Primeras páginas

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Jonas Jonasson
El Abuelo que
Saltó por la
Ventana y se Largó
Traducción del sueco de
Sofía Pascual Pape
Título original: Hundraåringen som klev ut genom fönstret och försvann
Ilustración de la cubierta: T. Archibald / Getty Images / S. Zygart
Copyright © Jonas Jonasson, 2009
Publicado por primera vez por Piratförlaget, Sweden.
Publicado por acuerdo con Pontas Literary & Film Agency, Spain.
Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2012
Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.
Almogàvers, 56, 7º 2ª - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99
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autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones
establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por
cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler
o préstamo públicos.
ISBN: 978-84-9838-416-1
Depósito legal: B-16.111-2012
1ª edición, febrero de 2012
19ª edición, julio de 2013
Printed in Spain
Impresión: Romanyà-Valls, Pl. Verdaguer, 1
Capellades, Barcelona
Nadie era capaz de hechizar a su público como el abuelo,
sentado allí, en el banco de madera, inclinado ligeramente
sobre su bastón y mascando rapé.
—Pero ¿es eso cierto, abuelo? —preguntábamos pas­
mados sus nietos.
—Quienes sólo saben contar la verdad no merecen ser
escuchados —contestaba el abuelo.
Este libro es para él.
Jonas Jonasson
1
Lunes 2 de mayo de 2005
Es verdad que habría podido decidirse antes y de paso haber
tenido la deferencia de comunicar su decisión a los intere­
sados, pero Allan Karlsson nunca había dedicado tiempo a
pensar las cosas antes de hacerlas.
Por tanto, en cuanto la idea le vino a la cabeza, abrió la
ventana de su habitación en el primer piso de la residencia
de ancianos de Malmköping, provincia de Södermanland, y
bajó por el emparrado hasta el arriate del jardín.
La maniobra le resultó complicada, algo comprensible
dado que ese mismo día Allan cumplía cien años. En me­
nos de una hora se celebraría su fiesta de cumpleaños en el
salón de la residencia. El mismísimo alcalde haría acto de
presencia. Y la prensa local. Y el resto de los ancianos. Y el
personal al completo, con la furibunda enfermera Alice a la
cabeza, por supuesto.
Sólo el homenajeado no tenía la intención de presen­
tarse.
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2
Lunes 2 de mayo de 2005
Allan Karlsson vaciló un momento en el arriate de pensa­
mientos adosado a uno de los muros de la residencia. Vestía
chaqueta marrón, pantalones marrones y zapatillas marro­
nes. No iba a la última moda, desde luego, pero aun así aquel
atuendo resultaba un poco raro para su edad. Había huido
de su fiesta de cumpleaños, y eso también resultaba un poco
raro para su edad, sobre todo porque muy pocos la alcanzan.
Sopesó si tomarse la molestia de volver a trepar hasta
la ventana para coger el sombrero y los zapatos, pero cuan­
do comprobó que llevaba la cartera en el bolsillo de la
chaqueta, decidió ahorrárselo. Además, la enfermera Alice
había demostrado en varias ocasiones poseer un fastidioso
sexto sentido (allá donde él escondiera su aguardiente, ella
siempre lo encontraba), y quizá en ese mismo instante an­
duviese por el pasillo barruntando que allí olía a chamus­
quina.
Mejor largarse cuando aún estaba a tiempo, pensó, y
sacó las piernas del arriate con un crujir de rodillas. Que él
recordara, en la cartera llevaba unos cuantos billetes de cien
coronas que había conseguido ahorrar, lo cual le resultaría
muy útil, ya que sin duda desaparecer no le saldría gratis.
Volvió la cabeza y echó un último vistazo a la residencia
de ancianos, que hasta hacía muy poco había considerado su
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última morada en la tierra, y se dijo que eso de morir bien
podía hacerlo en otro momento y otro lugar.
Así pues, el centenario echó a andar con sus zameadillas (así
llamadas porque a cierta edad rara vez mea uno más lejos
de sus propios zapatos). Primero cruzó un parque y luego
rodeó un descampado donde, de vez en cuando, se instalaba
algún mercadillo. Por lo demás, aquella ciudad era bastante
tranquila. Tras recorrer unos cientos de metros, se metió por
detrás de la orgullosa iglesia medieval y se sentó en un banco
al lado de las lápidas, para conceder un breve descanso a sus
rodillas. La religiosidad de los lugareños no llegaba al extre­
mo de que Allan hubiese de temer que pudieran echarlo de
allí. Según comprobó con sorpresa, bajo la losa situada justo
enfrente del banco yacía un tal Henning Algotsson, nacido
el mismo año que él. Menuda ironía del destino. La prin­
cipal diferencia entre ambos residía en que Henning había
exhalado su último suspiro sesenta y un años antes.
Si Allan hubiese tenido otro talante, tal vez se habría
preguntado de qué había muerto Henning a la temprana
edad de treinta y nueve años. Pero él nunca se metía en lo
que hacían o dejaban de hacer los demás, no si podía evitar­
lo, y casi siempre podía.
Prefirió pensar que probablemente se habría equivoca­
do de medio a medio quedándose encerrado en el asilo con
la convicción de que, en caso necesario, podría morirse sin
más y acabar con todo. Y es que, por muchas vejaciones que
pudiera sufrir uno, resultaba más interesante e instructivo
escapar de la espantosa enfermera Alice que yacer inmóvil
dos metros bajo tierra.
En vista de ello y desafiando sus doloridas rodillas, el
cumpleañero se puso en pie, se despidió de Henning Al­
gotsson y prosiguió su improvisada fuga.
