Tema 4. La consolidación del liberalismo

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Tema 4. La consolidación del liberalismo (1833-1868)
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Las regencias, liberalismo y guerra carlista
1.1 La regencia de Mª Cristina y el acceso de los liberales al poder
A la muerte del rey Fernando VII (1833), su viuda, María Cristina, se encargó de la
regencia hasta que Isabel II, nacida en 1830, alcanzase la mayoría de edad. Pero los
partidarios de Carlos María Isidro, procedentes de los sectores absolutistas más
intransigentes, no aceptaron el testamento de Fernando VII y se alzaron en armas contra la
regente, que se vio obligada a buscar el apoyo de los liberales
Los tres primeros años de regencia sirvieron para que los liberales moderados,
algunos de ellos retornados del exilio, fueran afianzándose en la política (Martínez de la
Rosa). En 1833 se promulgó el decreto, redactado por Javier de Burgos, por el que se
organizaba territorialmente el Estado en 49 provincias, organización que, en líneas
generales se ha mantenido hasta hoy.
El principal el instrumento político para la transición entre el absolutismo y el
liberalismo fue una carta preconstitucional, el Estatuto Real, que no reconocía la soberanía
nacional, ni las libertades políticas pero establecía unas Cortes bicamerales (Estamento de
Próceres, de nombramiento real, y Estamento de Procuradores, elegido indirectamente con un
censo electoral muy reducido: 0,15%), carentes de iniciativa legislativa y que sólo podían
deliberar sobre los asuntos planteados en los decretos reales o solicitar a la Corona una
proposición de ley. El Estatuto Real no satisfacía ni siquiera a los liberales más moderados.
La guerra civil y la desastrosa situación económica provocaron, ya en 1835,
sublevaciones de las milicias urbanas, que exigían una ampliación de las libertades políticas
y del sufragio, y reclamaban la entrega del poder a políticos progresistas como José M.
Calatrava y Mendizábal.
En 1836, una revuelta contra la regente, organizada por suboficiales del ejército (el
motín del Palacio de la Granja), obligó a María Cristina a ofrecer de nuevo el poder a los
progresistas y a aceptar la puesta en vigor de la Constitución de 1812. Aunque,
inmediatamente, los progresistas redactaron una nueva carta magna (Constitución de
1837) con algunos cambios respecto de la de 1812 que la hacían bastante más moderada.
En la Constitución de 1837 los progresistas renuncian a alguno de sus principios básicos en
favor del programa de los moderados y de la propia corona. Progresistas son: la declaración de
la Soberanía nacional, que aparece en el preámbulo; el reconocimiento de los derechos
individuales, entre los que destaca la libertad de expresión (art. 2); la no confesionalidad del
Estado (art.11); la elección popular de los ayuntamientos (art. 70) y la Milicia Nacional (art.77).
Concesiones al moderantismo son: la ampliación de poderes del monarca: iniciativa legislativa;
facultad de convocar, suspender y disolver las Cortes; nombramiento y separación de los
ministros; la sanción y promulgación de las leyes (art. 36, 26, 47, 46); la estructura bicameral de
las Cortes, con un Senado mixto, de elección y nombramiento regio, y un Congreso de
Diputados de elección directa y censitaria (art. 13, 15, 23).
Con este marco constitucional se pudieron promulgar algunas leyes revolucionarias,
como la supresión de la obligación de pagar diezmos a la Iglesia, la eliminación de aduanas
interiores, la desamortización (venta en subasta) de los bienes patrimoniales de la Iglesia,
la desvinculación de los mayorazgos y la supresión de los gremios para favorecer el
crecimiento de la industria.
1.2 La Primera Guerra Carlista (1833-1840)
La Primera Guerra Carlista fue, en realidad, una guerra civil. Los carlistas, absolutistas
intransigentes y partidarios de los derechos hereditarios del hermano de Fernando VII,
Carlos María Isidro, se enfrentaron a la regente María Cristina. En el otro bando se situó un
grupo de liberales y de absolutistas más moderados, los isabelinos, que aceptaron a Isabel
II como heredera de su padre. Mientras los isabelinos defendían el liberalismo con sus
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reformas (proceso desamortizador, nueva política unificadora, abolición del régimen gremial),
los carlistas aglutinaban a los partidarios del Antiguo Régimen o a quienes se sintieron
perjudicados por el proceso reformista: el clero, el pequeño campesinado, el artesanado y los
territorios de régimen foral. El carlismo sólo prendió en los medios rurales de la zona vasconavarra, la Cataluña interior y el Maestrazgo; los grandes centros urbanos quedaron fuera de
su control. El carlismo, por otra parte, mostró una gran pobreza ideológica: su lema Dios, patria,
Rey y Jueces, resumido en el binomio Trono y Altar, definía toda la teoría oficial política. A
estos elementos se sumó la defensa del foralismo.
