1 - El retrato oval El castillo en el cual mi criado se

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Edgar Allan Poe
El retrato oval
El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la
fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba,
de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de
grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus
altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como
en la imaginación de Mistress Radcliffe.
Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente
abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las
habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas.
Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado
era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban
cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos
de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente
prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en
sendos marcos dorados, de gusto arabesco.
Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue
la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes
principales, sino también en una porción de rincones que la
arquitectura caprichosa del castillo hacia inevitable; hice a Pedro
cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada,
encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de
mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo,
guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para
poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme
alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura
de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada y
que trataba de su crítica y su análisis.
Leí
largo
tiempo;
contemplé
las
pinturas
religiosas
devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la
media noche. La posición del candelabro me molestaba, y
extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi
criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado.
La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón
que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con
una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta
entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi
mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? no me
lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron
cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era
un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para
asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y
preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al
cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
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No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el
primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el
estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos,
haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida. El cuadro
representaba, como ya he dicho, a una joven. Se trataba
sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo, que
se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de
la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el
seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra
vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era
oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no
fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su
fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No
podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado
la cabeza por la de una persona viva.
Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto
del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en
estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el
retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al
principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de
terror respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo
así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me
apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y
descripción de los cuadros.
Busqué inmediatamente el número correspondiente al que
marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:
“Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable,
que en mal hora amó al pintor y, se desposó con él.
“Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había
puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, todo
luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no
odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la
paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le
arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la
dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y
sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la
sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el
pálido lienzo solamente por el cielo raso.
"El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora
en hora, de día en día.
"Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se
perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba
tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos
de su mujer, que se consumía para todos excepto para él.
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"Ella no obstante, sonreía más y más, porque veía que el
pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y
ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al
lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día
tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que
contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza
maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo
amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo
tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; Porque
el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su
trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el
rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía
sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su
lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba
por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la
boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la
llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el
pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el
trabajo que había ejecutado; pero un minuto después,
estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y
gritando con voz terrible: “— ¡En verdad esta es la vida misma!”— Se
volvió bruscamente para mirar a su bien amada,... ¡Estaba muerta!”.
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La esfinge
Durante la terrible epidemia de cólera que asoló Nueva York, acepté la
invitación de un familiar para pasar con él una quincena en su finca sita a la
orilla del Hudson.
Allí estábamos rodeados de todos los habituales recursos del campo en
materia de distracciones; y entre los paseos por el bosque, la pintura, la
pesca, el remo, los chapuzones en el río, la música y los libros, hubiésemos
pasado muy agradable mente el tiempo, de no haber sido por el horror de
las noticias que cada día nos llegaban de la populosa ciudad. No transcurría
ni uno solo que no nos trajera el anuncio del óbito de algún conocido
nuestro. Y, a medida que la epidemia se extendía, nos acostumbramos a
temer diariamente la muerte de algún amigo. Acabamos por temblar ante la
diaria llegada del cartero. Los aires del sur nos parecían también infectados
de muerte. Y este temor que nos helaba terminó apoderándose de mi alma.
Mis palabras, mis pensamientos, mis sueños, no tenían otro objeto.
Mi anfitrión, de temperamento menos excitable, se esforzaba en sostener
mi ánimo, aunque él mismo estaba muy deprimido. Su intelecto, saturado
de filosofía, no se afectaba nunca por nada que fuera irreal. No era del todo
insensible a los terrores fundamentales motivados, pero no temía en
absoluto a los simples fantasmas.
Los esfuerzos que hizo para sacarme del estado anormalmente morboso
en que yo había caído fueron, con mucho, frustrados por ciertos volúmenes
que descubrí en su biblioteca, y que eran de naturaleza lo bastante morbosa
como para contribuir a la germinación de las semillas de superstición
hereditaria latente en mi corazón. Había leído los libros sin decírselo, de
modo que él no sabia a veces a qué atribuir las impresiones violentas
experimentadas por mi espíritu.
