siempre que no hubiera peligro. Corrimos A g u s t í n y y o hacia el P i l a r , donde se agolpaba un gentío inmenso, y e n t r a m o s difícilmente. Quédeme sor- prendido al ver cómo forcejeaban unas contra otras, las personas allí reunidas para acercarse a la capilla en que m o r a la V i r g e n del Pilar. L o s rezos, las plegarias y las demostraciones de agradecimiento formaban un conjunto que no se parecía a los rezos de ninguna clase de fieles. M á s que rezo era un hablar continuo, mezclado de sollozos, g r i t o s , palabras tiernísimas y otras de íntima e ingenua confianza, como suele usarlas el pueblo español con los santos que le son queridos. C a í a n de r o 24 r" - " g g * " GO "ti ZA dillas, besaban el suelo, se asían a las rejas de la capilla, dirigíanse a la S a n t a I m a g e n llamándola con los nombres más familiares y más patéticos del lenguaje. L o s que por la aglomeración de la gente no podían acercarse, hablaban con la V i r g e n desde lejos agitando sus brazos. A l l í no había sacristanes que prohibieran los modales descompuestos y los g r i t o s irreverentes, porque éstos y aquéllos eran hijos del desbordamiento de la devoción, semejante a un delirio. F a l t a b a el silencio solemne de los lugares s a g r a d o s : todos estaban allí como en su c a s a ; como si la c a s a de la V i r g e n querida, la Madre, A m a y Reina de los zaragozanos, fuese también la casa de sus hijos, siervos y subditos. A s o m b r a d o de aquel fervor, a quien la familiaridad hacía m á s interesante, pugné por abrirme paso hasta la reja, y vi la célebre imagen. ¿Quién no la h a visto, quién no la conoce al menos por las innumerables esculturas y estampas que la han r e producido h a s t a lo infinito de un e x t r e m o a o t r o de la P e n í n s u l a ? A la izquierda del pequeño altar que se alza en el fondo de la capilla, dentro de un nicho adornado con lujo oriental, estaba entonces, como ahora, la escultura. G r a n profusión de velas de cera alumbran, y las piedras preciosas pega- das a su vestido y corona, despiden deslumbradores reflejos. B r i l l a n el oro y los diamantes en el cerquillo de su r o s t r o , en la a j o r c a de su pecho, en los anillos de sus manos. U n a criatura v i v a rendiríase 25 GALDOS sin duda al peso de t a n g r a n tesoro. E l vestido sin pliegues, rígido y estirado de arriba abajo como una funda, deja a s o m a r solamente las m a n o s ; y el Niño J e s ú s , sostenido en el lado izquierdo, muest r a apenas su carita morena e n t r e el brocado y las pedrerías. E l rostro de la V i r g e n , bruñido por el tiempo, es también moreno. P o s e e una apacible serenidad, emblema de la beatitud eterna. D i r í g e s e al exterior, y su dulce mirada escruta perpetuamente el devoto c o n c u r s o ; brilla en sus pupilas un r a y o de las cercanas luces, y aquel artificial fulg o r de los ojos r e m e d a la intención y fijeza de la mirada humana. E r a difícil, cuando la vi por primer a vez, p e r m a n e c e r indiferente en medio de aquella manifestación religiosa, y no añadir una palabra al concierto de lenguas entusiastas que hablaban en distintos tonos con la S e ñ o r a . E l día siguiente, 2 2 , fué cuando P a l a f o x dijo al parlamentario de M o n c e y que v e n í a a proponerle la rendición: No sé rendirme: hablaremos de eso. después de muerto Contestó en seguida a la inti- mación en un largo y elocuente pliego que publicó la Gaceta (pues también en Zaragoza había Gace- ta); pero según opinión general, ni aquel documento ni ninguna de las proclamas que aparecían con la firma del Capitán g e n e r a l eran obra de éste, sino de la discreta pluma de su m a e s t r o y a m i g o el p a dre Basilio B o g g i e r o , hombre de mucho entendimiento, a quien se veía con frecuencia en los si26 tíos de peligro rodeado de patriotas y jefes militares. N u e s t r o batallón continuaba en el reducto, obra levantada en la cabecera del puente de la H u e r v a y a la p a r t e de fuera. E l radio de sus fuegos a b r a zaba una extensión considerable, cruzándose con los de S a n J o s é . L a s baterías de los M á r t i r e s , del J a r d í n B o t á n i c o y de la torre del P i n o , más internadas en el recinto de la ciudad, tenían menos importancia que aquellas dos sólidas posiciones a v a n zadas, y le servían de auxiliares. N o s acompañaban en la guarnición muchos voluntarios a r a g o n e ses, algunos soldados del resguardo, y varios paítanos armados de los que espontáneamente se adherían al cuerpo más de su g u s t o . E r a el reducto una obra, aunque de circunstancias, bastante fuerte, y no carecía de ningún r e quisito material p a r a ser bien defendida. S o b r e la puerta de entrada, al e x t r e m o del puente, habían puesto sus constructores una tabla con la siguiente inscripción: Reduelo Señora del Pilar del Pilar. o inconquistable ¡Zaragozanos: de morir por la Nuestra Virgen vencer! A l l í dentro n o teníamos alojamiento, y aunque la estación no e r a m u y cruda, lo pasábamos b a s tante mal. E l suministro de provisiones de boca se hacía por una J u n t a e n c a r g a d a de la administración m i l i t a r ; p e r o e s t a J u n t a , a p e s a r de su celo, no podía atendernos de un modo eficaz. P o r nues27 GALDOS tra fortuna y p a r a honor de aquel magnánimo pueblo, de todas las c a s a s vecinas nos mandaban diariamente lo m e j o r de sus provisiones, y a menudo éramos visitados p o r las mismas mujeres caritativas que desde la acción del 3 1 se habían e n c a r g a do de cuidar en su propio domicilio a nuestros pobres heridos. N o sé si he hablado de Pirli. Pirli era un muchacho de los a r r a b a l e s , labrador, como de veinte años y de condición tan festiva, que los lances peligrosos desarrollaban en él una alegría nerviosa y febril. J a m á s le v i t r i s t e ; acometía a los franceses cantando, y cuando las balas silbaban en torno s u y o , sacudía manos y pies haciendo g r o t e s cos g e s t o s y cabriolas. L l a m a b a al fuego g r a n e a do pedrisco, a las balas de cañón las tortas tes, a las granadas las señoras, calien- y a la pólvora la ha- rina negra, usando además otros terminachos de que no h a g o memoria en este momento. Pirli, aunque poco formal, era un cariñoso compañero. N o sé si he hablado del tío Garcés. E r a un hombre de cuarenta y cinco años, natural de G a r r a pinillo9, fortísimo, atezado, con semblante curtido 3 miembros de a c e r o , ágil cual ninguno en los m o r vimientos, e imperturbable como una máquina ante el f u e g o ; poco hablador y b a s t a n t e desvergonzado cuando hablaba, pero con cierto gracejo en su g a rrulería. T e n í a una pequeña hacienda en los alrededores, y casa muy modesta; mas con sus pro28 w ZARAGOZA pias manos había arrasado la casa, y puesto por tierra los perales para quitar defensas al enemigo. Oí contar de él mil proezas realizadas en el primer sitio; ostentaba, bordado en la manga derecha el escudo de premio y distinción de 1 6 de agosto. V e s - tía tan mal que casi iba medio desnudo, no porque careciera de t r a j e , sino por no haber tenido tiempo para ponérselo. E l y otros como él fueron, sin duda, los que inspiraron la célebre frase de que antes he hecho mención. S u s carnes sólo se tían de gloria. ves- D o r m í a sin abrigo y comía menos que un anacoreta, pues con dos pedazos de pan acompañados de un par de mordiscos de cecina, dura como cuero, tenía bastante para un día. E r a hombre algo meditabundo, y cuando observaba los trabajos de la segunda paralela, decía mirando a los franceses: Gracias a Dios que se acercan, no!... ¡Cuerno! esta gente le acaba a uno la ¡cuer- paciencia. — ¿ Q u é prisa tiene usted, tío G a r c é s ? — l e decíamos. — ¡ R e c u e r n o ! T e n g o que plantar los árboles otra vez antes que pase el invierno —contestaba,— y para el mes que entra quisiera volver a levantar la casita. E n resumen: el tío Garcés, como el reducto, debía llevar un cartel en la frente que d i j e r a : bre Hom- inconquistable. P e r o ¿quién viene allí, avanzando lentamente por la hondonada de la H u e r v a , apoyándose en un g r u e 29 GALDOS so bastón, y seguido de un perrillo travieso que ladra a todos los transeúntes por pura fanfarronería y sin intención de morderles ? E s el padre f r a y M a teo del B u s t o , lector y calificador de la Orden de Mínimos, capellán del segundo tercio de voluntarios de Z a r a g o z a , insigne v a r ó n a quien, a pesar de su ancianidad, se vio durante el primer sitio en t o dos los puestos de peligro, socorriendo heridos, auxiliando moribundos, llevando municiones a los sanos, y animando a todos con el acento de su dulce palabra. A l entrar en el reducto, nos mostró una cesta grande y pesada que trabajosamente c a r g a b a , y en la cual t r a í a a l g u n a s vituallas algo mejores que las de n u e s t r a ordinaria mesa. — E s t a s tortas — d i j o sentándose en el suelo y sacando uno por uno los objetos que iba nombrand o , — me las han dado en casa de la excelentísima señora Condesa de B u r e t a , y é s t a en casa de don P e d r o R i c . A q u í tenéis también un par de lonjas de j a m ó n , que son de mi convento y se destinaban al padre L o s h o y o s , que está m u y enfermito del est ó m a g o ; pero él, renunciando a este regalo, me lo dio para traéroslo. A ver qué os parece esta botella de vino. ¿ C u á n t o darían por ella los gabachos que tenemos enfrente? Todos miramos hacia el campo. E l perrillo, saltando denodadamente a la muralla, empezó a ladrar a las líneas francesas. 30 ZARAGOZA — T a m b i é n os t r a i g o un par de libras de o r e j o nes, que se han conservado en la despensa de nuestra casa. í b a m o s a ponerlos en a g u a r d i e n t e ; pero primero que nadie sois vosotros, valientes m u c h a chos. T a m p o c o me he olvidado de ti, querido Pirli —añadió volviéndose al chico de este nombre,— y como e s t á s casi desnudo y sin manta, te he traído un magnífico abrigo. M i r a este lío. P u e s es un hábito viejo que tenía guardado p a r a darlo a un p o b r e : a h o r a te lo r e g a l o p a r a que cubras y abrigues tus carnes. E s vestido impropio de un soldado ; pero si el hábito no hace al monje, tampoco el uniforme hace al militar. Póntelo, y e s t a r á s m u y holgadamente con él. E l fraile dio a nuestro amigo su lío, y éste se puso el hábito entre risas y j á c a r a de una y otra parte. P o c o después llegaron algunas mujeres también con cestas de provisiones. L a aparición del s e x o femenino transformó de súbito el aspecto del reducto. N o sé de dónde sacaron la g u i t a r r a ; lo cierto es que la sacaron de alguna p a r t e : uno de los p r e sentes empezó a r a s g u e a r primorosamente los compases de la incomparable, de la divina, de la inmortal j o t a , y en un momento se armó g r a n jaleo de baile. Cuando desperté al amanecer del siguiente día vi a Montoria, que se paseaba por la muralla. — C r e o que v a a empezar el bombardeo — m e 31 GALDOS d i j o . — Se nota gran movimiento en la linea enemiga. — E m p e z a r á n por b a t i r este reducto —indiqué y o , levantándome con pereza.— ¡ Qué feo está el cielo, A g u s t í n ! E l día amanece m u y triste. — C r e o que a t a c a r á n por todas partes a la vez, pues tienen hecha su segunda paralela. Y a sabes que Napoleón, hallándose en P a r í s , al saber la resistencia de esta ciudad en el primer sitio, se puso furioso contra L e f e b v r e Desnouettes porque había embestido la plaza por el Portillo y la A l j a f e ría. L u e g o pidió un plano de Z a r a g o z a ; se lo dieron, e indicó que la ciudad debía ser atacada por Santa Engracia. — ¿ P o r aquí? P r o n t o lo v e r e m o s . M a l día se nos prepara si se cumplen las órdenes de Napoleón. D i m e : ¿tienes por ahí a l g o que c o m e r ? — N o te lo enseñé antes porque quise sorprenderte,— me dijo, mostrándome un cesto, que servía de sepulcro a dos a v e s asadas fiambres, con algunas confituras y conservas finas. — C o m a m o s , pues, señor Araceli, y esperemos ese bombardeo... ¡ E h ! ¡ A q u í e s t á . . . U n a bomba, otra, otra! L a s ocho baterías que embocaban sus tiros contra San J o s é y el reducto del Pilar, empezaron a h a c e r f u e g o ; ¡ p e r o qué f u e g o ! ¡ T o d o el mundo a las troneras o al pie del c a ñ ó n ! ¡ F u e r a almuerzos, fuera desayunos, fuera melindres! L o s a r a g o 3-2 ZARAGOZA neses no se alimentan sino de gloria. E l fuerte inconquistable contestó al insolente sitiador con o r gulloso cañoneo, y bien pronto el g r a n aliento de la P a t r i a dilató nuestros pechos. L a s balas r a s a s , rebotando en la muralla de ladrillo y en los parapetos de tierra, destrozaban el reducto, cual si fuera un j u g u e t e apedreado por un n i ñ o ; las g r a n a das, cayendo entre nosotros, reventaban con e s trépito, y las bombas, pasando con p a v o r o s a m a jestad por sobre nuestras cabezas, iban a caer en las calles y en los techos de las c a s a s . ¡ A la calle todo el m u n d o ! N o h a y a gente c o barde ni ociosa en la ciudad. L o s hombres a la muralla, las mujeres a los hospitales de s a n g r e , los chiquillos y los frailes a llevar municiones. N o se h a g a caso de estas terribles masas inflamadas que a g u j e r e a n los techos, penetran en las habitaciones, abren las puertas, horadan los pisos, bajan al sótano, y al reventar desparraman las llamas del infierno en el h o g a r tranquilo, sorprendiendo con la muerte al anciano inválido en su lecho y al niño en su cuna. N a d a de esto importa. j A la calle todo el mundo, y con tal que se salve el honor, perezcan la ciudad y la casa, la iglesia y el convento, el hospital y la hacienda, que son cosas t e r r e nas ! L o s zaragozanos, despreciando los bienes m a teriales como desprecian la vida, viven con el espíritu en los infinitos espacios de lo ideal. A un mismo tiempo, y con igual furia, atacaban 33 v.—3 GALDOS los franceses el reducto del P i l a r y el fortín de S a n J o s é . E s t e , aunque ofrecía un aspecto más formidable, había de resistir menos, quizás por p r e sentar m a y o r blanco al fuego enemigo. P e r o allí estaba R e n o v a l e s con los voluntarios de H u e s c a , los voluntarios de Valencia, algunos guardias w a lonas, y varios individuos de las milicias de Soria. E l g r a n inconveniente de aquel fuerte consistía en e s t a r construido al a m p a r o de un v a s t o edificio, que la artillería e n e m i g a convertía paulatinamente en r u i n a s ; y desplomándose de rato en r a t o p e dazos de paredón, muchos defensores morían aplastados. N o s o t r o s e s t á b a m o s m e j o r : sobre nuestras cabezas no teníamos m á s que c i e l o ; y si ningún techo nos guarecía de las bombas, tampoco se nos echaban encima m a s a s de piedra y ladrillo. B a t í a n la muralla por el frente y los costados, y era un dolor v e r cómo aquella frágil m a s a se desmoronaba, dejándonos al descubierto. Sin e m b a r g o , después de cuatro horas de incesante fuego con poderosa artillería, apenas pudieron abrir una brecha practicable. A s í pasó todo el día 10, sin v e n t a j a alguna para los sitiadores por nuestro lado, si bien hacia S a n J o s é habían logrado acercarse y abrir una brecha espantosa, lo cual, unido al estado ruinoso del edificio, anunciaba la dolorosa necesidad de su rendición. N o obstante, mientras el fuerte no estuviese reducido a polvo, y muertos o heridos sus de34 ZARAGOZA fensores, había esperanza. R e n o v á r o n s e allí las tropas, porque los batallones que trabajaban desde por la mañana estaban diezmados, y cuando anocheció, después c'i abierta la brecha e intentado sin fruto un asalto, aún se sostuvo R e n o v a l e s sobre las ruinas empapadas en s a n g r e , entre montones de cadáveres y con la tercera parte tan sólo de su artillería. N o interrumpió la noche el fuego, antes bien siguió con encarnizamiento en los dos puntos. N o s otros habíamos tenido buen número de muertos y muchos heridos. E s t o s eran al punto recogidos y llevados a la ciudad por los frailes y las m u j e r e s ; pero aquéllos aún prestaban el último servicio con sus fríos cuerpos, porque estoicamente los a r r o j á bamos a la brecha abierta, que luego se acababa de t a p a r con sacos de lana y tierra. D u r a n t e la noche no descansamos ni un solo m o mento, y la mañana del n nos vio poseídos del mismo frenesí, y a apuntando las piezas contra la trinchera enemiga, y a acribillando a fusilazos a los pelotones que venían a flanquearnos, sin abandonar ni un instante la operación de tapar la brecha, que de hora en hora iba agrandando su horroroso espacio vacío. A s í nos sostuvimos toda la mañana, hasta el momento en que dieron el asalto a San J o s é , y a convertido en un montón de ruinas, y con g r a n parte de su guarnición muerta. A g l o m e r a n do contra los dos puntos grandes fuerzas, mientras 35 caían sobre el convento, dirigieron un atrevido m o vimiento sobre n o s o t r o s ; y fué que con objeto de h a c e r practicable la brecha que nos habían abierto, avanzaron por el camino de T o r r e r o con dos cañones de batalla, protegidos por una columna de infantería. E n aquel instante nos consideramos perdidos: temblaron los endebles muros, y los ladrillos mal pegados se desbaratan en mil pedazos. Acudi- m o s a la b r e c h a que se abría y se abría cada v e z m á s . L o s franceses nos abrasaron con un fuego espantoso, porque viendo que el reducto se deshacía pedazo a pedazo, cobraron ánimo, llegando al borde mismo del foso. E r a locura t r a t a r de tapar aquel hueco formidable, y hacerlo a pecho descubierto, era ofrecer víctimas sin fin al curioso enemigo. Abalanzáronse muchos con sacos de lana y paletadas de tierra, y más de la mitad quedaron y e r t o s en el sitio. C e s ó el fuego de cañón, porque parecía innecesario; hubo un momento de pánico indefinible: se nos caían los fusiles de las m a n o s ; nos vimos destrozados, deshechos, aniquilados por lluvia de disparos que parecían incendiar el aire, y nos olvidamos del honor, de la muerte gloriosa, de la P a t r i a y de la V i r g e n del Pilar, cuyo nombre decoraba la puerta del baluarte inconquistable. L a confusión más espantosa reinó en nuestras filas. R e b a j a d o de improviso el nivel moral de nuestras almas, todos los que no habíamos caído, deseamos 36 unánimemente la vida, y saltando por encima de los heridos hacia y pisoteando los el puente, abandonando cadáveres, huímos aquel horrible se- pulcro antes que se cerrara enterrándonos a to- dos. E n el puente nos agolpamos con p a v o r y des- orden invencibles. N a d a h a y más frenético que la c o b a r d í a : sus vilezas son tan vehementes como las sublimidades del valor. L o s jefes nos g r i t a b a n : — ' " A t r á s , canallas. E l reducto del Pilar no se rinde."— Y al mismo tiempo sus sables azotaron de plano nuestras viles espaldas. N o s revolvimos en el puente sin poder avanzar, porque o t r a s tropas v e nían a acometernos, y tropezamos unos con otros, confundiendo la furia de nuestro miedo con el í m petu de su b r a v u r a . — ¡ A t r á s , c a n a l l a s ! — g r i t a b a n los jefes abofe- teándonos.— ¡ A morir en la brecha! E l reducto estaba v a c í o : no había en él más que muertos y heridos. D e repente vimos que entre el denso humo y el espeso polvo, saltando sobre los exánimes cuerpos y los montones de tierra, sobre las ruinas, y las cureñas rotas, y el material deshecho, avanzaba una figura impávida, pálida, g r a n diosa, imagen de la serenidad t r á g i c a . E r a una muj e r que se había abierto paso entre nosotros, y p e netrando en el recinto abandonado, marchaba m a jestuosa h a s t a la horrible brecha. Pirli, que yacía 37 G ALDOS en el suelo herido en u n a pierna, exclamó con terror : — M a n u e l a S a n c h o , ¿adonde v a s ? T o d o esto pasó en mucho menos tiempo del que empleo en contarlo. T r a s de Manuela Sancho se lanzó uno, luego tres, luego muchos, y al fin todos los demás, azuzados por los jefes que a sablazos nos llevaron otra v e z al puesto del deber. Ocurrió esta transformación portentosa por un simple impulso del corazón de cada uno, obedeciendo a sentimientos que se comunicaban a todos, sin que nadie supiera de qué misterioso foco procedían. Ni sé por qué fuimos cobardes, ni sé por qué fuimos valientes unos cuantos segundos después. L o que sé es que, movidos todos por fuerza extraordinaria, poderosísima, sobrehumana, nos lanzamos a la brecha tras la heroica mujer, a punto que los franceses intentaban con escalas el a s a l t o ; y sin que tampoco sepa decir la causa, nos sentimos con centuplicadas energías, y aplastamos, arrojándoles en lo profundo del foso, a aquellos hombres de a l g o dón que antes nos parecieron de acero. A tiros, a sablazos, con g r a n a d a s de mano, a paletadas, a golpes, a bayonetazos, murieron muchos de los nuest r o s p a r a servir de baluarte a los demás con sus fríos c u e r p o s ; defendimos el paso de la brecha, y los franceses se retiraron, dejando mucha g e n t e al pie de la muralla. V o l v i e r o n a disparar los caño38 Manuela Sancho, ¿adonde vas? nes, y el reducto inconquistable no c a y ó el día n en poder de la F r a n c i a . Cuando la tempestad de fuego se calmó, no nos conocíamos: estábamos transfigurados, y algo nuevo y desconocido palpitaba en lo íntimo de nuestras almas, dándonos una ferocidad inaudita. A l día siguiente decía P a l a f o x con elocuencia: "Las bas, las granadas nuestros y las balas, no mudan semblantes, ni toda la Francia bom- el color lo de alteraría." E l fuerte de San J o s é se había rendido, mejor dicho, los franceses entraron en él cuando la artillería lo hubo reducido a polvo, y cuando yacían entre los escombros uno por uno todos sus defensores. L o s imperiales, al penetrar, encontraron inmenso número de cuerpos destrozados, montones de tierra y g u i j a r r o s amasados con s a n g r e . N o p o dían aún establecerse allí, porque eran flanquea- dos por las baterías de los M á r t i r e s y del J a r d í n B o t á n i c o , y continuaron las operaciones de zapa p a r a apoderarse de estos dos puntos. L a s fortifi- caciones que conservábamos estaban tan destrozadas, que u r g í a una composición general, y se dictaron órdenes terribles convocando a todos los habitantes de Z a r a g o z a p a r a trabajar en ellas. L a proclama dijo que todos debían llevar el fusil en u n a mano y la azada en la otra. E l arrabal de las T e n e r í a s se extiende al Oriente de la ciudad, entre la H u e r v a y el recinto antig u o , perfectamente deslindado aún por la g r a n vía 41 GALDOS que se llama el Coso. Componíase el caserío, a principios del siglo, de edificios endebles, casi todos habitados por labradores y artesanos, y las construcciones religiosas no tenían allí la suntuosidad de otros monumentos de Z a r a g o z a . L a planta g e neral de este barrio es aproximadamente un s e g mento de círculo, c u y o arco da al campo y c u y a cuerda le une al resto de la ciudad, desde la P u e r t a Quemada a la subida de Sepulcro. Corrían desde esta línea hacia la circunferencia varias calles, unas interrumpidas como las de Anón, Alcover y las A r c a d a s , y otras prolongadas, como las de P a lomar y S a n A g u s t í n . Con éstas se enlazaban, sin plan ni concierto ni simetría a l g u n a , estrechas vías. A l g u n a s de éstas se hallaban determinadas, no por hileras de casas, sino por largas tapias, y a veces, faltando una cosa y o t r a , las calles se resolvían en informes plazuelas, m e j o r dicho, corrales o patios donde no había nada. D i g o mal, porque en los días a que me refiero, los escombros ocasionados por el primer sitio sirvieron para a l z a r baterías y barricadas en los puntos donde las casas no ofrecían defensa natural. C e r c a del pretil del E b r o existían algunos trozos de m u r a l l a antigua y varios cubos de mampostería, que algunos suponen hechos por manos de gente r o m a n a y otros j u z g a n obra de los árabes. E n mi tiempo (no sé cómo e s t a r á actualmente), estos trozos de muralla aparecían empotrados en las m a n z a n a s de casas, mejor dicho, 42 ZARAGOZA las casas estaban empotradas en ellos, buscando apoyo en los recodos y ángulos de aquella obra secular, ennegrecida, mas no quebrantada por el paso de tantos siglos. A s í lo nuevo se había edificado sobre y entre los restos de lo antiguo en confuso amasijo, como la g e n t e española se d e s a r r o lló y crió sobre despojos de otras gentes con mezcladas sangres, hasta constituirse como hoy lo está. E l aspecto general del barrio de las Tenerías traía a la imaginación, acompañados de cierta idealidad risueña, los recuerdos de la üominación a r á biga. L a abundancia del ladrillo, los l a r g o s aleros, el ningún orden de las fachadas, las ventanuchas con celosías, la completa anarquía arquitectural, aquello de no saberse dónde acababa una c a s a y empezaba o t r a ; la imposibilidad de distinguir si ésta tenía dos pisos o tres, si el tejado de aquélla servía de apoyo a las paredes de las de más a l l á ; las calles que a lo mejor acababan en un corral sin salida, los arcos que daban entrada a una plazuela, todo me recordaba lo que en otro pueblo de E s p a ñ a , de allí muy distante, había visto. P u e s bien: esta a m a l g a m a de casas que os he descrito muy a la l i g e r a ; este arrabal fabricado por varias generaciones de labriegos y curtidores, s e gún el capricho de cada uno y sin orden ni a r m o nía, estaba preparado p a r a la defensa, o se p r e paraba en los días 24 y 25 de enero, una v e z que se advirtió la g r a n pompa de fuerzas ofensivas que 43 GAL DOS desplegó el francés por aquella parte. Y he de adv e r t i r que todas las familias habitadoras de las casas del arrabal, procedían a ejecutar obras, según su propio instinto estratégico, y allí había ingenieros militares con faldas, que dieron muestras de un profundo saber de g u e r r a al tabicar ciertos huecos y abrir otros al fuego y a la luz. L o s muros de L e v a n t e estaban en toda su extensión a s pillerados. L o s cubos de la muralla cesaraugusta- na, hechos contra las flechas y las piedras de honda, sostenían cañones. Si la zona de acción de alguna de estas piezas era estrechada por cualquier tejado colindante, azotea o c a s a entera, al punto se quitaba el obstáculo. M u c h o s pasos habían sido obstruidos, y dos de los edificios religiosos del arrabal, S a n A g u s tín y las Mónicas, eran verdaderas fortalezas. L a tapia había sido reedificada y r e f o r z a d a ; las baterías se enlazaban unas con o t r a s , y nuestros ingenieros habían calculado hábilmente las posiciones y el alcance de las obras enemigas, para acomodar a ellas las defensivas. D o s puntos avan- zados tenía la línea, y eran el molino de Goicoechea y una c a s a que, por pertenecer a un don V i c toriano González, ha quedado en la historia con el nombre de Casa de González. Recorriendo di- cha línea desde P u e r t a Quemada, se encontraba primero la batería de P a l a f o x ; luego el Molino de la ciudad; luego las E r a s de S a n A g u s t í n ; en se44 ZARAGOZA guida el molino de Goicoechea, colocado fuera del recinto; después la tapia de la huerta de las M ó nicas, y a continuación las de S a n A g u s t í n ; más adelante una g r a n batería y la casa de González. E s t o es todo lo que recuerdo de las T e n e r í a s . H a bía por allí un sitio que llamaban el Sepulcro, por la proximidad de una iglesia de este nombre. Al arrabal entero, mejor que a una parte de él, cuadraba entonces el nombre de sepulcro. M i e n t r a s los morteros situados al Mediodía a r r o jaban bombas en el centro de la ciudad, los cañones de la línea oriental dispararon con bala rasa sobre la débil tapia de las Mónicas y sobre las fortificaciones de tierra y ladrillo del molino de aceite y de la batería de P a l a f o x . Bien pronto abrieron tres grandes brechas, y el asalto era inminente. A p o yábanse en el molino de Goicoechea, que tomaron el día anterior, después de ser abandonado e incendiado por los nuestros. S e g u r a s del triunfo, las masas de infantería re- corrían el campo ordenándose para asaltarnos. M i batallón ocupaba una casa de la calle de P a b o s t r e , c u y a pared había sido en toda su extensión aspillerada. M u c h o s paisanos y compañías de varios regimientos aguardaban en la cortina, llenos de fur o r y sin que les a r r e d r a r a la probabilidad de una muerte s e g u r a , con tal de escarmentar al enemigo en su impetuoso avance. P a s a r o n l a r g a s horas : apuraron los franceses los 45 CALDOS recursos de su artillería por v e r si nos aterraban, obligándonos a dejar el b a r r i o ; pero las tapias se desmoronaban, estremecíanse las casas con espantoso sacudimiento, y aquella g e n t e heroica, que apenas se había desayunado con un zoquete de pan, g r i t a b a desde la muralla, diciéndoles que se acercasen. P o r fin, contra la brecha del centro y la de la derecha avanzaron fuertes columnas sostenidas con otras a r e t a g u a r d i a , y se v i o que la intención de los franceses e r a apoderarse a todo trance de aquella línea de pulverizados ladrillos, que defendían algunos centenares de locos, y tomarla a cualquier precio, a r r o j a n d o sobre ella masas de carne y haciendo pasar la columna v i v a sobre los cadáveres de la muerta. N o se diga, para a m e n g u a r el mérito de los nuestros, que el francés luchaba a pecho descubierto; los defensores también lo hacían, y detrás de la desbaratada cortina, no podía guarecerse una cabeza. Allí era de v e r cómo chocaban las masas de hombres, y cómo las b a y o n e t a s se cebaban con saña, más propia de fieras que de hombres, en los cuerpos enemigos. Desde las casas hacíamos fue- g o incesante, viéndoles caer materialmente en montones, heridos por el plomo y el acero al pie mismo de los escombros que querían conquistar. N u e vas columnas sustituían a las anteriores, y en los que llegaban después, a los esfuerzos del valor, 46 a*-* rtp, **±srrf*4*t. ZARAGOZA se unían ganza. ferozmente las brutalidades de la ven- P o r nuestra parte el número de b a j a s era enorm e : los hombres quedaban por docenas estrellados contra el suelo en aquella línea que había sido muralla, y y a no era sino una aglomeración informe de tierra, ladrillos y cadáveres. L o natural, lo humano habría sido abandonar unas posiciones defendidas contra todos los elementos de la fuerza y de la ciencia militar reunidos; pero allí no se t r a t a b a de nada que fuese humano y natural, sino de extender la potencia defensiva h a s t a límites infinitos, desconocidos para el cálculo científico y p a r a el v a l o r ordinario, desarrollando en sus inconmensurables dimensiones el genio a r a g o n é s , que nunca se sabe adonde llega. Siguió, pues, la resistencia, sustituyendo los v i vos a los muertos con entereza sublime. M o r i r era un accidente, un detalle trivial, un tropiezo del cual no debía hacerse caso. Mientras esto pasaba, otras columnas igualmente poderosas, trataban de apoderarse de la casa de González, que he mencionado a r r i b a ; pero desde las casas inmediatas y desde los cubos de la m u ralla se les hizo fuego tan terrible de fusilería y cañón, que desistieron de su intento. I g u a l e s a t a ques tenían l u g a r , con m e j o r éxito de parte s u y a , por nuestra derecha hacia la huerta de Campo-Real 47 GALDOS y baterías de los M á r t i r e s , y la inmensa fuerza desplegada por los sitiadores a una misma hora y en una línea de poca extensión, no podía menos de producir resultados. Desde la c a s a de la calle de P a b o s t r e , inmediat a al Molino de la Ciudad, hacíamos fuego, como he dicho, contra los que daban el asalto, cuando he aquí que las baterías de S a n J o s é , antes ocupadas en demoler la muralla, enfilaron sus cañones cont r a aquel edificio, y sentimos que las paredes r e temblaban ; que las v i g a s crujían como cuadernas de un buque conmovido por las t e m p e s t a d e s ; que las maderas de los tapiales estallaban, destrozándose en mil a s t i l l a s ; en suma, que la casa se venía abajo. —>¡ Cuerno, recuerno! —exclamó el tío G a r c é s . — ¡ Q u e se nos viene la c a s a e n c i m a ! E l humo y el polvo no nos permitían v e r lo que pasaba fuera, ni tampoco lo que dentro ocurría. — ¡ A la calle, a la c a l l e ! — g r i t ó Pirli, a r r o j á n dose por una v e n t a n a . —Agustín, Agustín, ¿dónde e s t á s ? —grité yo llamando a mi a m i g o . P e r o A g u s t í n no parecía. E n aquel momento de angustia, y no encontrando en medio de tal confusión ni puerta para salir, ni escalera para bajar, corrí a la v e n t a n a p a r a a r r o j a r m e fuera, y el espectáculo que se ofreció a mis ojos obligóme a re48 ZARAGOZA troceder sin aliento ni fuerzas. M i e n t r a s los cañones de la batería de S a n J o s é intentaban por la derecha sepultarnos entre los escombros de la casa y parecían conseguirlo sin esfuerzo, por delante, y hacia la era de S a n A g u s t í n , la infantería fran- cesa había logrado penetrar por las brechas, r e matando a los infelices que y a apenas eran hombres, y acabándoles de m a t a r , pues su agonía desesperada no puede llamarse vida. D e los callejones cercanos se les hacía un fuego horroroso, y los cañones de la calle de la Diezma sustituían a los de la batería vencida. P e r o asaltada la brecha, se a s e guraban en la muralla. E r a imposible conservar en el ánimo una chispa de energía ante tamaño desastre. H u í de la ventana hacia adentro, despavorido, fuera de mí. U n trozo de pared estalló, reventó, desgajándose en enormes trozos, y u n a ventana cuadrada tomó la figura de un triángulo isósceles: el techo dejó v e r por una esquina la luz del c i e l o ; los trozos de yeso y las agudas astillas salpicaron mi cara. C o r r í hacia el interior siguiendo a otros que decían: " ¡ P o r aquí, por a q u í ! " — A g u s t í n , A g u s t í n — g r i t é de nuevo llamando a mi amigo. P o r fin le vi entre los que corríamos pasando de una habitación a o t r a , y subiendo la escalerilla que conduela a un desván. 