Cruzó el cementerio hacia el sur hasta que un murete
de piedra le impidió el paso. No mediría más de un metro
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de alto, pero Allan era un centenario, no un saltador de altu­
ra. Sin embargo, al otro lado aguardaba la terminal de auto­
buses de Malmköping, y en ese instante comprendió que sus
inseguras piernas querían llevarlo precisamente allí. Una
vez, hacía muchos años, Allan había cruzado el Himalaya,
y aquello sí había sido fatigoso. Y en eso se concentró para
superar el último obstáculo que lo separaba de la terminal.
Se concentró tanto que el murete encogió a sus ojos hasta
casi quedar reducido a nada. Y cuando más insignificante le
pareció, Allan, a pesar de su edad y sus rodillas, trepó y sal­
tó al otro lado.
En Malmköping raras veces había aglomeraciones, y
aquel soleado día de primavera no era una excepción. To­
davía no se había cruzado con nadie desde que inopinada­
mente decidió saltarse su propia fiesta de cumpleaños. La
sala de espera de la terminal también estaba casi desierta
cuando entró arrastrando las zapatillas. Sólo casi. En me­
dio de la sala había dos hileras de asientos, respaldo contra
respaldo, todos desocupados. A la derecha, dos ventanillas,
una de ellas cerrada. Tras la segunda había un hombrecillo
escuálido, de pequeñas gafas redondas, cabello ralo con raya
a un lado y chaleco reglamentario. Al ver a Allan, dejó de
teclear en su ordenador y compuso una expresión atribu­
lada. ¿Quizá el ajetreo de esa tarde le resultaba demasiado
estresante? Porque Allan acababa de constatar que no era el
único viajero en la sala de espera. En efecto, en un rincón
había un joven esmirriado de pelo rubio, largo y grasiento,
barba hirsuta y una cazadora vaquera en cuya espalda ponía
«Never Again».
Probablemente no sabía leer, pues tiraba de la puerta
del aseo para minusválidos como si el letrero «Fuera de ser­
vicio», en letras negras sobre fondo amarillo, no significara
nada.
Al cabo se pasó a la puerta del aseo contiguo, pero allí
el problema era otro. Al parecer, el joven no quería separar­
se de su enorme maleta gris con ruedas, pero el lavabo era
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demasiado pequeño para albergar a ambos. Observándolo,
Allan comprendió que tendría que entrar sin la maleta, o
bien meterla dentro y quedarse él fuera.
Sin embargo, ése fue todo el interés que mostró por los
problemas de aquel joven. Bastante tenía ya con ir arras­
trando los pies lo mejor que podía para acercarse, pasito a
pasito, a la ventanilla y preguntarle al empleado si había al­
gún medio de transporte que saliera hacia algún lugar den­
tro de los próximos minutos y, de ser así, cuánto costaba el
billete.
El hombrecillo lo observaba con aspecto cansado. De
hecho, había perdido el hilo de la explicación, porque tras
unos segundos de reflexión preguntó:
—¿Y qué destino tenía en mente el señor?
Allan empezó de nuevo y le recordó que tanto el des­
tino como el recorrido eran secundarios, y que lo principal
era 1) la hora de salida y 2) el precio.
El otro guardó silencio unos instantes mientras consul­
taba los horarios y rumiaba las palabras de Allan.
—El coche de línea 202 sale dentro de tres minutos con
destino Strängnäs —dijo por fin—. ¿Le va bien?
Sí, a Allan le iba muy bien. Por tanto, fue informado de
que el autobús en cuestión partía del andén situado delante
de la entrada de la terminal, y de que lo más adecuado era
comprarle el billete directamente al conductor.
Allan se preguntó qué haría aquel hombrecillo detrás
de la taquilla si no expedía billetes, pero se lo calló. Tal vez
él también se lo preguntara. En su lugar, le dio las gracias y
a modo de saludo intentó levantarse un sombrero que, con
las prisas, había olvidado en la habitación.
Se sentó en una de las hileras de asientos vacíos y se su­
mió en sus pensamientos. Sólo faltaban doce minutos para
que comenzara la puñetera fiesta de aniversario, que esta­
ba programada para las tres. En breve empezarían a llamar
a la puerta de su habitación, y a partir de entonces se ar­
maría la gorda, de eso no cabía duda.
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El homenajeado se sonrió mientras con el rabillo del
ojo veía acercarse a alguien. Era el joven esmirriado de pelo
rubio, largo y grasiento, barba hirsuta y la cazadora vaquera
con el «Never Again» en la espalda. Se dirigía directamente
hacia él, tirando de su enorme maleta con ruedas. Allan
comprendió al punto que corría un gran riesgo de tener que
hablar con aquel pelanas, pero en el fondo no le vendría
mal, supuso, pues le serviría para formarse una idea sobre las
preocupaciones e inquietudes de la juventud actual.
Y, en efecto, se produjo un diálogo, aunque no de altos
vuelos. El joven se detuvo a un metro de Allan, pareció es­
tudiarlo un instante y dijo:
—Eh, tío, ¿qué pasa?
Allan también le dio amablemente las buenas tardes y
preguntó si podía ayudarlo en algo. Podía. El joven quería
que Allan le echase un ojo a la maleta mientras él hacía sus
necesidades en el servicio. O, como explicó:
—Tengo que cagar.
Allan repuso educadamente que, aunque estaba hecho
un cascajo, aún conservaba bien la vista y no le supondría
molestia alguna vigilarle la maleta. Sin embargo, le advirtió
que se diera prisa, porque dentro de nada tenía que coger
un autobús.
Cabe suponer que el joven no oyó esto último, ya que
salió corriendo hacia el lavabo antes de que Allan hubiese
terminado la frase.
El anciano no solía exasperarse con la gente, hubiera o
no motivo para ello, y en esta ocasión tampoco lo incomodó
la grosería del joven. No obstante, huelga mencionar que
tampoco le inspiró una simpatía especial, lo cual tuvo suma
relevancia en lo que sucedería a continuación.
