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El golpe
U
n día cualquiera despiertas sin imaginar que la vida
está a punto de jugarte una mala pasada.
Das vuelta entre las sábanas, bostezas, te restriegas
los ojos, te pones de pie, te acomodas el cabello y cuando
das un paso viene lo peor.
El dolor es horrible.
Sientes que te inmoviliza.
Lloras.
Piensas que no podrás soportarlo.
Solo quieres gritar.
Eso fue, precisamente, lo que hice aquella mañana cuando
al levantarme, torpemente di, sin querer, un puntapié a la
pata de la cama.
Cuando los dedos de mi pie derecho se estrellaron
contra ese grueso pedazo de madera sólida… ¡sentí que
me moría del dolor!
Siete palabrotas de grueso calibre salieron de mi
boca. Esas palabras que comienzan con p, con h, con v
o con ch y que si mi madre me escuchara pronunciar me
cosería la boca con alambre de púas para que jamás las
volviera a repetir.
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Aunque tenía los ojos nublados por las lágrimas que
aparecieron instantáneamente, podría jurar que vi estrellas.
El dolor era tan intenso que llegué a pensar que mis
dedos se habían triturado y que, en adelante, todos los
zapatos me quedarían grandes.
Me tiré a la cama sujetando mi pie accidentado y
seguí maldiciendo durante dos minutos más.
—¿Qué pasó? —preguntó mi mamá con voz adormecida desde su habitación.
—¡Nadaaaaaaayyyy! —respondí con un quejido.
Enseguida escuché que ella caminaba lentamente
hacia mi cuarto. Abrió la puerta y me dijo:
—Si no pasó nada, ¿a qué se debe ese vocabulario de
chofer interprovincial?
—¡Me golpeé la pata! —le dije mientras me retorcía.
—El pie —corrigió ella.
—Pie, pata, extremidad o pezuña… ¡qué más da!
Me golpeé y creo que me rompí todos los huesos.
Aunque no quería llorar tenía la cara llena de lágrimas. Mi mamá se sentó junto a mí y se dispuso a revisar
lo que quedaba de mi pie.
—¡Con cuidado! —supliqué.
Ella lo miró detenidamente, tocó, movió huesos y al
final me dio su veredicto irrefutable:
—No te pasó nada. Estás bien. Solo tienes un raspón, quizá se te hinchará el pie, y hay una pequeña herida
que se curará sola. Vamos, límpiate con un poco de alcohol, ponte una vendita y no seas llorón. Lo mejor será que
levantes el pie para evitar la hinchazón.
—¿Patas arriba?
—Pies —corrigió ella.
Poco a poco me incorporé y tomé fuerzas para
enfrentarme con el espectáculo en que se habría converti-
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do mi pie. Juraba que me iba a encontrar con un amasijo
de huesos, sangre y músculos, pero mi pie estaba casi
intacto. Como si nada. Apenas una tenue coloración verdosa y un pequeño raspón delataban lo ocurrido.
—Se te pasará —dijo mi mamá convencida—, y a
ver si aprendes a usar pantuflas, llevo dieciséis años diciéndote que…
—… que no debo caminar descalzo, ya lo sé,
mamá, hoy no me regañes, por favor.
Mamá sacudió mi cabello, que con tantas lágrimas
se me había pegado entre la frente y la mejilla, sonrió
dulcemente, bostezó levantando sus brazos y al salir de
mi habitación pasó recogiendo los calcetines, camiseta,
pantalón y cinturón que, debido a mi particular manera
de entender el orden, estaban desperdigados por el piso
como si hubiera caído un misil junto a mi cama.
—Es el dolor más terrible —le dije cuando la vi
salir.
Ella volteó a mirarme y con la mayor sutileza y
amor me dijo:
—Te prometo que el dolor pasará, te quedará una
marquita, pero no es el fin del mundo... ¡Ahora, a poner
las patas arriba!
—Pies —corregí yo.
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Capítulo I
T
odo comenzó cuando decidimos participar en el concurso: El Rey del Jamón y Beso.
Mi amigo Pablo y yo nos inscribimos puntualmente
porque el premio resultaba muy interesante. Los organizadores de este concurso clandestino invitaron a toda
la secundaria (sin que se enteraran las autoridades, claro
está) a un concurso para devoradores de pizza de jamón.
