Don Jesús Larios Álex Covarrubias Valdene3bro* Hay una nota vibrante y brillante de la familia Larios Gaxiola publicada el pasado 1 de enero en EL IMPARCIAL en ocasión por la muerte de don Jesús Larios Ibarra. En ella bastan unos pocos renglones para acuñar una honra fúnebre familiar única para este singular luchador social y constructor de la democracia regional que fue don Jesús. La oración de despedida es estremecedora: “Era un hombre universal”. Me estremeció porque es redondamente exacta y verídica en su pretensión de atrapar en una palabra la vida y la obra inmensas de don Jesús. Es también conmovedora porque muy pocas familias pueden sacar el abalorio de cuentas, hacer los recuentos, para enseguida declarar: ‘… Entre nosotros vivió, vive, este hombre universal’. Don Jesús se cuenta entre el puñado de valerosos sonorenses que fundó el PAN en Sonora –al lado de otros dones como Jorge Valdez, Enrique Fuentes M. y Alfonso Mesa G. Cierto, luego habría otros que se sumaron para conformar esa primera generación de luchadores de principios monolíticos que traerían la oposición panista a estas tierras del desierto -como Prisciliano Meléndrez, Ignacio Bustillo N., Francisco y Urbano Limón T., Enrique Montijo e Isidro Miranda A. Pero en el ánimo de todos quedaba don Jesús y aquel puñado compacto de hombres de una pieza, como los templarios soñadores que se irguieron para levantar una voz política alternativa en la entidad. Por allá en los años cuarenta. Ahora se dice fácil. Entonces no lo era en absoluto. Lo hicieron y lo hizo don Jesús en una época donde ser político y no ser del sistema –del PRI-Gobierno, pues- se pagaba muy caro. Aquel sistema, que era una máquina no sólo aplanadora de políticas y políticos sino también desolladora de pieles, tenía para los opositores sólo cuatro opciones. Eran las opciones del DEME. Es decir, los caminos del destierro, entierro, marginalización o exilio. Por ello para ser opositor había que tener más que principios. Había que tener eso que la cultura sajona llama ‘guts’, la hispana ‘agallas’ y la totonaca asocia con las leyendas legionarias avícolas. Don Jesús tenía eso y más. Con esa determinación hizo de sus principios un hatillo, de su familia una trinchera y de sus aspiraciones sociales una vocación y se lanzó al ruedo de hacer un partido y un activismo social real. Tan real que se partía, ahí donde otros rehuían. O preferían la opción benigna del silencio. O la liana cómoda que permitía succionar de las ubres del Gobierno. Burló y birló las amenazas del entierro. Rechazó el autoexilio. Y tampoco concedió el destierro. Pero lo que no pudo evitar don Jesús fue la marginalización del sistema. Marginalización que significaba quedarse sin empleo o enfrentar las puertas cerradas de las empresas de todos aquellos empleadores que terminaban por agachar la cabeza ante las presiones del Gobierno. Marginalización que significó para él y los suyos días, años y décadas de reconocer la necesidad, lidiar con el hambre, hacer malabares con el presupuesto, permitir que los niños-hijos salieran a la calle a pelear por sus vidas. Tampoco esto era cualquier cosa. La de don Jesús fue una prole abundante de doce vástagos, que como críos piaban en la casona histórica de Mina 40, mientras el papá deambulaba las calles de la ciudad vendiendo sus dos capitales únicos: Su talento de contador privado adquirido al estilo de la sazón, en ‘Escuela Comercial Registrada’, y el capital inagotable de su corazón de luchador político. Don Jesús, por lo demás, tenía una fortuna muy personal. Esta correspondía a la figura de su esposa y madre de sus hijos, doña Maria Dolores Gaxiola G., quien no sólo lo acompañó sino que fue un pilar a lo largo de toda su trayectoria vital pues compartió con él la misma doble vocación. Me refiero a la vocación de cabeza de hogar y a la vocación de reformador político. Porque el caso es que doña Dolores devino en una combatiente de oposición al igual que don Jesús, y nunca renegó de la suerte de tener que ‘coser ajeno’, dividir y rentar la casa, o tener que mandar a los hijos a vender periódicos o historietas a las calles, si tal había que hacer para ganarse la vida y pagar el costo de ser una “familia diferente”. De ahí que doña Dolores quede como testigo de otra proeza digna de toda alabanza. La de mujeres precursoras del bregar político, quienes junto con sus hombres decidieron morirse en la raya. Al de doña Dolores hay que agregar los de María O. Tapia y Evangelina Barrios, señoras de Valdez y de Meléndrez, respectivamente, como referencia de esas extraordinarias parejas de actores que responden por la edificación del panismo en Sonora. Don Jesús y señora, decíamos, decidieron morirse en la raya. Nunca desertaron del partido –mientras otros lo hacían. Nunca hicieron labor de zapa ni de grupos en lucha por el poder –como luego se hizo costumbre y se enquistó como un cáncer en las prácticas de ciertos grupos panistas. Al igual que don Manuel Gómez M., don Luis H. Álvarez y Carlos Castillo P., sus amigos entrañables, Don Jesús creía en un panismo cuasiapostólico que transformaría al País con los fundamentos de la educación, el bien común, la honestidad y un servicio público dedicado en cuerpo y alma al hombre, el ser mexicano y su destino de parcela humana dignificada. Pero he aquí que lo alcanzó la historia. Con los triunfos panistas y los albores de democratización del País, terminaron las penurias para don Jesús y familia. Vinieron épocas mejores, donde aparte de ser tesorero municipal, ser diputado federal y local, se dio el gusto de regresar a las aulas universitarias y graduarse como abogado, no obstante vivir la tercera edad. Mas con los triunfos llegaron las penas. Las penas de ver que, como temía Gómez M., se ganaba el poder a costa de perder el partido. Las penas de ver que los ideales se mercantilizaban. Y no obstante don Jesús no tuvo nunca un gesto de reproche para nadie. Su sonrisa infantil de quien mucho ha vivido y su mirada sabia de quien mucho ha comprendido, sólo le permitieron llegar al final de su vida repartiendo frases de aliento. Guiños de entendimiento. Señales de paz y reconciliación para quien pudo asomar el final de camino como pocos. Y como pocos decir, a la manera del poeta enamorado, ‘vida nada te debo. Vida estamos en paz’.