Que fue que el coche de línea 202 paró delante de la
entrada escasos segundos después de que el melenas se en­
cerrara en el aseo. Allan miró el autobús y luego la maleta,
después de nuevo el autobús y otra vez la maleta.
Tiene ruedas, se dijo. Y un asa para llevarla.
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Y entonces se sorprendió tomando lo que se podría ca­
lificar como la decisión que le cambiaría la vida.
El conductor, un hombre servicial y atento, lo ayudó a subir
el equipaje a bordo.
Allan le dio las gracias y sacó su cartera del bolsillo de la
chaqueta. Mientras contaba el dinero que tenía —seiscien­
tas cincuenta coronas en billetes y algunas monedas—, el
conductor preguntó si el señor quería ir a Strängnäs. Allan
pensó que lo mejor sería mostrarse precavido, al menos de
momento, así que separó un billete de cincuenta y preguntó:
—¿Hasta dónde llego con esto?
El otro, divertido, comentó que estaba acostumbrado
a que la gente supiese adónde quería ir pero no cuánto le
costaría, y que lo contrario era muy poco habitual. Después
echó un vistazo al listado de tarifas y le dijo que por cuarenta
y ocho coronas podía llevarlo hasta Estación de Byringe.
A Allan le pareció bien. Cogió el billete y las dos coro­
nas de cambio. El conductor colocó la maleta recién robada
en el espacio reservado para equipaje detrás de su asiento, y
Allan se sentó en la primera fila de la derecha. Por la ven­
tanilla veía la sala de espera de la terminal. Cuando el ve­
hículo se puso en marcha, la puerta del aseo seguía cerrada.
Pensando en el buen chasco que aquel joven se llevaría en
cuanto saliera, Allan le deseó unos momentos placenteros
allí dentro.
Aquella tarde, el autobús con destino a Strängnäs no iba
lleno ni mucho menos. En la penúltima fila se sentaba una
mujer de mediana edad que lo había cogido en Flen; en el
medio, una joven madre que a duras penas había conseguido
subir en Solberga con sus dos hijos, uno de ellos metido en
un cochecito; y, delante, un señor muy mayor que se había
sumado al pasaje en Malmköping.
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Este último estaba preguntándose por qué había roba­
do aquella maleta gris con ruedas. ¿Tal vez porque había
tenido ocasión de hacerlo? ¿Porque su propietario era un
patán? ¿O porque quizá contuviera unos zapatos, una muda
e incluso un sombrero? ¿O porque no tenía nada que perder?
Lo cierto es que Allan no sabía cómo explicarlo. Cuando la
vida hace horas extras es fácil tomarse libertades, pensó, y se
acomodó en el asiento.
Se hicieron las tres y el autobús pasó por Björndam­
men. Allan constató que, de momento, estaba satisfecho
con el desarrollo de los acontecimientos. Y cerró los ojos
para echar una cabezada.
En ese mismo instante, la enfermera Alice llamaba a
la puerta de la habitación 1 de la residencia de ancianos de
Malmköping. Llamó otra vez. Y otra.
—No sea cabezota, Allan. El alcalde y los demás ya es­
tán abajo. ¿Me oye? Haga el favor de salir de una vez. ¿Allan?
Y más o menos a la misma hora se abrió la puerta del
único aseo que funcionaba en la terminal de autobuses. De
él salió un joven aliviado por partida doble. Tras avanzar
unos pasos mientras se ajustaba el cinturón con una mano
y se pasaba la otra por el pelo, se detuvo en seco, miró las
dos hileras de asientos y luego a izquierda y derecha. Acto
seguido, incrédulo, exclamó:
—Pero ¿qué cojones...? ¡Será cabrón...! —Entonces
tomó aire y acabó de estallar—: ¡Eres hombre muerto, viejo
de mierda! ¡Cuando te encuentre...!
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3
Lunes 2 de mayo de 2005
Poco después de las tres de la tarde, en la residencia de an­
cianos de Malmköping la calma fue sustituida por una
zozobra que duraría varios días. En lugar de enfadarse, la
enfermera Alice se inquietó y no dudó en utilizar la llave
maestra. Puesto que Allan no había hecho nada por ocultar
su huida, al punto advirtieron que había salido por la ven­
tana. Y por las pisadas que distinguieron en la tierra vieron
que, antes de marcharse, había hecho un estropicio entre los
pensamientos del arriate.
En virtud de su cargo, el alcalde se sintió obligado a
tomar las riendas del asunto. Se aclaró la garganta y dis­
puso que los presentes se dividieran en parejas que saldrían
en busca del anciano por los alrededores de la residencia,
pues al fin y al cabo no podía hallarse muy lejos. Envió una
pareja al parque, otra al Systembolaget —la licorería, donde
la enfermera Alice solía encontrar a Allan las veces que se
escapaba—, una tercera a peinar las demás tiendas a lo largo
de Storgatan, y, por último, una cuarta al museo de la ciu­
dad, en lo alto de la colina. Él se quedaría en la residencia,
vigilando al resto de los ancianos y, de paso, decidiendo qué
otras medidas deberían adoptarse. Por último, pidió a todos
máxima discreción, pues lo ocurrido no tenía por qué divul­
garse innecesariamente. Sin embargo, con el jaleo reinante,
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no reparó en que una de las parejas de rescate que acababa
de designar estaba compuesta por un reportero del diario
local y su fotógrafa.
