PIZARRO Y LA MALDICIÓN MAYA El viento en su cabello, el sol en la cara, sueños de riqueza en su mente, el señor Diego Pizarro estaba muy contento. El muy ambicioso y aventurero conquistador de origen portugués veía las costas de la tierra bárbara desde su famoso tres-mástiles, el Santa María. Era el comandante del gran barco cuyo propietario era el rey de España. El viaje había sido largo y agitado, y los hombres habían perdido las esperanzas en las tormentas terribles, pero Diego Pizarro prometió que llenaría las bodegas con oro y con piedras preciosas. El Rey de España le cubriría con riqueza y llegaría a su casa en Portugal como un héroe cubierto de gloria y de dinero. Llegando a la playa, descubrió una gran selva que se extendía hasta perderse de vista. El capitán del buque grande e imponente ya imaginaba todas las minas de oro que estaban bajo el bosque. Los hombres construyeron pequeñas cabañas por la noche, la exploración empezaría al amanecer. El conquistador, cuya piel estaba ya bronceada, sonreía. Cuando salió el sol, un primer grupo de diez exploradores se adentró en la selva, que era de gran alcance. Lucía una multitud de tintes de verde, pero era muy densa y los hombres progresaban lentamente. A medida que avanzaban, la selva se transformaba en un lugar muy hostil, oscuro y frío. Encontraron unos animales extraños y divertidos que no parecían amenazadores, y cazaron unos chimpancés para cenar. Acamparon por la noche a veinte kilómetros de la playa. Y la noche fue agitada. Era muy silenciosa y el fuego se apagó, sumió el campo en la oscuridad. Pizarro se despertó A causa de un sentimiento de peligro. Empezó a preocuparse porque no podía ver nada y oyó las hojas que se movían aunque no había viento. Iba a dar la voz de alerta cuando un grito de dolor rompió el silencio de la noche. En menos de una fracción de segundo, el campo fue atacado por una jauría de animales salvajes, serpientes, tigres, aves, escorpiones, monos y cocodrilos. A pesar de la sorpresa, los hombres se defendieron y los animales se fueron. Muchos hombres estaban heridos pero solo dos murieron de mordeduras de serpientes. Todo el equipo entendió que los animales no querían matar a los hombres sino que querían darles una advertencia. La selva se oponía a las malas intenciones de los hombres. Pero Pizarro era muy ambicioso y se negó a parar la explotación. Por eso decidió hacer un turno de guardia todas las noches y para castigar a su equipo que tenía dudas, dejó los cuerpos de los muertos para los animales. En el tercer día, los conquistadores continuaron explorando la selva. Para facilitar los viajes en la selva, los hombres empezaron a cortar los árboles para construir caminos. Una vez que la selva estaría dominada, la explotación de oro sería más fácil. Cortaron aún más árboles para construir el camino en dirección al lugar en el que creían que había una mina de oro. Pero rápidamente, unos pocos hombres notaron que habían sido picados por mosquitos. Poco tiempo después, todos los hombres fueron revestidos de picaduras de mosquitos. Al principio las picaduras no les hicieron mucho efecto. Se sentían un poco desanimados pero pudieron continuar el trabajo. Pero a medida que el día pasaba, los hombres fueron cada vez más enfermos. Muy pronto, no pudieron moverse porque la fiebre era muy alta. Esta situación duró durante tres días en que los hombres sentían que la muerte estaba muy cerca de ellos. Pero lo más inquietante eran las alucinaciones que los hombres tuvieron. Veían la selva amenazarles, los árboles caer sobre ellos y las lianas estrangularles. Creían que se ahogaban en los torrentes violentos que atravesaban la selva. A menudo en sus visiones un indígena aparecía y decía: -La selva esta maldita, no saldrán de ella con vida. Lo que no sabían los europeos era que las picaduras no venían de los mosquitos sino de los indígenas y de sus cerbatanas. Un ruido extraño despertó a los hombres. Indígenas con cerbatanas caminaban con cuidado alrededor. Tenían la piel muy oscura con mechas pintadas. Llevaban collares antiguos que mostraban sus herencias y sus culturas. Los exploradores les miraban con desconfianza, aún aturdidos por la fiebre causada por las cerbatanas de los indígenas. Los hombres estaban cercados por los indígenas y no podían huir. Pizzaro, irritado por este obstáculo que les impedía avanzar, apuntó su pistola para matar al indígena más cerca de él. Los indígenas levantaron las manos y empezaron a murmurar en una lengua extraña. Pizarro no entendió lo que ocurrió pero cuando los indígenas terminaron, todas las armas habían desaparecido. Pizarro, un poco temeroso, prestó más atención a los indígenas. Todos eran hombres. Llevaban poca ropa y tenían rastros de pintura sobre todo el cuerpo. Estaban armados de machetes y de las cerbatanas envenenadas. Los indígenas empezaron de nuevo a moverse y a murmurar. Súbitamente, todos los europeos cayeron de rodillas y se agarraron la cabeza entre las manos. Tenían un dolor horrible en la cabeza y a través de una niebla de dolor, oyeron una voz de gran potencia. Les dijo que tenían que irse de la selva y dejar de profanar ese lugar sagrado. Cuando el dolor desapareció, los indígenas estaban lejos. Los hombres de Pizarro empezaron a aterrorizarse y uno de ellos decidió rebelarse. Para impedir un motín, Pizarro mató al hombre y así impugnó su autoría. Durante la noche, Pizarro tuvo un terrible sueño. Estaba frente a frente con un enorme dios maya. El dios estaba vestido como los indígenas pero no quedaba nada humano. Era tan grande como el más grande de los tres mástiles del Santa María. Su voz era fuerte, irritante y penetrante. Le dijo, en un rugido constante: -No son bienvenidos aquí. ¡Regresen antes de que sea demasiado tarde! Y no toquen el oro. Cada palabra era como una flecha atravesando el corazón de Pizarro. El dios iba a golpearle con el sol cuando se despertó tenso como un arco, pero lo que vio no le relajó: todos los árboles cortados se movían y bailaban alrededor del campo. Sus ramas se habían transformado en lianas o picantes. Los árboles se mostraban muy agresivos, y Piizarro y sus hombres tenían miedo y huyeron hacia la playa para escaparse en el Santa María. A pesar de la advertencia del dios de su visión, Pizarro decidió llevarse el oro y la madera que tenían. La selva estaba más fuerte, pero ¡no le tomaría estas riquezas! Bajo la mirada desaprobadora de los indígenas que estaban en la orilla de la selva como protectores de la tierra bárbara, el conquistador cruel se frotó las manos, ¡sería un rico héroe! Pero en alta mar, una tormenta terrible empezó. Truenos sonaron como la voz de un dios enfadado. Cado trueno fue como un grito, ¡“No tenías derecho a robar estos beneficios de mi naturaleza, pagarás con tu vida”! Los hombres pidieron por SU merced, pero la tormenta creció. Pizarro río como un loco, gritando “¡No me atraparás jamás!”, y el Santa María se hundió en el ojo de la tormenta. El mar enfadado se calmó en una fracción de segundo. El famoso tres-mástiles había desaparecido de la superficie de la tierra, engullido por la avaricia de los hombres. La naturaleza había recobrado sus derechos.