49 v.—4 — ¿ E s t á s vivo? —le pregunté. — N o lo sé — m e d i j o , — ni me importa saberlo. En el desván rompimos fácilmente un tabique y pasando a o t r a estancia, hallamos una empinada e s c a l e r a ; la b a j a m o s , y nos vimos en una habitación chica. U n o s siguieron adelante, buscando salida a la calle, y o t r o s detuviéronse allí. S e ha quedado fijo en mi imaginación, con lineas y colores indelebles, el interior de aquella mezquina pieza, bañada p o r la copiosa luz que entraba por una ventana abierta a la calle. Cubrían las paredes desiguales e s t a m p a s de v í r g e n e s y santos. D o s o tres cofres v i e j o s y forrados de piel de cabra ocupaban un t e s t e r o . V e í a s e en otro ropa de m u j e r colgada de clavos y a l c a y a t a s , y una cama altísima de humilde aspecto, aún con las sábanas revueltas. E n la v e n t a n a había tres grandes tiestos con y e r b a s ; y parapetadas t r a s ellos, dirigiendo por los huecos la rencorosa visual de su puntería, dos mujeres hacían f u e g o sobre los franceses que y a ocupaban la brecha. Tenían dos fusi- les. U n a c a r g a b a y o t r a d i s p a r a b a ; agachábase la fusilera para enfilar el cañón entre los tiestos, y suelto el tiro, alzaba la cabeza por sobre las matas p a r a mirar al campo de batalla. — ¡ M a n u e l a Sancho —exclamé poniendo la mano sobre el hombro de la heroica muchacha, — t o da resistencia es inútil! Retirémonos. L a casa in50 ... y en aquella m i s m a t a r d e fueron d u e ñ o s de las r u i n a s de S a n i a E n g r a c i a . . . ZARAGOZA mediata es destruida por las baterías de S a n J o s é , y en el techo de ésta empiezan a caer las balas. Vamonos. P e r o no hacía caso, y seguía disparando. A l fin la casa, que e r a débil como la vecina, y aún menos que ésta podía resistir al choque de los proyectiles, experimentó una fuerte sacudida, cual si temblara la tierra en que a r r a i g a b a n sus cimientos. Manuela Sancho a r r o j ó el fusil. E l l a y la m u j e r que la acompañaba penetraron precipitadamente en una inmediata alcoba, de c u y o obscuro recinto sentí salir angustiosas lamentaciones. A l entrar, v i mos que las dos muchachas abrazaban a una anciana tullida que, en su pavor, quería a r r o j a r s e del lecho. — M a d r e , esto no es nada —le dijo M a n u e l a cubriéndola con lo primero que encontró a m a n o . — Vamonos a la calle, que la casa parece que se quiere caer. L a anciana no hablaba, no podía hablar. T o m á ronla en brazos las dos m o z a s ; mas nosotros la recogimos en los nuestros, encargando a ellas que llevaran nuestros fusiles y la ropa que pudieran salvar. D e este modo pasamos a un patio, que nos dio salida a o t r a calle, donde aún no había llegado el fuego. L o s franceses habíanse apoderado también de la batería de los M á r t i r e s , y en aquella misma tarde 53 tAA» CALDOS fueron dueños de las ruinas de S a n t a E n g r a c i a y del convento de Trinitarios. ¿ S e concibe que continúe la resistencia de una plaza después de p e r dido lo más importante de su circuito? N o : no se concibe, ni en las previsiones del arte militar ha entrado nunca que, apoderado el enemigo de la m u r a l l a por la superioridad incontrastable de su fuerza material, ofrezcan las casas nuevas líneas de fortificaciones, improvisadas por la iniciativa de cada vecino; no se concibe que tomada una casa sea preciso o r g a n i z a r un verdadero plan de sitio p a r a t o m a r la inmediata, empleando la zapa, la mina y ataques parciales a la b a y o n e t a , desarrollando cont r a un tabique ingeniosa e s t r a t a g e m a ; no se concibe que tomada una a c e r a sea preciso, para p a s a r a la de enfrente, poner en ejecución las t e o rías de V a u b a n , y que p a r a saltar un a r r o y o sea preciso hacer paralelas, z i g s - z a g s y caminos cu- biertos. L o s generales franceses se llevaban las manos a la cabeza, diciendo: " E s t o no se parece a nada de lo que hemos v i s t o . " E n los gloriosos anales del Imperio se encuentran muchos partes como é s t e : " H e m o s entrado en S p a n d a u ; mañana estaremos en B e r l í n . " L o que a ú n no se había escrito era lo s i g u i e n t e : " D e s p u é s de dos días y dos noches de combate, hemos tomado la c a s a núm. i de la calle de P a b o s t r e . I g n o r a m o s cuándo se podrá t o m a r el núm. 2 . " 54 ZARAGOZA Cada día, cada hora, cada instante, las dificultades crecientes de nuestra situación militar, se agravaban con el obstáculo que ofrecía número tan considerable de víctimas, hechas por el fuego y la epidemia. ¡Dichosos mil veces los que eran sepultados en las ruinas de las casas minadas, como aconteció a los valientes defensores de la calle de P o m a r , junto a S a n t a E n g r a c i a ! L o verdadera- mente lamentable estaba allí donde se hacinaban unos sobre otros, sin poder recibir auxilio, multitud de hombres destrozados por horribles heridas. H a b í a recursos médicos p a r a la centésima parte de los pacientes. L a caridad de la mujeres, la diligencia de los patriotas, la multiplicación de la actividad en los hospitales, nada bastaba. L l e g ó un día que cierta impasibilidad, m á s bien espantosa y cruel indiferencia, se apoderó de los defensores, y nos acostumbramos a v e r un montón de muertos cual si fuera montón de sacas de l a n a ; nos acostumbramos a v e r sin lástima algunas l a r g a s filas de heridos arrimados a las casas, curándose cada cual como m e j o r podía. A fuerza de padecimientos, c r e y é r a s e que las necesidades de la carne habían desaparecido, y que no teníamos m á s vida que la del espíritu. L a familiaridad con el peligro había t r a n s f i g u r a d o nuestra naturaleza, infundiéndole al parecer un elemento nuevo, el desprecio absoluto de la m a t e r i a y total indiferencia 55 GALDOS de la vida. Cada uno esperaba morir dentro de un rato, sin que esta idea le conturbara. Inmediato al convento de las Mónicas estaba el de A g u s t i n o s Observantes, edificio de bastante capacidad, con una iglesia no pequeña y muy i r r e gular, vastas crujías y un claustro espacioso. E r a , pues, indudable que los franceses, dueños ya de las Mónicas, habrían de poner gran empeño en poseer también aquel otro monasterio para establecerse sólida y definitivamente en el barrio. — Y a que no tuvimos la suerte de hallarnos en las Mónicas — m e dijo P i r l i , — hoy nos daremos el g u s t a z o de defender h a s t a morir las cuatro p a r e des de S a n A g u s t í n . C o m o no b a s t a E x t r e m a d u r a p a r a defenderlo, nos mandan también a nosotros. ¿ Y qué h a y de g r a d o s , a m i g o A r a c e l i ? ¿ C o n que es cierto que este par de caballeros que está aquí es un par de s a r g e n t o s ? — N o sabía nada, amigo P i r l i , — le respondí; y verdad era que ignoraba aquel mi ascenso a las alturas jerárquicas del s a r g e n t a z g o . — P u e s s í : anoche lo acordó el general. E l señor de A r a c e l i es s a r g e n t o primero, y el señor de Pirli s a r g e n t o segundo. H a r t o bien lo hemos g a nado, y g r a c i a s que nos ha quedado cuerpo en que poner las charreteras. T a m b i é n me han dicho que a A g u s t í n Montoria le han nombrado teniente por lo bien que se portó en el ataque dentro de las ca56 ZARAGOZA sas. A y e r tarde, al anochecer, el batallón de las P e ñas de S a n P e d r o no tenía más que cuatro s a r g e n tos, un alférez, un capitán y doscientos hombres. — A v e r , amigo Pirli, si hoy nos g a n a m o s un par de ascensos. — T o d o es g a n a r el ascenso del pellejo —replicó.— L o s pocos soldados que viven del batallón de Huesca, creo que van para generales. Y a tocan llamada. ¿ Tienes qué comer ? — N o mucho. — M a n u e l a Sancho me ha dado cuatro s a r d i n a s : las partiré contigo. Si quieres un par de docenas de garbanzos t o s t a d o s . . . ¿ T e acuerdas tú del g u s te que tiene el vino? Dígolo porque hace días que no nos dan una g o t a . . . P o r ahí corre el rum-rum de que esta tarde nos repartirán un poco cuando acabe la g u e r r a en San A g u s t í n . Ahí tienes t ú : sería m u y triste cosa que le m a t a r a n a uno antes de saber qué color tiene eso que van a darnos esta tarde. Si siguieran mi consejo, lo echarían antes de empezar, y así, el que muriera, eso se llevaba... Pero la J u n t a de A b a s t o s habrá dicho: " H a y poco vino: si lo repartimos ahora, apenas tocarán tres gotas a cada uno. E s p e r e m o s a la tarde, y como de los que defienden S a n Agustín, será un milagro que quede la cuarta parte, les tocará a t r a g o por b a r ba." Y con este criterio siguió discurriendo sobre la 57 escasez de vituallas. N o tuvimos tiempo de entretenernos en esto, porque apenas nos dábamos la m a n o con los de E x t r e m a d u r a que guarnecían el edificio, cuando una fuerte detonación nos puso en cuidado, y entonces un fraile apareció diciendo a gritos: — H i j o s míos, han volado la pared medianera del lado de las Mónicas, y y a les tenemos en casa. C o rred a la i g l e s i a : ellos deben haber ocupado la sac r i s t í a ; pero no importa. S i vais a tiempo, seréis dueños de la nave principal, de las capillas, del coro. ¡ V i v a la S a n t a V i r g e n del P i l a r y el batallón de Extremadura! M a r c h a m o s a la iglesia serenos y confiados. L o s buenos P a d r e s nos animaban con sus e x h o r taciones, y alguno de ellos, confundiéndose con nosotros en lo más apretado de las filas, nos d e c í a : — H i j o s míos, no desmayéis. Previendo que lleg a r í a este caso, hemos conservado un mediano n ú m e r o de v í v e r e s en n u e s t r a despensa. También tenemos vino. Sacudid el polvo a esa canalla. A n i m o , queridos jóvenes. N o temáis el plomo enemigo. M á s daño hacéis vosotros con una de vuestras miradas, que ellos con una d e s c a r g a de metralla. A d e lante, hijos míos. L a S a n t a V i r g e n del Pilar es entre v o s o t r o s . Cerrad los ojos al peligro, mirad con serenidad al enemigo, y entre las nubes veréis la santa figura de la M a d r e de Dios. ¡ V i v a y Fernando V I I ! 58 España ZARAGOZA L l e g a m o s a la i g l e s i a ; pero los franceses, que h a blan entrado por la sacristía, se nos adelantaron, y y a ocupaban el altar m a y o r . Y o no había visto jamás una mole churrigueresca, cuajada de esculturas y follajes de oro, sirviendo de parapeto a ia infantería; y o no había visto que vomitasen fuego los mil nichos, albergue de mil santos de ebanistería ; y o no había visto nunca que los rayos de madera dorada, que fulminan su llama inmóvil desde los huecos de una nube de cartón poblada de angelitos, se confundieran con los fogonazos, ni que t r a s los pies del S a n t o Cristo, y t r a s el nimbo de oro de la V i r g e n M a r í a , el ojo v e n g a t i v o del soldado afinara su mortífera puntería. B a s t e deciros que el altar m a y o r de S a n A g u s tín era una g r a n fábrica de entalle dorado, cual otras que habréis visto en cualquier templo de E s paña. E s t e a r m a t o s t e se extendía desde el piso a la bóveda, y de machón a machón, representando en sucesivas hileras de nichos como una serie de jerarquías celestiales. A r r i b a , el Cristo e n s a n g r e n tado abría sus brazos sobre la c r u z ; abajo y encima del altar, un templete encerraba el símbolo de la E u c a r i s t í a . Aunque la mole se apoyaba en el muro del fondo, había pequeños pasadizos interioies destinados al servicio casero de aquella república de santos, y por ellos el lego sacristán podía subir desde la sacristía a mudar el traje de la V i r 59 CALDOS g e n , a encender las velas del altísimo Crucifijo, o a limpiar el polvo que los siglos depositaban sobre el antiguo tisú de los vestidos y la madera bermellonada de los rostros. P u e s b i e n : los franceses se posesionaron rápidamente del camarín de la V i r g e n , de los estrechos tránsitos que he m e n c i o n a d o ; y cuando llegamos nosotros, en cada nicho, detrás de cada santo, y abiertos a toda prisa, brillaba el cañón de los fusiles. Igualmente en innumerables a g u j e r o s esta- blecidos detrás del ara santa, que a empujones adelantaron un poco, se preparaban a defender en toda r e g l a la cabecera de la iglesia. N o nos hallábamos enteramente a descubierto, y para resguardarnos del g r a n retablo, teníamos los confesonarios, los altares de las capillas y las tribunas. L o s más expuestos éramos los que ent r a m o s por la nave principal; y mientras los más osados avanzaron resueltamente hacia el fondo, otros tomamos posiciones en el coro bajo, tras el facistol, tras las sillas y bancos amontonados cont r a la reja, molestando desde allí con certera puntería a la nación francesa, posesionada del altar mayor. E l tío G a r c é s , con nueve de igual empuje, corrió a posesionarse del pulpito, otra pesada fábrica churrigueresca, c u y o guardapolvo, coronado por una estatua de la F e , casi llegaba al techo. Subie6o ZARAGOZA ron, ocupando la cátedra y la escalera, y desde allí, con singular acierto, dejaban seco a todo francés que, abandonando el presbiterio, se adelantaba a lo bajo de la iglesia. También sufrian ellos bastante, porque les abrasaban los del altar m a y o r , deseosos de quitar de en medio aquel obstáculo. A l fin se destacaron unos veinte hombres, resueltos a t o mar a todo trance aquel reducto de madera, sin cuya posesión era locura intentar el paso de la n a ve. N o he visto nada más parecido a una g r a n b a talla, y así como en ésta la atención de uno y o t r o ejército se reconcentra a veces en un punto, el m á s disputado y apetecido de todos, y c u y a pérdida o conquista decide el éxito de la lucha, así la a t e n ción de todos se dirigió al pulpito, tan bien defendido como bien atacado. L o s veinte tuvieron que resistir el vivísimo fuego que se les hacía desde el coro, y la explosión de las g r a n a d a s de mano que los de las tribunas les a r r o j a b a n ; pero a pesar de sus grandes pérdidas, avanzaron resueltamente a la bayoneta sobre la escalera. N o se acobardaron los diez defensores del fuerte, y defendiéronse a a r m a blanca con aquella superioridad infalible que siempre tuvieron en este g é n e r o de lucha. Muchos de los nuestros, que antes hacían fuego parapetados tras los altares y los confesonarios, corrieron a atacar a los f r a n c e ses por la espalda, representando de este modo en miniatura la peripecia de una v a s t a acción campal ; 61 GALDOS y trabóse la contienda cuerpo a cuerpo a bayonetazos, a tiros y a golpes, según como cada cual c o g í a a su contrario. D e la sacristía salieron m a y o r e s fuerzas enemig a s , y nuestra r e t a g u a r d i a , que se había mantenido en el coro, salió también. A l g u n o s que se hallaban en las tribunas de la derecha saltaron fácilmente al cornisamento de un g r a n retablo lateral, y no satisfechos con h a c e r fuego desde allí, desplomaron sobre los franceses tres estatuas de santos que coronaban los ángulos del ático. E n tanto el pulpito se sostenía con firmeza, y en medio de aquel infierno vi al tío G a r c é s ponerse en pie, desafiando al fuego, y accionar como un predicador, g r i t a n d o desaforadamente con v o z ronca. Si a l g u na vez viera al demonio predicando el pecado en la cátedra de una iglesia, invadida por todas las potencias infernales en espantosa bacanal, no me llamaría la atención. ' A q u e l l o no podía prolongarse mucho tiempo, y G a r c é s , atravesado por cien balazos, cayó de improviso, lanzando un ronco aullido. L o s franceses, que en g r a n número llenaban la sacristía, vinieron en columna cerrada, y en los t r e s escalones que separan el presbiterio del resto de la iglesia, nos presentaron un muro infranqueable. L a descarga de esta columna decidió la cuestión del pulpito, y quintados en un instante, dejando sobre las baldosas gran número de muertos, nos retiramos a las 62 capillas. Perecieron los primitivos defensores del pulpito, así como los que luego acudieron a reforzarlos, y al tío Garcés, acribillado a bayonetazos después de muerto, le arrojaron, en su furor, los v e n cedores por encima del antepecho. A s í concluyó aquel g r a n patriota que no nombra la historia. E l capitán de n u e s t r a compañía quedó también inerte sobre el pavimento. Retirándonos en desorden a distintos puntos, separados unos de otros, no sabíamos a quién obedecer; bien es verdad que allí la iniciativa de cada uno o de cada g r u p o de dos o tres era la única organización posible, y nadie pensaba en compañías ni en jerarquías militares. H a b í a la subordinación de todos al pensamiento c o mún, y un instinto maravilloso para conocer la est r a t e g i a rudimentaria que las necesidades de la lucha a cada instante nos iba ofreciendo. E s t e instintivo golpe de v i s t a nos hizo comprender que e s tábamos perdidos desde que nos metimos en las capillas de la derecha, y era temeridad persistir en la defensa de la iglesia ante las enormes fuerzas francesas que la ocupaban. A l g u n o s opinaron que con los bancos, las imág e n e s y la m a d e r a de un retablo viejo, que fácilmente podía ser hecho pedazos, debíamos levantar una barricada en el arco de la capilla y defendernos hasta lo ú l t i m o ; pero dos P a d r e s A g u s t i n o s se opusieron a este esfuerzo inútil, y uno de ellos nos d i j o : 63 <**» ' " t e s * " GALD fp. OS — H i j o s míos, no os empeñéis en prolongar resistencia, que os llevaría a perder vuestras la vi- das sin ventaja alguna. L o s franceses están a t a cando en este instante el edificio por la calle de las A r c a d a s . Corred allí a v e r si lográis atajar sus pasos ; pero no penséis en defender la iglesia, profanada por esos cafres. E s t a s exhortaciones nos obligaron a salir al claustro, y todavía quedaban en el coro algunos soldados de E x t r e m a d u r a tiroteándose con los franceses, que y a invadían toda la nave. L o s frailes sólo cumplieron a medias su o f e r t a en lo de darnos algún gaudeamus como recompen- sa por haberles defendido hasta el último e x t r e m o su iglesia, y fueron repartidos algunos trozos de t a s a j o y pan duro, sin que viéramos ni oliéramos el vino en ninguna p a r t e , por más que alargamos la vista y las narices. P a r a explicar esto, dijeron que los franceses, ocupando todo lo alto, se habían posesionado del principal depósito de provisiones; y lamentándose del suceso, procuraron consolarnos con alabanzas de n u e s t r o buen comportamiento. L a falta del vino prometido hízome acordar del g r a n Pirli, y entonces caí en la cuenta de que le había visto al principio del lance en una de las tribunas. P r e g u n t é por é l ; pero nadie me sabía dar razón de su paradero. Ocupaban los franceses la iglesia y también p a r te de los altos del convento. A pesar de nuestra 64 ZARAGOZA desfavorable posición en el claustro bajo, estábamos resueltos a seguir resistiendo, y traíamos a la memoria la heroica conducta de los voluntarios de Huesca, que defendieron las Mónicas h a s t a quedar sepultados bajo sus escombros. E s t á b a m o s delirantes, e b r i o s ; nos creíamos ultrajados si no vencíamos, y nos impulsaba a las luchas desesperadas una fuerza secreta, irresistible, que no puedo e x plicarme sino por la fuerte tensión erectiva del e s píritu y una aspiración poderosa hacia lo ideal. N o s contuvo una orden venida de fuera, y que dictó sin duda, en su buen sentido práctico, el g e neral S a i n t - M a r c h . — E l convento no se puede sostener — d i j e r o n . — A n t e s que sacrificar gente sin provecho alguno para la ciudad, salgan todos a defender los puntos a t a cados en la calle de P a b o s t r e y P u e r t a Quemada, por donde el enemigo quiere extenderse, conquistando las casas de que se le ha rechazado varias veces. Salimos, pues, de S a n A g u s t í n . Cuando pasábanlos por la calle del mismo nombre, paralela a la de P a l o m a r , vimos que desde la torre de la iglesia arrojaban g r a n a d a s de mano sobre los franceses, establecidos en la plazoleta inmediata a la última de aquellas dos vías. ¿Quién lanzaba aquellos proyectiles desde la torre? P a r a decirlo más brevemente y con más elocuencia, abramos la histo- ria y l e a m o s : " E n la torre se habían situado y per65 v.—S -\J*S W GALDOS trechado siete u ocho paisanos con víveres y m u niciones p a r a h o s t i g a r al enemigo, y subsistieron verificándolo por unos días sin querer r e n d i r s e . " A l l í estaba el insigne Pirli. ¡ Oh, P i r l i ! Más fe- liz que el tío G a r c é s , tú ocupas un lugar en la historia. ¿ Z a r a g o z a se rendirá? L a muerte al que esto diga. Z a r a g o z a no se rinde. L a reducirán a p o l v o ; de sus históricas casas no quedará ladrillo sobre lad r i l l o ; caerán sus cien t e m p l o s ; su suelo abriráse vomitando llamas, y lanzados al aire los cimientos, caerán las tejas al fondo de los p o z o s ; pero entre los escombros y entre los muertos habrá siempre u n a lengua v i v a para decir que Z a r a g o z a no se rinde. Llegó el momento de la suprema desespera- ción. F r a n c i a y a no combatía, minaba. E r a preciso d e s b a r a t a r el suelo nacional para conquistarlo. M e dio Coso era suyo, y E s p a ñ a destrozada se retiró a la acera de enfrente. P o r las T e n e r í a s , por el a r r a b a l de la izqrierda habían alcanzado también v e n t a j a s , y sus hornillos no descansaban un instante. A l fin ¡ parece m e n t i r a ! nos acostumbramos a las voladuras como antes nos habíamos hecho al bombardeo. A lo mejor, se oía un ruido como el de mil truenos retumbando a la vez. ¿Qué ha sido? N a d a : la Universidad, la capilla de la S a n g r e , la 66 ZARAGOZA casa de A r a n d a , tal convento o iglesia que y a no existe. Aquello no era vivir en nuestro pacífico y callado planeta: e r a tener por morada las regiones del r a y o , mundos desordenados donde todo es frag o r y desquiciamiento. N o había sitio alguno donde e s t a r , porque el suelo y a no era suelo, y bajo cada planta se abría un cráter. Y , sin embargo, aquellos hombres seguían defendiéndose contra la inmensidad abrumadora de un volcán continuo y de una tempestad incesante. A falta de fortalezas habían servido los c o n v e n t o s ; a falta de conventos, los palacios; a falta de palacios, las casas humildes. T o d a v í a había algunas paredes. Y a no se comía. ¿ P a r a qué, si se esperaba la muerte de un momento a o t r o ? Centenares, miles de hombres perecían en las voladuras, y la epidemia había tomado carácter fulminante. T e n í a uno la suerte de salir ileso de entre la lluvia de balas, y luego, al volver una esquina, el horroroso frío y la fiebre, apoderándose súbitamente de la naturaleza, le conducían en poco tiempo a la muerte. Y a no había parientes ni a m i g o s ; menos a ú n : y a los hombres no se conocían unos a o t r o s ; y ennegrecidos los rostros por la tierra, por el humo, por la sangre, desencajados y cadavéricos, al juntarse después del combate, se p r e g u n t a b a n : " ¿ Q u i é n eres t ú ? ¿Quién es u s t e d ? " Y a las campanas no tocaban a alarma, porque no había campaneros; ya no se oían pregones, por67 GALDOS que no se publicaban p r o c l a m a s ; y a no se decía misa, porque faltaban s a c e r d o t e s ; y a no se cantaba la j o t a , y las voces iban expirando en las g a r g a n t a s a medida que iba muriendo gente. D e hora en hora el fúnebre silencio conquistaba la ciudad. S ó l o hablaba el cañón, y las avanzadas de las dos naciones no se entretenían diciéndose insultos. M á s que de rabia, las almas empezaban a llenarse de tristeza, y la ciudad moribunda se batía en silencio para que ni un átomo de fuerza se le perdiera en voces importunas. L a necesidad de la rendición era una idea g e neral ; pero nadie la manifestaba, guardándola en el fondo de su conciencia, como se guarda la idea de la culpa que se v a a cometer. ¡ Rendirse 1 E s t o parecía una imposibilidad, una obra difícil, y perecer era m á s fácil. P a s ó un día después de la explosión de San F r a n c i s c o ; día horrible que no parece haber existido en las series del tiempo, sino tan sólo en el reino e n g a ñ o s o de la imaginación. Y o había estado en la calle de las A r c a d a s poco antes de que la m a y o r p a r t e de sus casas se hundieran. Corrí después hacia el Coso a cumplir una comisión que se me e n c a r g ó , y recuerdo que la pesada e infecta a t m ó s f e r a de la ciudad me a h o g a ba, de tal modo, que apenas podía andar. P o r el camino encontré a un niño que algunos días antes había v i s t o llorando y solo en el barrio de las 68 ... y además el infeliz metía las manos en la boca, como si se comiese los dedos... GO ZA Tenerías. También entonces iba solo y llorando, y además el infeliz metía las manos en la boca, como si se comiese los dedos. A pesar de esto, nadie le hacía caso. Y o también pasé con indiferencia por su l a d o ; pero después una vocecilla dijo algo en mi conciencia, volví a t r á s y me le llevé conmigo, dándole algunos pedazos de pan. Cumplida mi comisión, corrí a la plazuela de S a n Felipe, donde, después de lo de las A r c a d a s , e s t a ban los pocos hombres que aún subsistían de mi batallón. E r a y a de noche, y aunque en el Coso había g r a n fuego entre una y otra acera, los míos fueron dejados en reserva para el día siguiente, porque estaban muertos de cansancio. M á s vale no dormir, y prefiero el insomnio. S i e m pre el mismo zumbido de los cañones. E s a s insolentes bocas de bronce no han cesado de hablar aún. H a n pasado diez días y Z a r a g o z a no se ha rendido, porque todavía algunos locos se obstinan en g u a r d a r para E s p a ñ a aquel montón de polvo y ceniza. Siguen reventando los edificios, y F r a n c i a , después de sentar un pie, g a s t a ejércitos y quintales de pólvora para conquistar terreno en que poner el otro. E s p a ñ a no se retira mientras teng a una baldosa en que a p o y a r la inmensa máquina de su bravura. Y o e s t o y exánime y no puedo m o v e r m e . E s o s hombres que v e o pasar por delante de mí no p a recen hombres. E s t á n flacos, macilentos, y sus r o s 7i tros serían amarillos, si no les ennegrecieran el polvo y el humo. Brillan bajo la negra ceja los ojos que y a no saben mirar sino matando. S e cubren de inmundos harapos, y un pañizuelo ciñe su cabeza como un cordel. E s t á n tan escuálidos, que parecen los muertos del montón de la calle de la Imprenta, que se han levantado p a r a relevar a los vivos. De trecho en trecho se ven, entre columnas de humo, moribundos en cuyo oído murmura un fraile conceptos religiosos. Ni el moribundo entiende, ni el fraile sabe lo que dice. L a religión m i s m a anda desatinada y medio loca. Generales, soldados, paisanos, frailes, m u j e r e s , todos están confundi- dos. N o hay clases ni s e x o s . Nadie manda y a , y la ciudad se defiende en la anarquía. N o sé lo que me p a s a . N o me digáis que s i g a contando, porque y a no h a y nada. Y a no hay nada que contar, y lo que v e o no parece cosa real, confundiéndose en mi m e m o r i a lo verdadero con lo soñado. E s t o y tendido en un portal de la calle de la Albardería, y tiemblo de f r í o ; mi mano izquierda está envuelta en un lienzo lleno de sangre y fango. L a calentura me abrasa, y anhelo tener fuerzas para acudir al fuego. N o son cadáveres todos los que h a y a mi lado. A l a r g o la mano y toco el brazo de un a m i g o que vive aún. — ¿ Q u é ocurre, señor Sursum Corda? — L o s franceses parece que están del lado acá del Coso — m e contesta con voz desfallecida.—< H a n 72 ZARAGOZA volado media ciudad. Puede ser que sea preciso rendirse. E l Capitán general ha caído enfermo de la epidemia, y está en la calle de Predicadores. Creen que se morirá. E n t r a r á n los franceses. M e alegro de morirme para no verlos. ¿ Q u é tal se encuentra usted, señor de A r a c e l i ? — M u y mal. V e r é si puedo levantarme. — Y o estoy vivo todavía, a lo que parece. N o lo creí. E l S e ñ o r sea conmigo. M e iré derecho al cielo. Señor de Araceli, ¿ s e ha muerto usted y a ? M e levanto y doy algunos pasos. A p o y á n d o m e en las paredes, avanzo un poco y llego junto a las Escuelas P í a s . A l g u n o s militares de alta g r a d u a ción acompañan hasta la puerta a un clérigo p e queño y delgado, que les despide diciendo: "Con nuestro deber hemos cumplido, y la fuerza humana no alcanza m á s . . . " E r a el padre Basilio. Un brazo amigo me sostiene, y reconozco a don Roque. — A m i g o Gabriel —me dice con aflicción.