Aunque la terminal de autobuses no caía dentro del períme­
tro de búsqueda señalado por el alcalde, allí había un grupo
unipersonal formado por un joven esmirriado de pelo rubio,
largo y grasiento, barba hirsuta y una cazadora vaquera en
cuya espalda ponía «Never Again». Y ya había registrado
infructuosamente cada rincón de la estación. Frustrado, se
dirigió con paso decidido hacia la taquilla a fin de exigir
información sobre el posible itinerario de aquel viejo felón.
Si bien estaba harto de su trabajo, eso nadie podía ne­
garlo, el hombrecillo todavía conservaba cierto pundonor
profesional. Y por tal razón no se amilanó ante el vociferan­
te joven, sino que tuvo arrestos para explicarle que la priva­
cidad de los señores viajeros de la terminal no era algo que
se pudiese airear a la ligera, y, ya puesto, añadió que en
ninguna circunstancia, presente o futura, pensaba propor­
cionarle la información requerida.
El joven frunció el ceño y trató de descifrar aquella pa­
rrafada. Después se desplazó unos metros a la izquierda,
hasta la endeble puerta de la oficina. No se molestó en ve­
rificar si estaba cerrada con llave. Sólo cogió carrerilla y le
propinó una patada con la bota derecha que hizo saltar as­
tillas. El taquillero ni siquiera logró levantar el auricular
para pedir ayuda cuando ya se encontraba pataleando en el
aire delante del joven, que lo sostenía firme y dolorosamen­
te por las orejas.
—Puede que no sepa qué coño es esa privacidad, pero
soy un hacha a la hora de que la gente desembuche —le
espetó éste, y lo soltó para que cayera con un golpe sordo
sobre la silla giratoria.
Acto seguido, le explicó lo que les haría a sus genitales,
valiéndose de martillo y clavos, si no accedía a su solicitud
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de información. La descripción fue tan rica en detalles y tan
convincente, que al hombrecillo le faltó tiempo para contar­
le cuanto sabía, es decir, que el anciano había cogido el co­
che de línea 202 a Strängnäs. Lo que no sabía era si llevaba
una maleta consigo, pues él no acostumbraba espiar a los
señores viajeros.
Hizo una pausa para respirar y, de paso, comprobar el
grado de satisfacción del joven ante su respuesta, y com­
prendió al instante que haría bien en seguir hablando. Así
pues, añadió que en el trayecto entre Malmköping y Sträng­
näs había doce paradas, y que el anciano podría bajarse en
cualquiera de ellas, y que quien lo sabría con certeza era el
conductor del autobús, que, según el horario, debía estar de
vuelta en Malmköping a las 19.10, esta vez de camino a
Flen.
Entonces, el joven se sentó al lado del asustado y dolo­
rido hombrecillo y dijo:
—Tengo que pensar.
Y pensó. ¿Qué pensó? Pues que si le daba un par de hos­
tias, sin duda conseguiría sonsacarle el número del móvil del
conductor. Luego podría llamar a éste y decirle que la male­
ta del anciano era robada. Pero, claro, en ese caso correría el
riesgo de que el conductor le fuese con el cuento a la policía.
Mala cosa. Además, bien mirado, no era tan urgente, pues
aquel vejestorio contaba más años que Matusalén, y si ahora
tenía una maleta que arrastrar, cuando se apease en Sträng­
näs o alguna parada anterior se vería obligado a moverse en
taxi, tren u otro autobús. Y así iría dejando nuevas pistas, y
siempre habría alguien a quien tirar de las orejas para que
le contase gustosamente adónde se dirigía el vejete. Estaba
claro que el joven confiaba plenamente en sus dotes para
que la gente desembuchara.
Cuando hubo acabado de pensar, tomó una decisión: es­
peraría el autobús en cuestión para hablar con el conductor.
Una vez resuelto el dilema, volvió a ponerse en pie y le
explicó al hombrecillo, con lujo de detalles, lo que les pasaría
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a él, a su esposa y a sus hijos si le contaba a la policía o a
cualquier persona lo que acababa de ocurrir.
El hombrecillo no tenía esposa ni hijos, pero aun así de­
seaba preservar sus orejas y sus genitales en un estado más o
menos aceptable. Por tanto, juró por su honor de taquillero
que no le diría nada a nadie.
Y mantuvo esta promesa, hasta el día siguiente.
Las parejas que habían salido en busca del anciano volvieron
a la residencia y presentaron un informe sobre las observa­
ciones realizadas. O, mejor dicho, sobre la falta de las mis­
mas. El alcalde se resistía instintivamente a meter a la poli­
cía en el asunto, a saber qué podía salir de allí, pero entonces
el reportero del diario local se atrevió a inquirir:
—Señor alcalde, ¿qué piensa hacer ahora?
Él reflexionó unos segundos y por fin dijo:
—Dar parte a la policía, por supuesto.
Dios mío, cuánto odiaba la libertad de prensa.
El conductor lo despertó con un leve empujón y le informó
que ya habían llegado a Byringe, y luego se encargó de bajar
dificultosamente la enorme maleta por la puerta delantera,
seguido de Allan. Hecho, resopló y preguntó si el señor se
las arreglaría solo. Allan contestó que por supuesto, faltaría
más. Le dio las gracias por la ayuda recibida y se despidió
agitando la mano mientras el autobús volvía a tomar la ca­
rretera 55 en dirección a Strängnäs.
Los altos abetos del lugar ocultaban el sol de la tarde,
y al poco Allan empezó a tener frío, con sólo aquella cha­
queta fina y las zapatillas. No había ningún pueblo llamado
Byringe a la vista, y aún menos su estación. Sólo bosque y
más bosque, y un estrecho camino de grava a mano derecha.