Los carlistas se hicieron fuertes en el norte de la Península. El general carlista Ramón
Cabrera, acompañado por el pretendiente a la Corona, llegó en una expedición desde la
zona del Maestrazgo hasta las puertas de Madrid (Expedición Real de 1837). El coronel
Tomás de Zumalacárregui consiguió organizar el ejército rebelde y consolidó el poder
carlista en el País Vasco. La muerte de este célebre caudillo militar, acaecida en junio de
1835 durante el sitio de Bilbao, puso fin a la tendencia ascendente del carlismo en la región
vasconavarra, donde había cosechado sonadas victorias contra las tropas isabelinas. A
partir de 1835, la victoria del ejército isabelino obligó a Carlos María Isidro a huir a Francia.
En 1839, el general isabelino Baldomero Fernández Espartero y el general carlista Rafael
Maroto mantuvieron conversaciones que culminaron en el Convenio de Vergara, que supuso
la finalización de la Primera Guerra Carlista. El acuerdo garantizaba la conservación de
algunos derechos forales y reconocía los empleos y grados del ejército carlista. El
pretendiente don Carlos no aceptó el convenio y se exilió en Francia.
1.3 La regencia de Espartero (1841-1843)
Los moderados, de nuevo en el gobierno, pretendieron imponer una serie de
limitaciones a la libertad de expresión, reducir el derecho al voto, eliminar la Milicia Nacional y
someter a los ayuntamientos y diputaciones al control del gobierno central. Todo ello
desencadenó un movimiento revolucionario organizado por los ayuntamientos progresistas y la
Milicia Nacional. De estas protestas se hizo eco el general Espartero quien propuso a Mª
Cristina disolver las Cortes y el veto a la Ley municipal. Mª Cristina no aceptó y terminó
renunciando a la regencia, que fue ocupada por Espartero.
El general Espartero, que contaba con el apoyo de los liberales progresistas, gobernó
hasta 1843 de manera dictatorial, reprimiendo a los moderados y sin someterse nunca al
Parlamento.
Espartero se ganó el rechazo de todos: su política radicalmente librecambista ponía en
peligro la incipiente industria catalana, por lo que los fabricantes textiles de Cataluña,
aunque mayoritariamente liberales, rechazaron la política del Gobierno. Al movimiento
catalán se unió la oposición de los vascos, que habían visto cómo, por su apoyo a los
carlistas, la Ley Paccionada de 1841 reordenaba los fueros vasconavarros. Además, los
políticos liberales moderados, que habían sido desplazados del poder en 1840, comenzaron
a organizar su ataque al Gobierno.
Algunos sectores liberal-progresistas (los demócratas), que habían apoyado
inicialmente a Espartero, se enfrentaron a él pues no aceptaban las formas autoritarias y
represivas del regente, aunque se hiciesen en nombre del liberalismo. En 1843 se inició una
revuelta militar encabezada por Narváez que hizo caer al Gobierno. Espartero huyó y se
exilió en Londres. No regresó a España hasta 1849.
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La década moderada (1844-1854)
El general Ramón María Narváez puso fin, mediante un pronunciamiento militar, a la
regencia de Espartero. Proclamada mayor de edad a los 13 años, Isabel II asumió el trono
de España (1843) y encargó la formación de gobierno al partido moderado, liderado por el
propio Narváez (1844).
Con el apoyo de los sectores burgueses más conservadores, el partido moderado
gobernó durante diez años con mano dura. Derogó la Constitución de 1837 y redactó otra
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nueva en 1845. La mayoría de los artículos de la Constitución de 1845 eran una
transcripción literal de la Constitución de 1837; sin embargo, los cambios revestían una gran
importancia: su preámbulo no hacía explícita mención a la soberanía nacional, sino que se
planteaba el carácter compartido de la soberanía (Cortes con el Rey); se reafirmaba el carácter
confesional del Estado (Art.11); el Senado, de nombramiento real y vitalicio, adquiría mayor
relevancia que el Congreso (Arts.14 y 17); se incrementaban los poderes del rey con el
nombramiento de senadores y mayor libertad en materia matrimonial; no se contemplaba el
Poder Judicial, sino sólo la Administración de Justicia, limitando así su independencia (Art.67);
se suprimía la Milicia Nacional. Por otra parte, una serie de disposiciones legislativas
complementarias suprimieron o restringieron elementos básicos de los progresistas: se
restringe el censo electoral a menos de 100.000 personas; se capacita al gobierno a nombrar
directamente a los alcaldes en los municipios de más de 2.000 habitantes; se exigen elevados
depósitos para editar un periódico y se suprimen los jurados populares para los delitos de
prensa.