— La ciudad se rinde hoy mismo. —¿Qué ciudad? —Esta. A l hablar así, me parece que nada está en su sitio. L o s hombres y las casas, todo corre en veloz fuga. L a T o r r e N u e v a saca sus pies de los ci- mientos para huir también, y desapareciendo a lo lejos, el capacete de plomo se le cae de un lado. Y a no resplandecen las llamas de la ciudad, Colutn73 ñas de n e g r o humo c o r r e n de L e v a n t e a Poniente, y el polvo y la ceniza, levantados por los torbellinos del viento, marchan en la m i s m a dirección. E l cielo no es cielo, sino un toldo de color plomizo, que tampoco está quieto. — T o d o huye, todo se v a de este lugar de desolación —digo a don R o q u e . — L o s franceses no encontrarán nada. — N a d a : hoy entran p o r la p u e r t a del Á n g e l . Dicen que la capitulación ha sido honrosa. M i r a : ahí vienen les espectros que defendían la plaza. E n e f e c t o : por el C o s o desfilan los últimos combatientes, aquel uno p o r mil que había resistido a las balas y a la epidemia. S o n padres sin hijos, hermanos sin hermanos, maridos sin mujer. E l que no puede encontrar a los suyos entre los v i v o s , tampoco es fácil que los encuentre entre los muertos, porque h a y cincuenta y dos mil cadáveres, casi todos arrojados en las calles, en los portales de las casas, en los sótanos, en las trincheras. L o s franceses, al entrar, se detienen llenos de espanto ante espectáculo tan terrible, y casi están a punto de retroceder. L a s lágrimas corren de sus o j o s , y se preguntan si son hombres o sombras las pocas criaturas con movimiento que discurren ante su vista. E l soldado voluntario, al entrar en su casa, t r o pieza con los cuerpos de s u esposa y de sus hijos. L a mujer corre a la trinchera, al paredón, a la ba- ii todos arrojados en las ZARAGOZA tricada, y busca a su marido. Nadie sabe dónde e s t á : los mil muertos no hablan, y no pueden dar razón de si está F u l a n o entre ellos. Familias numerosas se encuentran reducidas a cero, y no queda en ellas uno solo que eche de menos a los demás. E s t o ahorra muchas lágrimas, y la muerte ha herido de un solo golpe al padre y al huérfano, al esposo y a la viuda, a la víctima y a los ojos que habían de llorarla. F r a n c i a ha puesto al fin el pie dentro de aquella ciudad edificada a las orillas del clásico río que da su nombre a nuestra P e n í n s u l a : pero la ha conquistado sin domarla. A l v e r tanto desastre y el aspecto que ofrece Z a r a g o z a , el ejército imperial, más que vencedor, se considera sepulturero de aquellos heroicos habitantes. Cincuenta y tres mil v i das le tocaron a la ciudad a r a g o n e s a en el contingente de doscientos millones de criaturas con que la humanidad p a g ó las glorias militares del I m p e rio francés. Este sacrificio no será estéril, como sacrificio hecho en nombre de una idea. E l Imperio, cosa vana y de circunstancias, fundado en la movible fortuna, en la audacia, en el genio militar, que siempre es secundario, cuando, abandonando el servicio de la idea, sólo existe en obsequio de sí p r o pio; el Imperio francés, d i g o ; aquella tempestad que conturbó los primeros años del siglo, y cuyos r e lámpagos, truenos y r a y o s aterraron tanto a la 77 E u r o p a , pasó, porque las tempestades pasan, y lo normal en la vida histórica, como en la Naturaleza, es la calma. T o d o s le vimos pasar, y presenciamos su a g o n í a en 1 8 1 5 ; después vimos su resurrección algunos a ñ o s a d e l a n t e ; pero también pasó, derribado el segundo como el primero por la propia soberbia. T a l v e z retoñe por t e r c e r a vez este árbol v i e j o ; pero no dará sombra al mundo durante siglos, y apenas servirá para que algunos hombres se calienten con el fuego de su última leña. L o que no ha pasado ni p a s a r á es la idea de nacionalidad que E s p a ñ a defendía contra el derecho de conquista y la usurpación. Cuando otros pueblos sucumbían, ella mantiene su derecho, lo defiende, y sacrificando su propia s a n g r e y vida, lo c o n s a g r a , como c o n s a g r a b a n los mártires en el circo la idea cristiana. E l resultado es que E s p a ñ a , despreciada injustamente en el C o n g r e s o de Viena, desacreditada con razón por sus continuas g u e r r a s civiles, sus malos gobiernos, su desorden, sus bancarrotas más o menos declaradas, sus inmorales partidos, sus e x t r a v a g a n c i a s , sus toros y sus pronunciamientos, no ha visto nunca, después de 1808, puesta en duda la continuación de su nacionalidad. H o m b r e s de poco seso, o sin ninguno en ocasiones, los españoles darán mil caídas h o y como siemp r e , tropezando y levantándose, en la lucha de sus vicios ingénitos, de las cualidades eminentes que aún conservan, y de las que adquieren lentamente con las ideas que les envía la Europa central. Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurrecciones prodigiosas r e s e r v a la Providencia a esta gente, porque su destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el f u e g o ; pero su permanencia nacional, está y estará siempre asegurada. 79 MARIAN ELA I PERDIDO Se puso el sol. T r a s el breve crepúsculo vino tranquila y obscura la noche, en cuyo n e g r o seno murieron poco a poco los últimos rumores de la tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en su camino, apresurando su paso a medida que avanzaba el de la noche. Iba por a n g o s t a vereda, de esas que sobre el césped traza el constante pisar de hombres y brutos, y subía sin cansancio por un cerro, en cuyas vertientes se alzaban pintorescos grupos de guindos, h a y a s y robles. ( Y a se ve que estamos en el N o r t e de E s p a ñ a . ) E r a un hombre de mediana edad, de complexión recia, buena talla, ancho de espaldas, resuelto de ademanes, firme de andadura, basto de facciones, de mirar osado y vivo, ligero a pesar de su regular obesidad, y (dígase de una vez, aunque sea p r e m a t u r o ) excelente persona por doquiera que se le mirara. V e s t í a el t r a j e propio de los señores acomodados que viajan en v e r a n o , con el redondo sombrerete, que debe a su fealdad el nombre de hon81 v.—6 GALDOS g o ; gemelos de campo pendientes de una correa, y g r u e s o bastón que, entre paso y paso, le servía p a r a apalear las zarzas cuando extendían sus r a m a s llenas de afiladas uñas para atraparle la ropa. D e t ú v o s e , y mirando a todo el círculo del h o rizonte, parecía impaciente y desasosegado. Sin duda no tenía g r a n confianza en la exactitud de su itinerario y a g u a r d a b a el paso de algún aldeano que le diese buenos informes topográficos para l l e g a r pronto y derechamente a su destino. " N o puedo equivocarme — m u r m u r ó . — M e dijeron que a t r a v e s a r a el río por la pasadera... así lo hice. Después, que m a r c h a r a adelante, siempre adelante. E n e f e c t o : allá, detrás de mí, queda esa apreciable villa, a quien y o llamaría Villafangosa por el buen surtido de lodos que h a y en sus calles y caminos... D e modo que, por aquí, adelante, siempre adelante... ( M e g u s t a esta frase, y si y o tuviera escudo, no le pondría otra d i v i s a ) , he de llegar a las famosas minas de Socartes." Después de andar l a r g o trecho, a ñ a d i ó : "Me he perdido, no hay duda de que me he perdido... A q u í tienes, T e o d o r o Golfín, el resultado de tu Adelante, siempre adelante. E s t o s palurdos no conocen el valor de las palabras. O han querido burlarse de ti, o ellos mismos i g n o r a n dónde están las minas de S o c a r t e s . U n g r a n establecimiento minero ha de anunciarse con edificios, chimeneas, ruido de a r r a s t r e s , resoplido de hornos, relincho de 82 MARIANELA caballos, trepidación de máquinas, y y o no veo, ni huelo, ni oigo nada... P a r e c e que estoy en un desierto... ¡ Q u é soledad! Si y o c r e y e r a en b r u j a s , pensaría que mi destino me proporcionaba esta noche el honor de ser presentado a e l l a s . . . ¡ D e m o n i o ! P e r o ¿ n o h a y gente en estos l u g a r e s ? . . . A ú n falta media hora para la salida de la luna. ¡ A h , bribona, tú tienes la culpa de mi e x t r a v í o ! . . . Si al menos pudiera conocer el sitio donde me encuent r o . . . P e r o ¡ q u é más d a ! ( A l decir esto, hizo un g e s t o propio del hombre esforzado que desprecia los peligros.) Golfín, tú que has dado la vuelta al mundo, ¿ t e acobardarás a h o r a ? . . . ¡ A h ! L o s aldeanos tenían r a z ó n : Adelante, siempre adelante. L a ley universal de la locomoción no puede fallar en este momento. Y puesta denodadamente en ejecución aquella osada ley, recorrió un kilómetro, siguiendo a capricho las veredas que le salían al paso y se cruzaban y quebraban en ángulos mil, cual si quisiesen engañarle y confundirle más. P o r grandes que fueran su resolución e intrepidez, al fin tuvo que pararse. L a s veredas, que al principio subían, luego empezaron a bajar, enlazándose ; y al fin bajaron tanto, que nuestro viajero hallóse en un talud, por el cual sólo habría podido descender echándose a rodar. " ¡ B o n i t a situación! —exclamó sonriendo y buscando en su buen humor lenitivo a la enojosa con83 CALDOS trariedad.— ¿ E n dónde estás, querido Golfín? E s t o parece un abismo. ¿ V e s a l g o allá a b a j o ? Nada, absolutamente nada... pero el césped h a desaparecido, el terreno está removido. T o d o es aquí pedruscos y tierra sin vegetación, teñida por el óxido de h i e r r o . . . Sin duda estoy en las minas... pero ni alma viviente, ni chimeneas humeantes, ni ruido, ni un tren que murmure a lo lejos, ni siquiera un perro que ladre... ¿ Q u é h a r é ? H a y por aquí una vereda que vuelve a subir. ¿ S e g u i r é l a ? ¿ D e s a n d a r é lo and a d o ? . . . ¡ R e t r o c e d e r ! ¡ Q u é a b s u r d o ! O y o dejo de ser quien soy, o llegaré e s t a noche a las minas de S o c a r t e s y abrazaré a mi querido hermano. A d e lante, siempre adelante. Dio un paso, y hundióse en la frágil tierra m o vediza. "¿Esas tenemos, señor planeta? ...¿Con que quiere usted t r a g a r m e ? . . . Si ese holgazán satélite quisiera alumbrar un poco, y a nos veríamos las caras usted y y o . . . Y a fe que por aquí abajo no hemos de ir a ningún paraíso. Parece esto el cráter de un volcán a p a g a d o . . . H a y que andar suavemente por tan delicioso precipicio. ¿Qué es esto? ¡Ah! una p i e d r a : magnífico asiento para echar un c i g a rro, esperando a que salga la l u n a . " E l discreto Golfín se sentó tranquilamente, como podría haberlo hecho en el banco de un paseo, y y a se disponía a fumar, cuando sintió una v o z . . . " V a m o s — d i j o el viajero lleno de gozo,— hu84 MARÍA N EL A inanidad tenemos. E s e es el canto de una muchacha ; sí, es v o z de mujer, y v o z preciosísima. Me g u s t a la música popular de este país. A h o r a c a l l a . . . Oigamos, que pronto ha de volver a e m p e z a r . . . Y a , y a suena otra vez. ¡ Qué voz tan bella, qué melodía tan c o n m o v e d o r a ! P e r o si no me e n g a ñ a el oído, la v o z se aleja... L a g r a c i o s a cantadora se va. ¡ E h , niña, aguarda, deten el paso! L a voz, que durante breve rato había regalado con encantadora música el oído del hombre e x t r a viado, se iba perdiendo en la inmensidad tenebrosa, y a los gritos de Golfín, el canto extinguióse por completo. " E s t a es una situación divina —murmuró Gol- fin, considerando que no podia hacer m e j o r cosa que dar lumbre a su cigarro.—• N o hay mal que cien años dure. A g u a r d e m o s fumando. M e he lucido con querer venir solo y a pie a las minas. Mi equipaje habrá llegado primero, lo que prueba de un modo irrebatible las v e n t a j a s del Adelante, pre siem- adelante. M o v i ó s e entonces ligero vientecillo, y Teodoro c r e y ó sentir pasos lejanos en el fondo de aquel desconocido o supuesto abismo que ante sí tenía. P u s o atención, y no tardó en adquirir la certeza de que alguien andaba por allí. Levantándose, gritó: " M u c h a c h a , hombre, o quien quiera que seas, ¿ s e puede ir por aquí a las minas de S o c a r t e s ? " 85 CALDOS N o había concluido, cuando o y ó s e el violento ladrar de un perro, y después una v o z de hombre, que d i j o : " C h o t o , Choto, ven a q u í ! — ¡ E h ! —gritó el v i a j e r o . — Buen amigo, muchacho de todos los demonios, o lo que quiera que seas, sujeta pronto ese p e r r o , que y o soy hombre de paz. —¡Choto, Choto!" Vio Golfín que se le acercaba un perro negro y g r a n d e ; mas el animal, después de g r u ñ i r junto a él, retrocedió llamado por su amo. E n tal punto y momento, el viajero pudo distinguir una figura, un hombre que inmóvil y sin expresión, cual muñeco de piedra, estaba en pie a distancia como de diez v a r a s , más abajo de él, en una v e r e d a transversal que aparecía irregularmente trazada por todo lo largo del talud. Este sendero y la humana figura, detenida en él, llamaron vivamente la atención de Golfín, que, dirigiendo gozosa mirada al cielo, e x clamó : " ¡ G r a c i a s a D i o s ! A l fin sale esa loca. Y a podemos saber dónde e s t a m o s . N o sospechaba y o que tan cerca de mí existiera esta senda. P e r o si es un camino... — ¡ H o l a ! amiguito, ¿puede usted decir- me si estoy en S o c a r t e s ? — S í , señor: estas son las minas, aunque estamos un poco lejos del establecimiento." L a voz que esto decía era juvenil y agradable, 86 MARIANELA y resonaba con las simpáticas inflexiones que indican una disposición a prestar servicios con buena voluntad y cortesía. — B i e n , amiguito: doy a usted las gracias por las noticias que me ha dado y las que aún ha de d a r m e . . . Salí de Villamojada al ponerse el sol. Dijéronme que adelante, siempre adelante. — ¿ V a usted al establecimiento? — p r e g u n t ó el misterioso joven, permaneciendo inmóvil y rígido, sin mirar al doctor, que y a estaba cerca. — S í , s e ñ o r ; pero sin duda equivoqué el camino. — E s t a no es la entrada de las minas. L a entrada es por la pasadera de R a b a g o n e s , donde está el camino y el ferrocarril en construcción. P o r allá hubiera usted llegado en diez minutos al establecimiento. P o r aquí tardaremos más, porque hay bastante distancia y muy mal camino. E s t a m o s en la última zona de explotación, y hemos de a t r a v e sar algunas galerías y túneles, bajar escaleras, pasar trincheras, remontar taludes, descender el plano inclinado; en fin, r e c o r r e r todas las minas de S o c a r t e s desde un e x t r e m o , que es éste, hasta el otro e x t r e m o , donde están los talleres, los hornos, las máquinas, el laboratorio y las oficinas. — P u e s a fe mia que ha sido floja mi equivocación, —dijo Golfín riendo. — Y o le guiaré a usted con mucho g u s t o , porque conozco estos sitios perfectamente." Golfín, hundiendo sus pies en la tierra, resbalan87 GALDOS do aquí y bailoteando m á s allá, tocó al fin el benéfico suelo de la vereda, y su primera acción fué e x a m i n a r al bondadoso joven. B r e v e rato p e r m a neció el doctor dominado por la sorpresa. —Usted... —murmuró. — S o y ciego, sí, señor —añadió el j o v e n ; — pero sin vista sé recorrer de un cabo a otro las minas. E l palo que uso me impide tropezar, y Choto me acompaña, cuando no lo hace la N e l a , que es mi lazarillo. Con que, s í g a m e usted y déjese llevar. II GUIADO — ¿ C i e g o de nacimiento? —dijo Golfin con v i v o interés, que no era sólo inspirado por la compasión. — S í , señor, de nacimiento — r e p u s o el ciego con naturalidad.— N o conozco el mundo más que por el pensamiento, el tacto y el oído. H e podido c o m prender que la parte m á s m a r a v i l l o s a del universo es esa que me e s t á vedada. Y o sé que los ojos de los demás no son como e s t o s míos, sino que por sí conocen las c o s a s ; pero este don me parece tan e x traordinario, que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo. — ¡ Q u i é n s a b e . . . ! —manifestó T e o d o r o ; — pero ¿ e n dónde e s t a m o s , buen a m i g o ? 88 MARIANELA — E s t a zona de la mina se llama la Terrible. H a estado en explotación hasta que hace dos años se agotó el mineral. H o y los trabajos se hacen en otras zonas que h a y más arriba. — ¡ Choto, Choto, aquí! — d i j o el ciego.— Caballero, mucho cuidado ahora, que vamos a entrar en una galería. E n e f e c t o : Golfín vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se dirigía hacia una puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres g r u e s a s v i g a s . E l perro entró primero, olfateando la n e g r a cavidad. Siguióle el ciego con la impavidez de quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fué detrás, no sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la importuna excursión bajo tierra. —Es pasmoso — o b s e r v ó , — que usted entre y salga por aquí sin tropiezo. — M e he criado en estos sitios — c o n t e s t ó el j o ven,— y los conozco como mi propia casa. Aquí se siente f r í o : abrigúese usted si tiene con qué. N o tardaremos mucho en salir. Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de v i g a s perpendiculares. Después d i j o : —Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. P o r aquí se a r r a s t r a el mineral de las pertenencias de arriba. ¿ T i e n e usted frío? — D i g a usted, buen amigo — i n t e r r o g ó el doctor festivamente.— ¿ E s t á usted seguro de que no nos ha tragado la tierra? E s t e pasadizo 89 es un esó- CALDOS f a g o . Somos pobres bichos que hemos caído en el e s t ó m a g o de un g r a n insectívoro. ¿ Y usted, joven, se pasea mucho por e s t a s amenidades? — M u c h o paseo por aquí a todas horas, y me a g r a d a extraordinariamente. Y a hemos entrado en la parte más seca. E s t o es arena pura... A h o r a vuelve la piedra... A q u í h a y filtraciones de a g u a s u l f u r o s a ; por aquí una capa de tierra, en que se encuentran Conchitas de piedra... También v e r á capas de p i z a r r a : esto llaman esquistos... ¿Oye usted cómo canta el s a p o ? Y a estamos cerca de la boca. A l l í se pone ese holgazán todas las noches. L e conozco: tiene una v o z ronca y pausada. — ¿ Q u i é n , el sapo? — S í , señor. Y a nos acercamos al fin. — E n e f e c t o : allá v e o como un ojo que nos mira. E s la claridad de la o t r a boca. Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor fué el canto melancólico que había oído antes. Oyólo también el c i e g o ; volvióse bruscamente, y dijo sonriendo con placer y o r g u l l o : — ¿ L a oye usted? — A n t e s oí esa v o z , y me a g r a d ó sobremanera. ¿Quién es la que c a n t a . . . ? E n vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con toda la fuerza de sus pulmones, g r i t ó : —¡Nela!... ¡Nela! E c o s sonoros, próximos los unos, lejanos otros, 9° M A RIA N EL A repitieron aquel nombre. E l ciego, poniéndose las manos en la boca en forma de bocina, g r i t ó : — N o vengas, que voy allá. ¡ Espérame en la herrería... en la herrería! Después, volviéndose al doctor, le d i j o : — L a Nela es una muchacha que me acompaña; es mi lazarillo. A l anochecer volvíamos juntos del prado g r a n d e . . . hacía un poco de fresco. Como mi padre me ha prohibido que ande de noche sin abrigo, metíme en la cabana de Remolinos, y la Nela corrió a mi c a s a a buscarme el gabán. P r o n t o llegaremos a la herrería. A l l í nos separaremos, porque mi padre se enoja cuando entro tarde en casa. Nela le acompañará a usted hasta las oficinas. — M u c h a s gracias, amigo mío. E l túnel les había conducido a una profunda g r i e ta abierta en el terreno, a semejanza de las que r e sultan de un c a t a c l i s m o ; pero no había sido abierta por las palpitaciones fogosas del planeta, sino por el laborioso azadón del minero. P a r e c í a el interior de un g r a n buque n á u f r a g o , tendido sobre la playa, y a quien las olas hubieran quebrado por la mitad doblándole en un ángulo obtuso. L a ilusión fué completa cuando se sintió rumor de agua, un chasquido semejante al de las olas mansas cuando j u e g a n en los huecos de una peña o azotan el esqueleto de un buque náufrago. — P o r aquí hay agua, — d i j o a su compañero. — E s e ruido que usted siente —replicó el ciego 91 GALDOS deteniéndose,— y que parece... ¿cómo lo diré? ¿ N o es verdad que parece ruido de gárgaras, como el que hacemos cuando nos curamos la garganta? —Exactamente. ¿Y dónde está ese buche de a g u a ? ¿ E s algún a r r o y o que p a s a ? — N o , señor. A q u í , a la izquierda, hay una loma. D e t r á s de ella se abre una g r a n boca, una sima, un abismo c u y o fin no se sabe. S e llama la T r a s c a v a . A l g u n o s creen que va a dar al mar por junto a Ficóbriga. Otros dicen que corre por el fondo de él un río que está siempre dando vueltas y más vueltas, como una rueda, sin salir nunca fuera. Y o me figuro que será como un molino. A l g u n o s dicen que hay allá abajo un resoplido de aire que sale de las entrañas de la tierra, como cuando silbamos, el cual resoplido de aire choca contra un raudal de agua, se ponen a reñir, se engarran, se enfurecen y producen ese hervidero que oímos de fuera. — ¿ Y nadie ha bajado a esa sima ? — N o se puede b a j a r sino de una manera. — ¿ Cómo ? — A r r o j á n d o s e a ella. L o s que han entrado no han vuelto a salir, y es lástima, porque nos hubieran dicho qué pasaba allí dentro. D e día podrá usted verla perfectamente, pues b a s t a enfilar un poco las piedras del lado izquierdo para llegar hasta ella. H a y un asiento cómodo. A l g u n a s personas tienen miedo de a c e r c a r s e ; pero la Nela y y o nos 92 ^\AV MARIANELA sentamos allí muy a menudo a oír cómo resuena la voz del abismo. Y efectivamente, señor, parece que nos hablan al oído. L a N e l a dice y j u r a que oye palabras, que las distingue claramente. Y o , la verdad, nunca he oído palabras, pero sí un murmullo como soliloquio o meditación, que a veces parece triste, a veces alegre, tan pronto colérico c o mo burlón. — P u e s y o no oigo sino ruido de g á r g a r a s — d i jo el doctor riendo. Habían salido a un sitio despejado. A la izquierda, y a r e g u l a r altura, vio el doctor un g r u p o de blancas casas en el mismo borde de la vertiente. — A q u í , a la izquierda —dijo el ciego,— está mi casa. Allá arriba... ¿sabe usted? Aquellas tres casas es lo que queda del lugar de Aldeacorba de S u so ; lo demás ha sido expropiado en diversos años para beneficiar el t e r r e n o ; todo aquí debajo es calamina. N u e s t r o s padres vivían sobre miles de millones sin saberlo. E s t o decía, cuando se vino corriendo hacia ellos una muchacha, una niña, una chicuela, de ligerí- sinios pies y menguada de estatura. —Nela, Nela — d i j o el ciego.— ¿ M e traes el abrigo? —Aquí está, —repuso la muchacha poniéndole un capote sobre los hombros. — ¿ E s t a es la que cantaba?... ¿Sabes que tienes una preciosa v o z ? 93 GALBOS — ¡ O h ! — e x c l a m ó el ciego con candoroso acento de encomio,— canta admirablemente. Ahora, Mariquilla, v a s a acompañar a este caballero hasta las oficinas. Y o me quedo en casa. Y a siento la v o z de mi padre que baja a buscarme. M e reñirá, de seg u r o . . . ¡ A l l á voy, allá v o y ! — R e t í r e s e usted pronto, a m i g o —dijo Golfín estrechándole la m a n o . — E l aire es fresco y puede hacerle daño. M u c h a s g r a c i a s por la compañía. E s p e ro que seremos a m i g o s , porque estaré aquí algún tiempo... Y o soy hermano de Carlos Golfín, el ingeniero de estas minas. — ¡ A h ! . . . y a . . . Don Carlos es m u y amigo de mi padre y m í o : le espera a usted desde ayer. — L l e g u é esta tarde a la estación de Villamojad a . . . Dijéronme que S o c a r t e s estaba cerca y que podía venir a pie. Como me gusta v e r el paisaje y hacer ejercicio, y como me dijeron que adelante, siempre adelante, eché a andar, mandando mi equipaje en un carro. Y a ve usted cuan tontamente me perdí... P e r o no hay mal que por bien no v e n g a . . . L e he conocido a usted, y seremos amigos, quizás m u y a m i g o s . . . V a y a , a d i ó s ; a c a s a pronto, que el fresco de septiembre no es bueno. E s t a señora Nela tendrá la bondad de acompañarme. 94 MARIANELA III UN DIÁLOGO QUE SERVIRÁ DE EXPOSICIÓN — A g u a r d a , hija, no v a y a s tan a prisa —dijo Goliin deteniéndose—: déjame encender un c i g a r r o . E s t a b a tan serena la noche, que no necesitó emplear las precauciones que generalmente adoptan contra el viento los fumadores. Encendido el cigarro, acercó la cerilla al rostro de la Nela, diciendo con bondad: — A v e r , enséñame tu cara. Mirábale asombrada la muchacha, y sus negros ojuelos brillaron con un punto rojizo, como chispa, en el breve instante que duró la luz del fósforo. E r a como una niña, pues su estatura debía contarse entre las más pequeñas, correspondiendo a su talle delgadísimo y a su busto mezquinamente constituido. A l g u i e n la definía mujer mirada con vidrio de disminución; alguno como una niña con ojos y expresión de adolescente. N o conociéndola, se dudaba si era un asombroso p r o g r e s o o un deplorable a t r a s o . — ¿ Q u é edad tienes tú? —preguntóle Golfín sacudiendo los dedos p a r a a r r o j a r el fósforo, que empezaba a quemarle. 95 —Dicen que tengo diez y seis años, —replicó la N e l a , examinando a su v e z al doctor. — ¡ Diez y seis a ñ o s ! A t r a s a d i l l a estás, hija. T u clierpo es de doce, a lo sumo. — ¡ M a d r e de Dios ! Si dicen que y o soy como un fenómeno... —manifestó ella en tono de lástima de sí misma. — ¡ U n fenómeno! —repitió Golfín poniendo su mano sobre los cabellos de la chica—•. Podrá ser. V a m o s , guíame. Comenzó a andar la N e l a resueltamente sin adelantarse mucho, antes bien, cuidando de ir siempre al lado del viajero, como si apreciara en todo su valor la honra de tan noble compañía. Iba descalza : sus pies ágiles y pequeños denotaban familiaridad consuetudinaria con el suelo, con las piedras, con los charcos, con los abrojos. — D i m e —le preguntó Golfín,— ¿vives tú en las m i n a s ? ¿ E r e s hija de a l g ú n empleado de esta posesión? — D i c e n que no t e n g o madre ni padre. — ¡ P o b r e c i t a ! T ú t r a b a j a r á s en las minas... —>No, señor. Y o no sirvo para nada, —replicó sin alzar del suelo los ojos. — P u e s a fe que tienes modestia. T e o d o r o se inclinó p a r a mirarle el rostro. E s t e e r a delgado, m u y pecoso, todo salpicado de manchitas parduzcas. T e n í a pequeña la frente, picudi11a y no falta de g r a c i a la nariz, negros y vivido96 M A RÍA N EL A res los o j o s ; pero comúnmente brillaba en ellos una luz de tristeza. S u cabello dorado obscuro había perdido el hermoso color nativo a causa de la incuria y de su continua exposición al aire, al sol y al polvo. Sus labios apenas se veían de puro chicos, y siempre estaban sonriendo. Golfín le acarició el rostro con su mano, tomándolo por la barba y abarcándolo casi todo entre sus gruesos dedos. — ¡ Pobrecita! — e x c l a m ó . — Dios no ha sido generoso contigo. ¿ C o n quién v i v e s ? — C o n el señor Centeno, capataz de ganado en las minas. — M e parece que tú no habrás nacido en la abundancia. ¿ D e quién eres h i j a ? — D i c e n que mi madre vendía pimientos en el mercado de Villamojada. — ¿ Q u i é n fué tu p a p á ? — M i padre —replicó la Nela con cierto o r g u l l o — fué el primero que encendió las luces en V i l l a m o jada. —¡ Cáspita! —Quiero decir que cuando el A y u n t a m i e n t o puso por primera vez faroles en las calles —dijo, c o mo queriendo dar a su relato la g r a v e d a d de la historia,— mi padre era el encargado de encenderlos y limpiarlos. Y cuando iba a farolear me lle- vaba en el cesto, junto con los tubos de vidrio, las mechas, la aceitera... U n día dicen que subió a lim97 v.—7 piar el farol que h a y en el puente, puso el cesto sobre el antepecho, y o me salí fuera, y caíme al río. — ¡ Y te a h o g a s t e ! — N o , señor, porque caí sobre piedras. ¡ D i v i n a M a d r e de D i o s ! Dicen que antes de eso era y o m u y bonita. — S í , indudablemente eras muy bonita — a f i r m ó el forastero, el alma inundada de bondad.— Y to- davía lo e r e s . . . P e r o d i m e : ¿hace mucho tiempo que vives en las m i n a s ? — D i c e n que hace trece años. Dicen que mi m a dre me recogió después de la caída. M i padre c a y ó enfermo, y fué al hospital, donde dicen que se murió. E n t o n c e s vino mi madre a trabajar a las minas. Dicen que un día le despidió el jefe porque había bebido mucho a g u a r d i e n t e . . . — Y tu madre se f u é . . . V a m o s , y a me interesa esa señora. S e fué... — S e fué a un a g u j e r o m u y grande que h a y allá arriba —dijo la Nela, deteniéndose ante el doctor y dando a su voz el tono más patético,— y se metió dentro. — ¡ C a n a r i o ! ¡ V a y a un fin lamentable! Supongo que no habrá vuelto a salir. — N o , señor —replicó la chiquilla con naturalid a d . — Allí dentro está. — D e s p u é s de esa catástrofe, pobre criatura —dij o Golfín con cariño,— has quedado trabajando aquí. 98 MA RÍA NELA E s un trabajo m u y penoso el de la minería. E s t á s teñida del color del m i n e r a l ; estás raquítica y mal alimentada. E s t a vida destruye las naturalezas más robustas. — N o , señor, y o no trabajo. Dicen que y o no sirvo ni puedo servir para nada. — Q u i t a allá, t o n t a : tú eres una alhaja. — Q u e no, señor —dijo la Nela, insistiendo con energía.— Si no puedo trabajar. E n cuanto cargo un peso pequeño, me caigo al suelo. Si me pongo a hacer una cosa difícil, en seguida me desmayo. — T o d o sea por D i o s . . . V a m o s , que si c a y e r a s tú en manos de personas que te supieran manejar, y a trabajarías bien. — N o , señor —repitió la Nela con tanto énfasis como si se elogiara:— si yo no sirvo más que de estorbo. — ¿ D e modo que eres una vagabunda ? — N o , señor, porque acompaño a Pablo. — ¿ Y quién es P a b l o ? — E s e señorito ciego, a quien usted encontró en la Terrible. Y o soy su lazarillo desde hace año y medio. L e llevo a todas p a r t e s ; nos v a m o s por los campos paseando. — P a r e c e buen muchacho ese Pablo. Detúvose otra v e z la Nela mirando al doctor. Con el rostro resplandeciente de entusiasmo, e x clamó : — ¡ M a d r e de D i o s ! E s lo m e j o r que h a y en el 99 GALBOS mundo. ¡ P o b r e amito m í o ! Sin v i s t a tiene él m á s talento que todos los que ven. — M e g u s t a tu amo. ¿ E s de este p a í s ? — S í , s e ñ o r : es hijo único de don Francisco P e náguilas, un caballero m u y bueno y muy rico que v i v e en las casas de Aldeacorba. — D i m e : ¿ y a ti por qué te llaman la N e l a ? ¿Qué quiere decir e s o ? L a muchacha alzó los hombros. Después de una pausa, repuso: — M i madre se llamaba la seña M a r í a Canela, pero la decían Nela. Dicen que éste es nombre de p e r r a . Y o me llamo M a r í a . —Mariquita. — M a r í a Nela me llaman, y también la hija de la Canela. U n o s me dicen Marianela, y otros nada m á s que la Nela. — ¿ Y tu amo te quiere mucho ? — S í , s e ñ o r : es m u y bueno. E l dice que v e con mis ojos, porque como y o le llevo a todas partes y le digo cómo son todas las c o s a s . . . — T o d a s las cosas que no puede v e r —indicó el forastero, m u y gustoso de aquel coloquio. — S í , señor, y o le digo todo. E l me pregunta cómo es una estrella, y yo se la pinto de tal modo, hablando, que para él es lo mismito que si la viera. Y o le explico cómo son las hierbas y las nubes, el cielo, el a g u a y los relámpagos, las veletas, las mariposas, el humo, los caracoles, el cuerpo y la ioo i » » g g •1»> A i ^ R IA r f t R 'T N E L A cara de las personas y de los animales. Y o le digo lo que es feo y lo que es bonito, y así se va enterando de todo. — V e o que no es flojo tu trabajo. ¡ L o feo y lo bonito! A h í es nada... ¿ T e ocupas de e s o ? . . . D i me: ¿sabes leer? — N o , señor. Si y o no sirvo para nada. Decía esto en el tono m á s convincente, y con el gesto de que acompañaba su firme protesta, parecía a ñ a d i r : " E s usted un majadero al suponer que y o sirvo para a l g o . " — ¿ N o verías con g u s t o que tu amito recibiera de Dios el don de la v i s t a ? L a muchacha no contestó nada. Después de una pausa, d i j o : — ¡ Divino D i o s ! E s o es imposible. —Imposible no, aunque difícil. — E l ingeniero director de las minas ha dado e s peranzas al padre de mi amo. — ¿ D o n Carlos Golfín? — S í , s e ñ o r : don Carlos tiene un hermano m é dico que cura los ojos, y , según dicen, da vista a los ciegos, a r r e g l a a los tuertos y les endereza los ojos a los bizcos. — ¡ Qué hombre más hábil! — S í , señor; y como ahora el médico anunció a su hermano que iba a venir, su hermano le escribió diciéndole que t r a j e r a las herramientas p a r a si le podía dar vista a Pablo. 