Me gustaba hablar de la creencia del pueblo en los presagios; creencia
que en aquella época de mi vida estaba dispuesto, por primera vez, a
defender seriamente. Teníamos discusiones largas y vivas sobre esta
materia: él, sosteniendo que tales ideas no podían tener fundamento
alguno; yo, afirmando que un sentimiento popular nacido de manera
absolutamente espontánea -es decir, sin traza aparente de sugestión- no
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había duda de que tenía en sí elementos de verdad, y merecía que se le
respetara.
La verdad es que pronto, tras mi llegada al chalet, me ocurrió un
incidente tan inexplicable, que presentaba en tal grado el carácter de
augurio amenazador, que se me hubiera podido perdonar el que lo hubiese
tomado por un verdadero presagio. Quedé atemorizado, y al mismo tiempo
confuso, perplejo hasta el punto de que dejé pasar varios días antes de
decidirme a poner al corriente a mi amigo.
Al atardecer de un día de sofocante calor, estaba yo sentado, libro en
mano, ante una ventana abierta que por la larga perspectiva de las orillas
del río, tenía vista a una colina lejana, cuya superficie más próxima estaba
privada, a causa de un deslizamiento de tierras, de la mayor parte de su
vegetación. Mis ideas habían divagado mucho rato sobre el volumen que
tenía, y sobre la congoja y sobre el duelo de la ciudad vecina. Mi mirada, al
levantarse, encontró el flanco demudado de la colina y un objeto, un
monstruo viviente, de estructura horrorosa, que descendió con rapidez de la
cumbre y acabó desapareciendo en los densos bosques del valle. Cuando el
ser apareció, empecé por dudar de mi razón, por lo menos, del testimonio
de mis ojos; y transcurrieron muchos minutos antes de que me convenciera
de que ni estaba loco ni estaba soñando. Pero ahora que voy a describir al
monstruo (lo había visto claramente y observado con calma en todo su
trayecto) me temo que mis lectores experimentarán aún más dificultad que
yo en admitir esos puntos.
Comparando las dimensiones de la criatura en relación con el diámetro de
los grandes árboles junto a los cuales pasaba -árboles gigantes más propios
de la selva que se habían salvado del furor del deslizamiento del terreno-,
concluí que era mayor que ninguno de los buques de línea existentes. Digo
buques de línea, porque la forma del monstruo sugería esa comparación: el
casco de uno de nuestros navíos de guerra podría dar una idea aproximada
de sus contarnos. La boca del animal estaba situada en el extremo de una
trompa larga de unos sesenta a setenta pies, y gruesa casi como el cuerpo
de un elefante africano. Cerca de la base de aquella trompa crecía una
cantidad inmensa de pelos negros espesos, más de la que hubiera podido
proporcionar el pelaje de veinte búfalos; y de esa masa velluda brotaban,
dirigidos lateralmente y hacia abajo, dos brillantes colmillos parecidos a los
de un jabalí, pero de dimensiones infinitamente mayores. Hacia delante se
extendían, a cada lado de la trompa y paralelos a ella, dos gigantescos
dardos largos de treinta o cuarenta pies, constituidos, en apariencia, por
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cristal puro y de forma perfectamente prismática, en el que los rayos de luz
del sol se reflejaban de manera resplandeciente. El tronco tenía la forma de
cuña con la punta hacia abajo. Salían de él dos pares de alas -medía cada
una de ellas cerca de trescientos pies- superpuestas y recubiertas de una
espesa capa de escamas metálicas, cada una de las cuales parecía tener
diez o doce pies de diámetro. Noté también que el par superior y el inferior
estaban unidos por una fuerte cadena. Pero la particularidad principal de
aquel ser horrible era la imagen de una calavera que casi cubría la
superficie entera de su pecho, tan exactamente (dibujada en blanco), que
su brillo se destacaba sobre el fondo oscuro de su cuerpo, como si un pintor
la hubiese trazado cuidadosamente. Mientras yo miraba aquel espantoso
animal, y más especialmente a la figura de su pecho, con un sentimiento de
terror y de horror -sentimiento de calamidad próxima que ningún esfuerzo
de razón llegaba a reprimir-, vi a las formidables mandíbulas de la
extremidad de la trompa abrirse súbitamente. Salió de ellas un sonido tan
potente, que expresaba tan bien la angustia, que obró sobre mis nervios
como un toque de degüello; y en el mismo instante en que el monstruo
desapareció al pie de la colina, caí desvanecido.