De pronto, se le ocurrió que quizá encontrase ropa de
abrigo en la maleta que tan alegremente había birlado. Sin
20
embargo, estaba cerrada con llave; necesitaría un destorni­
llador u otra herramienta para abrirla. Sólo le quedaba po­
nerse en movimiento, ya que no podía quedarse en aquella
carretera a la espera de morirse de frío, pese a que la expe­
riencia le indicaba que, por mucho que lo intentara, no lo
conseguiría.
La maleta tenía una cinta en una esquina, y si se tiraba
de ella se desplazaba fácilmente sobre sus cuatro ruedecillas.
Así pues, Allan siguió el camino de grava y se internó en el
bosque a pasitos cortos y arrastrando los pies. A su espalda,
la maleta se bamboleaba de un lado a otro.
Al cabo de unos doscientos metros, llegó a lo que pare­
cía la estación de Byringe, un edificio desmantelado al lado
de unas vías férreas más que muertas.
La verdad es que, por ejemplar y perfecto que Allan fue­
ra como hombre centenario, las cosas habían ido demasiado
lejos en muy poco tiempo. Así que se sentó sobre la maleta
para recuperar fuerzas y aclararse las ideas.
Delante de él, a la izquierda, se erguía la ruinosa esta­
ción, amarilla y de dos plantas, con las ventanas parcialmen­te
cegadas mediante bastos tablones. A su derecha, la herrum­
brosa vía férrea se perdía en la lejanía, introduciéndose en
línea recta en el bosque. La naturaleza aún no había con­
seguido engullirla por completo, pero sólo sería cuestión de
tiempo.
El andén, de madera, no parecía muy seguro. A lo largo
del último tablón todavía se leía «Prohibido cruzar la vía».
«Está claro que ya no es peligroso cruzar la vía», pensó
Allan; pero, por otro lado, ¿quién en su sano juicio tendría
interés en cruzarla voluntariamente?
La respuesta no se hizo esperar, pues al punto se abrió la
destartalada puerta de la estación y salió un hombre de unos
setenta años, ojos castaños, barba canosa de dos días, gorra
de visera, camisa a cuadros, chaleco negro de piel y botas ro­
bustas. Al parecer confiado en que los tablones no cederían
bajo su peso, puso toda su atención en el anciano. Se detuvo
21
en medio del andén y adoptó una postura ligeramente hos­
til; pero entonces pareció reprimirse, seguramente al ver la
frágil apariencia del intruso.
Allan se había quedado allí, sentado sobre la maleta
robada, sin saber qué decir y, además, sin fuerzas para ha­
cerlo. Miraba fijamente al hombre de la gorra, aguardando
su reacción. Ésta llegó de una manera menos amenazadora
de lo que cabía esperar:
—¿Quién eres y qué haces en mi estación?
Allan, que aún dudaba si se hallaba ante un amigo o un
enemigo, no contestó. Pero entonces pensó que tal vez no
sería sensato enemistarse con la única persona, al menos la
única al alcance de la vista, en condiciones de darle cobijo
esa noche. Y decidió contárselo todo.
Así pues, le contó que se llamaba Allan, que acababa
de cumplir cien años ese mismo día, que tenía muy buena
salud para su edad, tanta que había escapado de un asilo y
le había robado la maleta a un joven que a esas horas segu­
ramente no estaría demasiado contento, que ahora mismo
sus rodillas no se encontraban en las mejores condiciones y
que le sentarían muy bien unas horas de reposo.
Terminada su exposición, guardó silencio, aún sentado
sobre la maleta, a la espera de una respuesta.
—Vaya —dijo el de la gorra, y rió—. ¡Conque un la­
drón!
—Un ladrón centenario —puntualizó Allan, muy serio.
El hombre bajó con agilidad del andén y se acercó,
como para estudiarlo de cerca.
—¿De verdad has cumplido cien años? —preguntó—.
Entonces debes de tener hambre.
Allan no entendió la lógica de aquella deducción, pero
sí, tenía hambre. Por tanto, preguntó qué había en el menú
y si cabía la posibilidad de que éste incluyera una copita de
algo.
El hombre tendió la mano para saludarlo y presentarse:
Julius Jonsson, para servirle, y también para ayudarlo a po­
22
nerse en pie. Y añadió que se encargaría de la maleta, que
había estofado de alce para cenar —si le iba bien, claro— y
que por supuesto lo acompañarían con un aperitivo para dar
sustento al cuerpo en general y a las rodillas en particular.
Allan subió al andén con gran dificultad, pero el dolor
le confirmó que seguía vivo.
Durante años Julius Jonsson no había tenido a nadie con
quien conversar, por lo que la presencia del anciano de la ma­
leta fue más que bienvenida. Primero una copita para la
rodilla, luego otra para la otra rodilla, seguidas de un par
más para la espalda y las cervicales, y una más para abrir el
apetito. Todas, en conjunto, contribuyeron a distender la at­
mósfera. Allan le preguntó a qué se dedicaba, y a modo de
respuesta tuvo que escuchar la historia de su vida.
Julius había nacido en el norte, en Strömbacka, no muy
lejos de Hudiksvall, hijo único de la pareja de agricultores
formada por Anders y Elvina Jonsson. De niño trabajó en
la granja familiar y recibió a diario palizas por parte de su
padre, quien era de la opinión de que el chaval no valía para
nada. El año que Julius cumplió veinticinco murió su madre,
algo que lo apenó, y poco después su padre se hundió en el
pantano al intentar salvar una vaquilla. Julius también se
apenó, pues le tenía mucho cariño a la vaquilla.
El joven Julius no contaba con aptitudes para la vida de
agricul­tor (es decir, que el padre había estado en lo cierto) y
tampoco le apetecía. De modo que lo vendió todo, salvo
unas pocas hectáreas de bosque, pues consideró prudente
guardar algo para la vejez.