101 ver — ¿ Y ha venido y a ese buen h o m b r e ? — N o , s e ñ o r ; como anda siempre allá por las A m é r i c a s y las I n g l a t e r r a s , parece que tardará en venir. P e r o Pablo se ríe de esto, y dice que no le d a r á ese hombre lo que la V i r g e n Santísima le neg ó desde el nacer. —Quizás tenga razón... Pero dime: ¿estamos y a c e r c a ? . . . porque veo chimeneas que arrojan un humo más n e g r o que el del infierno, y veo t a m bién una claridad que parece de fragua. — S í , señor, y a llegamos. Aquellos son los hornos de la calcinación, que arden día y noche. A q u í enfrente están las máquinas de lavado, que no t r a bajan sino de d í a ; a mano derecha está el taller de composturas, y allá abajo, a lo último de todo, las oficinas. Después de pasar por delante de los hornos, cuy o calor obligóle a a p r e t a r el paso, el doctor vio un edificio tan negro y ahumado como todos los demás. V e r l o y sentir los g r a t o s sonidos de un piano teclado con verdadero frenesí, fué todo uno. —Música t e n e m o s ; conozco las manos de mi cuñada. — E s la señorita Sofía, que toca, —afirmó Ma- ría. Claridad de alegres habitaciones lucía en los huecos, y abierto estaba el balcón principal. Veíase en él un ascua diminuta: era la lumbre de un cigar r o . A n t e s que el doctor llegase, el ascua c a y ó , 102 MARIANELA describiendo una perpendicular y dividiéndose en menudas y saltonas c h i s p a s : era que el fumador había arrojado la colilla. — A l l í está el fumador sempiterno — g r i t ó el doctor con acento del más vivo cariño.— ¡ Carlos, Carlos! — ¡ T e o d o r o ! —contestó una voz en el balcón. Calló el piano, como un ave cantora que se asusta del ruido. Sonaron pasos en la casa. E l doctor dio una moneda de plata a su guía, y corrió hacia la puerta. IV LA F A M I L I A DE PIEDRA Menudeando el paso y saltando sobre los obstáculos que hallaba en su camino, la N e l a se dirigió a la casa que está detrás de los talleres de m a quinaria y junto a las cuadras donde comían el pienso pausada y g r a v e m e n t e las sesenta muías del establecimiento. E r a la morada del señor Centeno de moderna construcción, si bien nada elegante ni aun cómoda. B a j a de techo, pequeña para albergar sus tres piezas a los esposos Centeno, a los cuatro hijos de los esposos Centeno, al g a t o de los esposos Centeno, y , por añadidura, a la Nela, la c a s a figuraba en los planos de vitela de aquel 103 g r a n establecimiento ostentando orgullosa, como o t r a s muchas, este l e t r e r o : Vivienda de capataces. E n su interior, el edificio servía p a r a probar p r á c ticamente, un aforismo que ya conocemos, por haberlo visto enunciado por la misma Marianela, es, a s a b e r : que ella, M a r i a n e l a , no servía más que de estorbo. E n efecto, allí había sitio p a r a t o d o : para los esposos C e n t e n o ; p a r a las herramientas de sus h i j o s ; para mil cachivaches de c u y a utilidad no h a y pruebas i n c o n c u s a s ; p a r a el g a t o ; p a r a el plato en que comía el g a t o ; p a r a la g u i t a r r a de T a n a s i o ; p a r a los materiales que el mismo empleaba en componer garrotes (cestas) ; p a r a media docena de co- lleras viejas de m u í a s ; p a r a la jaula del m i r l o ; para dos peroles inútiles; p a r a un altar en que la Centeno ponía ofrenda de flores de trapo a la Divinidad y unas velas seculares, colonizadas por las moscas ; para todo absolutamente, menos para la hija de la Canela. A menudo se o í a : — ¡ Q u e no he de dar un paso sin tropezar con esta condenada N e l a ! . . . También se oía e s t o : — V e t e a tu rincón... ¡ Q u é c r i a t u r a ! Ni hace ni deja hacer a los demás. L a casa constaba de tres piezas y un desván. E r a la primera, además de corredor y sala, alcoba de los Centenos m a y o r e s . E n la segunda dormían las dos señoritas, que eran y a mujeres, y se llamaban la M a r i u c a y la Pepina. T a n a s i o , el primogénito, 104 MARIANELA se a g a s a j a b a en el desván, y Celipín, que era el más pequeño de la familia y frisaba en los doce años, tenia su dormitorio en la cocina, la pieza más interna, más remota, más crepuscular, m á s ahu- mada y más inhabitable de las tres que componían la morada centenil. L a Nela, durante los largos años de su residencia allí, había ocupado distintos rincones, pasando de uno a otro conforme lo e x i g í a la instalación de mil objetos que no servían sino para robar a los seres vivos el último pedazo de suelo habitable. E n cierta ocasión (no consta la fecha con e x a c t i t u d ) , Tanasio, que era tan imposibilitado de piernas c o mo de ingenio, y se había dedicado a la c o n s t r u c ción de cestas de avellano, puso en la cocina, formando pila, h a s t a media docena de aquellos v e n trudos ejemplares de su industria. E n t o n c e s , la hija de la Canela volvió tristemente sus ojos en derredor, sin hallar sitio donde a l b e r g a r s e ; pero la misma contrariedad sugirióle repentina y felicísi- ma idea, que al instante puso en ejecución. M e t i ó se bonitamente en una cesta, y así pasó la noche en fácil y tranquilo sueño. Indudablemente aquello era bueno y c ó m o d o : cuando tenía frío tapábase con o t r a cesta. Desde entonces, siempre que había garrotes grandes, no careció de estuche en que en- cerrarse. P o r eso decían en la c a s a : — D u e r m e como una alhaja. D u r a n t e la comida, y entre la a l g a z a r a de una 105 GALDOS conversación animada sobre el trabajo de la m a ñana, oíase una voz que bruscamente decía: —Toma. L a Nela recogía una escudilla de manos de cualquier Centeno, grande o chico, y se sentaba contra el arca a comer sosegadamente. También solía oírse al fin de la comida la voz áspera y becerril del señor Centeno diciendo a su esposa en tono de reconvención : — M u j e r , que no has dado nada a la pobre Nela. A veces acontecía que la S e ñ a n a (nombre for- mado de señora A n a ) moviera la cabeza para b u s c a r con los ojos, por entre los cuerpos de sus hij o s , algún objeto pequeño y lejano, y que al mismo tiempo d i j e r a : — P u e s qué, ¿ e s t a b a a h í ? Y o pensé que también hoy se había quedado en Aldeacorba. P o r las noches, después de cenar, rezaban el rosario. Tambaleándose y revolviendo sus apretados puños en el hueco de los ojos, la M a r i u c a y la P e pina se ibpn a sus lechos, que eran cómodos y confortantes, paramentados con abigarradas colchas. T a n a s i o subía al alto aposento, y Celipín se acurrucaba sobre haraposas mantas, no lejos de las cestas donde desaparecía la Nela. Acomodados así ¡os hijos, los padres permanecían un rato en la pieza principal; y mientras Centeno, sentándose junto a la mesilla y tomando un periódico, hacía mil muecas y visajes que indicaban 106 MARIANELA el atrevido intento de leerlo, la Señana sacaba del arca una media repleta de dinero, y después de contado y de añadir o quitar algunas piezas, lo r e ponía cuidadosamente en su sitio. U n a noche, después que todo calló, dejóse oír ruido de cestas en la cocina. Como allí había alguna claridad, porque jamás se cerraba la madera del ventanillo, Celipín Centeno, que no dormía aún, vio que las dos cestas más altas, colocadas una contra otra, se separaban, abriéndose como las conchas de un bivalvo. P o r el hueco aparecieron la naricilla y los negros ojos de Nela. —Celipín, Celipinillo —dijo ésta, sacando también su mano.— ¿ E s t á s dormido? — N o , despierto estoy. Nela, pareces una almej a . ¿ Q u é quieres? — T o m a , toma esta peseta que me dio esta noche un caballero, hermano de don C a r l o s . . . ¿ C u á n to has juntado y a ? . . . E s t e sí que es regalo. N u n ca te había dado más que cuartos. — D a m e acá ; muchas gracias, Nela —dijo el muchacho, incorporándose para tomar la moneda.— Cuarto a cuarto, y a me has dado al pie de trienta y dos reales... A q u í lo tengo en el seno, muy bien guardadito en el saco que me diste. ¡ E r e s una real m o z a ! — V o no quiero para nada el dinero. Guárdalo bien, porque si la Señana te lo descubre, creerá que es para vicios y te p e g a r á una paliza. 107 — N o , no es para vicios, no es para vicios —afirmó el chicuelo con energía, oprimiéndose el seno con una mano, mientras sostenía su cabeza en la otra:— es para hacerme hombre de provecho, N e la, para hacerme hombre de pesquis, como muchos que conozco. E l domingo, si me dejan ir a Villamojada, he de comprar una cartilla para aprender a leer, y a que aquí no quieren enseñarme. ¡ Córcholis! Aprenderé solo. ¡ A h ! Nela, dicen que don Carlos era hijo de uno que barría las calles en M a drid. E l solo, sólito él, con la ayuda de Dios, aprendió todo lo que sabe. —Puede que pienses tú hacer lo mismo, bobo. — ¡ Córcholis! Puesto que mis padres no quieren sacarme de estas condenadas minas, yo me buscaré otro camino; sí, y a verás quién es Celipín. Y o no sirvo para esto, Nela. Deja tú que tenga reunida una buena cantidad, y verás, verás como me planto en la villa, y allí, o tomo el tren para irme a Madrid, o un vapor que me lleve a las islas de allá lejos, o me meto a servir con tal que me dejen estudiar. — ¡ M a d r e de Dios divino! ¡Qué calladas tenías esas picardías! —dijo la Nela, abriendo más las conchas de su estuche y echando fuera toda la cabeza. — ¿ P e r o tú me tienes por bobo?... ¡ A h ! Nelilla, estoy rabiando. Y o no puedo vivir así, yo me muero en las minas. ¡Córcholis! Paso las noches 11«108 MAR IA NELA rando, y me muerdo las manos, y . . . no te asustes, Nela, ni me creas malo por lo que voy a decirte: a ti sola te lo digo. -¿Qué? —Que no quiero a mi madre ni a mi padre como los debiera querer. — E a , pues si haces eso, no te vuelvo a dar un real. ¡Celipín, por amor de Dios, piensa bien lo que dices! — N o lo puedo remediar. Y a ves cómo nos tienen aquí. ¡ Córcholis! No somos gente, sino animales. A veces se me pone en la cabeza que somos menos que las muías, y yo me pregunto si me diferencio en algo de un borrico... Coger una cesta llena de mineral y echarla en un v a g ó n ; empujar el vagón hasta los hornos; revolver con un palo el mineral que se está lavando. ¡ A y ! . . . (al decir esto, los sollozos cortaban la voz del infeliz muchacho.) ¡ C o r . . . córcholis! E l que pase muchos años en este trabajo, al fin se ha de volver malo, y sus sesos serán de calamina... No, Celipín no sirve para esto... L e s digo a mis padres que me saquen de aquí y me pongan a estudiar, y responden que son pobres y que y o tengo mucha fantesía. Nada, nada; no somos más que bestias que ganamos un jornal... ¿Pero tú no me dices nada? L a Nela no respondió... Quizás comparaba la triste condición de su compañero con la suya propia, hallando ésta infinitamente más aflictiva. 109 — ¿ Q u é quieres tú que yo te diga? —replicó al fin.— Como yo no puedo ser nunca nada, como yo no soy persona, nada te puedo decir... Pero no pienses esas cosas malas, no pienses eso de tus padres. — T ú lo dices por consolarme; pero bien ves que tengo razón... y me parece que estás llorando. — Y o no. — S í : tú estás llorando. —Cada uno tiene sus cositas que llorar —repuso María con voz sofocada.— Pero es muy tarde, Celipe, y es preciso dormir. —Todavía no... ¡córcholis! — S í , hijito. Duérmete y no pienses en esas cosas malas. Buenas noches. Cerráronse las conchas de almeja, y todo quedó en silencio. V TRABAJO. PAISAJE. FIGURA E l humo de los hornos, que durante la noche velaban respirando con bronco resoplido, se plateó vagamente en sus espirales más remotas; apareció risueña claridad por los lejanos términos y detrás de los montes, y poco a poco fueron saliendo sucesivamente de la sombra los cerros que rodean a no MARIANELA Socartes, los inmensos taludes de tierra rojiza, los negros edificios. L a campana del establecimiento gritó con aguda v o z : " A l trabajo", y cien y cien hombres soñolientos salieron de las casas, cabanas, chozas y agujeros. Rechinaban los goznes de las puertas; de las cuadras salían pausadamente las muías, dirigiéndose solas al abrevadero, y el establecimiento, que poco antes semejaba una mansión fúnebre alumbrada por la claridad infernal de los hornos, se animaba, moviendo sus miles de brazos. Hombres negros, que parecían el carbón humanado, se reunían en torno a los objetos de fuego que salían de las fraguas, y cogiéndolos con aquella prolongación incandescente de los dedos a quien llaman tenazas, los trabajaban. ¡ Extraña escultura la que tiene por genio el fuego y por cincel el martillo ! Las ruedas y ejes de los millares de vagonetas, las piezas estropeadas del aparato de lavado, recibían allí compostura, y eran construidos los picos, azadas y carretillas. También afuera las muías habían sido enganchadas a los largos trenes de vagonetas. Vélaselas pasar arrastrando tierra inútil para verterla en los taludes, o mineral para conducirlo al lavadero. Allá, en las más remotas cañadas, centenares de hombres golpeaban con picos la tierra para arrancarle, pedazo a pedazo, su tesoro. L o s mineros derrumbaban aquí, horadaban allá, cavaban más lejos, rasguñaban en otra parte, romm pían la roca cretácea, desbarataban las graciosas láminas de pizarra psamnita y esquistosa, despreciaban la caliza arcillosa, apartaban la limonita y el oligisto, destrozaban la preciosa dolomía, revolviendo incesantemente hasta dar con el silicato de zinc, esa plata de E u r o p a que, no por ser la m a t e ria de que se hacen las cacerolas, deja de ser g r a n diosa fuente de bienestar y civilización. Sobre ella ha alzado B é l g i c a el estandarte de su grandeza m o ral y política. ¡ O h ! L a hojadelata tiene también su epopeya. E l cielo estaba d e s p e j a d o ; el sol derramaba libremente sus r a y o s , y la v a s t a pertenencia de S o c a r t e s resplandecía con súbito tono r o j o . R o j a s eran las peñas e s c u l t u r a l e s ; r o j o , el precioso m i n e r a l ; roja, la tierra inútil acumulada en los largos taludes, semejantes a babilónicas murallas; rojo el suelo; roj o s los carriles y los vagones; roja toda la maquinaria; roja el a g u a ; rojos los hombres y mu- jeres que trabajaban en toda la extensión de S o cartes. L a Nela salió de su casa. También ella, sin trab a j a r en las minas, estaba teñida ligeramente de rojo, porque el polvo de la tierra calaminífera no perdona a nadie. L l e v a b a en la mano un mendrugo de pan, que le había dado la S e ñ a n a para d e s a y u narse, y , comiéndoselo, marchaba a prisa, sin distraerse con nada, formal y meditabunda. N o tardó MARIANELA bir el plano inclinado, subió la escalera labrada en la tierra, hasta llegar a las casas de la barriada de Aldeacorba. L a primera que se encontraba era una primorosa vivienda infanzona, grande, sólida, aleg r e , restaurada y pintada recientemente, con cortafuegos de piedra, aleros labrados y ancho escudo circundado de follaje granítico. Dábale acceso un corralillo circundado de tapias, y al costado derecho tenía una hermosa huerta. Cuando la Nela entró, salían las vacas que iban a la pradera. Después de cambiar algunas palabras con el gañán, que era un mocetón formidable... así como de tres cuartas de alto y de diez años de edad... dirigióse a un señor obeso, bigotudo, entrecano, encarnado, de simpático rostro y afable mirar, de aspecto entre soldadesco y campesino, el cual apareció en mangas de camisa, con tirantes, y mostrando hasta el codo los velludos brazos. Antes que la muchacha hablara, el señor de los tirantes volvióse adentro y d i j o : — H i j o mío, aquí tienes a la Nela. Salió de la casa un joven, estatua del más e x celso barro humano, suave, derecho, con la cabeza inmóvil, los ojos clavados y fijos en sus órbitas, como lentes expuestos en un muestrario. Su cara parecía de marfil, contorneada con exquisita finura. A u n sus ojos puramente escultóricos, porque carecían de vista, eran hermosísimos, grandes »3 v.—8 y GALDOS rasgados. Desvirtuábalos su fijeza y la idea de que t r a s aquella fijeza estaba la noche. S u edad no pasaba de los veinte a ñ o s ; su cuerpo, sólido y airoso, con admirables proporciones construido, era digno en todo de la sin igual cabeza que sustentaba. Don Francisco P e n á g u i l a s , padre del joven, era un hombre más que b u e n o ; era inmejorable, superiormente discreto, bondadoso, afable, honrado y magnánimo, no falto de instrucción. Nadie le aborreció j a m á s ; era el más respetado de todos los propietarios ricos del país, y m á s de una cuestión se a r r e g l ó por la mediación, siempre inteligente, del señor de Aldeacorba de Suso. L a casa en que le hemos visto fué su cuna. H a b í a estado de joven en A m é r i c a , y al r e g r e s a r a E s p a ñ a sin fortuna, entró a servir en la Guardia civil. Retirado a su pueblo natal, donde se dedicaba a la labranza y a la g a n a dería, heredó r e g u l a r hacienda, y en la época de nuestra historia acababa de heredar otra m a y o r . S u esposa, andaluza, había muerto en edad muy temprana, dejándole un solo hijo, que a poco de nacer demostró hallarse privado en absoluto del más precioso de los sentidos. E s t o fué la pena más aguda que a m a r g ó los días del buen padre. ¿ Q u é le importaba a l l e g a r riquezas y v e r que la fortuna favorecía sus intereses y sonreía en su casa? ¿ P a r a quién era esto? P a r a quien no podía v e r ni las g o r d a s v a c a s , ni las praderas risueñas, 114 MARÍA NELA ni la huerta cargada de frutas. Don F r a n c i s c o h u biera dado sus ojos a su hijo, quedándose él ciego el resto de sus días, si esta especie de generosidades fuesen practicables en el mundo que c o n o c e m o s ; pero como no lo son, no podía don F r a n c i s c o dar realidad al noble sentimiento de su corazón, sino proporcionando al desgraciado joven todo cuanto pudiera hacerle menos i n g r a t a la obscuridad en que vivía. P a r a él eran todos los cuidados y los infinitos mimos y delicadezas cuyo secreto pertenece a las madres, y algunas veces a los padres, cuando faltan aquéllas. J a m á s contrariaba a su hijo en nada que fuera para su consuelo y distracción en los límites de lo honesto y moral. Divertíale con cuentos y l e c t u r a s ; tratábale con solícito esmero, atendiendo a su salud, a sus goces legítimos, a su instrucción y a su educación cristiana, porque el señor de Penáguilas, que era un si es no es severo de principios, d e c í a : " N o quiero que mi hijo sea ciego dos veces." Viéndole salir, y que la Nela le acompañaba fuera, díjoles c a r i ñ o s a m e n t e : — N o os alejéis h o y mucho. No c o r r á i s . . . Adiós. Miróles desde la portalada hasta que dieron vuelta a la tapia de la huerta. Después entró, porque tenía que hacer varias c o s a s : escribir una e s quela a su hermano Manuel, ordeñar una v a c a , podar un árbol, y ver si había puesto la gallina pintada. 115 GALD OS VI TONTERÍAS Pablo y Marianela salieron al campo, precedidos de Choto, que iba y volvía gozoso y saltón, moviendo la cola y repartiendo por igual sus caricias entre su amo y el lazarillo de su amo. — N e l a — d i j o P a b l o , — hoy está el día muy hermoso. E l aire que corre es suave y fresco, y el sol calienta sin quemar. ¿Adonde v a m o s ? — E c h a r e m o s por estos prados adelante —replicó la Nela, metiendo su mano en una de las faltriqueras de la americana del mancebo.— ¿ A ver qué me has traído h o y ? —Busca bien y encontrarás algo —dijo Pablo riendo. — ¡ A h , M a d r e de D i o s ! Chocolate crudo... ¡Y poco que me g u s t a el chocolate c r u d o ! . . . N u e c e s . . . una cosa envuelta en un papel... — ¿ A d o n d e vamos h o y ? —repitió el ciego. — A d o n d e quieras, niño de mi corazón —repuso la Nela, comiéndose el dulce y arrojando el papel que lo envolvía.— Pide por esa boca, rey del mundo. L o s negros ojuelos de la Nela brillaban de contento, y su cara de avecilla g r a c i o s a y vivaracha multiplicaba sus medios de expresión, moviéndose sin cesar. ti A RÍAMELA — P u e s y o digo que iremos adonde tú quieras —observó el ciego.— Ale gusta obedecerte. Si te parece bien, iremos al bosque que está más allá de Saldeoro. E s t o , si te parece bien. — B u e n o , bueno, iremos al bosque — e x c l a m ó la Nela, batiendo palmas.— Pero como no hay prisa, nos sentaremos cuando estemos cansados. — Y que no es poco agradable aquel sitio donde está la fuente, ¿ s a b e s , N e l a ? , y donde hay unos troncos muy grandes, que parecen puestos allí p a r a que nos sentemos nosotros, y donde se oyen cantar tantos, tantísimos pájaros, que es aquello la gloria. — P a s a r e m o s por donde está el molino, de quien tú dices que habla mascullando las palabras como un borracho. ¡ A y , qué hermoso día y qué contenta estoy! — ¿ Brilla mucho el sol, Nela ? Aunque me digas que sí, no lo entenderé, porque no sé lo que es brillar. — B r i l l a mucho, sí, señorito mío. ¿ Y a ti qué te importa eso? E l sol es muy feo. No se le puede mirar a la cara. — ¿ P o r qué ? — P o r q u e duele. — ¿ Q u é duele? — L a vista. ¿ Q u é sientes tú cuando estás a l e g r e ? — ¿ C u a n d o e s t o y libre, contigo, solos los dos en el c a m p o ? —Sí. 117 GALDOS — P u e s siento que me nace dentro del pecho una frescura, una suavidad dulce... — ¡ A h í te quiero v e r ! ¡ M a d r e de D i o s ! P u e s y a sabes cómo brilla el sol. — ¿ C o n frescura? — N o , tonto. — ¿ P u e s con qué ? — C o n eso. — C o n e s o ; y ¿ q u é es eso? — E s o , —afirmó nuevamente la Nela con acento de firme convicción. — Y a v e o que esas cosas no se pueden explicar. A n t e s me formaba y o idea del día y de la noche. ¿ Cómo ? V e r á s : era de día, cuando hablaba la gent e ; era de noche, cuando la gente callaba y cantaban los gallos. A h o r a no hago las mismas comparaciones. E s de día, cuando estamos juntos tú y y o ; es de noche, cuando nos separamos. — ¡ A y , divina M a d r e de Dios ! — e x c l a m ó la Nela, echándose atrás las guedejas que le caían sobre la frente.— A mí, que tengo ojos, me parece lo mismo. — V o y a pedirle a mi padre que te deje vivir en mi casa para que no te separes de mí. — B i e n , bien — d i j o María, batiendo palmas otra vez. Y diciéndolo, se adelantó saltando algunos p a s o s ; y recogiendo con e x t r e m a g r a c i a sus faldas, empezó a bailar. — ¿ Q u é haces, N e l a ? 118 MARIANELA — ¡ A h ! , niño mío, estoy bailando. M i contento es tan grande, que me han entrado g a n a s de bailar. P e r o fué preciso saltar una pequeña cerca, y la Nela ofreció su mano al ciego. Después de pasar aquel obstáculo, siguieron por una calleja tapizada en sus dos rústicas paredes de lozanas hiedras y espinos. L a Nela apartaba las r a m a s para que no picaran el rostro de su amigo, y al fin, después de b a j a r g r a n trecho, subieron una cuesta por entre frondosos castaños y nogales. A l llegar arriba, P a blo dijo a su c o m p a ñ e r a : — S i no te parece mal, sentémonos aquí. Siento pasos de gente. — S o n los aldeanos que vuelven del mercado de Homedes. H o y es miércoles. E l camino real está delante de nosotros. Sentémonos aquí antes de ent r a r en el camino real. — E s lo mejor que podemos hacer. Choto, ven acá. L o s tres se sentaron. — ¡ Si está esto lleno de f l o r e s ! . . . — e x c l a m ó la N e l a . — ¡ Madre, qué guapas! — C ó g e m e un ramo. Aunque no las veo, me g u s t a tenerlas en mi mano. Se me figura que las oigo. — E s o sí que es g r a c i o s o . Aquí tienes una flor, otra, otra, s e i s : todas son distintas. ¿ A que no sabes tú lo que son las flores? — P u e s las flores —dijo el ciego a l g o confuso, acercándolas a su r o s t r o — son... unas como sonri119 GALBOS sillas que echa la t i e r r a . . . L a verdad, no sé mucho del reino vegetal. — ¡ Madre divinísima, qué poca ciencia! — e x c l a mó María, acariciando las manos de su amigo.— L a s flores son las estrellas de la tierra. — ¡ V a y a un d i s p a r a t e ! Y las estrellas, ¿qué son? — L a s estrellas son las miradas de los que se han ido al cielo. — E n t o n c e s , las flores... — S o n las miradas de los que se han muerto y no han ido todavía al cielo — a f i r m ó la Nela con entera convicción.— Los muertos son enterrados en la tierra. Como allá abajo no pueden e s t a r sin echar una miradilla a la tierra, echan de sí una cosa que sube en forma y m a n e r a de flor. Cuando en un prado hay muchas flores, es porque allá... en tiempos atvás, enterraron en él muchos difuntos. — N o , no —replicó Pablo con seriedad.— N o creas desatinos. N u e s t r a religión nos enseña que el espíritu se separa de la carne y que la vida mortal se acaba. L o que se entierra, Nela, no es más que un despojo, un barro inservible que no puede pensar, ni sentir, ni tampoco v e r . — E s o lo dirán los libros, que, según dice la S e ñana, están llenos de mentiras. — E s o lo dicen la fe y la razón, querida Nela. T u imaginación te hace creer mil errores. Poco a poco y o los iré destruyendo, y tendrás ideas buenas sobre todas las cosas de este mundo y del otro. 120 MAR1ANELA — ¡ A y , ay, con el doctorcillo de tres por un c u a r t o ! . . . Y a . . . ¿pues no has querido hacerme creer que el sol está quieto y que la tierra da vueltas a la r e d o n d a ? . . . ¡ C ó m o se conoce que no lo ves! ¡ M a d r e del S e ñ o r ! Que me muera en este momento si la tierra no se está más quieta que un peñón y el sol v a corre que corre. Señorito mío, no se la eche de tan sabio, que y o he pasado muchas horas de noche y de día mirando al cielo, y sé cómo está gobernada toda esa máquina... L a tierra está abaj o , toda llena de islitas grandes y chicas. E l sol sale por allá y se esconde por allí. E s el palacio de Dios. —¡Qué tonta! — ¿ Y por qué no ha de ser a s í ? ¡ A y ! T ú no has visto el cielo en un día claro, hijito. P a r e c e que llueven bendiciones... Y o no creo que pueda haber m a los ; no, no los puede haber, si vuelven la cara hacia arriba y ven aquel ojazo que nos está mirando. — T u religiosidad, Nelilla, está llena de supersticiones. Y o te enseñaré ideas mejores. — N o me han enseñado nada —dijo M a r í a con inocencia;— pero yo, cavila que cavilarás, he ido sacando de mi cabeza muchas cosas que me consuelan, y así, cuando me ocurre una buena idea, d i g o : " E s t o debe ser así, y no de otra m a n e r a . " P o r las noches, cuando me v o y sola a mi casa, v o y pensando en lo que será de nosotros cuando nos 121 muramos, y en lo mucho que nos quiere a todos la V i r g e n Santísima. —Nuestra Madre amorosa. — ¡ N u e s t r a M a d r e q u e r i d a ! Y o miro al cielo, y la siento encima de mí, como cuando nos acercamos a una persona y sentimos el calorcillo de su respiración. Ella nos mira de noche y de día por medio d e . . . no te r í a s . . . por medio de todas las cosas hermosas que hay en el mundo. — ¿ Y esas cosas h e r m o s a s . . . ? — S o n sus ojos, tonto. B i e n lo comprenderías si tuvieras los t u y o s . Quien no ha visto una nube blanca, un árbol, una flor, el a g u a corriendo, un niño, el rocío, un corderito, la luna paseándose tan m a j a por los cielos, y las estrellas, que son las miradas de los buenos que se han m u e r t o . . . — M a l podrán ir allá arriba si se quedan debajo de tierra echando flores. — ¡ M i r e n el sabihondo! A b a j o se están mientras se van limpiando de pecados, que después suben volando arriba. L a V i r g e n les espera. Sí, créelo, tonto. L a s estrellas, ¿ q u é pueden ser sino las almas de los que y a están salvos ? ¿ Y no sabes tú que las estrellas b a j a n ? P u e s y o , y o misma las he visto caer así, así, haciendo una raya. S í , señor: las estrellas bajan cuando tienen que decirnos alguna cosa. — ¡ A y , N e l a ! —exclamó Pablo vivamente.— Tus disparates, con serlo tan grandes, me cautivan, por122 Utf M ARIANELA que revelan el candor de tu alma y la fuerza de tu fantasía. Todos esos errores responden a una disposición m u y grande para conocer la verdad, a una poderosa facultad tuya, que sería primorosa si e s tuviera auxiliada por la razón y la educación... E s preciso que tú adquieras un don precioso de que y o estoy p r i v a d o ; es preciso que aprendas a leer. — ¡ A l e e r ! . . . ¿ Y quién me ha de enseñar? — M i padre. Y o le r o g a r é a mi padre que te enseñe. Y a sabes que él no me niega nada. ¡ Qué lástima tan grande que v i v a s a s í ! T u alma está llena de preciosos tesoros. Tienes bondad sin igual y fantasía seductora. De todo lo que Dios tiene en su esencia absoluta, te dio a ti parte muy grande. Bien lo conozco: no veo lo de fuera, pero v e o lo de dentro, y todas las maravillas de tu alma se me han r e velado desde que eres mi lazarillo... ¡ H a c e año y m e d i o ! P a r e c e que fué a y e r cuando empezaron nuestros paseos... N o , hace miles de años que te conozco. ¡ Porque h a y una relación tan grande entre lo que tú sientes y lo que y o s i e n t o ! . . . H a s dicho a h o ra mil disparates, y y o , que conozco a l g o de la v e r dad acerca del mundo y de la religión, me be sentido conmovido y entusiasmado al oírte. S e me ant o j a que hablas dentro de mí. — ¡ M a d r e de D i o s ! — e x c l a m ó la Nela, cruzando las manos.— ¿ T e n d r á eso algo que ver con lo que y o siento? -¿Qué? 123 — Q u e estoy en el mundo p a r a ser tu lazarillo, y que mis ojos no servirían para nada si no sirvieran para guiarte y decirte cómo son todas las hermosuras de la tierra. E l ciego irguió su cuello repentina y vivísimamente, y extendiendo sus manos hasta tocar el cuerpecillo de su amiga, exclamó con a f á n : — D i m e , N e l a : ¿ y cómo eres tú? L a Nela no dijo nada. H a b í a recibido una puñalada... Habían descansado. Siguieron adelante, hasta lleg a r a la entrada del bosque que h a y más allá de Saldeoro. Detuviéronse entre un grupo de n o g a les viejos, cuyos troncos y raíces formaban en el suelo una serie de escalones, con musgosos huecos y recortes tan apropiados p a r a sentarse, que el arte no los hiciera mejor. Sentóse Pablo en el tronco de un nogal, apoy a n d o su brazo izquierdo en el borde de un estanque. Alzaba la derecha mano p a r a c o g e r las ramas que descendían hasta tocar su frente, con lo cual pasaba a ratos, con el mover de las hojas, un r a y o de sol. — ¿ Q u é haces, N e l a ? —dijo el muchacho después de una pausa, no sintiendo ni los pasos, ni la voz, ni la respiración de su compañero.— ¿ Q u é haces? ¿Dónde estás? — A q u í —replicó la Nela, tocándole el hombro.