Al restablecerme, mi primer impulso fue el de informar a mi amigo de lo
que había visto y oído; y apenas puedo narrar el sentimiento de
repugnancia que, finalmente, me impidió el hacerlo.
En fin, una tarde, tres o cuatro días después del acontecimiento,
estábamos sentados ambos en la cámara desde donde había visto la
aparición; yo ocupaba el mismo asiento, en la misma ventana, y él se había
tendido en un sofá cercano. La asociación de tiempo y de lugar me empujó
a contarle el fenómeno.
Pacientemente me escuchó hasta el fin, empezó por reír con toda su
alma, luego se puso serio como si mi demencia no le ofreciera ya dudas.
En aquel preciso momento distinguí de nuevo, netamente, el monstruo,
hacia el que llamé su atención con un grito de completo terror.
Miró en seguida, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le designaba
minuciosamente el trayecto del ser que descendía a lo largo de la falda de
la colina.
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Yo estuve desde entonces desmesuradamente alarmado: porque temía a
la visión, sea por un presagio de muerte, sea como la precursora, peor aún,
de un ataque de alienación. Me eché hacia atrás con vehemencia y me cubrí
un momento la cara con mis manos. Cuando volví a mirar, la aparición ya
no era visible.
Mientras, mi amigo había recobrado su calma; rigurosamente me
interrogó acerca de la conformación de la alucinante criatura. Cuando le
hube plenamente satisfecho sobre ese punto, lanzó un profundo suspiro y
pareció de repente aliviarse de un peso intolerable. Siguió hablando, con
una calma que me pareció feroz, sobre diversos extremos de filosofía que
anteriormente habíamos escogido como tema de discusión. Recuerdo que
insistió, de manera muy especial, sobre la idea de que la principal fuente de
error, en todas las búsquedas a que se entregan los hombres, era la
tendencia del intelecto a menospreciar o a exagerar la importancia de un
objeto, a consecuencia del simple hecho de situarlo mal. «Para estimar
bien, por ejemplo, dijo, la influencia que podría ejercer sobre el conjunto de
la humanidad la difusión de la Democracia, no debería dejar de ser tenida
en cuenta, entre los elementos de estimación, el alejamiento de la época en
la cual tal difusión podría realizarse. ¿Pero puede usted citarme uno solo de
los que escriben sobre cosas del gobierno, que haya considerado jamás esa
rama del asunto como digna de la menor discusión?...»
Se interrumpió un instante, se dirigió a una biblioteca y sacó de ella uno
de los manuales más corrientes de historia natural. Rogándome entonces
que cambiara con él de sitio, para permitirle discernir mejor la fina
impresión del volumen, tomó mi butaca cerca de la ventana y, abriendo el
libro, prosiguió casi en el mismo tono su discurso:
-De no haber sido la extremada minuciosidad con que me habéis descrito
al monstruo. No hubiera podido nunca demostraros de qué se trataba. Para
empezar, permitid que os lea una descripción, hecha para estudiantes, del
género sphinx, familia de los corpusculares, orden de los Lepidópteros,
clase de los Insectos. He aquí el texto de esa descripción: «Cuatro alas
membranosas, recubiertas de pequeñas escamas de apariencia metálica; la
boca forma una trompa enrollada proveniente de la elongación de los
maxilares y a cuyos lados se encuentran rudimentos de mandíbulas y de
papilas vellosas. Un pelo hirsuto une las alas inferiores con las superiores;
las antenas en forma de maza. Prismáticas, largas; el abdomen puntiagudo.