Después se fue a Estocolmo, donde en apenas dos años
dilapidó todo el dinero. Entonces volvió al bosque y se cen­
tró en ganar un concurso para suministrar cinco mil pos­
tes de tendido eléctrico a la compañía de electricidad de la
comarca de Hudiksvall. Y, puesto que no era hombre que
perdiese el tiempo con detalles como la cotización a la Se­
23
guridad Social o el pago de los impuestos, pudo ofrecer un
presupuesto de lo más bajo y ganar el concurso. Además,
con la ayuda de una docena de jóvenes refugiados húngaros
logró hacer la entrega a tiempo y recibió por ello más dine­
ro del que creía que existía.
Hasta ahí todo bien, pero entonces se vio obligado a
hacer un poco de trampa, pues a la hora de la verdad los
árboles no estaban todo lo crecidos que deberían y los postes
acabaron midiendo un metro menos de lo exigido. Nadie se
habría dado cuenta de no haber sido porque prácticamente
todos los agricultores acababan de adquirir una cosechadora
trilladora.
La compañía eléctrica colocó los postes en muy poco
tiempo y por doquier, cruzando los campos cultivados y los
prados de la comarca, y cuando llegó el día de la cosecha,
veintidós cosechadoras diferentes, todas recientemente ad­
quiridas, arrancaron el tendido de veintiséis postes. Una
parte del pueblo de Hälsingland se quedó sin electricidad
durante semanas, hubo que interrumpir la cosecha y las
máquinas de ordeñar dejaron de funcionar. La ira de los
agricultores, en un principio dirigida contra la compañía
eléctrica, no tardó en concentrarse en el joven Julius.
—Tuve que esconderme en el Stadshotellet de Sunds­
vall durante siete meses —concluyó—, y así, ya ves, volví a
quedarme sin blanca. ¿Otra copita?
Allan aceptó encantado. Habían acompañado el esto­
fado de alce con cerveza y empezaba a sentirse condenada­
mente bien, tanto que casi temió morirse allí mismo.
Julius retomó su narración. El día que casi lo atrope­
lla un tractor en el centro de Sundsvall (conducido por un
agricultor que le lanzó una mirada asesina), comprendió
que, aunque pasaran varios siglos, el pueblo nunca olvidaría
su pequeño error con los postes. Por consiguiente, decidió
cambiar de aires y fue a parar a Mariefred, donde se dedicó
a pequeños hurtos y raterías por un tiempo. Cuando final­
mente se cansó de la vida en la ciudad, un golpe de suerte le
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permitió hacerse con la estación desmantelada de Byringe
a cambio de las veinticinco mil coronas que una noche en­
contró en la caja fuerte de la fonda de Gripsholm. Ahora
vivía en la estación, sobre todo de las ayudas del Estado,
la caza furtiva en el bosque, la producción y distribución
limitada de aguardiente casero, así como de la reventa de
cosas que hurtaba a los vecinos alguna que otra vez. No era
demasiado popular en la zona, reconoció, y Allan contestó,
entre bocado y bocado, que hasta cierto punto eso era com­
prensible.
Cuando Julius propuso una última copita «de postre»,
Allan respondió que siempre había tenido debilidad por esa
clase de postres, pero que antes tendría que visitar el lavabo,
si había alguno. Julius se puso de pie, encendió la lámpara
del techo, pues ya empezaba a oscurecer, señaló en dirección
al vestíbulo y dijo que, subiendo la escalera, a la derecha ha­
bía un váter que funcionaba. Añadió que cuando su invitado
volviera, él tendría dos aguardientes listos.
Allan encontró el servicio donde Julius le había dicho.
Se puso a hacer pipí y, naturalmente, no todo el líquido
acumulado en la vejiga llegó a buen puerto. Algunas gotas,
cómo no, aterrizaron dócilmente sobre sus zameadillas.
A mitad del proceso, oyó que alguien andaba por el vestí­
bulo. Al principio pensó que tal vez se tratara de Julius, que
pretendía husmear en la maleta robada. Pero entonces el
ruido creció en intensidad.
Allan comprendió que el peligro era inminente, que
corría el riesgo de que aquellos pasos abruptos pertenecie­
sen a un joven esmirriado de pelo rubio, largo y grasiento,
barba hirsuta y una cazadora vaquera en cuya espalda ponía
«Never Again». Y en tal caso, el inevitable reencuentro sería
cualquier cosa menos agradable.
El autobús de Strängnäs llegó a la terminal de Malmköping
tres minutos antes de la hora prevista. No llevaba pasajeros
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y a partir de la última parada el conductor había pisado el
acelerador para tener tiempo de fumarse un pitillo antes de
continuar en dirección a Flen.
Sin embargo, acababa de encenderlo cuando apareció
un joven esmirriado de pelo rubio, largo y grasiento, bar­
ba hirsuta y una cazadora vaquera en cuya espalda ponía
«Never Again». Bueno, el conductor en realidad no vio la
leyenda, pero aun así, allí estaba.
—¿Vas a Flen? —preguntó el conductor con ligera in­
seguridad, pues, sin saber por qué, el joven no le pareció
trigo limpio.
—No voy a Flen. Y tú tampoco —contestó.
Tener que esperar cuatro horas a que volviera el coche
de línea 202 había agotado su escasa paciencia. Además,
transcurrida la mitad de ese tiempo había caído en la cuen­
ta de que, si en lugar de esperar, se hubiera procurado un
coche de inmediato, habría alcanzado el autobús mucho
antes de Strängnäs.
Para colmo, varios coches de policía habían empezado
a patrullar por la pequeña ciudad. En cualquier momento
podían pasarse por la terminal y preguntarle al taquillero
por qué parecía aterrorizado y por qué la puerta de su ofici­
na estaba hecha una pena.