— Estaba mirando el mar. 124 Que estoy en el mundo para ser tu lazarillo. MARIANELA — ¡ A h ! ¿ E s t á muy lejos? — A l l á se ve por los cerros de F i c ó b r i g a . — G r a n d e , grandísimo, tan grande, que estare- mos mirando todo un día sin acabarlo de v e r : ¿ n o es eso? — N o se ve sino un pedazo como el que c o g e s dentro de la boca cuando le pegas una mordida a un pan. — Y a , y a comprendo. Todos dicen que ninguna hermosura iguala a la del mar, por causa de la sencillez que hay en él... O y e , Nela, lo que v o y a dec i r t e . . . ¿ P e r o qué h a c e s ? L a Nela, a g a r r a n d o con ambas manos la r a m a del nogal, se suspendía y balanceaba graciosamente. — A q u í estoy, señorito mío. E s t a b a pensando que por qué no nos daría Dios a nosotras las p e r s o nas alas para volar como los pájaros. ¡ Q u é cosa más bonita que h a c e r . . . zas, y remontarnos y p o nernos de un vuelo en aquel pico que está allá entre Ficóbriga y el m a r ! . . . — S i Dios no nos ha dado alas, en cambio nos ha dado el pensamiento, que vuela m á s que todos los pájaros, porque llega hasta el mismo D i o s . . . Dime t ú : ¿ p a r a qué querría y o alas de pájaro, si Dios me hubiera negado el pensamiento? —Pues Y a mí me g u s t a r í a tener las dos cosas. si tuviera alas, te cogería en mi piquito para llevarte por esos mundos y subirte a lo más alto de las nubes. 127 GALBOS E l ciego alargó su mano h a s t a tocar la cabeza de la Nela. — S i é n t a t e junto a mí. ¿ N o estás cansada? — U n poquitín, —replicó ella, sentándose y apoyando su cabeza con infantil confianza en el hombro de su amo. — R e s p i r a s fuerte, N e l ü l a ; tú estás m u y cansada. E s de tanto v o l a r . . . P u e s lo que te iba a decir es e s t o : hablando del m a r me hiciste recordar una cosa que mi padre me leyó anoche. Y a sabes que desde la edad en que tuve uso de razón acostumbra mi padre leerme todas las noches distintos libros de ciencias y de historia, de artes y de entretenimiento. P u e s bien: anoche leyó unas páginas sobre la belleza. Hablaba el autor de la belleza, y decía que era el resplandor de la bondad y de la verdad, con otros muchos conceptos ingeniosos y tan bien traídos y pensados, que daba g u s to oírlos. — E s e libro —dijo la Nela queriendo demostrar suficiencia— no será como uno que tiene padre Centeno, que llaman... Las mil y no sé atañías no- ches. — N o es eso, t o n t u e l a : habla de la belleza en absoluto... ¿ N o entenderás esto de la belleza i d e a l ? . . . T a m p o c o lo entiendes... P o r q u e has de saber que h a y una belleza que no se ve ni se toca, ni se percibe con ningún sentido. — C o m o , por ejemplo, la V i r g e n M a r í a —inte128 ÍAO.* ~— — MARIANELA rrumpió la N e l a , — a quien no vemos ni tocamos, porque las imágenes no son ella misma, sino su retrato. — E s t á s en lo cierto: asi es. Pensando en esto, mi padre cerró el libro, y él decía una cosa y y o otra. Hablamos de la forma, y mi padre me d i j o : " D e s g r a c i a d a m e n t e , tú no puedes comprenderla." Y o sostuve que s í ; dije que no había más que una sola belleza, y que esa había de servir para todo. L a Nela, poco atenta a cosas tan sutiles, había cogido de las manos de su amigo las flores, y combinaba sus colores risueños. — Y o tenía una idea sobre esto —añadió el ciego con mucha energía,— una idea con la cual estoy encariñado desde hace algunos meses. S í , lo sostengo, lo s o s t e n g o . . . N o , no me hacen falta los ojos para esto. Y o le dije a mi padre: "Concibo un tipo de belleza encantadora, un tipo que contiene todas las bellezas posibles; ese tipo es la N e l a . " Mi padre se echó a reír y me dijo que sí. L a Nela se puso como amapola, y no supo responder nada. Durante un breve instante de terror y ansiedad, c r e y ó que el ciego la estaba mirando. — S í , tú eres la belleza más acabada que puede imaginarse —añadió Pablo con calor.— ¿Cómo podría suceder que tu bondad, tu inocencia, tu candor, tu gracia, tu imaginación, tu alma celestial y cariñosa, que ha sido capaz de a l e g r a r mis tristes d í a s ; cómo podría suceder, cómo, que no estuviese 129 v.—g GALDOS representada en la m i s m a h e r m o s u r a ? . . . Nela, N e la —añadió balbuciente y con a f á n . — ¿no es verdad que eres muy bonita ? L a Nela calló. Instintivamente se había llevado las manos a la cabeza, enredando entre sus cabellos las florecitas medio ajadas que había cogido antes en la pradera. — ¿ N o r e s p o n d e s ? . . . E s verdad que eres modesta. Si no lo fueras, no serías tan repreciosa como eres. F a l t a r í a la lógica de las bellezas, y eso no puede ser. ¿ N o r e s p o n d e s ? . . . — Y o . . . — m u r m u r ó la Nela con timidez, sin dej a r de la mano su tocado,— no s é . . . Dicen que cuando niña era m u y bonita... A h o r a . . . — Y ahora también. M a r í a , en su extraordinaria confusión, pudo hablar a s í : — A h o r a . . . y a sabes tú que las personas dicen muchas tonterías... se equivocan también... A v e ces, el que tiene más ojos ve menos. — ¡ Oh ! ¡ Qué bien dicho! L a Nela que había conseguido sostener entre sus cabellos una como guirnalda de florecillas, sintió vivos deseos de o b s e r v a r el efecto de aquel atavío en el claro cristal del a g u a . F o r primera v e z desde que vivía se sintió presumida. Apoyándose en sus manos, asomóse al estanque. — ¿ Q u é haces, M a r i q u i l l a ? — M e e s t o y mirando en el a g u a , que es como un 130 MARIANELA espejo —replicó con la m a y o r inocencia delatando su presunción. — T ú no necesitas mirarte. E r e s hermosa como los ángeles que rodean el trono de Dios. E l alma del ciego llenábase de entusiasmo y fervor. — E l a g u a se ha puesto a temblar —dijo la N e l a , — y yo no me veo bien, señorito. Ella tiembla como y o . Y a está más tranquila, y a no se m u e v e . . . M e estoy mirando... a h o r a . . . P u e s ésa que veo en el estanque no es tan fea como dicen. E s que h a y también muchos que no saben ver. — S í , muchos. —¡Si yo me vistiese como se visten otras...! — e x c l a m ó la chiquilla con orgullo. — T e vestirás. — ¿ Y ese libro dice que y o soy bonita? — p r e g u n tó ella apelando a todos los recursos de convicción. — L o digo y o , que poseo una verdad inmutable, —exclamó el ciego, llevado de su ardiente fantasía. — P u e d e ser — o b s e r v ó la Nela, apartándose de su espejo pensativa y no muy satisfecha,— que los hombres sean muy brutos y no comprendan las cosas como son. — L a humanidad está sujeta a mil errores. — A s í lo creo —dijo Mariquilla, recibiendo g r a n consuelo con las palabras de su amigo.— ¿ P o r qué han de reírse de m í ? 131 CALDOS — ¡ Oh miserable condición de los h o m b r e s ! — e x clamó el ciego, a r r a s t r a d o al absurdo por su delirante entendimiento. Pablo cayó en profunda meditación. U n a fuerza poderosa, irresistible, impulsaba a M a r í a a mirarse en el espejo del a g u a . Deslizándose suavemente llegó al borde, y vio allá sobre el fondo verdoso su imagen mezquina, con los ojuelos negros, la tez pecosa, la naricilla picuda, aunque no sin g r a cia ; el cabello escaso y la movible fisonomía de páj a r o . A l a r g ó su cuerpo para verse el busto, y lo halló deplorablemente desairado. L a s flores que tenía en la cabeza se c a y e r o n al a g u a , haciendo temblar la superficie, y con la superficie, la imagen. L a hija de la Canela sintió como si arrancaran su corazón de raíz, y c a y ó hacia atrás m u r m u r a n d o : — ¡ M a d r e de Dios, qué feísima s o y ! — ¿ Q u é dices, N e l a ? M e parece que he oído tu voz. — N o decía nada, niño m í o . . . Estaba pensan- d o . . . s í : pensaba que ya es hora de volver a tu casa. P r o n t o será hora de comer. — S í , v a m o s : comerás conmigo, y esta tarde saldremos otra vez. D a m e la mano, no quiero que te separes de mí. Cuando llegaron a la casa, don Francisco P e n á guilas estaba en el patio, acompañado de dos caballeros. Marianela reconoció al ingeniero de las 132 MARIANELA minas y al individuo que se había extraviado en la Terrible la noche anterior. — A q u í están — d i j o , — el señor ingeniero y su hermano, el caballero de anoche. Miraban los tres hombres con visible interés al ciego, que se acercaba. — H a c e un rato que te estamos esperando, hijo mío —indicó don F r a n c i s c o , tomando al ciego de la mano y presentándole al doctor. — E n t r e m o s —dijo el ingeniero. — ¡ Benditos sean los hombres sabios y caritativos! —exclamó el padre, mirando a Teodoro.— P a s e n ustedes, señores. Que sea bendito el instante en que entran en mi casa. — V e a m o s este caso — m u r m u r ó Golfín. Cuando Pablo y los dos hermanos entraron, don F r a n c i s c o se volvió hacia Mariquilla, que se había quedado en medio del patio inmóvil y asombrada, y le dijo con bondad: — M i r a , Nela, más vale que te v a y a s . Mi hijo no puede salir esta tarde. Y luego, como viese que no se marchaba, añadió : — P u e d e s pasar a la cocina. D o r o t e a te dará alg u n a chuchería. 133 CALDOS VII PROSIGUEN LAS TONTERÍAS A l día siguiente P a b l o y su g u í a salieron de la c a s a a la misma hora del a n t e r i o r ; mas como estaba encapotado el cielo y soplaba un airecillo molesto que amenazaba convertirse en vendaval, decidieron que su paseo no fuera l a r g o . A t r a v e s a n d o el prado comunal de Aldeacorba, siguieron el g r a n talud de las minas por Poniente con intención de b a j a r a las excavaciones. — N e l a , tengo que hablarte de una cosa que te hará saltar de alegría —dijo el ciego cuando estuvieron lejos de la casa.— ¡ Nela, yo siento en mi corazón un a l b o r o z o . . . ! Y a viste aquellos caballeros que me esperaban a y e r . — D o n Carlos y su hermano, el que encontramos anoche. -—El cual es un famoso sabio, que ha corrido por toda la A m é r i c a , haciendo maravillosas c u r a s . . . H a venido a visitar a su h e r m a n o . . . Como don Carlos es tan buen amigo de mi padre, le ha rogado que me e x a m i n e . . . ¡ Q u é cariñoso y qué bueno e s ! P r i mero estuvo hablando c o n m i g o : preguntóme varias cosas, y me contó otras muy chuscas y divertidas. Después díjome que me estuviese q u i e t o : sentí sus dedos en mis p á r p a d o s . . . al cabo de un g r a n rato 134 MARIANELA dijo unas palabras que no entendí: eran términos de medicina. M i padre no me ha leído nunca nada de medicina. A c e r c á r o n m e después a una ventana. Mientras me observaba con no sé qué instrumento, ¡había en la sala un silencio...! E l doctor dijo después a mi p a d r e : " S e i n t e n t a r á . " Decían otras c o sas en voz muy baja para que no pudiera y o entenderlas, y creo que también hablaban por señas. Cuando se retiraron, mi padre me d i j o : " N i ñ o de mi alma, no puedo ocultarte la alegría que h a y dentro de mí. E s e hombre, ese ángel de Dios, me ha dado esperanza, muy p o c a ; pero la esperanza parece que se a g a r r a más cuando más chica es. Quiero echarla de mí diciéndome que es imposible, no, no, casi imposible, y ella... pegada como una l a p a . " A s í me habló mi padre. P o r su voz conocí que lloraba... ¿ Q u é haces, N e l a ; estás bailando? — N o , estoy aquí a tu lado. — C o m o otras veces te pones a bailar desde que te digo una cosa a l e g r e . . . ¿ P e r o hacia dónde v a mos h o y ? — E l día está feo. V a m o n o s hacia la T r a s c a v a , que es sitio abrigado, y después bajaremos al co y a la Bar- Terrible. — B i e n : como tú quieras... ¡ A y , Nela, compañera mía, si fuese verdad, si Dios quisiera tener piedad de mí y me concediera el placer de v e r t e . . . ! A u n q u e sólo durara un día mi vista, aunque vol135 GALD OS viera a c e g a r al siguiente, ¡ c u á n t o se lo a g r a d e cería! L a Nela no dijo nada. Después de mostrar exaltada alegría, meditaba con los ojos fijos en el suelo. — S e ven en el mundo cosas muy extrañas — a ñ a dió Pablo,— y la misericordia de Dios tiene así... ciertos exabruptos, lo mismo que su cólera. V i e nen de improviso, después de largos tormentos y castigos, lo mismo que aparece la ira depués de felicidades que se creían s e g u r a s y e t e r n a s : ¿no te parece? — S í , lo que tú esperas será —dijo la Nela con aplomo. — ¿ P o r qué lo s a b e s ? — M e lo dice mi corazón. — ¡ T e lo dice tu corazón ! ¿ Y por qué no han de ser ciertos estos a v i s o s ? —manifestó Pablo con ardor.— Pero se me figura que estás triste hoy. — S í que lo e s t o y . . . Y si he de decirte la verdad, no sé por qué... E s t o y muy alegre y muy t r i s t e ; las dos cosas a un tiempo. ¡ H o y está tan feo el d í a ! . . . Valiera más que no hubiese día, y que fuera noche siempre. — N o , n o : déjalo como está. Noche y día, si Dios dispone que y o sepa al fin diferenciaros, ¡ c u a n feliz s e r é ! . . . ¿ P o r qué nos detenemos? — E s t a m o s en un l u g a r peligroso. Apartémonos a un lado para tomar la vereda. 136 MARIANELA — ¡ A h ! la T r a s c a v a . E s t e césped resbaladizo v a bajando hasta perderse en la g r u t a . E l que cae en ella no puede volver a salir. V a m o n o s , N e l a : no me g u s t a este sitio. — T o n t o , de aquí a la entrada de la cueva h a y mucho que andar. ¡ Y qué bonita está h o y ! — ¿ P o r qué dices que está bonita esa horrenda T r a s c a v a ? —le preguntó su amigo. — P o r q u e h a y en ella muchas flores. L a sema- na pasada estaban todas s e c a s ; pero han vuelto a nacer, y está aquello que da gozo verlo. ¡ M a d r e de D i o s ! H a y muchos pájaros posados allí y muchísimas mariposas que están cogiendo miel en las flores... Choto, Choto, ven aquí, no espantes a los pobres pajaritos. E l perro, que había bajado, volvió gozoso llamado por la Nela, y la pacífica república de pajarillos volvió a tomar posesión de sus estados. — A mí me causa horror este sitio —dijo Pablo, tomando del brazo a la muchacha.— Y ahora, ¿ v a mos hacia las minas? Sí, y a conozco este camino. E s t o y en mi terreno. P o r aquí vamos derechos al Barco... Choto, anda delante; no te enre- des en mis piernas. Descendían por una vereda escalonada. Pronto llegaron a la concavidad formada por la explotación minera. — ¿ E n dónde está nuestro asiento? 137 —pregun- GALDOS tó el señorito de Penáguilas.— Vamos a él. Alli no nos molestará el aire. Desde el fondo de la g r a n zanja subieron un poco por escabroso sendero, abierto entre rotas piedras, tierra y m a t a s de hinojo, y se sentaron a la sombra de enorme peña agrietada, que presentaba en su centro una l a r g a hendidura. M á s bien eran dos peñas, pegada la una a la otra, con irregulares bordes, como dos g a s t a d a s mandíbulas que se esfuerzan en morder. — ¡ Q u é bien se está aquí! — d i j o Pablo.— A veces suele salir una corriente de aire por esa g r u ta ; pero hoy no siento nada. L o que siento es el g a r g o t e o del a g u a allá dentro, en las entrañas de la T r a s c a v a . —Calladita está hoy —observó la Nela.— ¿Quieres e c h a r t e ? — P u e s mira que has tenido una buena idea. A n o che no he dormido pensando en lo que mi padre me dijo, en el médico, en mis o j o s . . . Toda la noche estuve sintiendo una mano que entraba en mis ojos y abría en ellos una puerta cerrada y mohosa. Diciendo esto, sentóse sobre la piedra, poniendo su cabeza sobre el r e g a z o de la Nela. — ¿ N o o y e s ? — d i j o la Nela de improviso. —¿Qué? — A q u í d e n t r o . . . ¡ L a T r a s c a v a ! . . . está hablando. Y la T r a s c a v a — o b s e r v ó la Nela palideciend o , — es un murmullo, un sí, sí, s í . . . A ratos oigo 138 MARIANELA la v o z de mi madre, que dice c l a r i t o : " H i j a mía, ¡qué bien se está a q u í ! " — E s tu imaginación. También la imaginación habla. — A h o r a parece que llora... Se v a poquito a poco perdiendo la voz —dijo la Nela atenta a lo que oía. D e pronto salió por la gruta una ligera ráfaga de aire. — ¿ N o has notado que ha echado un gran suspiro?... Ahora se vuelve a oír la v o z : habla bajo, y me dice al oído muy bajito, muy b a j i t o . . . — ¿ Q u é te dice? — N a d a —replicó bruscamente M a r í a , después de una pausa.— T ú dices que son tonterías. Tendrás razón. — Y a te quitaré y o de la cabeza esos pensamientos absurdos —dijo el ciego tomándole la mano. VIII LOS GOLFINES Teodoro Golfín no se aburría en Socartes. El primer día después de su llegada pasó largas horas en el laboratorio con su hermano, y en los siguientes recorrió de un cabo a otro las minas, e x a minando y admirando las distintas cosas que allí 139 G /4 L D O S había, que y a pasmaban por la grandeza de las fuerzas naturales, y a por el poder y brío del arte de los hombres. D e noche, cuando todo callaba en el industrioso S o c a r t e s , quedando sólo en actividad los bullidores hornos, el buen doctor, que era muy entusiasta músico, se deleitaba oyendo tocar el piano a su cuñada Sofia, esposa de Carlos Golfín y madre de varios chiquillos que se habían muerto. E r a una excelente señora de regular belleza, cada día reducida a menor expresión por una tendencia lamentable a la obesidad. N o tenía hijos vivos, y su principal ocupación consistía en tocar el piano y en organizar asociaciones benéficas de señoras para socorros domiciliarios y sostenimiento de hospitales y escuelas. E n el número de sus vehemencias, que solían ser pasajeras, contábase una que quizás no sea tan recomendable como aquella de socorrer a los menesterosos, y consistía en rodearse de perros y gatos, poniendo en estos animales un afecto que al mismo amor se parecía. Últimamente, y cuando residía en el establecimiento de Socartes, tenía un toy terrier que por e n c a r g o le había traído de Ingla- terra Ulises Bull, jefe del taller de maquinaria. E r a un galguito fino y elegante, delicado y mimoso como un niño Se llamaba Lili, y había costado en L o n d r e s doscientos duros. En los días de paseo solían los Golfines me140 MARIANELA rendar en el campo. U n a tarde (a últimos de septiembre y seis días después de la llegada de T e o doro a las minas) volvían de su excursión en el orden s i g u i e n t e : Lili, Sofía, Teodoro. Carlos. L a estrechez del sendero no les permitía caminar de dos en dos. Lili llevaba su manta o gabancito azul con las iniciales de su ama. Sofía apoyaba en su hombro el palo de la sombrilla, y Teodoro llevaba en la misma postura su bastón, con el sombrero en la punta. Gustaba mucho de pasear con la deforme cabeza al aire. P a s a b a n al borde de la T r a s c a va, cuando Lili, desviándose del sendero con ía elástica ligereza de sus patillas como alambres, echó a c o r r e r césped abajo por la vertiente del embudo. P r i m e r o corría, después resbalaba. Sofía dio un grito de terror. S u primer movimiento, dictado por un afecto que parecía materno, fué correr detrás del animal, tan cercano al p e l i g r o ; pero su esposo la contuvo, diciendo: — D e j a que se lleve el demonio a Lili, m u j e r ; él volverá. N o se puede b a j a r ; este césped es muy resbaladizo. — ¡ L i l i , L i l i ! . . . — g r i t a b a Sofía. Lili se detuvo en la g r a n peña blanquecina, a g u jereada, musgosa, que en la boca misma del abismo se veia, como encubriéndola. F i j á r o n s e allí todos los ojos, y al punto observaron que se movía un objeto. Creyeron de pronto v e r un animal dañino que se ocultaba detrás de la p e ñ a ; pero Sofía 141 GALDOS lanzó un nuevo g r i t o , el cual antes era de asombro que de t e r r o r : — ¡ S i es la N e l a . . . ! Nela, ¿ q u é haces ahí? A l oír su nombre, la muchacha se mostró toda turbada y ruborosa. — ¿ Q u é haces ahí, loca? •—repitió la dama.— Coge a Lili y tráemelo... L a Nela emprendió la persecución de Lili, el cual, más travieso y c a l a v e r a en aquel día que en ning ú n otro de su monótona existencia, huía de las manos de la chicuela. A l fin Lili dio con su elegante cuerpo en medio de las zarzas que cubrían la boca de la cueva, y allí la mantita de que iba vestido fuéle de grandísimo estorbo. L a Nela se deslizó intrépidamente, poniendo su pie sobre las zarzas y robustos hinojos que tapaban el a b i s m o ; y sosteniéndose con una mano en las asperezas de la peña, a l a r g ó la otra hasta pillar el rabo de Lili, con lo cual le sacó del aprieto en que estaba. Acariciando al animal, subió triunfante a los bordes del embudo. — T ú , tú, tú tienes la culpa —díjole Sofía de mal talante, aplicándole tres suaves coscorrones,— porque si no te hubieras metido a l l í . . . Y a sabes que v a detrás de ti donde quiera que te encuentre... ¡ B u e n a pieza! Toma, llévalo en brazos, porque e s t a r á can- sado, y estas l a r g a s caminatas pueden hacerle da142 MARIANELA ño. Cuidado... A n d a delante de nosotros... Cuidado, te repito... M i r a que v o y detrás observando lo que haces. P ú s o s e de nuevo en marcha la familia, precedida por la Nela. E l doctor dijo a la mujer de su h e r m a n o : — E s t o y pensando, querida Sofía, que ese animal te inquieta demasiado. V e r d a d que un perro que cuesta doscientos duros no es un perro como otro cualquiera. Y o me pregunto por qué has empleado el tiempo y el dinero en hacerle un gabán a ese señorito canino, y no se te ha ocurrido comprarle unos zapatos a la Nela. — ¡ Zapatos a la N e l a ! —exclamó Sofía riendo.— Y y o p r e g u n t o : ¿ p a r a qué los q u i e r e ? . . . T a r d a ría dos días en romperlos. — ¿ P e r o qué es e s t o ? . . . —dijo el doctor mirando al suelo.—• ¡ S a n g r e ! Todos miraron al suelo, donde se veían de t r e cho en trecho manchitas de s a n g r e . — ¡ J e s ú s ! —exclamó Sofía, apretando los ojos.— Si es la Nela. M i r a cómo se ha puesto los pies. —Ya las se zarzas Como tuvo que meterse entre para c o g e r a tu dichoso Lili. ve... Nela, ven acá. L a Nela, cuyo pie derecho estaba ensangrentado, se acercó cojeando. — A ver, a v e r qué es eso —dijo T e o d o r o , toman143 'J<*.v GALDOS do a la Nela en sus brazos y sentándola en una piedra de la cerca inmediata. Poniéndose sus lentes, le examinó el pie. — E s poca c o s a ; dos o tres r a s g u ñ o s . . . M e parece que tienes una espina dentro... ¿ T e duele? S í , aquí está la p i c a r a . . . A g u a r d a un momento. Teodoro Golfín sacó su estuche, del estuche unas pinzas, y en un santiamén e x t r a j o la espina. — ¡ Bien por la m u j e r v a l i e n t e ! —dijo, obser- vando la serenidad de la N e l a . — Ahora vendemos el pie. Con su pañuelo vendó el pie herido. Marianela trató de andar. Carlos le dio la mano. — N o , no, ven a c á —dijo Teodoro, cogiendo a Marianela por los brazos. Con rápido movimiento levantóla en el aire y la sentó sobre su hombro derecho. — S i no estás s e g u r a , a g á r r a t e a mis cabellos; son fuertes. A h o r a lleva tú el palo con el som- brero. — ¡ Q u é facha! — e x c l a m ó Sofía, muerta de risa al verlos venir.— Teodoro con la Nela al hombro, y luego el palo con el sombrero de Gessler... 144 MARI ANELA IX HISTORIA DE DOS HIJOS DEL — A q u í tienes, querida Sofía —dijo PUEBLO Teodoro,— un hombre que sirve para todo. E s t e es el resultado de nuestra educación, ¿verdad, C a r l o s ? B i e n sabes que no hemos sido criados con m i m o ; que desde nuestra más tierna infancia nos acostumbramos a la idea de que no había nadie inferior a noso t r o s . . . L o s hombres que se forman solos, como nosotros nos f o r m a m o s ; los que, sin ayuda de nadie, ni más amparo que su voluntad y noble ambición, han logrado salir triunfantes en la lucha la existencia... por Confieso que y o no carezco de v a - nidades, y entre ellas tengo la de haber sido mendigo, de haber pedido limosna de puerta en puerta, de haber andado descalzo con mi hermanito Carlos, y dormir con él en los huecos de las puertas, sin amparo, sin abrigo, sin familia. Y o no sé qué extraordinario r a y o de energía y de voluntad vibró dentro de mí. T u v e una inspiración. C o m prendí que delante de nuestros pasos se abrían dos sendas: la del presidio, la de la gloria. C a r g u é en mis hombros a mi pobre hermanito, lo mismo que hoy c a r g o a la Nela, y d i j e : " P a d r e nuestro, que estás en los cielos, s á l v a n o s . . . " E l l o es que nos salvamos. Y o aprendí a leer y enseñé a mi hermano. 145 v . — 1 0 Y o serví a diversos amos, que me daban de comer y me permitían ir a la escuela. Y o guardaba mis propinas; y o compré una hucha... Y o reuní para comprar libros... Y o no sé cómo entré en los E s colapios ; pero ello es que entré, mientras mi hermano se ganaba su pan haciendo recados en una tienda de u l t r a m a r i n o s . . . — ¡ Qué cosas t i e n e s ! — e x c l a m ó Sofía m u y desazonada, porque no gustaba de oír aquel tema.— Y y o me p r e g u n t o : ¿ a qué viene el recordar tales niñerías? A d e m á s , tú las e x a g e r a s mucho. — N o exagero nada —dijo Teodoro con brío.— Señora, oiga usted y calle... V o y a poner cátedra de e s t o . . . Óiganme todos los pobres, todos los desamparados, todos los niños perdidos... Y o entré en los Escolapios como Dios q u i s o ; yo aprendí como Dios quiso... U n bendito P a d r e dióme buenos consejos y me ayudó con sus limosnas... Sentí afición a la Medicina... ¿ C ó m o estudiarla sin dejar de trabajar para comer? ¡Problema terrible!... Querido Carlos, ¿ t e acuerdas de cuando entramos los dos a pedir trabajo en una barbería de la antigua calle de C o f r e r o s ? . . . Nunca habíamos cogido una navaja en la m a n o ; pero era preciso ganarse el pan afeitando... A l principio ayudábamos... ¿"te acuerdas, C a r l o s ? . . . Después empuñamos aquellos nobles instrumentos... L a flebotomía fué nuestra salvación. Y o empecé los estudios anatómicos. ¡ Ciencia admirable, divina! T a n t o era el trabajo esco146 MARIANBLA lástfco, que tuve que abandonar la barbería de aquel famoso maestro C a y e t a n o . . . E l día en que me despedí, él lloraba... Dióme dos duros, y su mujer me obsequió con unos pantalones viejos de su espos o . . . E n t r é a servir de ayuda de cámara. Dios me protegía, dándome siempre buenos amos. M i afi- ción al estudio interesó a aquellos benditos señores, que me dejaban libre todo el tiempo que podían. Y o velaba estudiando. Y o estudiaba durmiendo. Y o deliraba, y limpiando la ropa repasaba en la memoria las piezas del esqueleto h u m a n o . . . M e acuerdo que el cepillar la ropa de mi a m o me servía para estudiar la miología... Limpiando una m a n ga, decía: "músculo deltoides, bíceps, cubital," y en los pantalones: " m ú s c u l o s glúteos, psoas, gemelos, tibial, e t c . . " E n aquella casa dábanme sobras de comida, que y o llevaba a mi hermano, habitante en casa de unos dignos ropavejeros. ¿ T e acuerdas, Carlos ? — M e acuerdo —dijo Carlos con emoción—. Y gracias que encontré quien me diera casa por un pequeño servicio de llevar cuentas. L u e g o tuve la dicha de tropezar con aquel coronel retirado, que me enseñó las matemáticas elementales. — B u e n o : no hay guiñapo que no saquen ustedes hoy a la calle — o b s e r v ó Sofía. —Mi hermano me pedía pan —añadió T e o d o - r o , — y yo le respondía: " ¿ P a n has dicho? Toma m a t e m á t i c a s . . . " U n día mi amo me dio entradas 147 p a r a el teatro de la C r u z ; llevé a mi hermano y nos divertimos m u c h o ; pero Carlos cogió una pulm o n í a . . . ¡Obstáculo terrible, i n m e n s o ! E s t o e r a recibir un balazo al principio de la acción... P e r o no, ¿quién d e s m a y a ? A d e l a n t e . . . a curarle se ha dicho. U n profesor de la F a c u l t a d , que me había tomado g r a n cariño, se prestó a curarle. — F u é milagro de D i o s que me salvara en aquel cuchitril inmundo, almacén de trapo viejo, de hier r o viejo y de cuero viejo. — D i o s estaba con n o s o t r o s . . . B i e n claro se v e í a . . . H a b í a s e puesto de n u e s t r a p a r t e . . . ¡ O h , bien sabía y o a quién me a r r i m a b a ! — p r o s i g u i ó T e o d o r o , con aquella elocuencia nerviosa, rápida, ardiente, que e r a tan s u y a como las melenas n e g r a s y la cabeza de león.— P a r a que mi hermano tuviera medicinas fué preciso que y o me quedara sin ropa. N o pueden andar juntas la farmacopea y la indumentaria. R e ceta t r a s receta, el enfermo consumió mi capa, después mi levita... M i s calzones se convirtieron en pildoras... P e r o mis amos no me abandonaban... volví a tener ropa, y mi hermano salió a la calle. E l médico me d i j o : " Q u e v a y a a convalecer al camp o . . . " Y o medité... ¿ C a m p o dijiste? Que v a y a a la E s c u e l a de Minas. M i hermano e r a g r a n matemático. Y o le enseñé la Química... pronto se aficionó a los pedruscos, y antes de entrar en la E s c u e l a y a salía al campo de S a n Isidro a r e c o g e r g u i j a r r o s . Y o s e g u í a adelante en mi navegación por entre olas y 148 o* * »"gjg"' "t> MARIANELA huracanes... Cada día era m á s m é d i c o ; un famoso operador me tomó por a y u d a n t e ; dejé de ser criad o . . . E m p e c é a servir a la Ciencia... M i amo c a y ó e n f e r m o ; asistíle como una H e r m a n a de la C a r i dad... Murió, dejándome un l e g a d o . . . ¡ D o n o s a i d e a ! Consistía en un bastón, una máquina para hacer cigarrillos, un cuerno de caza y c u a t r o mil reales en dinero. ¡Una fortuna!... Mi hermano tuvo l i b r o s ; y o , r o p a ; y cuando me vestí de gente, e m pecé a tener enfermos. P a r e c e que la Humanidad perdía la salud sólo por darme t r a b a j o . . . ¡ A d e l a n te, siempre a d e l a n t e ! . . . P a s a r o n años, a ñ o s . . . A l fin vi desde lejos el puerto de refugio después de grandes t o r m e n t a s . . . M i hermano y y o bogábamos sin g r a n t r a b a j o . . . Y a no estábamos t r i s t e s . . . Dios sonreía dentro de nosotros. ¡ B i e n por los Golfin e s ! . . . Dios les había dado la mano. Y o empecé a estudiar los ojos, y en poco tiempo dominé la catarata; pero yo quería más. Gané algún dinero; pero mi hermano consumía bastante... salió de la escuela... ¡ V i v a n Al fin, Carlos los hombres valien- t e s ! . . . Después de dejarle colocado en Riotinto con un buen sueldo, me marché a América. Y o había sido una especie de Colón, el Colón del trabajo, y una especie de Hernán Cortés; yo había descubierto en mi un Nuevo Mundo, y después de descubrirlo, lo había conquistado. —Alábate, pandero, — d i j o Sofía riendo. — S i h a y héroes en el mundo, tú eres uno de 149 GALDOS ellos — a f i r m ó Carlos, demostrando g r a n admiración por su hermano. — P r e p á r e s e usted ahora, señor semidiós —dijo S o f í a , — a coronar todas sus hazañas haciendo un m i l a g r o , que milagro será dar la vista a un ciego de nacimiento... M i r a ; allí sale don F r a n c i s c o a recibirnos. Avanzando por lo alto del c e r r o que limita las minas del lado de Poniente, habían llegado a A l d e a corba y la casa del señor de Penáguilas, que, echándose el chaquetón a toda prisa, salió al encuentro de sus a m i g o s . Caía la tarde. X EL P A T R I A R C A DE ALDEACORBA E n t r a r o n todos en el patio de la casa. Oíanse los g r a v e s mugidos de las vacas, que acababan de entrar en el establo, y este rumor, unido al grato a r o m a campesino del heno que los mozos subian al pajar, recreaba dulcemente los sentidos y el ánimo. E l médico sentó a la Nela en un banco de piedra, y ella, paralizada por el respeto, sin hacer movimiento alguno, miraba asombro. 