La "Esfinge Calavera" es, con frecuencia para el vulgo, objeto de terror, a
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causa de una especie de grito ululante que emite y por los símbolos de
muerte que porta en su caparazón...
Cerró el libro y se inclinó hacia delante en su asiento, Colocándose
exactamente en la posición que yo ocupaba cuando veía al monstruo.
-¡Aquí, aquí está! -dijo al momento-. Remonta la ladera de la colina; y
admito que es un ser cuya apariencia merece ser notada. Pero ni es tan
grande, ni tan lejano como os lo imagináis; porque, de hecho, como se
desliza a lo largo de un hilo puesto en la ventana por alguna araña, veo que
la longitud mayor es de menos de una pulgada, y que está situado en este
momento a menos de una pulgada de la pupila de mis ojos. Mi anfitrión, de temperamento menos excitable, se esforzaba en sostener
mi ánimo, aunque él mismo estaba muy deprimido. Su intelecto, saturado
de filosofía, no se afectaba nunca por nada que fuera irreal. No era del todo
insensible a los terrores fundamentales motivados, pero no temía en
absoluto a los simples fantasmas.
Los esfuerzos que hizo para sacarme del estado anormalmente morboso
en que yo había caído fueron, con mucho, frustrados por ciertos volúmenes
que descubrí en su biblioteca, y que eran de naturaleza lo bastante morbosa
como para contribuir a la germinación de las semillas de superstición
hereditaria latente en mi corazón. Había leído los libros sin decírselo, de
modo que él no sabia a veces a qué atribuir las impresiones violentas
experimentadas por mi espíritu.
Me gustaba hablar de la creencia del pueblo en los presagios; creencia
que en aquella época de mi vida estaba dispuesto, por primera vez, a
defender seriamente. Teníamos discusiones largas y vivas sobre esta
materia: él, sosteniendo que tales ideas no podían tener fundamento
alguno; yo, afirmando que un sentimiento popular nacido de manera
absolutamente espontánea -es decir, sin traza aparente de sugestión- no
había duda de que tenía en sí elementos de verdad, y merecía que se le
respetara.
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La verdad es que pronto, tras mi llegada al chalet, me ocurrió un
incidente tan inexplicable, que presentaba en tal grado el carácter de
augurio amenazador, que se me hubiera podido perdonar el que lo hubiese
tomado por un verdadero presagio. Quedé atemorizado, y al mismo tiempo
confuso, perplejo hasta el punto de que dejé pasar varios días antes de
decidirme a poner al corriente a mi amigo.
Al atardecer de un día de sofocante calor, estaba yo sentado, libro en
mano, ante una ventana abierta que por la larga perspectiva de las orillas
del río, tenía vista a una colina lejana, cuya superficie más próxima estaba
privada, a causa de un deslizamiento de tierras, de la mayor parte de su
vegetación. Mis ideas habían divagado mucho rato sobre el volumen que
tenía, y sobre la congoja y sobre el duelo de la ciudad vecina. Mi mirada, al
levantarse, encontró el flanco demudado de la colina y un objeto, un
monstruo viviente, de estructura horrorosa, que descendió con rapidez de la
cumbre y acabó desapareciendo en los densos bosques del valle. Cuando el
ser apareció, empecé por dudar de mi razón, por lo menos, del testimonio
de mis ojos; y transcurrieron muchos minutos antes de que me convenciera
de que ni estaba loco ni estaba soñando. Pero ahora que voy a describir al
monstruo (lo había visto claramente y observado con calma en todo su
trayecto) me temo que mis lectores experimentarán aún más dificultad que
yo en admitir esos puntos.