Por lo demás, el joven no entendía qué hacía allí la pas­
ma. Precisamente el Jefe había escogido Malmköping como
lugar para llevar a cabo la transacción por tres motivos muy
válidos: primero, por estar cerca de Estocolmo; segundo, por
los transportes públicos, relativamente buenos; y tercero, el
más importante, porque el brazo de la ley no era lo bastante
largo para llegar hasta allí. En resumidas cuentas, porque en
Malmköping no había maderos.
O, mejor dicho, no debería haberlos, ¡y sin embargo
aquello parecía una madriguera! Bueno, en realidad sólo
había visto dos coches patrulla y un total de cuatro agentes,
lo cual, desde su punto de vista, auguraba una redada inmi­
nente. Al principio creyó que lo buscaban a él, pero eso
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implicaba que el taquillero hubiera dado el soplo, lo cual era
una posibilidad que descartaba.
Mientras esperaba, no había tenido nada a qué dedicar­
se, aparte de vigilar al hombrecillo, romper su teléfono de un
par de mamporros y volver a colocar la puerta en sus goznes
lo mejor que supo.
Cuando al fin llegó el autobús, vacío, el joven decidió
secuestrarlo junto con el conductor. Le bastaron veinte se­
gundos para convencer a éste de que diera media vuelta y
se dirigiera de nuevo hacia el norte. «Casi he batido mi ré­
cord», pensó mientras tomaba asiento precisamente donde
el anciano se había sentado aquella misma tarde.
El conductor temblaba de miedo, pero logró disipar
sus peores temores con otro reparador cigarrillo. Si bien es­
taba terminantemente prohibido fumar a bordo, dejó que
la aplicación de esa única norma dependiera de quien, en
ese momento, era su único pasajero, un joven esmirriado de
pelo rubio, largo y grasiento, barba hirsuta y una cazadora
vaquera en cuya espalda ponía «Never Again».
Durante el viaje, el pasajero se mostró interesado en
conocer el camino que había tomado el anciano. El conduc­
tor le contó que se había bajado en la parada Estación de
Byringe, una elección, le parecía a él, mero fruto del azar.
Y explicó que, antes de subir, el viejo había sacado un bille­
te de cincuenta coronas y le había preguntado hasta dónde
podía llevarlo por esa cantidad.
El conductor no sabía gran cosa de Estación de Byrin­
ge, sólo que era raro que alguien subiese o bajara en esa
parada. Pero creía que en el bosque había una vieja esta­ción
de tren desmantelada, de ahí el nombre, y que Byringe de­
bía de estar en algún lugar cerca de allí. Era poco probable
que el anciano hubiese llegado mucho más allá, concluyó.
Al fin y al cabo, era un viejo, y su maleta, a pesar de las rue­
das, pe­saba mucho.
Aquello tranquilizó al joven. Había descartado llamar
al Jefe en Estocolmo, pues éste era una de las pocas perso­
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nas capaces de asustar a la gente, incluido el propio joven,
valiéndose sólo del arte de la oratoria. Tuvo un escalofrío
al imaginarse la ira del Jefe cuando se enterara de que la
maleta había desaparecido. Debía solucionar el problema
primero y luego contárselo. Y ahora que sabía que el vejete
no había ido hasta Strängnäs para seguir viaje desde allí,
estaba seguro de que recuperaría lo suyo mucho antes de lo
que había temido.
—Ya hemos llegado —anunció el conductor—. Esta­
ción de Byringe... —Y se arrimó lentamente al arcén. ¿De­
bía prepararse para morir?
No, finalmente resultó que no. Sin embargo, su teléfono
móvil sí sufrió una muerte súbita bajo una de las botas del
joven. Y de la boca de éste salió un chorro de horripilantes
amenazas para el caso de que al conductor, en lugar de dar
media vuelta y regresar a Flen, se le ocurriera irle con el
cuento a la bofia.
Y, sin más, se apeó del vehículo.
El pobre conductor, muerto de miedo, siguió hasta
Strängnäs, aparcó en mitad de Trädgårdsgatan, corrió al
bar del hotel Delia y se bebió cuatro whiskies, uno tras otro.
Hecho lo cual, y para espanto del barman, se echó a llorar.
Después de un par de whiskies más, el barman le ofreció
un teléfono, por si sentía la necesidad acuciante de llamar a
alguien. Entonces, el conductor, cuyo llanto volvía a cobrar
fuerza, telefoneó a su novia.
Al joven le pareció distinguir en la grava del camino hue­
llas dejadas por las ruedas de su maleta. Pronto se habría
arreglado todo. Sí, y ojalá así fuera, porque ya estaba oscu­
reciendo y el frío pegaba fuerte. Resopló con impaciencia.
¿Por qué no era capaz de comportarse como una persona
organizada y previsora? ¿Sólo ahora caía en la cuenta de
que se encontraba en medio de un bosque tenebroso y que
pronto caería la noche? ¿Qué haría entonces?
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Sus reproches contra sí mismo se vieron interrumpidos
cuando, al otro lado del montículo que acababa de dejar
atrás, avistó una vieja y ruinosa casa amarilla, con las ven­
tanas parcialmente tapiadas con tablones. En ese momento
alguien encendió una lámpara en la planta de arriba.
—Ya te tengo, vejestorio —murmuró el joven, y suspiró
aliviado.
Allan abandonó prematuramente lo que estaba haciendo.
Abrió la puerta del baño con cautela e intentó oír lo que
pasaba en la cocina. Al instante obtuvo la confirmación de
lo que habría querido descartar: la voz de aquel pelanas le
rugía a Julius Jonsson urgiéndolo a decir dónde estaba «el
otro viejo cabrón».