El que más pedazos de pizza pudiera comer en cinco
minutos ganaría el gran premio: un beso de 60 segundos
con Brenda Scott, una chica norteamericana, de quinto de
bachillerato, que por su aspecto debía ser la hija de Barbie
y Ken.
¡Pablo y yo queríamos ganar ese premio! Nuestro
historial de besos era bastante raquítico. Pablo había besado a dos chicas en un juego de la botella, y luego supimos
que ambas habían dicho que besar a Pablo era como besar
a un semáforo: era frío, se ponía rojo y se quedaba parado
como un tonto.
Yo había besado a una compañera en un juego de
penitencias en el que el premio consistía en un disco de
Arjona, y el castigo era un beso conmigo. Yo protesté y
dije que el castigo debería ser escuchar a Arjona, pero una
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amiga añadió: «Tienes razón, Arjona es horrible y sin gracia, pero no creo que tu beso sea mejor».
Con esos antecedentes, Pablo y yo nos entrenábamos intensamente para el concurso de devoradores de
pizza. Comíamos todo lo que podíamos. A la hora del
recreo cada uno se zampaba un mega sándwich de pollo,
dos paquetes de galletas, tres helados, cuatro bolsas de
papas fritas y cinco caramelos de menta para evitar el
aliento de dragón. Al salir del colegio pasábamos por un
kiosco en el que vendían comida para albañiles y obreros
de las construcciones cercanas, y junto con ellos nos echábamos un cerro de arroz con lentejas, dos huevos fritos y
una pata de pollo que parecía pata de mamut. Luego de
eso íbamos a mi casa y almorzábamos la comida nutritiva
que mi mamá había preparado, pero cada uno le añadía
dos panes. Después pasábamos a nuestro tercer almuerzo
en la casa de Pablo que, ante la poca creatividad gastronómica de su mamá, casi siempre consistía en un plato
de sopa de garbanzos y un segundo plato de menestra de
garbanzos con pescado frito y ensalada de garbanzos.
Con aquel arduo entrenamiento sentíamos que los
garbanzos se nos salían por los ojos, pero nada de eso
importaba, porque ambos soñábamos con el beso de 60
segundos con Brenda Scott.
Con la barriga hinchada como la del chofer del
autobús del colegio, nos tumbábamos sobre la alfombra
de la sala y comenzábamos a pensar en cómo disfrutaríamos de ese premio:
—Si yo gano —decía Pablo entusiasmado—, tienes
que tomarme 60 fotos cuando reciba mi premio. ¡Una por
cada segundo que dure el beso! Empapelaré mi habitación
con todas esas fotos. Las ampliaré a tamaño pared. Las
colocaré en el techo para quedarme dormido contem-
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plando mi triunfo, y en el baño para mirarlas mientras
me ducho...
—Ojalá eso haga que te bañes con más frecuencia.
—¡Lo digo en serio, Tiago! Si cuando Brenda me
bese yo no caigo al piso con un infarto de tanta emoción,
prométeme que me sacarás todas las fotos posibles con tu
cámara.
Pablo me llamaba Tiago porque decía que yo de
santo no tenía ni un pelo, y mi nombre completo, Santiago, le provocaba risa. «Si tú eres un santo, entonces yo
soy Madonna», solía decirme cuando escuchaba a alguien
llamarme cariñosamente Santi.
Los organizadores habían determinado que el día del
concurso sería el viernes 22 de abril, al salir de clases, en
el gran cuarto donde el conserje del colegio guardaba los
elementos de limpieza y jardinería. Ese conserje era cómplice del concurso y además miembro del jurado calificador. Él se encargaría de comprar las pizzas con el dinero
recaudado de las inscripciones y de la venta de entradas.
También, ayudaría a los organizadores a colocar luces
estroboscópicas, parlantes y equipos de audio, para hacer
del evento un gran show.
Todos los interesados en convertirnos en el Rey del
Jamón y Beso practicábamos durante semanas. La dificultad radicaba no solo en la cantidad que pudiéramos comer
durante los cinco minutos, sino que las reglas impedían
que los participantes tomáramos líquido durante el concurso, con lo cual, al octavo pedazo de pizza, la sensación
de sequedad en la garganta era tal, que sentíamos como si
estuviéramos comiéndonos un colchón de lana de borrego, con el borrego incluido.
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