Comparando las dimensiones de la criatura en relación con el diámetro de
los grandes árboles junto a los cuales pasaba -árboles gigantes más propios
de la selva que se habían salvado del furor del deslizamiento del terreno-,
concluí que era mayor que ninguno de los buques de línea existentes. Digo
buques de línea, porque la forma del monstruo sugería esa comparación: el
casco de uno de nuestros navíos de guerra podría dar una idea aproximada
de sus contarnos. La boca del animal estaba situada en el extremo de una
trompa larga de unos sesenta a setenta pies, y gruesa casi como el cuerpo
de un elefante africano. Cerca de la base de aquella trompa crecía una
cantidad inmensa de pelos negros espesos, más de la que hubiera podido
proporcionar el pelaje de veinte búfalos; y de esa masa velluda brotaban,
dirigidos lateralmente y hacia abajo, dos brillantes colmillos parecidos a los
de un jabalí, pero de dimensiones infinitamente mayores. Hacia delante se
extendían, a cada lado de la trompa y paralelos a ella, dos gigantescos
dardos largos de treinta o cuarenta pies, constituidos, en apariencia, por
cristal puro y de forma perfectamente prismática, en el que los rayos de luz
del sol se reflejaban de manera resplandeciente. El tronco tenía la forma de
cuña con la punta hacia abajo. Salían de él dos pares de alas -medía cada
una de ellas cerca de trescientos pies- superpuestas y recubiertas de una
espesa capa de escamas metálicas, cada una de las cuales parecía tener
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diez o doce pies de diámetro. Noté también que el par superior y el inferior
estaban unidos por una fuerte cadena. Pero la particularidad principal de
aquel ser horrible era la imagen de una calavera que casi cubría la
superficie entera de su pecho, tan exactamente (dibujada en blanco), que
su brillo se destacaba sobre el fondo oscuro de su cuerpo, como si un pintor
la hubiese trazado cuidadosamente. Mientras yo miraba aquel espantoso
animal, y más especialmente a la figura de su pecho, con un sentimiento de
terror y de horror -sentimiento de calamidad próxima que ningún esfuerzo
de razón llegaba a reprimir-, vi a las formidables mandíbulas de la
extremidad de la trompa abrirse súbitamente. Salió de ellas un sonido tan
potente, que expresaba tan bien la angustia, que obró sobre mis nervios
como un toque de degüello; y en el mismo instante en que el monstruo
desapareció al pie de la colina, caí desvanecido.
Al restablecerme, mi primer impulso fue el de informar a mi amigo de lo
que había visto y oído; y apenas puedo narrar el sentimiento de
repugnancia que, finalmente, me impidió el hacerlo.
En fin, una tarde, tres o cuatro días después del acontecimiento,
estábamos sentados ambos en la cámara desde donde había visto la
aparición; yo ocupaba el mismo asiento, en la misma ventana, y él se había
tendido en un sofá cercano. La asociación de tiempo y de lugar me empujó
a contarle el fenómeno.
Pacientemente me escuchó hasta el fin, empezó por reír con toda su
alma, luego se puso serio como si mi demencia no le ofreciera ya dudas.
En aquel preciso momento distinguí de nuevo, netamente, el monstruo,
hacia el que llamé su atención con un grito de completo terror.
Miró en seguida, pero afirmó que no veía nada, aunque yo le designaba
minuciosamente el trayecto del ser que descendía a lo largo de la falda de
la colina.
Yo estuve desde entonces desmesuradamente alarmado: porque temía a
la visión, sea por un presagio de muerte, sea como la precursora, peor aún,
de un ataque de alienación. Me eché hacia atrás con vehemencia y me cubrí
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un momento la cara con mis manos. Cuando volví a mirar, la aparición ya
no era visible.
Mientras, mi amigo había recobrado su calma; rigurosamente me
interrogó acerca de la conformación de la alucinante criatura. Cuando le
hube plenamente satisfecho sobre ese punto, lanzó un profundo suspiro y
pareció de repente aliviarse de un peso intolerable. Siguió hablando, con
una calma que me pareció feroz, sobre diversos extremos de filosofía que
anteriormente habíamos escogido como tema de discusión. Recuerdo que
insistió, de manera muy especial, sobre la idea de que la principal fuente de
error, en todas las búsquedas a que se entregan los hombres, era la
tendencia del intelecto a menospreciar o a exagerar la importancia de un
objeto, a consecuencia del simple hecho de situarlo mal. «Para estimar
bien, por ejemplo, dijo, la influencia que podría ejercer sobre el conjunto de
la humanidad la difusión de la Democracia, no debería dejar de ser tenida
en cuenta, entre los elementos de estimación, el alejamiento de la época en
la cual tal difusión podría realizarse. ¿Pero puede usted citarme uno solo de
los que escriben sobre cosas del gobierno, que haya considerado jamás esa
rama del asunto como digna de la menor discusión?...»