Se escurrió hasta la puerta de la cocina, sin hacer ruido
gracias a sus mullidas zapatillas. Al igual que había hecho con
el taquillero de la terminal, el joven había agarrado al pobre
Julius por las orejas y, mientras lo sacudía, proseguía con el
interrogatorio. Allan pensó que bien podía haberse con­
forma­do con recobrar la maleta, pues la tenía allí mismo, en
medio de la cocina. Julius, cuyo rostro se había contraí­do
en una mueca, no daba ninguna señal de querer contestar. Sin
duda aquel viejo tratante de postes estaba hecho de una pasta
especialmente correosa. Allan echó un vistazo al vestíbulo en
busca de algo que utilizar como arma. Entre la basura acu­
mulada descubrió cierto número de opciones: una palanque­
ta, un tablón grueso, un bote de spray insecticida y una caja de
matarratas. Se decantó por el matarratas, pero no consiguió
imaginar cómo iba a obligar al joven a tragar una o dos cu­
charadas de aquel polvo letal. Por su parte, la palanqueta era
demasiado pesada para un hombre centenario, y en cuanto al
spray insecticida... No; tendría que ser el tablón de madera.
Agarró con firmeza su improvisada arma, dio cuatro
pasos extremadamente rápidos —teniendo en cuenta su
edad— y se plantó detrás de su inminente víctima.
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El joven presintió que algo iba mal, pues justo cuando
Allan se disponía a atizarle en la cabeza, soltó a Julius Jons­
son y se volvió. El tablón lo alcanzó en mitad de la frente.
Se quedó mirando a su verdugo durante un segundo, tras lo
cual cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra el borde
de la mesa.
Nada de sangre, nada de gemidos, nada. Se quedó allí
tumbado, con los ojos cerrados.
—Buen golpe —aprobó Julius.
—Gracias. Bien, ¿dónde tienes el postre prometido?
Se sentaron a la mesa de la cocina, mientras el joven greñu­
do permanecía inconsciente a sus pies. Julius llenó las copas,
le ofreció una a Allan y levantó la suya en un brindis que
éste correspondió.
—¡Vaya! —exclamó Julius una vez hubo vaciado su
copa—. El propietario de la maleta, ¿verdad?
La pregunta era más bien una constatación. Allan com­
prendió que había llegado la hora de ampliar un poco sus
explicaciones. No porque hubiera mucho que explicar, sino
porque la mayor parte de lo ocurrido aquel día era difícil de
comprender, incluso para él mismo.
En todo caso, hizo un breve repaso de la huida de la
residencia y la sustracción fortuita de la maleta en la termi­
nal de Malmköping, y añadió que a partir de entonces ha­
bía sentido un fundado temor a que el joven que ahora yacía
en el suelo lo encontrara. Luego pidió sinceras disculpas, ya
que, como consecuencia de todo aquello, su circunstancial
anfitrión había acabado con las orejas rojas y doloridas. Ju­
lius Jonsson frunció el ceño y dijo que se ahorrase las dis­
culpas, porque al fin y al cabo aquel embrollo había propor­
cionado un poco de emoción inesperada a su monótona
vida.
El Julius de antaño había vuelto. Y decidió que era hora
de echar un vistazo al contenido de la maleta. Allan le re­
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cordó que estaba cerrada con llave, pero Julius le pidió que
no dijese bobadas.
—¿Desde cuándo una cerradura ha sido un impedi­
mento para Julius Jonsson? —añadió, arqueando una ceja.
Sin embargo, cada cosa a su tiempo. Primero había que
solucionar el problema que tenían en el suelo, puesto que no
sería nada recomendable que aquel joven despertara y se
obstinase en continuar con su interrogatorio.
Allan propuso atarlo a un árbol delante de la estación,
pero Julius objetó que si al despertar se ponía a chillar lo
oirían hasta en el pueblo. Aunque allí ya sólo vivían unas
pocas familias, todas tenían motivos para aborrecer a Julius,
y estaba claro que no desaprovecharían la ocasión de formar
causa común con aquel joven airado.
La idea de Julius era mejor. En la cocina había una
cámara frigorífica donde solía guardar los objetos que roba­
ba y los alces despiezados. En ese momento se encontraba
va­cía de alces y desconectada. Julius no quería tenerla en
fun­cionamiento innecesariamente, ya que consumía electri­
cidad a espuertas. (Aunque él birlaba la luz mediante una
cone­xión trucada y la factura la pagaba algún alma cándida,
debía an­darse con cuidado y mostrar cierta moderación si
quería continuar gozando de ese servicio esencial.)
Allan inspeccionó la cámara frigorífica y concluyó que
era un calabozo provisional de lo más adecuado, sin como­
didades innecesarias. Tal vez sus dimensiones, dos metros
por tres, fuesen algo mayores de lo que el joven se merecía,
pero no siempre había que atormentar a la gente más de lo
debido.
Así pues, ambos arrastraron el cuerpo hasta la improvi­
sada celda. El cautivo gimió cuando lo sentaron en una caja
que había en un rincón y lo apoyaron contra la pared. Al
parecer estaba volviendo en sí, por lo que mejor darse prisa
y cerrar la puerta. Dicho y hecho.
Después, Julius colocó la maleta sobre la mesa de la co­
cina, echó un vistazo al mecanismo de cierre, lamió el tene­
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dor que acababa de utilizar para zamparse el estofado de
alce e hizo saltar la cerradura en un periquete. A continua­
ción, invitó a Allan a abrir la maleta, puesto que era él quien
la había robado.
—Lo mío es tuyo —declaró Allan—. Iremos a partes
iguales con el botín, pero si hay un par de zapatos de mi
número, me los quedo.
Levantó la tapa.
—¡Joder! —exclamó Allan.
—¡Joder! —exclamó Julius.
—¡Dejadme salir! —gritaron en la cámara frigorífica.
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