150 a su bienhechor con MARIANELA — ¿ N o quiere usted ver a mi hijo esta t a r d e ? —preguntó el señor de Penáguilas. — C o n el examen de a y e r me basta —replicó Golfín—. Puede hacerse la operación. — ¿ C o n éxito? — ¡ A h ! ¡ C o n é x i t o ! . . . E s o no puede decirse. Gran placer sería para mí dar la vista a quien tanto la merece. S u hijo de usted posee una inteligencia de primer orden, una fantasía superior, una bondad exquisita. — S i Dios quiere que mi hijo vea —dijo el señor de Penáguilas con fervor,— le tendré a usted por el más grande, por el más benéfico de los hombres. L a obscuridad de sus ojos es la obscuridad de mi v i d a : esa sombra negra ha hecho tristes mis días, entenebreciéndome el bienestar material que poseo. Soy rico: ¿ de qué me sirven mis riquezas ? Nada de lo que él no pueda v e r es agradable para mí. Hace un mes he recibido la noticia de una g r a n herencia... Y a sabe usted, señor don Carlos, que mi primo F a u s t i n o ha muerto en M a t a m o r o s . N o tiene h i j o s ; le heredamos mi hermano Manuel y y o . . . E s t o es echar m a r g a r i t a s a puercos, y no lo digo por mi hermano, que tiene una hija preciosa, y a c a s a d e r a ; dígolo por este miserable que no puede hacer disfrutar a su hijo único las delicias honradas de una buena posición. Siguió a estas palabras un l a r g o silencio, sólo 151 interrumpido por el cariñoso mugido de las vacas en el cercano establo. — A s í es que cuando el señor don Teodoro me ha dado esperanza... he visto el cielo a b i e r t o ; he visto una especie de paraíso en la tierra... he visto un joven y alegre m a t r i m o n i o ; he visto ángeles, nietecillos alrededor de m í ; he visto mi sepultura embellecida con las flores de la infancia, con las tiernas caricias que aun después de mi última hora subsistirán, acompañándome debajo de la t i e r r a . . . U s t e d e s no comprenden e s t o ; no saben que mi hermano Manuel, que es más bueno que el buen pan, luego que ha tenido noticia de mis esperanzas, ha empezado a hacer cálculos y m á s cálculos... V e a n lo que dice... (Sacó varias cartas, que revolvió breve rato sin dar con la que buscaba.) E n resumidas cuentas, está loco de contento, y me ha dicho: " C a s a r é a mi Florentina con tu Pablito, y aquí tienes colocado a interés compuesto el medio millón de pesos del primo F a u s t i n o . . . " M e parece que veo a M a nolo frotándose las manos y dando zancajos, como es su costumbre cuando tiene una idea feliz. L e s espero a él y a su hija de un momento a o t r o : vienen a p a s a r conmigo el 4 de octubre y a v e r en qué para esta tentativa de dar luz a mi hijo... — E n este clima, la operación puede hacerse en los primeros días de octubre — d i j o Golfín.— M a ñana fijaremos el tratamiento a que debe sujetarse 152 MARIANELA el paciente... Y nos vamos, que se siente fresco en estas alturas. P e n á g u i l a s ofreció a sus amigos casa y cena, m a s no quisieron éstos aceptar. Salieron todos, j u n t a mente con la Nela, a quien Teodoro quiso llevar consigo, y también salió don F r a n c i s c o para hacerles compañía hasta el establecimiento. Convidados del silencio y belleza de la noche, fueron departiendo sobre cosas agradables: unas relativas al rendimiento de las minas; otras a las cosechas del país. Cuando los Golfines entraron en su casa, volvióse a la suya don Francisco solo y triste, andando despacio, la vista fija en el suelo. P e n s a b a en los terribles días de ansiedad y de esperanza, de sobresalto y dudas que se aproximaban. P o r el camino encontró a Choto, y ambos subieron lentamente la escalera de palo. L a luna alumbraba bastante, y la sombra del patriarca subía delante de él, quebrándose en los peldaños y haciendo como unos dobleces que saltaban de escalón en escalón. E l perro iba a su lado. N o teniendo el patriarca de Aldeacorba o t r o ser a quien fiar los pensamientos que abrumaban su cerebro, dijo a s í : — C h o t o , ¿ q u é sucederá? 153 XI EL DOCTOR CELIPÍN E l señor Centeno, después de recrear su espíritu en las borrosas columnas del Diario, después de sopesar con y la Señana, embriagador deleite las monedas contenidas en el calcetín, se acostaron. Habíanse ido también los hijos a reposar sobre sus respectivos colchones. Oyóse en la sala una retahila que parecía oración o romance de c i e g o ; o y é ronse bostezos, sobre los cuales trazaba cruces el perezoso dedo... L a familia de piedra dormía. Cuando la casa fué el mismo Limbo, oyóse en la cocina rumorcillo como de alimañas que salen de sus a g u j e r o s para buscarse la vida. L a s cestas se abrieron, y Celipín o y ó estas p a l a b r a s : —Celipín, esta noche sí que te traigo un buen r e g a l o ; mira. Celipín no podía distinguir n a d a ; pero alargando su mano tomó de la de M a r í a dos duros como dos soles, de cuya autenticidad se cercioró por el tacto, y a que por la vista difícilmente podía hacerlo, quedándose pasmado y mudo. — M e los dio don Teodoro —añadió la Nela,— para que me comprara unos zapatos. Como yo para nada necesito zapatos, te los doy, y así pronto juntarás aquéllo. 134 MARIANELA — ¡ Córcholis ! ¡ Que eres más buena que M a r í a S a n t í s i m a ! . . . Y a poco me falta, Nela, y en cuanto apancle media docena de reales... y a verán quién es Celipín. — M i r a , hijito: el que me ha dado ese dinero andaba por las calles pidiendo limosna cuando era niño, y después... — ¡ C ó r c h o l i s ! ¡Quién lo había de d e c i r ! . . . D o n T e o d o r o . . . ¡ Y ahora tiene más d i n e r o . . . ! Dicen que lo que tiene no lo c a r g a n seis muías. — Y dormía en las calles, y servía de criado, y no tenía calzones... E n fin, que era más pobre que las ratas. S u hermano don Carlos vivía en una c a s a de trapo \ i e j o . — ¡ J e s ú s ! ¡ Córcholis! ¡ Y qué cosas se v e n por esas t i e r r a s ! . . . Y o también me buscaré una casa de trapo viejo. — Y después tuvo que ser barbero p a r a g a n a r s e la vida y poder estudiar. — M i á t ú . . . Y o tengo pensado irme derecho a una barbería... Y o me pinto solo para r a p a r . . . ¡Pues soy y o poco listo en gracia de D i o s ! Desde que y o llegue a Madrid, por un lado repando y por otro estudiando, he de aprender en dos meses toda la Ciencia. Miá tú, ahora se me ha ocurrido que debo tirar para médico... Sí, médico, que echando una mano a este pulso, otra mano al otro, se llena de dinero el bolsillo. — D o n Teodoro —dijo la Nela, —tenía menos que i53 CALDOS tú, porque tú vas a tener cinco duros, y con cinco duros parece que todo se ha de venir a la mano. ¡ A q u í de los hombres g u a p o s ! D o n Teodoro y don Carlos eran como los pájaros que andan solos por el mundo. E l l o s , con su buen gobierno, se volvieron sabios. D o n T e o d o r o leía en los muertos y don Carlos leía en las piedras, y así los dos aprendieron el modo de hacerse personas cabales. P o r eso es don Teodoro tan amigo de los pobres. Celipín, ¡ si me hubieras visto esta tarde cuando me llevaba al h o m b r o . . . ! — T o d o s los hombres listos somos de ese modo —observó Celipín con petulancia.— V e r á s tú qué fino y galán v o y a ser y o cuando me ponga mi levita y mi sombrero de u n a tercia de alto. Y también me calzaré las manos con eso que llaman guantes, que no pienso quitarme nunca como no sea sino p a r a tomar el p u l s o . . . Tendré un bastón con una porra dorada, y me v e s t i r é . . . eso sí, en mis carnes no se pone sino paño fino... ¡ C ó r c h o l i s ! T e v a s a reír cuando me v e a s . — N o pienses todavía en esas cosas de remontarte mucho, que eres más pelado que un huevo — l e dijo ella.— V e t e poquito a poquito; hoy me aprendo esto, mañana, lo otro. Y o te aconsejo que antes de meterte en eso de curar enfermos, debes aprender a escribir para que pongas una carta a tu madre, pidiéndole perdón, y diciéndole que te has 156 MARIANELA ido de tu casa p a r a afinarte, hacerte como don T e o doro y ser un médico m u y cabal. — C a l l a , m u j e r . . . P u e s qué, ¿creías que la escritura no es lo p r i m e r o ? . . . D e j a tú que y o coja una pluma en la mano, y v e r á s qué rasgueo de letras y qué perfiles finos para arriba y para abajo, como la firma de don F r a n c i s c o P e n á g u i l a s . . . ¡ E s c r i b i r ! ¡ A mí con é s a s . . . ! A los cuatro días v e r á s qué c a r tas p o n g o . . . Y a las oirás leer, y v e r á s que conceitos los míos y qué modo aquel de echar retólicas que os dejen bobos a todos. ¡ Córcholis! Nela, tú no sabes que y o t e n g o mucho talento. L o siento aquí dentro de mi cabeza, haciéndome burumbum, rumbum, bu- como el agua de la caldera de vapor... Como que no me deja dormir, y pienso que es que todas las ciencias se me entran aquí, y andan dentro volando a tientas como los murciélagos, y diciéndome que las estudie. T o d a s , todas las ciencias las he de aprender, y ni una sola se me ha de quedar... V e r á s t ú . . . — P u e s debe de haber muchas. Pablo, que las sabe todas, me ha dicho que son muchas y que la vida entera de un hombre no basta para una sola. — R í e t e tú de e s o . . . Y a me verás a m í . . . — Y la más bonita de todas es la de don C a r l o s . . . P o r q u e mira tú que eso de c o g e r una piedra y hacer con ella latón... Otros dicen que hacen plata y t a m bién oro. Aplícate a eso, Celipillo. — D e s e n g á ñ a t e , no h a y saber como ese de co157 GALD OS gerle a uno la muñeca y mirarle la lengua, y decirle al momento en qué hueco del cuerpo tiene aposentado el maleficio... Dicen que don Teodoro le saca un ojo a un hombre y le pone otro nuevo, con el cual ve como si fuera ojo nacido... Miá tú que eso de ver a uno que se está muriendo, y con mandarle tomar, pongo el caso, media docena de mosquitos guisados un lunes con palos de mimbre cogidos por una doncella que se llame J u a n a , dejarle bueno y sano, es mucho aquél... Y a verás, ya verás cómo se porta don Celipin el de Socartes. T e digo que se ha de hablar de mí hasta en la Habana. — B i e n , bien — d i j o la Nela con a l e g r í a ; — pero mira que has de ser buen hijo, pues si tus padres no quieren enseñarte es porque ellos no tienen talento, y pues tú lo tienes, pídele por ellos a la Santísima V i r g e n , y no dejes de mandarles algo de lo mucho que vas a g a n a r . — E s o si lo haré. M i á tú, aunque me v o y de la casa, no es que quiera mal a mis padres, y y a verás cómo dentro de poco tiempo ves venir un mozo de la estación cargado que se revienta con unos g r a n des paquetes. ¿ Y qué s e r á ? P u e s refajos para mi madre y mis hermanas y un sombrero alto para mi padre. A ti puede que te mande también un par de pendientes. — M u y pronto r e g a l a s —dijo la Nela, sofocando la risa.— ¡Pendientes para m í ! . . . — P u e s ahora se me está ocurriendo una cosa. 158 MARIANELA ¿Quieres que te la d i g a ? P u e s es que tú debías v e nir conmigo, y siendo dos, nos ayudaríamos a g a nar y a aprender. T ú también tienes talento, que eso del pesquis a mi no se me escapa, y bien podías liegar a ser señora, como y o caballero. ¡ Q u é me había de reír si te viera tocando el piano como doña Sofía! — ¡ Qué bobo e r e s ! Y o no sirvo para nada. Si fuera contigo, sería un estorbo para ti. — A h o r a dicen que van a dar vista a don Pablo, y cuando él tenga vista nada tienes tú que hacer en Socartes. ¿ Q u é te parece mi i d e a ? . . . ¿ N o respondes? P a s ó algún tiempo sin que la Nela contestara nada. P r e g u n t ó de nuevo Celipín, sin obtener respuesta. — D u é r m e t e , Celipín —dijo al fin la de las cestas.— Y o tengo mucho sueño. — C o m o mi talento me deje dormir, a la buena de Dios. Encerrándose en sus conchas, M a r i a n e l a habló así: — M a d r e de Dios y mía, ¿ por qué no me hiciste hermosa?... Mientras más me miro, más fea me encuentro. ¿ P a r a qué estoy yo en el mundo? ra que sirvo? ¿ A quién puedo interesar? A ¿Pauno solo, Señora y Madre m í a ; a uno solo, que me quiere porque no me ve. ¿ Q u é será de mí cuando me vea y deje de quererme?... Porque, ¿có- GALDOS mo es posible que me quiera viendo este cuerpo chico, esta figurilla de pájaro, esta tez pecosa, esta boca sin g r a c i a , esta nariz picuda, este pelo descolorido, esta persona mía, que no sirve sino para que todo el mundo le dé con el pie ? ¿ Quién es la Nela ? Nadie. L a Nela sólo es algo para el ciego. Si sus ojos nacen ahora y los vuelve a mí y me v e , me caigo m u e r t a . . . E l es el único para quien la Nela no es menos que los g a t o s y los perros. M e quiere como Dios manda que se quieran las personas... Señora Madre mía, ya que vas a hacer el milagro de darle vista, hazme hermosa a mí o mátame, porque para nada e s t o y en el mundo. Y o no soy nada ni nadie más que para uno s o l o . . . ¿ S i e n t o y o que recobre la v i s t a ? N o , eso no, eso no. Y o quiero que vea. D a r é mis ojos porque él v e a con los s u y o s ; daré mi vida toda. Y o quiero que don Teodoro h a g a el milagro que dicen. ¡ Benditos sean los hombres sabios ! L o que no quiero es que mi amo me vea, no. Antes que consentir que me vea, ¡ M a d r e m í a ! me e n t e r r a r é v i v a ; me a r r o j a r é al r í o . . . Sí, s í ; que se t r a g u e la tierra mi fealdad. Y o no debí haber nacido. Y derramando l á g r i m a s y cruzando los brazos, quedó vencida por el sueño. 160 MARIANELA XII LOS T R E S Estaba la señorita de Penágullas muy gozosa en medio de las risueñas praderas, sin la traba enojosa de las pragmáticas sociales de su señor padre, y así, en cuanto se vio a r e g u l a r distancia de la casa, empezó a correr alegremente y a suspenderse de las ramas de los árboles que a su alcance veía, para balancearse ligeramente en ellas. T o c a b a con las y e m a s de sus dedos las moras silvestres, y cuando las hallaba maduras cogía tres, una p a r a cada boca. — E s t a para ti, primito —decía, poniéndosela en la boca—, y ésta para ti, Nela. D e j a r é para mí la más chica. — A la primita — d i j o Pablo,— le gustará ver las minas. Nela, ¿ n o te parece que b a j e m o s ? — S í , b a j e m o s . . . P o r aquí, señorita. — P e r o no me h a g a n p a s a r por túneles, que me da mucho miedo. E s o sí que no lo consiento —dijo Florentina, siguiéndoles—. P r i m o , ¿ t ú y la N e l a paseáis mucho por aquí? E s t o es precioso. A q u í viviría y o toda mi v i d a . . . ¡ B e n d i t o sea el hombre que te v a a dar la facultad de g o z a r de todas e s t a s preciosidades! — ¡ Dios lo q u i e r a ! M u c h o más hermosas me pa161 V. II GALD OS recerán a mí, que j a m á s las he visto, que a voso t r a s , que estáis saciadas de v e r l a s . . . N o creas tú, Florentina, que yo no comprendo las bellezas: las siento en mí de tal modo, que casi, casi suplo con mi pensamiento la falta de la vista. — E s o sí que es admirable... P o r más que digas —replicó F l o r e n t i n a — , siempre te resultarán alg u n o s buenos chascos cuando abras los ojos. — P o d r á ser, — d i j o el ciego, que aquel día estaba m u y lacónico. L a Nela no estaba lacónica, sino muda. Cuando se acercaron a la concavidad de la Terri- ble, Florentina admiró el espectáculo sorprendente que ofrecían las rocas cretáceas, subsistentes en medio del terreno después de arrancado el mineral. Comparólo a grandes grupos de bollos, pegados unos a otros por el a z ú c a r ; después de mirarlo mucho por segunda vez, lo comparó a una g r a n escultura de perros y g a t o s que se habían quedado convertidos en piedra en el momento más crítico de una encarnizada r e y e r t a . — S e n t é m o n o s en esta ladera — d i j o — , y veremos p a s a r los trenes con mineral, y además veremos esto, que es muy bonito. Aquella piedra grande que está en medio tiene su g r a n boca, ¿ n o la ves, N e l a ? Y en la boca tiene un palillo de dientes; es una planta que ha nacido sola. P a r e c e que se ríe mirándonos, porque también tiene o j o s ; y más allá hay una con joroba, y otra que fuma en pipa, y dos que 162 MA RIANELA se están tirando de los pelos, y una que bosteza, y otra que duerme la mona, y otra que está boca abajo sosteniendo con los pies una catedral, y o t r a que empieza en g u i t a r r a y acaba en cabeza de p e rro, con una cafetera por g o r r o . — T o d o eso que dices, primita — o b s e r v ó el cieg o — , me prueba que con los ojos se ven muchos disparates, lo cual indica que ese ó r g a n o tan precioso sirve a veces para presentar las cosas desfig u r a d a s , cambiando los objetos de su natural forma en otra postiza y fingida; pues en lo que tienes delante de ti no h a y confituras, ni g a t o s , ni hombres, ni palillos de dientes, ni catedrales, ni borrachos, ni cafeteras, sino simplemente rocas cretáceas y masas de tierra caliza, embadurnadas con óxido de hierro. D e la cosa m á s sencilla hacen tus ojos un berenjenal. — T i e n e s razón, primo. P o r eso digo y o que nuestra imaginación es la que v e , y no los ojos. Sin emb a r g o , éstos sirven para enterarnos de algunas c o sitas que los pobres no tienen y que nosotros p o demos darles. Diciendo esto, tocaba el vestido de la Nela. — ¿ P o r qué esta bendita Nela no tiene un traje m e j o r ? —añadió la señorita de P e n á g u i l a s — . Yo t e n g o varios y le v o y a dar uno, y además otro, que será nuevo. A v e r g o n z a d a y confusa, Marianela no alzaba los ojos. 163 GALDOS — E s cosa que no comprendo... ¡ Que algunos teng a n tanto y otros tan p o c o ! . . . M e enfado con papá cuando le oigo decir palabrotas contra los que quieren que se reparta por i g u a l todo lo que hay en el mundo. ¿ Cómo se llaman esos tipos, Pablo ? — E s o s serán los socialistas, los comunistas, — r e plicó el joven sonriendo. — P u e s ésa es mi gente. S o y partidaria de que h a y a reparto y de que los ricos den a los pobres todo lo que tengan de s o b r a . . . ¿ P o r qué esta pobre huérfana ha de estar descalza y y o n o ? . . . N i aun se debe permitir que estén desamparados los malos, cuanto más los buenos... Y o sé que la Nela es m u y buena: me lo has dicho tú anoche, me lo ha dicho también tu p a d r e . . . N o tiene familia, no tiene quien mire por ella. ¿ C ó m o se consiente que h a y a tanta y tanta d e s g r a c i a ? A mí me quema la boca el pan cuando pienso que h a y muchos que no lo prueban. ¡ P o b r e Mariquita, tan buena y tan abandonada!... ¡ E s posible que hasta a h o r a no la h a y a querido nadie, ni nadie le h a y a dado un beso, ni nadie le h a y a hablado como se habla a las c r i a t u r a s ! . . . S e me p a r t e el corazón de pensarlo. Marianela estaba atónita y petrificada de asombro. —Mira y tú, huerfanilla —añadió Florentina—, tú, Pablo, óyeme b i e n : y o quiero socorrer a la Nela, no como se socorre a los pobres que se encuentran en un camino, sino como se socorrería 164 MARIANELA a un hermano que nos halláramos de manos a b o c a . . . ¿ N o dices tú que ella ha sido tu mejor compañera, tu lazarillo, tu g u í a en las tinieblas? ¿No dices que has visto con sus ojos y has andado con sus p a s o s ? P u e s la N e l a me p e r t e n e c e ; y o me entiendo con ella. Y o me encargo de vestirla, de darle todo lo que una persona necesita p a r a vivir decentemente, y le enseñaré mil cosas p a r a que sea útil en una casa. M i padre dice que quizás, quizás, me tenga que quedar a vivir aquí p a r a siempre. Si es así, la N e l a vivirá c o n m i g o ; conmigo aprender á a leer, a rezar, a coser, a g u i s a r ; aprenderá tantas cosas, que será como y o misma. ¿ Q u é pensáis ? P u e s sí, y entonces no será la Nela sino una señorita. E n esto no me contrariará mi padre. A d e m á s , anoche me ha d i c h o : "Florentina, quizás dentro de poco, no mandaré y o en t i ; obedecerás a otro d u e ñ o . . . " S e a lo que Dios quiera, tomo a la N e l a por mi amiga. ¿ M e querrás mucho?... Como has estado tan desamparada, co- mo vives lo mismo que las llores de los campos, tal v e z no sepas ni siquiera a g r a d e c e r ; pero y o te lo he de e n s e ñ a r . . . ¡ T e he de enseñar tantas cosas!... Marianela, que mientras oía tan nobles pala- b r a s había estado resistiendo con mucho trabajo los impulsos de llorar, no pudo al fin contenerlos, y después de hacer pucheros durante un mi165 ñuto, rompió en l á g r i m a s . El ciego, profunda- mente pensativo, callaba. P o c o después de esto, la señorita se levantó p a r a c o g e r una flor que desde lejos llamara su atención. — ¿ S e fué? — p r o g u n t ó Pablo. — S í —replicó la N e l a , enjugando sus lágrimas. — ¿ S a b e s una cosa, N e l a ? . . . S e me figura que mi prima ha de ser a l g o bonita. Cuando llegó anoche a las diez... sentí hacia ella grande antipatía... N o puedes f i g u r a r t e cuánto me r e p u g naba. A h o r a se me antoja, sí, se me antoja que debe de ser a l g o bonita. L a Nela volvió a llorar. —¡ Es como los á n g e l e s ! — e x c l a m ó entre un m a r de l á g r i m a s — . E s como si acabara de b a j a r del cielo. E n ella cuerpo y alma son como los de la Santísima V i r g e n María. — ¡ O h ! , no e x a g e r e s —dijo P a b l o con inquietud—. N o puede ser tan hermosa como dices... ¿ C r e e s que y o , sin ojos, no comprendo dónde e s t á la hermosura y dónde n o ? — N o , n o ; no puedes comprenderlo... ¡ Q u é equivocado e s t á s ! — S i , s í . . . N o puede ser tan hermosa — m a n i festó el ciego, poniéndose pálido y revelando la mayor angustia—. Nela, amiga de mi corazón, ¿ n o sabes lo que mi padre me ha dicho a n o c h e ? . . . 166 MARIANELA Que si recobro la vista me casaré con F l o r e n tina. L a Nela no respondió nada. S u s lágrimas si- lenciosas corrían sin cesar, resbalando por su tostado rostro y goteando sobre sus manos. ni aun por su a m a r g o llanto podían Pero conocerse las dimensiones de su dolor. Sólo ella sabía que era infinito. — Y a sé por qué lloras —dijo el ciego estrechando las manos de su compañera—. M i padre no se empeñará en imponerme lo que es contrario a mi voluntad. P a r a mí no h a y más m u j e r que tú en el mundo. Cuando mis ojos vean, si ven, no habrá para ellos otra hermosura más que la t u y a celestial; todo lo demás serán sombras y cosas lejanas que no fijarán mi atención. Florentina volvió. Hablaron algo m á s ; pero después de lo que se consigna, nada de cuanto dijeron es digno de ser transmitido al lector. XIII FUGITIVA En Y MEDITABUNDA los siguientes días no pasó n a d a ; mas vi- no uno en el cual ocurrió un hecho asombroso, capital, culminante. Teodoro Golfín, aquel artí- fice sublime en cuyas manos el cuchillo del ciru167 j a n o era el cincel del genio, había emprendido la corrección de una delicada hechura de la N a t u raleza. M u d o s y espantados presenciaban el caso los individuos de la familia. Cuando se espera la resurrección de un muerto o la creación de un mundo, no se está de otro modo. Pero Golfín no decía nada c o n c r e t o ; sus palabras e r a n : —Contractibilidad de la pupila... retina sensib l e . . . a l g o de estado p i g m e n t a r i o . . . nervios lle- nos de vida. P e r o el fenómeno sublime, el hecho, el hecho irrecusable, la visión, ¿dónde estaba? — A su tiempo se s a b r á —dijo Teodoro, empezando la delicada operación del vendaje—. Pa- ciencia. Y su fisonomía de león no expresaba desalien- to ni t r i u n f o ; no daba esperanza ni la quitaba. L a ciencia había hecho todo lo que sabía. E l paciente fué incomunicado con absoluto rigor. Sólo su padre le asistía. Ninguno de la familia podía verle. L a Nela iba a preguntar por el enfermo cuatro o cinco veces; pero no pasaba de la portalada, aguardando allí hasta que salieran el señor don M a nuel, su hija o cualquiera otra persona de la casa. L n a mañana, cuando habían pasado ocho días f después de la operación, fué a c a s a del ingeniero jefe, y Sofía le d i j o : — ¡ A l b r i c i a s , N e l a ! ¿ N o sabes las noticias que 168 M A RÍA NELA c o r r e n ? H o y han levantado la venda a P a b l o . . . Dicen que v e a l g o , que y a tiene v i s t a . . . U l i s e s , el jefe del taller, acaba de decirlo... Teodoro no ha venido aún, pero Carlos ha ido a l l á ; m u y pronto sabremos si es verdad. Quedóse la Nela, al oír esto, más muerta que viva, y cruzando las manos, exclamó a s í : — ¡ Bendita sea la V i r g e n Santísima, que es quien lo ha h e c h o ! . . . E l l a , E l l a sola es quien lo ha hecho. Carlos entró y su rostro resplandecía de j ú - bilo. — ¡ Triunfo completo! —gritó desde la puer- ta—. Después de Dios, mi hermano Teodoro. —¿Es cierto?... — C o m o la luz del día... Y o no lo c r e í . . . ¡ P e ro qué triunfo, Sofía, qué t r i u n f o ! N o hay para mí gozo mayor que ser hermano de mi herma- no... E s el rey de los hombres... S i es lo que dig o : después de Dios, T e o d o r o . L a estupenda y gratísima nueva corrió por todo S o c a r t e s . N o se hablaba de otra cosa en los hornos, en los talleres, en las máquinas de lav a r , en el plano inclinado, en lo profundo de las excavaciones y en lo alto de los picos, al aire libre y en las entrañas de la tierra. N o osaba la Nela poner los pies en la casa de Aldeacorba. Secreta fuerza poderosa la alejaba de ella. A n d u v o v a g a n d o todo el día por los al169 GALBOS rededores de la mina, contemplando desde le- j o s la c a s a de P e n á g u i l a s , que le parecía transformada. M i r a n d o a Aldeacorba, d e c í a : — N o volveré m á s a l l á . . . Y a acabó todo para m í . . . N o consentiré que me v e a . . . Huiré con Celipín, o me iré con mi madre. A h o r a y o no sirvo p a r a nada. P e r o mientras esto decía, parecíale m u y des- consolador renunciar al divino amparo de aquella celestial V i r g e n que se le había aparecido en lo más n e g r o de su vida extendiendo su manto p a r a abrigarla. ¡ V e r realizado lo que tantas veces viera en sueños palpitando de gozo, y tener que renunciar a e l l o ! . . . ¡ S e n t i r s e llamada por una v o z cariñosa, que le ofrecía fraternal amor, hermosa vivienda, consideración, nombre, bienestar, y no poder acudir a este llamamiento, inundada de gozo, de esperanza, de g r a t i t u d ! . . . ¡Rechazar la mano celestial que la sacaba de aquella sentina de degradación y miseria p a r a hacer de la vagabunda una persona, y elevarla de la jerarquía de los animales domésticos a la de los seres respetados y queridos!... — ¡ A y ! — e x c l a m ó , clavándose los dedos como g a r r a s en el pecho—. N o puedo, no puedo... P o r nada del mundo me presentaré en Aldeacorba. ¡ V i r g e n de mi alma, a m p á r a m e . . . Madre mía, ven por m í ! . . . 170 MARÍA NELA A l anochecer marchó a su casa. P o r el camino encontró a Celipín con un palito en la mano y en la punta del palo la g o r r a . — N e l i l l a — l e dijo el chico—, ¿ n o es verdad que así se pone el señor don T e o d o r o ? Ahora pasaba por la charca de Hinojales y me miré en el a g u a . ¡ Córcholis! M e quedé pasmado, porque me vi con la m e s m a figura de don T e o d o r o Golfín... Cualquier día de esta semanita nos v a m o s , a ser médicos y hombres de p r o v e c h o . . . Y a tengo juntado lo que quería. V e r á s como nadie se ríe del señor de Celipín. T r e s días más estuvo la Nela fugitiva, v a g a n do por los alrededores de las minas, siguiendo el curso del río por sus escabrosas riberas, o in- ternándose en el sosegado apartamiento del bos- que de Saldeoro. L a s noches pasábalas entre sus cestas, sin dormir. U n a noche dijo tímidamente a su compañero de vivienda: — ¿ C u á n d o , Celipín? Y Celipín contestó con la g r a v e d a d de un expedicionario formal: —Mañana. al r a y a r el día, y cada cual fué por su l a d o : Celipín a Levantáronse los dos aventureros su trabajo, la Nela a llevar un recado que le dio S e ñana para la criada del ingeniero. A l volver encontró dentro de la c a s a a la señorita Florenti- na, que la esperaba. Quedóse al verla M a r í a s o 171 GALDOS brecogida y temerosa, porque adivinó con su instintiva perspicacia, o más bien con lo que el vulg o llama corazonada, el objeto de aquella visita. — N e l a , querida hermana —dijo la señorita con elocuente cariño—. ¿ Q u é conducta es e s a ? . . . ¿ P o r qué no has parecido por allá en todos estos d í a s ? . . . V e n , Pablo desea v e r t e . . . ¿ N o sabes que y a puede decir: " Q u i e r o v e r tal c o s a " ? ¿ N o sabes que y a mi primo no es c i e g o ? —Ya lo sé —dijo la Nela tomando la mano que la señorita le ofrecía y cubriéndola de besos. — V a m o s allá, v a m o s al momento. N o hace más que p r e g u n t a r por la señora Nela. H o y es preciso que estés allí cuando don Teodoro le levante la v e n d a . . . E s la cuarta v e z . . . E l día de la primera p r u e b a . . . ¡ Q u é d í a ! Cuando comprendi- mos que mi primo había nacido a la luz, casi nos morimos de gozo. L a primer cara que vio fué la m í a . . . V a m o s . ¿ T e has olvidado de mi promesa sagrada, o creías que era broma? A h o r a despídete de esta choza, di adiós a todas las cosas que han acompañado a tu miseria y a tu soledad. También se tiene cariño a la miseria, hija. Marianela no dijo adiós a nada, y como en la casa no estaba a la sazón ninguno de sus simpáticos habitantes, no fué preciso detenerse por ellos. Florentina salió, llevando de la mano a la que sus nobles sentimientos y su cristiano fer- v o r habían puesto a su lado en el orden de la 172 ' ' M A RÍAN EL A familia, y la Nela se dejaba llevar sintiéndose incapaz de oponer resistencia. Pensaba que una fuerza sobrenatural le tiraba de la mano, y que iba fatal y necesariamente conducida, como las almas que los brazos de un ángel transportan al cielo. Aquel día tomaron el camino de Hinojales, que es el mismo donde la vagabunda vio a F l o rentina por primera vez. A l entrar en la calleja, la señorita dijo a su a m i g a : — ¿ P o r qué no has ido a c a s a ? M i tío dijo que tienes modestia y una delicadeza natural que es lástima no h a y a sido cultivada. ¿Tu delicadeza te impedía venir a reclamar lo que por la misericordia de Dios habías g a n a d o ? E s o cree mi t í o . . . ¡ C ó m o estaba aquel día el pobre s e ñ o r ! . . . Decía que y a no le importaba nada m o r i r s e . . . ¿ V e s t ú ? T o d a v í a tengo los ojos encarnados de tanto llorar. E s que anoche mi tío, mi padre y y o no dormimos, estuvimos formando proyectos de familia, y haciendo castillos en el aire toda la noche... ¿ P o r qué callas? ¿ P o r qué no dices n a d a ? . . . ¿ N o estás tú también alegre como y o ? L a Nela miró a la señorita, oponiendo débil resistencia a la dulce mano que la conducía. — S i g u e . . . ¿ Q u é tienes? M e miras de un modo particular, Nela. ¿ P o r qué tiembla tu m a n o ? ¿ E s tás e n f e r m a ? T e has puesto muy pálida y das diente con diente. Si estás enferma, y o te curaré, y o misma. Desde h o y tienes quien se interese por ti i73 GALDOS y te mime y te h a g a c a r i ñ o s . . . N o seré y o sola, pues P a b l o te e s t i m a . . . me lo ha dicho. L o s dos te querremos mucho, porque él y y o seremos como uno s o l o . . . D e s e a v e r t e . F i g ú r a t e si tendrá curiosidad quien nunca ha v i s t o . . . P e r o no creas... Como tiene tanto entendimiento y una imaginación que, según parece, le ha anticipado ciertas ideas que no poseen comúnmente los ciegos, desde el primer instante supo distinguir las cosas feas de las bonitas. U n pedazo de lacre encar- nado le agradó mucho, y un pedazo de carbón le pareció horrible. A d m i r ó la hermosura del cielo, y se estremeció con repugnancia al v e r una rana. T o d o lo que es bello le produce un entusiasmo que parece delirio; todo lo que es feo le causa h o r r o r y se pone a temblar como cuando tenemos mucho miedo. Y o no debí parecerle mal, porque exclamó al v e r m e : " ¡ A y , prima mía, qué hermosa eres! ¡ Bendito sea Dios, que me ha dado esta luz con que ahora te s i e n t o ! L a Nela tiró suavemente de la mano de F l o rentina y soltóla después, cayendo al suelo como un cuerpo que pierde súbitamente la vida. In- clinóse sobre ella la señorita, y con cariñosa voz le d i j o : — ¿ Q u é t i e n e s ? . . . ¿ P o r qué me miras a s í ? — S e ñ o r a — m u r m u r ó la N e l a — , y o no la aborrezco a usted, n o . . . no la aborrezco... A l contrario, la quiero mucho, la a d o r o . . . i74 Yo la quiero a usted mucho, la adoro.. MARIANELA Diciéndolo, tomó el borde del vestido de F l o rentina, y llevándolo a sus secos labios, lo besó ardientemente. — ¿ Y quién puede creer que me aborreces? —-dijo la de Penáguilas llena de confusión—. Y a sé que me quieres. Pero me das miedo..., levántate. — Y o la quiero a usted mucho, la adoro — r e pitió Marianela, besando los pies de la señorita—; pero no puedo, no puedo... — ¿ Q u e no p u e d e s ? . . . L e v á n t a t e , por amor de Dios. Florentina extendió sus brazos para levantar- l a ; pero sin necesidad de ser sostenida, la Nela alzóse de un salto, y poniéndose rápidamente bastante distancia, exclamó bañada en a lágrimas: — ¡ N o puedo, señorita mía, no p u e d o ! — ¿ Q u é ? . . . ¡ P o r Dios y la V i r g e n ! . . . ¿Qué te pasa? — N o puedo ir allá. Y señaló la casa de Aldeacorba, c u y o tejado se veía a lo lejos entre árboles. •—¿ P o r qué? — L a V i r g e n Santísima lo sabe —replicó la N e la con cierta decisión—. Que la V i r g e n Santísi- ma la bendiga a usted. Haciendo una cruz con los dedos, se los besó. J u r a b a . Florentina dio un paso hacia ella. C o m prendiendo María aquel movimiento de corrió velozmente hacia la señorita, y 1/7 cariño, apoyando V. 12 GALBOS su cabeza en el seno de ella, murmuró entre g e midos : — ¡ P o r D i o s . . . déme usted un a b r a z o ! Florentina la abrazó tiernamente. Apartándose entonces con un movimiento, mejor dicho, con un salto ligero, flexible y repentino, la mujer o niña salvaje subió a un matorral cercano. L a hierba parecía que se apartaba para darle paso. — N e l a , hermana mía, — g r i t ó con angustia Florentina. — ¡ A d i ó s , niña de mi a l m a ! —dijo la Nela mirándola por última v e z . Y desapareció entre el r a m a j e . Florentina es- taba absorta, paralizada, muda, afligidísima, co- mo el que v e desvanecerse la más risueña ilusión de su vida. N o sabía qué pensar de aquel suceso, ni su bondad inmensa, que incapacitaba frecuen- temente su discernimiento, podía explicárselo. L a r g o rato después hallábase en el mismo sitio, la cabeza inclinada sobre el pecho, las mejillas encendidas, los celestiales ojos mojados de llanto, cuando acertó a pasar Teodoro Golfín, que de la casa de Aldeacorba con tranquilo paso venía. Grande fué el asombro del doctor al ver a la señorita sola y con aquel interesante aparato de pena y desconsuelo, que, lejos de m e r m a r su belleza, la acrecentaba. —¿Qué tiene la niña? —preguntó te—. ¿ Q u é es eso, F l o r e n t i n a ? i/8 vivamen- MARIANELA — U n a cosa terrible, señor don Teodoro — r e plicó la señorita de P e n á g u i l a s , secando sus lág r i m a s — . E s t o y pensando, estoy considerando qué cosas tan malas h a y en el mundo. — ¿ Y cuáles son esas cosas malas, s e ñ o r i t a ? . . . Donde está usted, ¿puede haber a l g u n a ? — C o s a s p e r v e r s a s ; pero entre todas h a y una que es la más perversa de todas. — ¿ Cuál? — L a ingratitud, señor Golfín. Y mirando tras de la cerca de zarzas y heléchos, d i j o : — P o r allí se ha escapado. Subió a lo más elevado del terreno p a r a alcanzar a v e r más lejos. — N o la distingo por ninguna parte. — N i y o —indicó riendo el médico—. E l señor don Manuel me ha dicho que se dedica usted a la caza de mariposas. E f e c t i v a m e n t e , esas picaras son m u y ingratas al no dejarse c o g e r por usted. — N o es e s o . . . Contaré a usted, si v a hacia A l deacorba. — N o voy, sino que v e n g o , preciosa señorita; pero porque usted me cuente alguna cosa, cualquiera que sea, volveré con mucho g u s t o . V o l v a mos a A l d e a c o r b a : y a soy todo oídos. 