El edificio de la Administración española fue levantado y perfeccionado a lo largo de la
gran época moderada. La actual organización ministerial data de esta época (Consejo de
ministros, Presidencia). La administración regional se basó en la nueva división provincial
(49) realizada en 1833 (Javier de Burgos). En 1834 las provincias se dividieron en partidos
judiciales. Se estableció, así, una administración homogénea, con las mismas autoridades
que tienen el mismo poder y ejercen iguales funciones: el Gobernador Civil, representante
del gobierno y delegado del rey, los delegados provinciales de cada ministerio, y la
Diputación Provincial (creada por Mendizábal), con una función consultiva. La administración
municipal estaba dirigida por el alcalde, de nombramiento gubernamental, y por el
ayuntamiento, formado por los concejales electos. La organización judicial, basada en una
jerarquía de jueces, se acomodaba a la división administrativa: jueces de paz (municipios),
jueces de primera instancia (partidos judiciales), audiencias territoriales y Tribunal Supremo.
Otras reformas importantes se recogen en nuevas leyes: Ley Fiscal, Código Civil y
Código Penal, Ley de Sociedades por Acciones.
Los políticos moderados intentaron un acercamiento a la Iglesia, enemistada con el
régimen liberal desde la desamortización de 1836. En este sentido, en 1851 se firmó un
convenio de colaboración con el Vaticano por el que la Iglesia recuperaba muchos de sus
privilegios y era autorizada para intervenir en la enseñanza.
En 1844 se creó la Guardia Civil, cuerpo policial de carácter militar destinado a
mantener el orden en las zonas rurales y que, en la práctica, aseguraba el derecho a la
propiedad de los terratenientes en el campo.
En esta década tuvo lugar la llamada Segunda Guerra Carlista (1846-1849), iniciada
por el hijo de Don Carlos (Conde de Montemolín – Carlos VI en la titulación carlista) y
dirigida por el general Cabrera en tierras catalanas.
Los gobiernos de la Década Moderada favorecieron los negocios financieros
(construcción de obras públicas, provisión de material del ejército, promociones
inmobiliarias, etc.) en los que participaban políticos y personajes relacionados con el poder
y, en ocasiones, miembros de la familia real. La corrupción y el autoritarismo de los
gobiernos moderados hicieron que, en 1854, las clases populares dieran su apoyo a un
alzamiento liberal de carácter progresista que planteaba renovar este ambiente político.
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El bienio progresista
El llamado Bienio Progresista se inició con un pronunciamiento militar, conocido como
“la Vicalvarada” porque tuvo lugar en los cuarteles de Vicálvaro de Madrid. Su instigador fue
otro general, Leopoldo O’Donnell, líder del partido Unión Liberal. En este alzamiento
participaron también amplios sectores liberales y populares de ciudades como Zaragoza,
Barcelona y Madrid. El movimiento no pretendía destronar a la reina Isabel II, enemiga
declarada del constitucionalismo, sino forzarla a admitir las reformas democráticas
interrumpidas en 1844, según se afirma en el Manifiesto de Manzanares (Cánovas del
Castillo).
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Después de “la Vicalvarada”, Isabel II pidió al general progresista Espartero que
formara gobierno, con lo que volvieron a adoptarse las medidas radicales que habían
caracterizado la etapa de la regencia de Espartero. Se comenzó a elaborar una nueva carta
constitucional que finalmente no fue puesta en práctica, por lo que se conoce como “nonnata”. Los jesuitas fueron expulsados de España, bajo la acusación de conspirar con los
antiliberales, y se prohibieron las procesiones y las manifestaciones externas del culto
católico.
Otra medida importante del gobierno de Espartero fue la aplicación de una segunda
desamortización (1855), que supuso el embargo de los bienes comunales de los municipios.
Las consecuencias de esta medida fueron, en parte, beneficiosas, porque se pusieron en
cultivo tierras que antes eran improductivas. Pero esta desamortización también provocó un
empeoramiento de las condiciones de vida de los jornaleros y los agricultores que tenían
pocas tierras, para quienes estos terrenos (de los que obtenían frutos, leña, pastos, etc.)
servían como complemento de su economía.