Se interrumpió un instante, se dirigió a una biblioteca y sacó de ella uno
de los manuales más corrientes de historia natural. Rogándome entonces
que cambiara con él de sitio, para permitirle discernir mejor la fina
impresión del volumen, tomó mi butaca cerca de la ventana y, abriendo el
libro, prosiguió casi en el mismo tono su discurso:
-De no haber sido la extremada minuciosidad con que me habéis descrito
al monstruo, no hubiera podido nunca demostraros de qué se trataba. Para
empezar, permitid que os lea una descripción, hecha para estudiantes, del
género sphinx, familia de los corpusculares, orden de los Lepidópteros,
clase de los Insectos. He aquí el texto de esa descripción: «Cuatro alas
membranosas, recubiertas de pequeñas escamas de apariencia metálica; la
boca forma una trompa enrollada proveniente de la elongación de los
maxilares y a cuyos lados se encuentran rudimentos de mandíbulas y de
papilas vellosas. Un pelo hirsuto une las alas inferiores con las superiores;
las antenas en forma de maza, prismáticas, largas; el abdomen puntiagudo.
La "Esfinge Calavera" es, con frecuencia para el vulgo, objeto de terror, a
causa de una especie de grito ululante que emite y por los símbolos de
muerte que porta en su caparazón...
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Cerró el libro y se inclinó hacia delante en su asiento, Colocándose
exactamente en la posición que yo ocupaba cuando veía al monstruo.
-¡Aquí, aquí está! -dijo al momento-. Remonta la ladera de la colina; y
admito que es un ser cuya apariencia merece ser notada. Pero ni es tan
grande, ni tan lejano como os lo imagináis; porque, de hecho, como se
desliza a lo largo de un hilo puesto en la ventana por alguna araña, veo que
la longitud mayor es de menos de una pulgada, y que está situado en este
momento a menos de una pulgada de la pupila de mis ojos.
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Silencio
Fábula: Las crestas montañosas duermen; los
valles, los riscos y las grutas están en silencio.
(ALCMAN 160 (10), 6461)
-Escúchame - dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza-. La
región de que hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y
allá no hay ni calma ni silencio.
Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y
no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el ojo purpúreo
del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas
millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un pálido
desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí en esa soledad y
tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un
lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de
ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí.
Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible,
majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita
continuamente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos árboles
primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente resonar. Y
de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se
retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo alto,
con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por siempre hacia
el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte.
Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni
calma ni silencio.
Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída era
sangre. Y yo estaba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía
en mi cabeza, y los nenúfares suspiraban entre sí en la solemnidad de su
desolación.
Y de improviso se levantó la luna a través de la fina niebla espectral y
su color era carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme roca gris que se
alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, y
espectral, y alta; y la roca era gris. En su faz habla caracteres grabados en
la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta acercarme a la
orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no puede descifrarlos. Y me
volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al
volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los
caracteres decían DESOLACIÓN.
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Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me
oculté entre los nenúfares para observar lo que hacía aquel hombre. Y el
hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a los
pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus
facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio de la noche, y la
luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su
cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación;
y en las escasas arrugas de sus mejillas leí las fábulas de la tristeza, del
cansancio, del disgusto de la humanidad, y el anhelo de estar solo.
Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y
contempló la desolación. Miró los inquietos matorrales, y los altos árboles
primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna carmesí. Y yo me
mantuve al abrigo de los nenúfares, observando las acciones de aquel
hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él
continuaba sentado en la roca.
Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico
río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas legiones de
nenúfares. Y el hombre escuchó los suspiros de los nenúfares y el murmullo
que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de
aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría
y él continuaba sentado en la roca.
Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a
través de la soledad de los nenúfares, y llamé a los hipopótamos que moran
entre los pantanos en las profundidades de la marisma. Y los hipopótamos
oyeron mi llamada y vinieron con los behemot al pie de la roca y rugieron
sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía oculto y observaba
las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la
noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.
Entonces maldije los elementos con la maldición del tumulto, y una
espantosa tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento.
Y el cielo se tornó lívido con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la
cabeza del hombre, y las aguas del río se desbordaron, y el río atormentado
se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban clamores, y la floresta se
desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la roca
vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba las
acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche
transcurría y él continuaba sentado.
Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río
y los nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros
de los nenúfares. Y quedaron malditos y se callaron. Y la luna cesó de
trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes
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se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se estacionaron,
y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron, y no
se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido
en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la roca, y
habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.
Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro
estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y,
poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo
el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO.
Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda carrera, al
punto que cesé de verlo.
Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de los Magos, en los
melancólicos libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay
admirables historias del cielo y de la tierra, y del potente mar, y de los
Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso cielo. También
había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas, y
santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que
temblaban en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo
que la fábula que me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la
sombra de la tumba, es la más asombrosa de todas. Y cuando el
Demonio concluyó su historia, se dejó caer en la cavidad de la tumba y
rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo porque no reía. Y el lince
que eternamente mora en la tumba salió de ella y se tendió a los pies del
Demonio, y lo miró fijamente a la cara.
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Sombra
En verdad, aunque yo marche a través
del valle de la Sombra...
Salmos de DAVID
Vosotros que me leéis, vosotros estáis todavía entre los vivos pero yo que
escribo, yo habré hace ya mucho tiempo partido para la región de las
sombras. Porque, en verdad, extrañas cosas sucederán, muchas cosas
secretas serán reveladas, y bien de siglos pasarán antes de que estas notas
sean vistas por los hombres. Y cuando las hayan visto, los unos no creerán,
otros dudarán, y bien pocos de entre ellos encontrarán materia de
meditación en los caracteres que yo grabo sobre estas tabletas con un
punzón de hierro.
El año había sido un año de terror, lleno de sentimientos más intensos
que el terror, sentimientos para los cuales no hay nombre en la tierra.
Porque muchos prodigios y signos habían tenido lugar, y de todos lados
sobre la tierra y el mar, las alas negras de la Peste se habían desplegado
ampliamente. Aquellos sin embargo que eran sabios en conocer las estrellas
no ignoraban que los cielos tenían un aspecto de desgracia. Y para mí, entre
otros, el griego Oinos, era evidente que alcanzábamos el retorno de este
setecientos noventa y cuatro año en el que, a la entrada del Carnero, el
planeta Júpiter hace su conjunción con el rojo anillo del terrible Saturno.
El espíritu particular de los cielos, si no me equivoco grandemente,
manifestaba su potencia no solamente sobre el globo físico de la tierra sino
también sobre las almas, los pensamientos y las meditaciones de la
humanidad.