179 XIV LA NELA SE DECIDE A PARTIR V a g a n d o estuvo la Nela todo el día, y por la noche rondó la c a s a de Aldeacorba, acercándose a ella todo lo que le era posible sin peligro de ser descubierta. Cuando sentía rumor de pasos, alejábase prontamente como un ladrón. B a j ó a la hondonada de la Terrible y subió hacia la T r a s cava. A n t e s de l l e g a r a ella sintió pasos, detúv o s e , y al poco r a t o vio que por el sendero adelante venía con resuelto andar el señor de Celipín. T r a í a un pequeño lío pendiente de un palo puesto al hombro, y su marcha, como su ademán, demostraban firme resolución de no parar hasta medir con sus piernas toda la anchura de la tierra. — C e l i p e . . . , ¿adonde v a s ? — l e preguntó la N e la, deteniéndole. —Nela... que estabas ¿tú por estos barrios?... en c a s a de la señorita Creíamos Florentina, comiendo jamones, pavos y perdices a todas horas, y bebiendo limonada con azucarillos. ¿Qué haces aquí? —¿Y tú, adonde —¿Ahora vas? salimos con e s o ? ¿ P a r a qué me lo preguntas si lo s a b e s ? —replicó el chico, requi180 M A RÍA NELA riendo el palo y el lío—. B i e n sabes que v o y a aprender mucho y a g a n a r dinero... ¿ N o te dije que esta n o c h e . . . ? P u e s aquí me tienes más contento que unas P a s c u a s , aunque a l g o triste, cuando pienso lo que padre y madre van a llorar... M i r a , Nela, la V i r g e n Santísima nos ha favore- cido e s t a noche, porque padre y madre empezaron a roncar m á s pronto que otras veces, y y o , que y a tenía hecho el lío, me subí al ventanillo, y por el ventanillo me eché fuera... ¿Vienes tú o no v i e n e s ? — Y o también v o y —dijo la Nela con un m o vimiento repentino, asiendo el b r a z o del intrépido v i a j e r o . — T o m a r e m o s el tren, y en el tren iremos h a s ta donde podamos — a f i r m ó so entusiasmo—. Y Celipín con g e n e r o - después pediremos limosna hasta llegar a los Madriles del R e y de E s p a ñ a ; y una v e z que estemos en los Madriles del R e y de E s p a ñ a , tú te pondrás a servir en una c a s a de marqueses y mientras finuras. yo condeses, y y o en o t r a , y estudie tú podrás aprender así, muchas ¡Córcholis! de todo lo que yo vaya apren- diendo te iré enseñando a ti un poquillo, un p o quillo nada más, porque las mujeres no necesitan tantas sabidurías como nosotros los señores m é dicos. A n t e s de que Celipín acabara de hablar, los dos se habían puesto en camino, andando tan a pri181 sa cual si estuvieran viendo y a las torres de los Madriles del R e y de España. —Salgámonos del sendero —dijo Celipín, dando pruebas en aquella ocasión de un gran talento práctico—, porque si nos ven nos echarán mano y nos darán un buen pie de paliza. Pero la Nela soltó la mano de su compañero de aventuras, y sentándose en una piedra, murmuró tristemente: — Y o no voy. —Nela..., ¡qué tonta eres! T ú no tienes como y o un corazón del tamaño de esas peñas de la Terrible —dijo Celipín con fanfarronería—. córcholis! ¿ A qué tienes miedo? ¡Re- ¿ P o r qué no vienes ? — Y o . . . ¿para qué? — ¿ N o sabes que dijo don Teodoro que los que nos criamos aquí nos volvemos piedras...? Y o no quiero ser una piedra, yo, no. — Y o . . . ¿ para qué voy ? —dijo la Nela con amargo desconsuelo—. Para ti es tiempo, para mí es tarde. L a chiquilla dejó caer la cabeza sobre su pecho, y por largo rato permaneció insensible a la seductora verbosidad del futuro Hipócrates. A l ver que iba a franquear el lindero de aquella tierra donde había vivido y donde dormía su madre el eterno sueño, se sintió arrancada de su suelo natural. 182 MARIANBLA — Y o no me voy, —repitió. Y Celipín hablaba, hablaba, cual si y a , subiendo milagrosamente hasta el pináculo de su c a r r e r a , perteneciese a todas las Academias creadas y por crear. — E n t o n c e s , ¿ v u e l v e s a c a s a ? — p r e g u n t ó l e , al ver que su elocuencia era tan inútil como la de aquellos centros oficiales del saber. —No. — ¿ V a s a la c a s a de A l d e a c o r b a ? —Tampoco. —Entonces, ¿ t e v a s al pueblo de la señorita Florentina ? — N o , tampoco. — P u e s entonces, ¡ córcholis, recórcholis! ¿ adonde v a s ? L a Nela no contestó n a d a ; seguía mirando con espanto al suelo, como si en él estuvieran los p e dazos de la cosa más bella y más rica del mundo, que acababa de caer y romperse. — P u e s entonces, Nela —dijo Celipín fatigado de sus largos discursos—, y o te dejo y me v o y , porque pueden descubrirme... ¿ Q u i e r e s que te dé una peseta, por si se te ofrece algo esta noche? — N o , Celipín, no quiero nada... V e t e , tú serás hombre de p r o v e c h o . . . P ó r t a t e bien, y no te olvides de S o c a r t e s , ni de tus padres. E l v i a j e r o sintió una cosa impropia de varón tan formal y respetable, sintió que le venían g a 183 ñas de l l o r a r ; mas sofocando aquella emoción importuna, d i j o : — ¿ C ó m o he de olvidar a S o c a r t e s ? . . . ¡ P u e s no faltaba m á s ! . . . N o m e olvidaré de mis padres ni de ti, que me has ayudado a e s t o . . . Adiós, Neli11a... Siento pasos. Celipín enarboló su palo con una decisión que probaba cuan templada estaba su alma para afront a r los peligros del m u n d o ; pero su intrepidez no tuvo objeto, porque e r a un perro el que venía. — E s Choto, — d i j o Nela temblando. —Agur, —murmuró Celipín, poniéndose en marcha. Desapareció entre las sombras de la noche. L a g e o l o g í a había perdido una piedra y la sociedad había ganado un hombre. A l verse acariciada por Choto, la Nela sintió escalofríos. E l g e n e r o s o animal, después de saltar alrededor de ella, gruñendo con tanta expresión que faltaba muy poco para que sus gruñidos fuesen palabras, echó a correr con velocidad suma hacia Aldeacorba. Creeríase que corría tras una pieza de c a z a ; pero, al contrario de ciertos oradores, el buen Choto ladrando hablaba. A la misma hora Teodoro Golfín salía de la c a s a de Penáguilas. L l e g ó s e a él Choto, y le dijo atropelladamente no sabemos qué. E r a como una b r u s c a interpelación, pronunciada entre los bufidos del cansancio y los ahogos del sentimiento. 184 MARÍA NELA Golfín, que sabía muchas lenguas, era poco fuerte en la canina, y no hizo caso. P e r o Choto dio unas cuarenta vueltas en torno de él, soltando de su espumante boca unos a modo de insultos, que después parecían voces cariñosas y luego amenazas. T e o d o r o se detuvo entonces, prestando atención al cuadrúpedo. Viendo Choto que se había hecho entender un poco, echó a correr en dirección cont r a r i a a la que llevaba Golfín. E s t e le siguió, m u r murando : — P u e s v a m o s allá. Choto regresó corriendo como para cerciorarse de que era seguido, y después se alejó de nuevo. Como a cien metros de Aldeacorba Golfín creyó sentir una voz humana que d i j o : — ¿ Q u é quieres, C h o t o ? A l punto sospechó que era la Nela quien hablaba. D e t u v o el paso, prestó atención, colocándose a la sombra de un roble, y no tardó en descubrir una figura que, apartándose de la pared de piedra, andaba despacio. L a sombra de las zarzas no permitía describirla bien. Despacito siguióla a bastante distancia, apartándose de la senda y andando sobre el césped para no hacer ruido. Indudablemente era ella. Conocióla perfectamente cuando entró en terreno claro, donde no obscurecían el suelo árboles ni arbustos. La Nela avanzó después más rápidamente. A l fin corría. Golfín corrió también. Después de un 185 •a»» > » » g B M * f e = = = = = = = B ^ * & GALDOS rato de esta desigual marcha, la chiquilla se sentó en una piedra. A sus pies se abría el cóncavo hueco de la Trascava, sombrío y espantoso en la obscuridad de la noche. Golfín esperó, y con paso muy quedo acercóse más. Choto estaba frente a la Nela, echado sobre los cuartos traseros, derechas las patas delanteras y mirándola como una esfinge. L a Nela miraba hacia abajo... De pronto empezó a descender rápidamente, más bien resbalando que corriendo. Como un león se abalanzó Teodoro a la sima, gritando con voz de gigante : — ¡ N e l a , Nelal Miró, y no vio nada en la negra boca. Oía, sí, los gruñidos de Choto, que corría por la vertiente en derredor, describiendo espirales, cual si le arrastrara un líquido tragado por la espantosa sima. Trató de bajar Teodoro, y dio algunos pasos cautelosamente. Volvió a gritar, y una voz le contestó desde abajo: —Señor... —Sube al momento. N o recibió contestación. —Que subas. A l poco rato dibujóse la figura de la vagabunda en lo más hondo que se podía ver del horrible embudo. Choto, después de husmear el tragadero de la Trascava, subía describiendo las mismas espirales. L a Nela subía también, pero muy despacio. 186 4> MARIA NELA Detúvose, y entonces se oyó su voz, que decía débilmente: —Señor... —Que subas te digo... ¿Qué haces ahí? L a Nela subió otro poco. —Sube pronto... Tengo que decirte una cosa. — ¿ U n a cosa?... — U n a cosa, sí, una cosa tengo que decirte. Mariquilla acabó de subir, y Teodoro no se creyó triunfante hasta que pudo asir fuertemente su mano para llevarla consigo. XV DOMESTICACIÓN Anduvieron breve rato los dos sin decir nada. Teodoro Golfín, con ser sabio, discreto y locuaz, sentíase igualmente torpe que la Nela, ignorante de suyo y muy lacónica por costumbre. Seguíale sin hacer resistencia, y él acomodaba su paso al de la mujer-niña, como hombre que lleva un chico a la escuela. E n cierto paraje del camino, donde había tres enormes piedras blanquecinas y carcomidas, que parecían huesos de gigantescos animales, el doctor se sentó, y poniendo delante de sí en pie a la Nela, como quien va a pedir cuen187 GALDOS t a s de t r a v e s u r a s g r a v e s , tomóle ambas manos y seriamente le d i j o : — ¿ Q u é ibas a hacer allí? —Yo... ¿dónde? — A l l í . Bien comprendes lo que quiero decirte. Responde claramente, como se responde a un confesor o a un padre. — Y o no tengo padre —replicó la Nela con ligero acento de rebeldía. —Es v e r d a d ; pero figúrate que lo soy y o , y responde. ¿ Q u é ibas a hacer allí? — A l l í está mi madre —le fué respondido de una manera hosca. — T u madre ha muerto. ¿ T ú no sabes que los que se han muerto están en el o t r o mundo? — E s t á allí — a f i r m ó la Nela con aplomo, volviendo tristemente sus ojos al punto indicado. — Y tú pensabas ir con ella, ¿ n o es eso? E s decir, que pensabas quitarte la vida. — S í , señor, eso mismo. —¿Y tú no sabes que tu madre cometió un g r a n crimen al darse la muerte, y que tú cometerías otro igual imitándola? ¿ A ti no te han enseñado e s t o ? — N o me acuerdo de si me han enseñado tal cosa. Si y o me quiero m a t a r , ¿quién me lo puede impedir? — P e r o tú misma, sin auxilio de nadie, ¿no comprendes que a Dios no puede a g r a d a r que 188 nos O* " 1 M^^Tg-^. MARÍA , t ¡ > NELA quitemos la v i d a ? . . . ¡ P o b r e criatura, abandonada a tus sentimientos naturales, sin instrucción ni religión, sin ninguna influencia afectuosa y desinteresada que te g u í e ! ¿ Qué ideas tienes de Dios, de la otra vida, del m o r i r ? . . . ¿ D e dónde has s a cado que tu madre está a l l í ? . . . ¿ A unos cuantos huesos sin vida llamas tu m a d r e ? . . . ¿Crees que ella sigue viviendo, pensando y amándote dentro de esa c a v e r n a ? ¿Nadie te ha dicho que las almas, una vez que sueltan su cuerpo, j a m á s vuelven a él? ¿ I g n o r a s que las sepulturas, de cualquier forma que sean, no encierran más que polvo, descomposición y m i s e r i a ? . . . ¿ C ó m o te figuras tú a D i o s ? ¿ C o m o un señor muy serio, que está allá arriba con los brazos cruzados, dispuesto a tolerar que juguemos con nuestra vida y a que en l u g a r suyo pongamos espíritus, duendes y fantasmas, que nosotros mismos h a c e m o s ? . . . T u amo, que es tan discreto, ¿ n o te ha dicho jamás estas cosas ? — S í me las ha dicho; pero como y a no me las ha de decir... — P e r o como y a no te las ha de decir, ¿ a t e n t a s a tu v i d a ? Dime, tontuela: A r r o j á n d o t e a ese a g u j e r o , ¿qué bien pensabas tú a l c a n z a r ? ¿Pensabas estar mejor? — S í , señor. — ¿ Cómo ? — N o sintiendo nada de lo que ahora siento, sino 189 GALDOS otras cosas' mejores, y juntándome con mi madre. — V e o que eres m á s tonta que hecha de encarg o —dijo Golfín riendo—. A h o r a v a s a ser franca conmigo. ¿ T ú me quieres mal? — N o , señor, n o : yo no quiero mal a nadie, y menos a usted, que ha sido tan bueno conmigo y que ha dado la vista a mi amo. — B i e n ; pero eso no basta. Y o no sólo deseo que me quieras bien, sino que tengas confianza en mí y me confíes tus cosillas. A ti te pasan cosillas m u y curiosas, picarona, y todas me las v a s a decir, todas. V e r á s como no te p e s a ; verás como soy un buen confesor. L a N e l a sonrió con tristeza. Después bajó la cabeza, y doblándose sus piernas, cayó de ro- dillas. — N o , tonta, así estás mal. Siéntate junto a m í ; ven acá — d i j o Golfín cariñosamente sentándola a su lado—. S e me figura que estabas rabiando por encontrar una persona a quien poder decirle tus secretos. ¿ N o es v e r d a d ? ¡ Y no hallabas ninguna ! Efectivamente, estás mundo... ver, Vamos a demasiado Nela, sola en dime ante el todo: ¿ P o r q u é . . . ? P o n m u c h a atención... ¿ P o r qué se te metió en la cabeza quitarte la vida? L a Nela no contestó nada. — Y o te conocí gozosa, y al parecer, satisfecha de vivir, hace algunos días. ¿ P o r qué de la noche a la mañana te has vuelto l o c a ? . . . ioo MARÍA NELA — Q u e r í a ir con mi madre — r e p u s o la Nela, después de vacilar un instante—. N o quería vivir más. Y o no sirvo para nada. ¿ D e qué sirvo y o ? ¿ N o vale más que me m u e r a ? Si Dios no quiere que me muera, me moriré y o misma por mi misma voluntad. — E s a idea de que no sirves para nada es causa de grandes desgracias para ti, ¡infeliz criatura! ¡ M a l d i t o sea el que te la inculcó, o los que te la inculcaron, porque son m u c h o s ! . . . T ú sirves p a r a a l g o ; aún servirás para mucho si encuentras una mano hábil que te sepa dirigir. L a Nela, profundamente tas palabras que entendió impresionada con e s por intuición, fijaba sus ojos en el rostro duro, expresivo e inteligente de Teodoro Golfín. A s o m b r o y reconocimiento llenaban su alma. — P e r o en ti no h a y un misterio solo —añadió el león n e g r o — . A h o r a se te ha presentado la ocasión más preciosa para salir de tu miserable abandono, y la has rechazado. Florentina, que es un ángel de Dios, ha querido hacer de ti a m i g a y una h e r m a n a ; no conozco un una ejemplo igual de virtud y de bondad... Y tú ¿qué has hec h o ? . . . H u i r de ella como una s a l v a j e . . . ¿ E s esto ingratitud o algún otro sentimiento que no comprendemos? — N o , no, no —replicó la Nela con aflicción,— y o no soy ingrata. Y o adoro a la señorita F l o 191 G ALDOS rentina... M e parece que no es de carne y hueso como nosotros, y que no merezco ni siquiera mirarla... — P u e s , hija, eso podrá ser v e r d a d ; pero tu comportamiento no quiere decir sino que eres ing r a t a , m u y ingrata. — N o , no soy i n g r a t a — e x c l a m ó la Nela, ahog a d a por los sollozos—. B i e n me lo temía y o . . . S í , me lo t e m í a . . . Y o sospechaba que me creerían i n g r a t a , y esto es lo único que me ponía triste cuando me iba a m a t a r . . . Como soy tan bruta, no supe pedir perdón a la señorita por mi fuga, ni supe explicarle n a d a . . . — Y o te reconciliaré con la señorita... Y o , si tú no quieres verla más, me e n c a r g o de decirle y de probarle que no eres ingrata. A h o r a descúbreme tu corazón y dime todo lo que sientes y la causa de tu desesperación. P o r grande que sea el abandono de una criatura, por grandes que sean su miseria y su soledad, no se arranca la vida sino cuando tiene motivos m u y poderosos p a r a abo- rrecerla. — S í , señor, eso mismo pienso yo. — ¿ Y tú la a b o r r e c e s ? . . . Nela estuvo callada un momento. Después, cruzando los brazos, dijo con vehemencia: — N o , señor, yo no la aborrezco, sino que la deseo. — ¡ A buena parte ibas a b u s c a r l a ! 192 MARIANELA — Y o creo que después que uno se muere tiene lo que aquí no puede conseguir... Si no, ¿ p o r qué nos e s t á llamando la muerte a todas h o r a s ? tengo sueños, y soñando v e o felices y Yo contentos a todos los que se han muerto. — ¿ T ú crees en lo que s u e ñ a s ? — S í , señor. Y miro los árboles y las peñas que estoy acostumbrada a v e r desde que nací, y en su cara v e o c o s a s . . . —¡Hola, hola!... ¿También los árboles y las peñas tienen c a r a ? . . . — S í , señor... P a r a mí todas las cosas h e r m o sas ven y hablan... P o r eso cuando todas me han d i c h o : " V e n con n o s o t r a s ; muérete y vivirás sin pena..." yo... —¡Qué lástima de f a n t a s í a ! fín—. A l m a enteramente —murmuró Gol- pagana. Y luego añadió en alta v o z : — S i deseas la vida, ¿ p o r qué no aceptaste lo que Florentina te ofrecía? V u e l v o al mismo tema. —Porque... p o r q u e . . . porque la señorita rentina no me ofrecía Flo- sino la muerte, — d i j o la Nela con energía. — ¡ Q u é mal j u z g a s su caridad! H a y seres tan infelices que prefieren la vida vagabunda y mi- serable a la dignidad que poseen las personas de un orden superior. T ú te has acostumbrado a la vida salvaje en contacto directo con la N a t u r a l e za y prefieres esta libertad g r o s e r a a los afectos 193 v.—13 m á s dulces de una familia. ¿ H a s sido tú feliz en esta vida? —Empezaba a serlo... — ¿ Y cuándo d e j a s t e de serlo? Después de l a r g a p a u s a , la N e l a c o n t e s t ó : — C u a n d o usted vino. — ¡ Y o ! . . . ¿ Q u é males he t r a í d o ? — N i n g u n o : no h a traído sino grandes bienes. — Y o he devuelto la vista a tu amo —dijo Golfín, observando con atención de fisiólogo el semblante de la N e l a — . ¿ N o me agradeces e s t o ? — M u c h o , sí, señor, mucho —replicó ella, fijando en el doctor sus ojos llenos de lágrimas. Golfín, sin dejar de observarla ni perder el más ligero síntoma facial que pudiera servir para conocer los sentimientos de la mujer-niña, habló así: — T u amo me ha dicho que te quiere mucho. Cuando era ciego, lo mismo que después que tiene vista, no ha hecho m á s que p r e g u n t a r por la Nela. S e conoce que p a r a él todo el universo está ocupado por una sola p e r s o n a ; que la luz que se le h a permitido g o z a r no sirve p a r a nada si no sirve p a r a v e r a la Nela. — ¡ P a r a v e r a la N e l a ! ¡ P u e s no verá a la N e l a ! . . . ¡ L a Nela no se dejará v e r ! — e x c l a m ó ella con brío. — ¿ Y por qué? — P o r q u e es m u y f e a . . . Se puede querer a la 104 MARIANELA hija de la Canela cuando se tienen los ojos c e r r a dos ; pero cuando se abren los ojos y se ve a la señorita Florentina, no se puede querer a la pobre y enana Marianela. — ¡ Quién sabe !... — N o puede ser... N o puede ser, —afirmó la vagabunda con la m a y o r energía. — E s o es un capricho t u y o . . . N o puedes decir si a g r a d a s o no a tu amo mientras no lo pruebes. Y o te llevaré a la casa. — ¡ N o quiero, que no q u i e r o ! — g r i t ó ella, levantándose de un salto y poniéndose frente a T e o doro, que se quedó absorto al v e r su briosa apostura y el fulgor de sus ojuelos n e g r o s , señales ambas cosas de un carácter decidido. — T r a n q u i l í z a t e , ven acá —le dijo con dulzur a — . H a b l a r e m o s . . . Verdaderamente no eres m u y bonita... P e r o no es propio de una j o v e n discreta apreciar tanto la hermosura exterior. Tienes un amor propio excesivo, mujer. Y sin hacer caso de las observaciones del doctor, la Nela, firme en su puesto, como lo estaba en su tema, pronunció solemnemente esta sen- tencia: — N o debe haber cosas feas... N i n g u n a cosa fea debe vivir. — P u e s mira, h i j i t a ; si todos los feos tuviéramos la obligación de quitarnos de en medio, ¡cuan despoblado se quedaría el mundo, pobre y i95 des- g r a c i a d a tontuela! A q u í —continuó Golfín— hayu n a cuestión principal, y e s . . . L a Nela le había adivinado, y se cubrió el rost r o con las manos. — N o tiene nada de e x t r a ñ o ; al contrario, es m u y n a t u r a l lo que te pasa. Tienes un temperamento sentimental, i m a g i n a t i v o ; has llevado con t u amo la vida libre y poética de la Naturaleza, siempre juntos, en inocente intimidad. E l es discreto hasta no más, y guapo como una estatua... P a r e c e la belleza ciega hecha p a r a recreo de los que tienen vista. A d e m á s , su bondad y la g r a n deza de su corazón cautivan y enamoran. N o es e x t r a ñ o que te h a y a cautivado a ti, que eres niña, casi rnjujer, o una m u j e r que parece niña. ¿Le quieres mucho, le quieres m á s que a todas las cosas de este m u n d o ? . . . — S í , sí, señor, —repuso la chicuela sollozando. — ¿ N o puedes soportar la idea de que te deje de q u e r e r ? — N o , no, señor. —El te ha dicho palabras amorosas y te ha hecho j u r a m e n t o s . . . — ¡ O h ! S í , sí, señor. M e dijo que y o sería su compañera por toda la vida, y y o lo creí... — ¿ P o r qué no ha de ser v e r d a d ? . . . —Me dijo que no podría v i v i r sin mí, y que aunque tuviera v i s t a me querría siempre mucho. Y o estaba contenta, y mi fealdad, mi pequenez y 196 MARIANELA mi facha ridicula no me importaban, porque él no podía verme y allá en sus tinieblas me tenía por bonita. P e r o después... — D e s p u é s . . . — m u r m u r ó Golfín, traspasado de compasión—. Y a veo que y o tengo la culpa de todo. —La culpa, n o . . . porque usted ha hecho una buena obra. U s t e d es m u y bueno... E s un bien que él h a y a sanado de sus o j o s . . . Y o me digo a mí misma que es un bien... pero después de esto y o debo quitarme de en medio... porque él v e r á a la señorita Florentina y la comparará conmi- g o . . . Y la señorita Florentina es como los á n g e les. P o r q u e y o . . . compararme con ella es como si un pedazo de espejo roto se comparara con el sol... ¿Para Dios hízome una cara y un qué sirvo y o ? corazón muy fea, grande. ¿Para un qué nací?... cuerpecillo ¿De qué chico me sirve este corazón grandísimo? D e tormento nada más. ¡Ay! Si yo no le sujetara, él se empeñaría aborrecer mucho; pero el aborrecimiento no en me gusta, yo no sé aborrecer, y antes que llegar a saber lo que es eso, quiero enterrar mi corazón para que no me atormente más. ¿Adonde voy yo ahora? ¿ Q u é soy, ni de qué valgo? Todo lo perdí; todo, y quiero irme con mi madre. L a Nela dio algunos p a s o s ; pero Golfín, c o m o fiera que echa la zarpa, la detuvo 197 fuertemente 3»» »"t£3 " " o r GALDOS por la muñeca. A l cogerla, observó el agitado pulso de la vagabunda. —Ven acá —le dijo—. Desde este momento, que quieras que no, te h a g o mi esclava. E r e s mía, y no has de hacer sino lo que te mande y o . ¡ P o bre c r i a t u r a ! F o r m a d a de sensibilidad ardiente, de imaginación viva, de candidez y de superstición, eres una admirable persona nacida para todo lo bueno. — V a m o s allá —añadió súbitamente. L a N e l a tembló toda. Golfín observó el sudor de su frente, el glacial frío de sus manos, la violencia de su p u l s o ; p e r o , lejos de cejar en su idea por causa de esta dolencia física, afirmóse más en ella, repitiendo: — V a m o s , v a m o s ; aquí hace frío. T o m ó de la mano a la Nela. E l dominio que sobre ella ejercía era y a tan grande, que la chicuela se levantó tras él y dieron juntos algunos pasos. Después Marianela se detuvo y cayó de rodillas. — ¡ O h , señor —exclamó con espanto—; ¡ n o me lleve u s t e d ! E s t a b a pálida, descompuesta, con señales de una espantosa alteración física y moral. Golfín le tiró del brazo. E l cuerpo desmayado de la vagabunda no se elevaba del suelo por su propia fuerza. E r a preciso tirar de él como de un cuerpo muerto. •—Hace días — d i j o Golfín—, que en este mismo 198 MARIANELA sitio te llevé sobre mis hombros porque no podías andar. E s t a noche será lo mismo. Y la levantó en sus brazos. L a ardiente respiración de la mujer-niña le quemaba el rostro. I b a decadente y marchita, como una planta que acaba de ser arrancada del suelo, dejando en él las raíces. A l llegar a la casa de Aldeacorba, sintió que su c a r g a se hacía menos pesada. L a N e l a e r g u í a su cuello, elevaba las manos con ademán de desesperación, pero callaba. Entró Golfín. Todo estaba en silencio. Una criada salió a recibirle, y a instancias de Teodoro, condújole sin hacer ruido a la habitación de la señorita Florentina. H a l l á b a s e ésta sola, alumbrada por una luz que y a agonizaba, de rodillas en el suelo y apoyando sus brazos en el asiento de una silla, en actitud de o r a r devotamente. A l a r móse al v e r entrar a un hombre tan a deshora en su habitación, y a su fugaz alarma sucedió asombro, observando la c a r g a que Golfín el sobre sus robustos hombros traía. L a sorpresa no permitió a la señorita de P e n águilas usar de la palabra, cuando T e o d o r o , depositando cuidadosamente su c a r g a sobre un sofá, le d i j o : — A q u í la t r a i g o . . . ¿ Q u é tal? ¿ S o y buen cazador de m a r i p o s a s ? 