Del año 1855 es también la Ley de Ferrocarriles, a partir de la cual se planificó la red
ferroviaria que tanta importancia tuvo en el desarrollo del capitalismo español, y la
regulación del sistema bancario español.
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La Unión Liberal y la crisis
El Bienio Progresista terminó por la reacción de los liberales moderados y las
presiones de la Corona y de los sectores eclesiásticos. Narváez se puso de nuevo al frente
del Gobierno, y comenzó un largo período caracterizado por el predominio de tres sectores
sociales en la política: los terratenientes, los militares conservadores y la Iglesia. En estos
años se sucedieron los gobiernos de los generales Narváez y O’Donnell, este último con
unas posiciones más moderadas que en 1854. Desde entonces los liberales progresistas
quedaron marginados del Gobierno. En este período destacan la paralización de la
desamortización de 1855, la promulgación de la primera Ley de Educación (“ley Moyano”), el
reconocimiento a la Iglesia de muchas de sus prerrogativas y privilegios tradicionales, la
dura represión contra las revueltas campesinas llevada a cabo por la Guardia Civil, cuerpo
que fue fortalecido con recursos materiales y humanos, y, por último, el establecimiento de
prácticas electorales que tuvieron como resultado la corrupción del sistema político, como la
institucionalización de la compra de votos, los pucherazos —añadir o sacar votos de las
urnas— y la creación de un sistema de caciques locales que, a cambio de cargos u otros
beneficios, controlaban las elecciones, a menudo fraudulentas.
4.1. La Unión Liberal
El período de mayor prosperidad durante esta etapa conservadora coincidió con el
gobierno del general O’Donnell (1858-1863), conocido como “Gobierno largo”, ya que fue el
de mayor duración de todo el siglo XIX: cinco años. Este gobierno se benefició de una época
de buenas cosechas y de expansión comercial, gracias a las bases coloniales de Cuba y de
Filipinas. Además, en aquellos años tuvo lugar una guerra civil en Estados Unidos, la guerra
de Secesión (1861-1865), que favoreció la exportación de productos españoles.
En este período también se inició una política exterior a imitación de las grandes
operaciones coloniales de las potencias europeas de la época, aunque no tuvo la misma
envergadura. En este sentido, se enviaron tropas a Cochinchina, que hoy forma parte de
Vietnam, para defender a los misioneros españoles; algunas expediciones militares
destinadas al norte de África, que partieron de las plazas españolas de Ceuta y Melilla,
acabaron en una guerra abierta contra el sultán, en la que el ejército español triunfó en las
famosas batallas de Los Castillejos y Wad-Ras; se ocupó militarmente Santo Domingo,
aunque poco después se perdió; se envió un ejército a Méjico dirigido por el general Prim,
que consiguió fama como militar cuando tomó la ciudad portuaria de San Juan de Ulloa y,
como diplomático, al decidir la retirada española de México (1862).
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En 1864 volvió Narváez a gobernar, entregando el Ministerio de Gobernación a
González Bravo. Frente a la política conservadora de los moderados, crecían en España las
aspiraciones a mayor libertad y derechos civiles. Entre las capas ilustradas se desarrollaba
el Partido Demócrata, y aparecía el republicanismo, al tiempo que se creaban las primeras
organizaciones obreras y se producían agitaciones entre el campesinado jornalero.
4.2
La crisis del reinado
La política moderada respondía con represión a las demandas de libertad. Tras la
destitución de los profesores universitarios republicanos Castelar y Sanz del Río, y las
protestas estudiantiles que siguieron, el Ejército actuó con gran violencia (noche de San
Daniel). Hubo nuevos pronunciamientos progresistas alentados por el general Prim que
llevaron a una represión durísima, con el fusilamiento de los sargentos del cuartel de San
Gil. Las muertes de O´Donnell y Narváez incrementaron el aislamiento del trono.
La crisis política estuvo acompañada por una crisis económica con varias
manifestaciones: paralización de las construcciones ferroviarias, quiebras bancarias,
carestía del algodón en rama y crisis industrial, como consecuencia de la guerra de
Secesión americana, malas cosechas y alza de los precios del trigo, etc.
En esta situación, la corte de Isabel II y la propia reina se desprestigiaban día a día y el
malestar social llevaba a una alianza de progresistas y demócratas, concretada en el Pacto
de Ostende (1866) que incluía un acuerdo para destronar a Isabel II.
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