Cuba - Juventud Rebelde

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juventud rebelde
por JUAN MORALES AGÜERO
[email protected]
VIERNES
12 DE JULIO DE 2013
¡Ah, las erratas!
LAS erratas son viejas conocidas de los
escritores y los periodistas. Quienes han
hurgado en el tema afirman que acechan al
texto desde el debut del lenguaje escrito.
De su nociva naturaleza dijo el literato
español Ramón Gómez de la Serna: «Son
para las palabras como enfermedades
infantiles: sarampión, varicela…, que deben
pasarse obligatoriamente».
Tipógrafos, editores y correctores figuran
entre sus presas favoritas. El empeño por
exterminarlas no parece exhibir grandes
progresos, pues se niegan a desaparecer.
En efecto, las muy pícaras se camuflan
entre vocales y consonantes y saltan como
liebres en cualquier rincón del párrafo.
El cronista español Andrés Henestrosa
las ha sufrido muchas veces en textos propios, así que habla con conocimiento de
causa. Sus palabras son concluyentes: «Ahí
donde aparezca una errata, aparecerán
otras, porque proliferan y se reproducen
como conejas. Son tan invencibles como
elocuentes; avasallan, convencen y seducen. Por eso ganan al final, quedándose».
Detectarlas y eliminarlas a tiempo es
una suerte de obsesión. Un sitio en Internet
cuenta que un editor francés llamado
Robert Etienne perseguía tanto las erratas
que después de compaginar los textos de
un libro, imprimir las pruebas, corregirlas y
volverlas a imprimir, las colgaba en la fachada de la editorial, a la vista de los caminantes, a quienes pagaba una bonita suma por
cada una que encontraran».
El gran poeta chileno y premio nobel de
Literatura, Pablo Neruda, las estigmatizó:
«Son las caries de los renglones». Eso, quizá, porque en su libro de poemas Crepusculario alguien le enmendó un verso.
Así, lo que originalmente era «Besos, lecho
y pan» se publicó como «Besos, leche y pan».
A la vera de estos huéspedes indeseables mostró su rostro la célebre fe de erratas. La más antigua data de 1478 y ocupa
dos folios de una obra de Juvenal. Después, la Suma Teológica se editó con otra
análoga, pero… ¡de 111 páginas! Amilanadas por tal plaga, las editoriales contrataron
como correctores a insignes hombres de
letras, como Erasmo y Shakespeare.
Las erratas son universales y ubicuas.
No respetan credos, ni reyes, ni Papas... Y,
a propósito, el Papa Clemente XI, quien ofició entre 1700 y 1721, murió de una apoplejía cuando descubrió una errata en el
primer ejemplar de sus homilías recién
impresas que alguien le llevó para leer.
ERRATAS PERIODÍSTICAS
En ocasiones, una errata ha puesto de
patitas en la calle a un colega distraído.
GALERÍA DE LAS EQUIVOCACIONES
En la antología de las erratas aparecen
algunas muy simpáticas, aunque imagino
que a sus víctimas no les habrá hecho ninguna gracia. Una clásica se coló en el folletín de
Vicente Blasco Ibáñez titulado Arroz y tartana. La edición príncipe decía: «Aquella mañana, doña Manuela se levantó con el coño
fruncido». El autor había escrito «el ceño fruncido».
Otra similar contrarió al bardo español
Ramón de Garciasol, quien logró incluir un
poema en la muy seria revista Ínsula. Exponía: «Y Mariuca se duerme y yo me voy de
puntillas». Solo que el duende de los gazapos le jugó una mala pasada y apareció: «Y
Mariuca se duerme y yo me voy de putillas».
Pero —¡ay!—, Mariuca era su esposa. Tengo
la certeza de que al vate le resultó difícil persuadirla del equívoco editorial.
Con el ilustre mexicano Alfonso Reyes las
erratas devinieron ensañamiento. Él las denominó «especie de viciosa flora microbiana,
Las erratas se niegan a desaparecer; esto es un ejemplo de ello.
Estos «piojos de las palabras», como las llamó Flaubert,
se cuelan en los recovecos más insospechados
y pueden lanzar por la borda una labor de creación
literaria o de investigación
siempre reacia a los tratamientos de la desinfección». Un libro suyo de poemas tenía
tantas que hizo ironizar así a un crítico:
«Nuestro amigo Reyes acaba de publicar un
libro de erratas acompañado de algunos
versos».
