Tumbado en la cama, aún desnudo, fumaba un cigarrillo mientras su chica caminaba hacia el baño. Siempre que se encontraba en una posición similar pensaba en Ella. Siempre pensaba en ella. Era un tormento constante, el haber intentado por todos los medios quitársela de la cabeza pero no haberlo logrado. Y lo que le atormentaba era esa duda enfermiza de si ella también pensaba en él. Hubo un tiempo en que creyó haberlo logrado, pero al final cayó en cuenta que realmente la extrañaba. Veía su rostro en todos lados y cada cosa le hacía recordarla. Es que siendo una chica tan sencilla y observadora podía sacar un tema de conversación de casi cualquier cosa, estas conversaciones eran a su vez tan interesantes. Qué tiempos. Caló una vez más. Le gustaba el sabor a nicotina. “A ella le gustaba”, pensó. Y se amonestó a sí mismo por pensarlo. Por pensarla. Valeria era hermosa. Pero no era Ella. Así de sencillo. Tenían más de un mes saliendo. Se divertían juntos pero él sabía que, quizás intencionalmente, no iban a llegar a tener tal grado de intimidad, de conexión, de sincronía y todas esas cosas que uno siente cuando está enamorado. Ella lo había superado. Eso le insinuó aquella vez que visitaron su cafetería favorita, meses después de su ruptura. Coincidieron una vez en una conferencia. Ella estaba reluciente, con aquella sonrisa que él amaba, con aquella manera danzarina de caminar, con ese desenvolvimiento y con su rostro de niña-mujer. Tenían que hablar. Era inevitable. -Hola, cómo estás- le dijo con mucha naturalidad y con una gran sonrisa. - Ho-hola- Tartamudeó Leo, un poco. - A los tiempos, mírate Y así. Conversaron por cerca de 10 minutos. Se contaron pocas cosas. Se miraron. Él le dedicaba miradas de admiración y ella sonreía con beneplácito. Sonrisas inmediatamente tergiversadas, leídas incorrectamente. Le invitó un café, no se resistió. Ella quería un jugo. Fueron a aquella juguería a la que acudían cuando querían paz. Ella misma indicó el lugar. Tantas cosas hablaron. Él hablo más, como siempre. Se dijeron lo que no se habían dicho en esa abrupta ruptura. Él le dijo que la extrañaba, ella le dijo yo también te extrañé. Él le dijo te quiero, ella le dijo yo también te quise… Valeria se acostó a su lado. Se había puesto su camisa y se le veía espectacular. Lo besó. Él le correspondió el beso y recordó como Ella se detenía un momento entre beso y beso a oler su respiración. La extrañó mucho. Aunque con las mujeres no le había ido mal –“Tengo a Valeria”, pensó —se sentía desolado, se sentía solo, se sentía un extraño. Sabía que eso no era normal, que ella ya había superado todo, de que quizás ya era feliz, que sólo lo quería como amigo, de que quizás como un hermano, pero nada más, la relación murió, ambos dejaron que muera y que ya era tarde. Muy tarde. Abrazó a Valeria. Le besó la frente. Le dijo que durmiese, que el velaría sus sueño. Ella le dijo que lo quería. Él le dijo que también. La quería, era verdad. Pero no de esa manera, no así. La abrazó, le beso la mejilla, le apretó la nariz con los dedos índice y anular, un gesto de cariño que poco daba. Ella cerró los ojos, él encendió un nuevo cigarrillo. Caló profundo. Una y otra vez. Pensó en Ella. Expulsó todo el humo que retenía en sus pulmones, sus ojos le escocieron, se tornaron rojos, se llenaron de lágrimas. “Es el humo”, se dijo. Era mentira.