Una noche, éramos siete en el fondo de un noble palacio, en una oscura
ciudad llamada Ptolemais, sentados alrededor de unos frascos de un vino
púrpura de Chios. Y nuestra estancia no tenía otra entrada que una alta
puerta de bronce. Y la puerta había sido trabajada por el artesano Corinnos,
era de una rara manufactura y cerraba por dentro. Paralelamente, negros
tapices, protegiendo aquella cámara melancólica, nos ahorraba el aspecto
de la luna, de las estrellas lúgubres y de las calles despobladas. Pero el
presentimiento y el recuerdo del Azote no habían podido ser excluidos tan
fácilmente. Había alrededor de nosotros, cerca de nosotros, cosas de las
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cuales no puedo dar cuenta fácilmente -cosas materiales y espirituales-,
una pesadez en la atmósfera -una sensación de ahogo, una angustia-, y,
por encima de todo, esa terrible manera de vivir que subsiste en las
personas nerviosas cuando los sentidos están cruelmente vivos y despiertos
y las facultades del espíritu permanecen embotadas y sin fuerza. Un peso
mortal nos agobiaba. Se extendía sobre nuestros miembros, sobre el
amueblado de la sala, sobre los vasos en los cuales bebíamos, y todas las
cosas parecían oprimidas y postradas en este aniquilamiento. Todo, excepto
las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Se
alargaban en delgadas redes de luz, inmutables, quemando pálidas e
inmóviles; y, en la mesa de ébano alrededor de la cual estábamos sentados,
y que su brillo transformaba en espejo, cada uno de los invitados
contemplaba la palidez de su propia cara y el relumbre inquieto de los ojos
apagados de sus camaradas. Sin embargo, desplegábamos nuestras risas y
estábamos alegres a nuestra manera -una manera histérica- y cantábamos
canciones de Anacreonte -que no son sino una locura- y bebíamos
largamente -aunque la púrpura del vino nos recordaba la púrpura de la
sangre-. Mas había en la habitación un octavo personaje, el joven Zoilus.
Muerto, tendido a lo largo y amortajado, él era el genio y el demonio de la
escena. ¡Ay! Él no tomaba parte en nuestra diversión, salvo que su rostro,
convulso por el mal, y sus ojos, en los cuales la Muerte no había apagado
sino a medias el fuego de la peste, parecían prestar a nuestra alegría tanto
interés como los muertos son capaces de participar en la alegría de aquellos
que deben morir. Pese a que yo, Oinos, sintiese los ojos del difunto fijos en
mí, me esforzaba sin embargo en no comprender la amargura de su
expresión y miraba obstinadamente a las profundidades del espejo de
ébano y cantaba con voz alta y sonora las canciones del poeta de Teos.
Pero gradualmente mi canto fue cesando y los ecos, rodando a lo lejos entre
las negras tapicerías de la sala, se hicieron débiles, intintos, y se
desvanecieron. Y he aquí que del fondo de esos tapices negros se alzó una
sombra, oscura, indefinida. Una sombra parecida a aquella que la luna,
cuando está baja en el cielo, es capaz de dibujar tras el cuerpo de un
hombre. Pero no era la sombra ni de un hombre ni de un Dios ni de ningún
ser conocido. Y temblando un instante entre las tapicerías, se quedó al fin,
visible y derecha, sobre la superficie de la puerta de bronce. Pero la sombra
era vaga, sin forma, indefinida. Aquella no era la sombra ni de un hombre ni
de un dios, no era la sombra ni de un dios de Grecia, ni la de un dios de
Caldea, ni tampoco la de ningún dios egipcio. Y la sombra reposaba sobre la
puerta de bronce y bajo la cornisa y no se movía y no pronunciaba ni una
palabra, pero, fijándose cada vez más, permaneció inmóvil. Y la puerta
sobre la cual la sombra reposaba estaba, si mal no recuerdo, contra los pies
del joven Zoilus amortajado. Pero nosotros, los siete compañeros, habiendo
visto la sombra, viendo como salía de entre los tapices, no osábamos
contemplarla fijamente. Bajábamos los ojos y seguíamos contemplándonos
en las profundidades del espejo de ébano. Y a la larga, yo, Oinos, me atreví
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a pronunciar unas palabras en voz baja y pregunté a la sombra su morada y
su nombre. Y la sombra respondió:
-Yo soy SOMBRA y mi morada está al lado de las Catacumbas de
Ptolemais, y muy cerca de esas sombras planas infernales que rodean al
impuro canal de Caronte.
Y entonces, los siete, nos incorporamos horrorizados de nuestros asientos
y quedamos temblorosos, estremecidos, espantados. Porque el timbre de la
voz de una sombra no era el timbre de un solo individuo, sino el de una
multitud de seres. Y aquella voz, variando sus inflexiones de sílaba en
sílaba, caía confusamente en nuestras orejas imitando los acentos
conocidos y familiares de mil y mil amigos desaparecidos. - 18 www.elbibliote.com
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