Las erratas no respetan ni los títulos de
las obras. La feria de los discretos, de Pío
Baroja, se editó en la enciclopedia Espasa
como La feria de los desiertos; el drama La
expulsión de los moriscos se llevó a la cartelera como La expulsión de los mariscos;
y la novela de Alejandro Dumas hijo llegó a
publicarse como La dama de las camellas
(por camelias).
Cuenta el argentino Manuel Ugarte el caso
de un informador de antaño que, al ofrendar
su crónica a la hija del dueño de su rotativo, garrapateó: «Basta escribir su nombre,
Mercedes, para que se sienta orgullosa la
tinta». Solamente que en lugar de tinta, se
publicó tonta.
Al académico francés Flavigny no le fue
mejor, en 1648, al escribir en una glosa
teológica la conocida frase del Evangelio
de San Mateo: «¿Y por qué miras la paja
que está en el ojo de tu hermano y no
echas a ver la viga que está en tu propio
ojo?». Esto, en latín, reza: «¿Quid vides festucam in oculo fratis tuis et trabem in oculo tuo non vides?».
Un burlón reseñó así el infeliz dislate:
«En la palabra oculo el duende escamoteó
misteriosamente la o inicial, pasando en la
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frase el papel del ojo a otra parte del cuerpo humano…».
A pesar de lo involuntario del hecho, el
escándalo que originó el desliz fue colosal.
La comunidad académica no perdonó aquel
desacierto que casi desacredita para siempre a uno de sus miembros entre sus propios colegas de oficio.
A veces la mera ausencia de una tilde
puede provocar el caos. Como aquel diario
que publicó un clasificado donde se solicitaba «una secretaria con ingles», en lugar de
«con inglés». Otro caso: en una crónica teatral, el chupatintas rasgueó: « El exquisito
gusto de la autora es bien conocido por
todos sus amigos». Solo que, donde decía
gusto, salió publicado busto. ¡Vaya revuelo
el que armó el marido!
En una gacetilla, alguien escribió «lúgubre viaje». Pero se lo cambiaron por «legumbres viejas». Y como si eso no hubiera resultado suficiente, al final del texto dijo, poético: «Hay una humedad de sal mojándonos
las ojeras». Sin embargo, se la variaron por
«hay una humedad de sol mojándonos las
orejas».
En materia de titulaje, los disparates no
han sido menores. Un periódico canario
encabezó así un suelto relacionado con
cierta enfermedad bovina: «Las vascas
locas», cuando debió decir «Las vacas
locas». Tan pronto se enteraron, las féminas
de esa región de España pusieron el grito
en el cielo.
Otras erratas periodísticas divertidas
son la del «Banco Español de Cerdito» (por
crédito); la dama que lanzaba a su amado
miradas de «apasionada ternera» (por ternura); la demanda de trabajo en la que se
buscaba a alguien capaz de cuidar «persianas mayores» (por personas); o el «libro de
Pitágoras» de un buque para designar el
libro de bitácora; o el santoral que anunciaba el Día de la Purísima Virgen, pero la r se
cambió por una insultante t… ¡y se armó la
grande!
OTRAS MANIFESTACIONES
Un aragonés nombrado Ángel Mostajo
se tomó la molestia de revisar a fondo
todas las entradas del Diccionario de la
Real Academia Española (DRAE), en su
edición 21, de 1992. Y vaya sacrilegio,
localizó en sus páginas imprecisiones
diversas, errores de imprenta, definiciones
incongruentes o «meramente machismos
o racismos heredados de ediciones anteriores».
Sin la intención de lastimar la dignidad
de los académicos a cargo del popular texto, el investigador halló 163 erratas. Las
comentó y las envió a la RAE. Desde allá
le agradecieron su acuciosidad y paciencia, que lo llevaron a leerse toda la obra.
La edición 22 (2001) del DRAE subsanó
las erratas.
En fin, que las erratas —«piojos de las
palabras», según Flaubert— se cuelan en
los recovecos más insospechados y pueden lanzar por la borda una labor de creación literaria o de investigación. Vuelvo a
convocar a Alfonso Reyes:
«A la errata se la busca con lupa,se la caza
a punta de pluma, se la aísla y se la sitia con
cordón sanitario y a última hora, entre las formas ya compuestas, cuando ruedan los cilindros sobre los moldes ya entintados,¡hela que
aparece, venida quién sabe dónde, como si
fuera una lepra connatural del plomo! Y luego
tenemos que parchar nuestros libros con ese
remiendo del pegado que se llama fe de errata, verdadera concesión de parte y oprobio
sobre oprobio».
¡Solavayan las erratas!
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