199 GALDOS XVI LOS OJOS MATAN L a habitación destinada a Florentina en Aldeacorba era la más alegre de la casa. Nadie había vivido en ella desde la muerte de la señora de P e n á g u i l a s ; pero don F r a n c i s c o , creyendo a su sobrina digna de aloj'arse allí, a r r e g l ó laj estancia con pulcritud y ciertos primores elegantes que no se conocían en vida de su esposa. E n la habitación estaba Florentina, no ensartando perlas ni bordando rasos con menudos hilos de oro, sino cortando un vestido con patrones hechos de Impartidles y otros periódicos. Hallábase en el suelo, en postura semejante a la que toman los chicos revoltosos cuando están jugando, y ora sentada sobre sus pies, o r a de rodillas, no daba paz a las tijeras. A su lado había un montón de pedazos de lana, percal, madapolán y otras telas, que aquella mañana había hecho t r a e r a toda prisa de Villamojada, y corta por aquí, recorta por allá, Florentina hacía m a n g a s , faldas y cuerpos. E n el testero principal de la alcoba, entre la c a m a y el ropero, había un sofá de forma antigua, y sobre el sofá dos mantas, una sobre otra. E n uno de los e x t r e m o s asomaba entre almohadas una cabeza reclinada con abandono. E r a un 200 MARIANELA semblante desencajado y anémico. Dormía. Bu sueño era un letargo inquieto, que a cada instante se interrumpía con violentas sacudidas y terrores. N o obstante, parecía estar m á s sosegada cuando, al mediodía, volvió a entrar en la pieza T e o d o r o . E s t e se dirigió al sofá, y aproximando su cara, observó la de Nela. —'Parece que su sueño es ahora menos agitado — d i j o — . N o h a g a m o s ruido. ¿ H a dormido a n o c h e ? — p r e g u n t ó a Florentina. — P o c o . T o d a la noche la oí suspirar y llorar. E s t a noche tendrá una buena cama, que he mandado t r a e r de Villamojada. L a pondré en ese cuartito que está junto al mío. — ¡ Pobre N e l a ! — e x c l a m ó el médico—. N o puede usted figurarse el interés que siento por esta infeliz criatura. E n el mismo instante despertó la Nela. S u s ojos se revolvieron temerosos observando toda la es- t a n c i a ; después se fijaron alternativamente en las dos personas que la contemplaban. — ¿ N o s tienes miedo? —le dijo Florentina dulcemente. — N o , señora, miedo, no —balbuceó la Nela—. Usted es muy buena. E l señor don Teodoro también. — ¿ N o estás contenta aquí? ¿ Q u é Golfín le tomó una mano. 201 temes? — H a b í a n o s con franqueza —le d i j o — : ¿ A cuál de los dos quieres m á s , a Florentina o a m í ? L a N e l a no contestó. Florentina y Golfín sonr e í a n ; pero ella g u a r d a b a una seriedad taciturna. — O y e una cosa, tontuela —prosiguió el médic o — . A h o r a has de vivir con uno de nosotros. Florentina se queda aquí, y o me marcho. Decídete por uno de los dos. ¿ A cuál e s c o g e s ? M a r i a n e l a dirigió sus miradas de uno a otro semblante, sin dar contestación categórica. Por último se detuvieron en el r o s t r o de Golfín. — S e me figura que soy y o el preferido... E s una injusticia, N e l a ; F l o r e n t i n a se La pobre enferma sonrió enojará. entonces, y exten- diendo una de sus débiles manos hacia la señor i t a de P e n á g u i l a s , murmuró: — N o quiero que se enoje. A l decir esto, M a r í a se quedó lívida; alargó su cuello, sus ojos se desencajaron. S u oído prestaba atención a un r u m o r terrible. H a b í a sen- tido pasos. —¡ Viene! —exclamó t e r r o r de su enferma. —Es Golfín, participando del él —dijo Florentina, apartándose del so- fá y corriendo hacia la puerta. E r a él. P a b l o había empujado la puerta y ent r a b a despacio, marchando en dirección recta, por la costumbre adquirida durante su l a r g a ceguera. V e n í a riendo, y sus ojos, libres de la venda que 202 él mismo se había levantado, miraban hacia adelante. N o habiéndose familiarizado aún con los movimientos de rotación del ojo, apenas percibía las imágenes laterales. Podría decirse de él, c o mo de muchos que nunca fueron ciegos de los ojos, que sólo veía lo que tenía delante. —Primita —dijo avanzando hacia ella—. ¿Có- mo no has ido a verme h o y ? Y o v e n g o a b u s carte. T u papá me ha dicho que estás haciendo trajes para los pobres. P o r eso te perdono. Florentina, contrariada, no supo qué contes- t a r . Pablo no había visto al doctor ni a la N e l a . Florentina, p a r a alejarle del sofá, se dirigió h a cia el balcón, y recogiendo algunos trozos de t e la, sentóse en ademán de ponerse a trabajar. —Primito —dijo contrayendo ligeramente el hermoso entrecejo—, don Teodoro no te ha dado todavía permiso para quitarte hoy la venda. E s o no está bien. —Me lo d a r á después —replicó el mancebo riendo—. N o puede sucederme nada. M e encuent r o bien. Y si algo me sucede, no me importa. N o , no me importa quedarme ciego otra v e z después de haberte visto. — ¡ Q u é bueno estaría e s o ! . . . —dijo en tono de reprensión—. usted. Teodoro g r i t ó : 203 Señor Florentina doctor, ríñale GALDOS — ¡ P r o n t o ! . . . ¡ E s a venda en los ojos, y a su cuarto, j o v e n ! Confuso volvió P a b l o su rostro hacia aquel lado. T o m a n d o la visual recta vio al doctor junto al sofá de paja cubierto de m a n t a s . — ¿ E s t á usted ahí, señor Golfín? —dijo acer- cándose en línea recta. —Aquí estoy — r e p u s o T e o d o r o seriamente—. C r e o que debe usted ponerse la venda y retirarse a su habitación. Y o le acompañaré. — M e encuentro p e r f e c t a m e n t e . . . Sin embargo, obedeceré... P e r o antes déjenme v e r esto. Observaba las m a n t a s , y entre ellas un rostro cadavérico, de aspecto m u y desagradable. E n efect o : parecía que la nariz de la N e l a se había hecho más picuda, sus ojos más chicos, su boca más insignificante, su tez más pecosa, sus cabellos m á s ralos, su frente m á s angosta. Con los ojos cerrados, el aliento fatigoso, entreabiertos los cárdenos la labios, hallábase postrera agonía, al parecer la infeliz síntoma inevitable de en la muerte. — ¡ A h ! —dijo P a b l o — , supe por mi tío que F l o rentina había recogido a una p o b r e . . . ¡Qué admirable b o n d a d ! . . . Y tú, infeliz muchacha, alégrate, has caído en manos de un á n g e l . . . ¿ E s t á s enferm a ? E n mi casa no te faltará n a d a . . . Mi prima es la imagen más h e r m o s a de D i o s . . . E s t a pobrecita está m u y mala, ¿ n o es verdad, doctor? 204 MARIANELA — S í —dijo Golfín—, le conviene la soledad... y el silencio. — P u e s me v o y . Pablo alargó una mano hasta tocar aquella cabeza, en la cual veía la expresión más triste de la miseria y de la desgracia humanas. E n t o n ces la Nela movió los ojos y los fijó en su amo. C r e y ó s e Pablo mirado desde el fondo de un s e p u l c r o ; tanta e r a la tristeza y el dolor que en aquella mirada había. Después la Nela sacó de entre las mantas una mano flaca, morena y á s pera, y tomó la mano del señorito de P e n á g u i las, quien, al sentir su contacto, se estremeció de pies a cabeza y lanzó un g r i t o en que toda su alma gritaba. H u b o una pausa angustiosa, una de esas pausas que preceden a las catástrofes, como para hacerlas más solemnes. Con v o z temblorosa, que en todos produjo t r á g i c a emoción, la Nela d i j o : — S í , señorito mío, yo soy la Nela. L e n t a m e n t e , y como si moviera un objeto de gran pesadumbre, llevó m a n o del señorito y a sus secos labios le dio un b e s o . . . la después un segundo beso... y al dar el tercero sus labios resbalaron inertes sobre la piel de la mano. Después callaron todos. Callaban mirándola. primero que rompió la palabra dijo: — ¡ E r e s t ú . . . eres t ú ! 205 fué Pablo, El que GALD OS P a s a r o n por su m e n t e ideas m i l ; mas no pudo e x p r e s a r ninguna. N o hacía más que mirar, mir a r , y hacer memoria de aquel tenebroso mundo en que había vivido, allá donde quedaban perdidos entre la b r u m a sus pasiones, sus ideas y sus errores de ciego. Florentina se mando lágrimas para e x a m i n a r acercó derra- el rostro de la N e l a , y Golfín, que la observaba como hombre y como sabio, pronunció estas lúgubres p a l a b r a s : — ¡ L a mató! ¡Maldita vista suya! Y después, mirando a P a b l o con severidad, le dijo: — R e t í r e s e usted. — M o r i r . . . M o r i r s e así, sin causa a l g u n a . . . E s t o no puede ser — e x c l a m ó F l o r e n t i n a con angustia, poniendo la mano sobre la frente de la N e l a — . ¡María!... ¡Marianela! L a llamó repetidas veces, inclinada sobre ella, mirándola como se mira y como se llama, desde los bordes de un pozo, a la persona que se ha caído en él y se s u m e r g e en las hondísimas y negras aguas. — N o responde — d i j o Pablo con terror. Golfín tentaba aquella vida próxima a extin- guirse, y observó que bajo su tacto aún latía la s a n g r e . P a b l o se inclinó sobre ella, y acercando sus labios al oído de la moribunda, g r i t ó : — ¡ N e l a , Nela, a m i g a querida! A g i t ó s e la mujercita, abrió los ojos, movió las 206 MARIA NEL A manos. P a r e c í a volver desde m u y lejos. Viendo que las miradas de Pablo se clavaban en ella con observadora curiosidad, hizo un movimiento de vergüenza y terror, y quiso ocultar su pobre rostro como se oculta un crimen. — ¿ Q u é es lo que tiene? —dijo Florentina con a r d o r — . D o n Teodoro, no es usted hombre si no la salva... Si no la salva, es usted un charlatán. L a insigne joven parecía colérica en fuerza de ser caritativa. — ¡ N e l a ! —repitió Pablo, traspasado de dolor y no repuesto del asombro que le había producido la v i s t a de su lazarillo—. P a r e c e que me tienes miedo. ¿ Q u é te he hecho y o ? La enferma alargó entonces sus manos, tomó la de Florentina y la puso sobre su p e c h o ; tomó después la de Pablo y la puso también sobre su pecho. Después las apretó allí, desarrollando un poco de fuerza. S u s ojos hundidos les m i r a b a n ; pero su mirada e r a lejana, venía de allá abajo, de algún h o y o profundo y obscuro. H a y que decir, como antes, que miraba desde el lóbrego hueco de un pozo, que a cada instante era m á s hondo. S u respiración fué de pronto m u y fatigosa. piró, oprimiendo sobre su pecho con más Susfuerza las manos de los dos jóvenes. T e o d o r o puso en movimiento toda la c a s a ; llamó y gritó; hizo t r a e r medicinas, poderosos revulsivos, y t r a t ó de suspender el rápido descenso de aquella vida. 207 —Difícil es —decía,— detener una gota de agua que resbala, que resbala ¡ay! por la pendiente a b a j o y está y a a dos pulgadas del O c é a n o ; pero lo intentaré. M a n d ó retirar a todo el mundo. Sólo F l o r e n tina quedó en la estancia. ¡ A h ! potentes, los excitantes Los revulsivos nerviosos, mordiendo el cuerpo desfallecido p a r a irritar la vida, hicieron estremecer los músculos de la infeliz enferma; pero a pesar de esto, se hundía más a cada instante. —Es una crueldad —dijo T e o d o r o con deses- peración arrojando la mostaza y los excitantes— es una crueldad lo que hacemos. Echamos perros al moribundo p a r a que el dolor de las mordidas le h a g a vivir un poco más. ¡ A f u e r a todo e s o ! — ¿ N o hay remedio? — E l que mande D i o s . — ¿ Q u é mal es é s t e ? — ¡ L a m u e r t e ! — v o c i f e r ó con inquetud delirante, impropia de un médico. — P e r o ¿qué mal le ha traído la muerte? — L a muerte. — N o me explico bien. Quiero decir que de qué... — ¡ D e m u e r t e ! N o sé si pensar que muere de v e r g ü e n z a , de celos, de despecho, de tristeza, de a m o r contrariado. ¡ S i n g u l a r p a t o l o g í a ! N o , no sabemos nada... Sólo sabemos cosas triviales. — ¡ O h ! ¡Qué médicos! 208 MARIANELA — N o sabemos nada. Conocemos algo de la superficie. — E s t o ¿qué e s ? —Parece una meningitis fulminante. — Y ¿qué es e s o ? —Cualquier c o s a . . . ¡ L a m u e r t e ! —¿Es causa posible que se muera una persona conocida, casi sin enfermedad?... sin Señor Golfín, ¿ q u é es e s t o ? — ¿ L o sé y o a c a s o ? — ¿ N o es usted médico? — D e los ojos, no de las pasiones. —¡No s a b e ! —dijo Florentina con desespera- ción—. E n t o n c e s , ¿ p a r a qué es médico? — N o sé, no sé, no sé — e x c l a m ó T e o d o r o , g o l peándose el cráneo melenudo con su zarpa de león—. S í , una cosa sé, y es que no sabemos m á s que fenómenos superficiales. Señora, y o soy un carpintero de los ojos, y nada más. Después fijó los suyos con atención profunda en aquello que fluctuaba entre persona y cadáver, y con acento de a m a r g u r a e x c l a m ó : — ¡ A l m a ! ¿ Q u é pasa en t i ? Florentina se echó a llorar. —¡ El alma — m u r m u r ó , inclinando su cabeza sobre el pecho,— ya ha volado! — N o —dijo T e o d o r o , tocando a la N e l a — . A ú n hay aquí a l g o ; pero es tan p o c o . . . Podríamos 209 v . — 1 4 GALDOS creer que ha desaparecido y a su alma y han quedado sus suspiros. — ¡ D i o s mío!... —exclamó la de Penáguilas, empezando una oración. —¡Oh! ¡Desgraciado espíritu! —dijo Golfín—. E s evidente que estaba muy mal alojado... L o s dos la observaron muy de cerca. — S u s labios se mueven —gritó Florentina. —Habla. Sí, los labios de la Nela se movieron. Había articulado una, dos, tres palabras. — ¿ Q u é ha dicho? — ¿ Q u é ha dicho? Ninguno de los dos pudo comprenderlo. Era, sin duda, el idioma con que se entienden los que viven la vida infinita. Después sus labios no se movieron más. Estaban entreabiertos y se veía la fila de blancos dientecillos. Teodoro se inclinó, y besando la frente de la Nela, dijo así con firme acento: —Mujer, has hecho bien en dejar este mundo. Florentina se echó a llorar, murmurando con voz ahogada y temblorosa: — Y o quería hacerla feliz, y ella no quiso serlo. 210 FORTUNATA Y JACINTA (PARTE I, CAP. II.) N a c i ó B a r b a r i t à A r n á i z en la calle de P o s t a s , esquina al callejón de S a n Cristóbal, en uno de aquellos oprimidos edificios que parecen estuches o casas de muñecas. L o s techos se cogían con la mano; las escaleras había que subirlas con el Credo en la boca, y las habitaciones parecían destinadas a la premeditación de a l g ú n crimen. H a bía moradas de éstas a las cuales se entraba por la cocina. O t r a s tenían los pisos en declive, y en todas ellas oíase hasta el respirar de los vecinos. E n algunas se veían mezquinos arcos de para sostener el entramado de las fábrica escaleras, abundaba tanto el y e s o en la construcción y como escaseaban el hierro y la madera. E r a n comunes las puertas de cuarterones, los baldosines polvorosos, los cerrojos imposibles de m a n e j a r y las vidrieras emplomadas. Mucho de esto ha desaparecido en las renovaciones de estos últimos veinte años ; pero la estrechez de las viviendas subsiste. 211 Creció Bárbara en una atmósfera saturada de olor de sándalo, y las fragancias orientales, juntamente con los vivos colores de la pañolería chinesca, dieron acento poderoso a las impresiones de su niñez. Como se recuerda a las personas más queridas de la familia, así vivieron y viven siempre con dulce m¡emoria en la mente de Barbarità los dos maniquíes de tamaño natural vestidos de mandarín que había en la tienda, y en los cuales sus ojos aprendieron a ver la primera cosa que excitó la atención naciente de la niña, cuando estaba en brazos de su niñera. Fueron estos dos pasmarotes de semblante lelo y desabrido y sus magníficos trajes morados. También había por allí una persona a quien la niña miraba mucho, y que la miraba a ella con ojos dulces y cuajados de candoroso chino. E r a el retrato de Ayún, de cuerpo entero y tamaño natural, dibujado y pintado con dureza, pero con gran expresión. Mal conocido es en España el nombre de este peregrino artista, aunque sus obras han estado y están a la vista de todo el mundo, y nos son familiares como si fueran obra nuestra. E s el ingenio bordador de los pañuelos de Manila, el inventor del tipo de rameado más vistoso y elegante, el poeta fecundísimo de esos madrigales de crespón compuestos con flores y rimados con pájaros. A este ilustre chino deben las españolas el her212 Creció Bárbara olor de sándalo... en una atmósfera saturada de FORTUNATA Y JACINTA mosísimo y característico chai que tanto favorece su belleza, el mantón de Manila, al mismo tiempo señoril y popular, pues lo han llevado en sus hombros la g r a n señora y la gitana. E n v o l v e r s e en él es como vestirse con un cuadro. L a industria m o derna no inventará nada que iguale a la ingenua poesía del mantón, salpicado de flores, flexible, pegadizo y mate, con aquel fleco que tiene a l g o de los enredos del sueño y aquella brillantez de color que iluminaba las muchedumbres en los tiempos en que su uso era general. E s t a prenda hermosa se v a desterrando, y sólo el pueblo la conserva con admirable instinto. L o s a c a de las arcas en las grandes épocas de la vida, en los bautizos y en las bodas, como se da al viento un himno de alegría en el cual hay una estrofa para la patria. E l mantón sería una prenda v u l g a r si tuviera la ciencia del d i s e ñ o ; no lo es por conservar el carácter de las a r t e s primitivas y p o p u l a r e s ; es como la leyenda, como los cuentos de la infancia, candoroso y rico de color, fácilmente comprensible y refractario a los cam- bios de la moda. P u e s esta prenda, esta nacional obra de arte, t a n nuestra como las panderetas o los toros, no es nuestra en realidad más que por el u s o ; se la debemos a un artista nacido a la o t r a p a r t e del mundo, a un tal Ayún, que consagró a nosotros su vida toda y sus talleres. Y tan agradecido era el 215 ••\*\ >"t23' ' r f 't> GALDOS buen hombre al comercio español, que enviaba a los de acá su retrato y los de sus catorce mujeres, unas señoras tiesas y pálidas como las que se ven pintadas en las tazas, con los pies increíbles por lo chicos, y las uñas increíbles también por lo l a r g a s . Las facultades de Barbarità se desarrollaron asociadas a la contemplación de estas cosas, entre las primeras conquistas de sus y sentidos, ninguna tan s e g u r a como la impresión de aquellas flores bordadas con luminosos torzales, y tan frescas que parecía cuajarse en ellas el rocío. E n días de g r a n venta, cuando había muchas señoras en la tienda y los dependientes desplegaban sobre el m o s t r a d o r centenares de pañuelos, la lóbrega tienda semejaba un jardín. Barbarità creía que se podrían c o g e r flores a puñados, hac e r ramilletes o guirnaldas, llenar canastillas y adornarse el pelo. C r e í a que se podrían deshojar y también que tenían olor. E s t o e r a verdad, porque despedían ese tufillo de los embalajes asiáticos, mezcla de sándalo y de resinas exóticas que nos trae a la mente los misterios budistas. M á s adelante pudo la niña apreciar la belleza y variedad de los abanicos que había en la casa, y que eran una de las principales riquezas de ella. Quedábase pasmada cuando v e í a los dedos de su m a m á sacándolos de las perfumadas cajas y abriéndolos como saben abrirlos los que comercian en 216 " i " v uT FORTUNATA fe " ' Y JACINTA e s t e articulo, es decir, con un desgaire rápido que no los estropea y que hace ver al público la liger e z a de la prenda y el blando r a s g u e o de las v a rillas. B a r b a r i t à abría cada ojo como los de un t e r nero cuando su mamá, sentándola sobre el m o s trador, le enseñaba abanicos sin dejárselos t o c a r ; y se embebecía contemplando aquellas figuras tan monas, que no le parecían personas, sino chinos, con las caras redondas y tersas como hojitas de r o s a s , todos ellos risueños y estúpidos, pero m u y lindos, lo mismo que aquellas casas abiertas por todos lados y aquellos árboles que parecían m a t i t a s de albahaca... ¡ Y pensar que aquellos árboles eran el té nada menos, estas hojuelas retorcidas c u y o zumo se toma p a r a el dolor de b a r r i g a ! Ocuparon m á s adelante el primer lugar en el tierno corazón de la hija de don Bonifacio A r n á i z y en sus sueños inocentes, otras preciosidades que la m a m á solía mostrarle de v e z en cuando, previa amonestación de no tocarlas; objetos labrados en marfil y que debían ser los juguetes con que los ángeles se divertían en el Cielo. E r a n al modo de torres de muchos pisos, o barquitos con las velas desplegadas y muchos remos por una y otra band a ; también estuchitos, cajas para guantes y jo- yas, botones y juegos lindísimos de ajedrez. Por el respeto con que su mamá los cogía y los guardaba, creía Barbarità que contenían algo así como 217 el Viático p a r a los enfermos, o lo que se da a las personas en las iglesias cuando comulgan. Mu- chas noches se acostaba con fiebre, porque no le habían dejado satisfacer su anhelo de coger para sí aquellas monerías. Hubiérase contentado ella, en v i s t a de prohibición tan absoluta, con a p r o x i m a r la yema del dedo índice al pico de una de las torres ; pero ni aun e s t o . . . L o m á s que se le permitía e r a poner sobre el tablero de ajedrez que estaba en la vitrina de la ventana enrejada (entonces no había escaparates), todas las piezas de un j u e g o , no de los más finos, a un lado las blancas, a otro las encarnadas. B a r b a r i t à y su hermano Gumersindo, m a y o r que ella, eran los únicos hijos de don Bonifacio A r n á i z y de doña Asunción T r u j i l l o . Cuando tuvo edad p a r a ello, fué a la escuela de una tal doña C a lixta, sita en la calle Imperial, en la misma casa donde estaba el F i e l Contraste. Las niñas quienes la de A r n á i z hacía mejores migas con eran dos de su m i s m a edad y vecinas de aquellos barrios ; la una, de la familia de M o r e n o , el dueño de la droguería de la calle de C a r r e t a s ; la o t r a , de M u ñ o z , el comerciante de hierros de la calle de T i n t o r e r o s . Eulalia M u ñ o z e r a muy vanidosa, y decía que no había c a s a como la s u y a y que daba g u s t o verla toda llena de unos pedazos mu g r a n des, del tamaño de la caña de doña Calixta, y tan pesados que ni cuatrocientos hombres los podían 218 FORTUNATA Y JACINTA levantar. L u e g o había un sinfín de martillos, g a r fios, peroles mu grandes, mu g r a n d e s . . . " m á s anchos que este c u a r t o " . P u e s ¿ y los paquetes de c l a v o s ? ¿ Q u é cosa había más bonita? ¿ Y las llav e s , que parecían de plata, y las planchas, y los anafres, y otras cosas lindísimas? S o s t e n í a que ella no necesitaba que sus papas le comprasen muñecas, porque las hacía con un martillo, v i s tiéndolo con una toalla. P u e s ¿ y las a g u j a s que había en su c a s a ? N o se acertaban a contar. Como que todo Madrid iba allí a comprar agujas, y su papá se carteaba con el fabricante... S u papá r e cibía miles de cartas al día, y las c a r t a s olían a h i e r r o . . . Como que venían de I n g l a t e r r a , donde todo es de hierro, hasta los c a m i n o s . . . — S í , hija, s í ; mi papá me lo ha dicho. L o s caminos están embaldosados de hierro, y por allí encima van los coches echando demonios. L l e v a b a siempre los bolsillos atestados de chucherías, que mostraba p a r a dejar bizcas a sus amig a s . E r a n tachuelas de cabeza dorada, corchetes, argollitas pavonadas, hebillas y pedazos de papel de lija, vestigios de muestrarios y de cosas rotas o descabaladas. Pero lo que tenía en más estima, y por esto no lo sacaba sino en ciertos días, e r a su colección de etiquetas, pedacitos de papel v e r de, recortados de los paquetes inservibles, y que tenían el famoso escudo inglés, con la j a r r e t i e r a , 219 GALDOS el leopardo y el unicornio. E n todas ellas se l e í a : Bírmingham. — ¿ V e i s . . . ? E s t e señor B e r m i n g á n es el que se c a r t e a con mi papá todos los días, en i n g l é s ; y son tan amigos, que siempre le está diciendo que v a y a a l l á ; y hace poco le mandó, dentro de una c a j a de clavos, un j a m ó n ahumado que olía como a chamusquina, y un pastelón así, mirad, del tamaño del brasero de doña C a l i x t a , que tenía dentro muchas pasas chiquirrininas, y picaba como la guind i l l a ; pero mu rico, hijas, mu rico. L a chiquilla de M o r e n o fundaba su vanidad en llevar papelejos con figuritas y letras de colores, en los cuales se hablaba de pildoras, de barnices o de ingredientes p a r a teñirse el pelo. L o s m o s t r a b a uno por uno, dejando p a r a el final el g r a n efecto, que consistía en sacar de súbito el pañuelo y ponerlo en las narices de sus amigas, diciéndoles: —¡ Goled! E f e c t i v a m e n t e , quedábanse las otras medio desvanecidas con el fuerte olor de a g u a de colonia o de los siete ladrones que el pañuelo tenía. P o r un momento, la admiración las hacía enmudecer ; pero poco a poco íbanse reponiendo, y Eulalia, c u y o orgullo r a r a v e z se dada por vencido, sacaba un tornillo dorado sin cabeza, o un pedazo de talco, con el cual decía que iba a hacer un espejo. Difícil e r a b o r r a r la g r a t a impresión y el éxito del perfu320 FORTUNATA Y JACINTA me. L a ferretera, algo corrida, tenía que g u a r d a r los trebejos, después de oír comentarios verdaderamente injustos. L a de la droguería hacía muchos ascos, diciendo: — ¡ U y , cómo apesta eso, h i j a ! Guarda, g u a r d a esas ordinarieces. A l siguiente día, B a r b a r i t à , que no quería dar su brazo a torcer, llevaba unos papelitos m u y raros de pasta, todos llenos de g a r a b a t o s chinescos. D e s pués de darse mucha importancia haciendo que lo enseñaba y volviéndolo a guardar, con lo cual la curiosidad de las otras llegaba al punto de la desazón nerviosa, de repente ponía el papel en las narices de sus a m i g a s , diciendo en tono triunfal : — ¿ Y eso? Quedábanse Castità y Eulalia atontadas con el a r o m a asiático, vacilando entre la admiración y la envidia ; pero al fin no tenían más remedio que humillar su soberbia ante el olorcillo aquel de la niña de A r n á i z . L e pedían por Dios que las dejase catarlo más. B a r b a r i t à no g u s t a b a de prodigar su tesoro, y apenas acercaba el papel a las respingadas narices de las otras lo volvía a retirar con movimiento de cautela y avaricia, temiendo que la fragancia se m a r c h a r a por los respiraderos de sus a m i g a s , como se escapa el humo por el cañón de una chimenea. E l tiro de aquellos olfatorios era tremendo. P o r último, las dos amiguitas y otras que se acer221 GALDOS carón movidas de la curiosidad, y hasta la propia doña Calixta, que solía descender a la familiaridad con las alumnas ricas, reconocían, por encima de todo sentimiento envidioso, que ninguna niña tenía cosas tan bonitas como la de la tienda de Filipinas. 222 S A N VICENTE DE LA BARQUERA L a s marismas de la Rabia son tristes, solitarias, más solitarias y tristes a causa de su extensión. E n las orillas bajas no hay pueblos, ni caseríos, ni bosques, ni los verdes collados que tanto abundan en este país. L a s argomas, un linaje de hierbas espinosas que se adornan de florecillas menudas, parecidas a las de la retama, invaden todo el suelo. L o que de éste queda libre se lo toman para sí los heléchos, que extienden su dominio absoluto allí donde no entra jamás ni arado, ni dalle, ni azada. E n la Rabia debieran existir hermosos y espesos pinares; pero no hay nada más que charcos salobres y cien mil islas bajas, formadas por intrincado dédalo de canales, que unos a otros se quitan o se dan el agua, según sube o baja la marea. Únese luego el camino a la carretera de Torrelavega a Oviedo, y poco después, vencidos los cerros que dominan la ría, se distingue el incomparable pa223 norama de San Vicente. L a inmensa anchura del valle a cuyo extremo se alza esta villa, la proximidad del mar, la gallarda situación del caserío entre dos puentes, las lejanas y altísimas montañas que forman un fondo majestuoso y parecen agrandar aún más el paisaje, hacen de esta perspectiva una de las más admirables y sintéticas que pueden ofrecerse a la vista del viajero. Allí todo es inmenso, tierra, cielo, montes, praderas, río, mar, marismas. Hasta el mismo pueblo de San Vicente parece un pueblo de primer orden a causa de la maravillosa fantasmagoría que produce su situación al pie del cerro, en cuya cima está la iglesia; reflejando en el agua dormida sus casas pintorescas, alargando a una y otra ribera sus dos puentes como brazos con que se sostiene en los montes para poder zambullirse mejor en el agua. Tan bello es esto, que verdaderamente da pena que a continuación de la perspectiva de San Vicente venga San Vicente mismo, cuando lo mejor sería que después de ofrecerse en imagen lejana y fascinadora a los ojos del atónito pasajero, desapareciese y se ocultara allá entre juncos de la mar, o que se desvaneciera con las figuras del humo en los aires. Pasando el gran puente del siglo vi, de treinta y dos arcos, sentimos verdadero estupor al ver que no se entra por allí a un pueblo como Glasgow, Hamburgo o Nueva York. N o se comprende que aquella gran ribera haya sido criada por Dios para sustentar al pobre San Vicente, y que las inmensas marismas que 224 *ti ^»1 SAN VICENTE DE LA ri|> BARQUERA quedan atrás no sustenten miles de calles y plazas donde hierva gentío afanoso; no se comprende que esté tan cerca un mar sin barcos y un abra sin puerto, y un río sin fondo ni muelles, y que toda aquella singular belleza y amplitud sean tan sólo un gran charco de lodo salobre donde mojan sus cimientos algunas casas añosas, tristes y negras, como los pensamientos del desesperado. A l fin, el puente se acaba, y es preciso entrar en la villa. U n convento que fué de Franciscos parece que vigila la entrada. Torciendo a derecha mano, después de hacer una reverencia muy devota a lo que fué asilo de aquellos humildes siervos de Dios, entramos en la calle principal de S a n Vicente, una especie de avenida de fango, limitada a la izquierda por larga fila de altos caserones con zancudas arcadas, y a la derecha por la muralla inmediata al río. A un lado, obscuras y feísimas tiendas, balcones de hierro, en los cuales parece haber trabajado el mismo Vulcano, según son de pesados y antiguos; a otro, serena extensión de agua en que nadan gruesas vigas de roble, y en los muelles, ni un buque, ni una grúa, ni un tonel, ni una caja, ni un cable, ni un ancla rota. Allá lejos, junto a la orilla, semejante a una choza de pescadores, está el santuario de la Barquera, donde no faltarán imágenes, ante las cuales recen los hijos del país siempre que no tengan otra ocupación peor en que invertir las pesadas horas. P a r a ver el resto de San Vicente hay que abandov.—IJ 926 GALDÓS nar la calzada llana y trepar por las empinadas calles que conducen a la hermosa iglesia ojival. Pero entonces el asombro del viajero sube de punto al verse rodeado de imponentes ruinas, como si la villa hubiera padecido terremotos e incendios horribles, sin tener después una mano solícita que la reedificase. Por un lado y otro se ven enormes muros y rotos arcos y restos de edificios que fueron vivienda de hidalgas familias, y que hoy son esqueletos coronados de yedra, cuya espantosa fisonomía pone miedo en el corazón. Tristeza más honda que la tristeza de Santillana es la de San Vicente, porque la villa del Marqués conserva en su momificado y entero rostro, la forma y aun la expresión de la vida, mientras este desbaratado pueblo marítimo ha sufrido la postrera descomposición de la carne, y los vientos de la mar y la lluvia del cielo le han arrebatado partícula tras partícula, dejándole en los puros huesos. Aumenta nuestra pena al oír que el origen de tanta ruina no ha sido un cataclismo como en Pompeva, ni maldición del cielo, como en Terusalén, ni fueeo de Dios, como en Gomorra, sino decadencia pura por ley del tiempo. Por esto San Vicente de la Barquera tiene algo de la majestad de Itálica. Pero el amarillo jaramago de esta pobre villa no es tal que despierte un exagerado afán de llorar sobre él, ni de extasiarse largas horas contemplando las nobles piedras, o leyendo lo que quede de algún escudo comido 4e Jos años, o las últimas letras de la inscrip- SAN VICENTE DE LA BARQUERA ción heráldica que el dedo del tiempo ha empezado a borrar. E n San Vicente ha rodado, al parecer, la cuna ilustre, no sabemos si de marfil y oro, del inquisidor don Antonio del Corro, cuya hermosa estatua existe en la iglesia, atenta a la lectura de un libro. L a expresión y belleza son tales, que el observador se detiene instintivamente y aguarda con ansioso atan a que el reverendo levante la marmórea cabeza y aparte del libro los ojos sin pupilas para mirarle a eí. L a semejanza de este enterramiento con el que existe en la capilla de Bedmar de la catedral de Siguenza, es grande, y su mérito no inferior al de esta primorosa obra de arte. Salgamos ya de San Vicente. N o sólo lo exige el plan de la expedición, sino también el atractivo del hermoso país que rodea a la villa caduca y del cual jamas se sacian los ojos. 1'asamos otro puente y subimos la pendiente del camino de Asturias. Desde allí el panorama no es menos admirable que cuando se baja por la otra orina en busca del puente largo. L o s charcos de las marismas que rodean a San Vicente ofrecen el mas complicado mapa que puede imaginar el delirio de la geografía, i odas las combinaciones posibles üe rayas ue agua, discurriendo sin oraen ni tino por entre juncos; todas las formas geométricas de islas y penínsulas que serian posibles si estuviese en proyecto una nueva creación del mundo, se ven allí, y nadie puede eximirse de observar 327 GALDÓ S con pueril atención tan graciosa cosmografía. Entre estos caprichosos juegos del agua y el fango se alza el cerro de San Vicente, muy semejante al lomo de un cocodrilo, y después las múltiples series de colinas que escalonadas suben sirviendo de plinto a los montes, y en último término las descomunales crestas de Andará, último esfuerzo de la tierra para llegar al cielo. 228 INDICE PÁGS. ZARAGOZA 7 81 MARIANELA FORTUNATA Y JACINTA 211 SAN VICENTE DE LA BARQUERA 223 22g