CIUDAD ARMONIOSA

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 Agostino Molteni LA “CIUDAD ARMONIOSA” DE PÉGUY (Artículo publicado en: “Revista de Filosofía”, Universidad Católica de la Santísima Concepción, Concepción, Chile, vol. 6, n. 1, año 2007) Péguy y sus años anteriores la publicación de La ciudad armoniosa Charles Péguy abandona el cristianismo en 1891 a la edad de diecisiete años, disgustado por un cristianismo reducido sólo al burgués miedo del infierno, y todavía más disgustado, como dice von Balthasar en su ensayo sobre Péguy, por una Iglesia “resignada en admitir hermanos eternamente perdidos y a no llorarlos eternamente”1. Escribirá en su “manifiesto socialista” La ciudad armoniosa2: “Nosotros no admitimos que haya hombres rechazados del umbral de cualquier ciudad”. Antes, en 1893, junto a su gran amigo Marcel Baudouin, entra en las “Conferencias de San Vicente de Paul”, visitando los barrios más pobres de París donde descubre la tremenda miseria de los suburbios de las grandes ciudades que nada tiene que ver con la pobreza de su infancia rural. De esta visión nacerá su socialismo y su famosa afirmación del abismo infinito que existe entre la “miseria” y la “pobreza”3. En 1895 se adhiere públicamente al Partido Socialista. Pide un año de suspensión de la Universidad, una excusa para escribir un libro sobre Juana de Arco, para él figura paradigmática de un socialismo que quiere la salvación universal. Libro que publicará en 1897, dedicado “A todos aquéllas y aquéllos que habrán vivido / a todos aquéllas y aquéllos que habrán muerto para buscar poner remedio al mal universal...”; concluye el libro con un pedido desgarrador: “Por eso, Dios mío, haced de tal forma / de salvarnos a todos, / Dios mío / Jesús, sálvennos a la vida eterna”. 4 El 15 de julio de 1896 muere el amigo predilecto, Marcel Baudouin, y Péguy decide ir a vivir con la madre y la hermana de Marcel, Charlotte, socialista, con quien se casará sólo por el civil. En 1897, publica bajo seudónimos artículos en la “Revista Socialista”; presenta su primer manifiesto socialista, La ciudad socialista5 publicado en “La Revue socialiste” que Péguy reproducirá después en Pour ma maison, tercer cuaderno de la segunda serie de sus “Cahiers de la quinzaine”, el 21 de diciembre 1900.6 En 1898 participa activamente en la campaña por la defensa de Alfred Dreyfus, un hebreo, capitán de ejército, acusado injustamente de espionaje, condenado y desterrado. Para Péguy “el inmortal asunto Dreyfus”, como lo llamaba, fue decisivo. Para Péguy el “caso Dreyfus” es la intuición que “una sola injusticia, una sola ilegalidad, una sola ofensa a la humanidad, a la justicia y al derecho, sobre todo si universal, nacional y cómodamente aceptada, basta para quebrar el pacto social, para deshonrar todo un pueblo”, como escribirá en 1910 en Nuestra juventud 7. Y es también la intuición, como dirá en el mismo texto, del fin de un mundo y del inicio de la mentalidad moderna que admite que un hombre inocente sufra injustamente: “Nuestro asunto Dreyfus es el último fruto de la mística republicana. Somos los últimos. Después de nosotros empieza otra edad, otro mundo, el mundo de aquéllos que no creen en nada y se jactan de esto. Después de nosotros empezará el mundo que hemos llamado, y que continuaremos llamando, el mundo moderno. El mundo que se hace el astuto y el pillo. El mundo de las personas inteligentes, de las personas que lo saben todo, el mundo de aquéllos que no tienen ya nada que aprender. El mundo de aquéllos que no tienen una mística y que se vanaglorian. La misma esterilidad reseca la ciudad y la cristiandad, la ciudad de los hombres y la ciudad de Dios. Y ésta es la esterilidad moderna”. Cuando en aquellos mismos años el partido socialista (que se había declarado a favor de Dreyfus) toma el poder, Péguy intuye que “todo empieza con la mística y termina en política”8. En mayo del mismo año, en 1898, funda en París la “Librería socialista George Bellais” en que invierte toda la dote de su esposa (40.000 francos de oro), es decir, todo lo que poseían: “Ella pensaba, lo mismo que yo, que un socialista no puede guardar un capital individual”. En poco tiempo, la librería se revela un fracaso económico. En el mismo año, en 1898, a la edad de 25 años, publica con el seudónimo de Pierre Baudouin “Marcel, primer diálogo de la ciudad armoniosa” (Marcel, premier dialogue de la citè harmonieuse), de la cual no vende ninguna copia (fue publicado en las ediciones de la Librairie Georges Bellais). Queremos, a partir de esta obra, hacer algunas sugerencias respeto del tema de este congreso. La ciudad armoniosa Péguy ha siempre afirmado que quería sólo ser “el cronista del ser y del acontecimiento”9. Marcel, premier dialogue de la citè harmonieuse, el verdadero título de esta obra, es significativamente titulado con el nombre de su querido amigo Marcel Baudoin muerto el año anterior. La tentación de definir con superficialidad esta obra como utópica es grande. Sin embargo, no es en absoluto de este género. Esta obra es, antes que todo, fruto de la amistad con Marcel y con los otros entrañables amigos de Péguy (en efecto, como dice el título, es un diálogo). Además, pensamos que la “ciudad armoniosa” es los que sus ojos han visto, cuando niño, en el trabajo cotidiano de su madre, una pobre remendadora de sillas, en la Francia de los campesinos de su juventud. En efecto, escribirá en 1913, en su famoso El dinero10: “Ya no hay pueblo. Todos son burgueses. Nosotros hemos conocido y hemos tocado la vieja Francia. ¿Quién lo creerá? Nosotros fuimos nutridos en medio de un pueblo alegre. Y nada hacía prever que este pueblo desapareciera y parecía que no tuviese que terminar nunca. Diez años después ya no había nada. El mundo ha cambiado menos desde la venida de Jesús que en los últimos treinta años. Los librepensadores de entonces eran más cristianos que los devotos de hoy”. Recordemos como primera premisa fundamental para entender este texto lo decisivo que fue para Péguy el “asunto Dreyfus” (que se desarrollaba trágicamente en los mismos años de la publicación de La Ciudad armoniosa): “El socialismo es en cierto sentido la recuperación de la justicia universal, y el dreyfusismo es, en idéntico sentido, la recuperación de una justicia particular”. Si se entiende el contenido de esta afirmación se entenderá también el carácter no utópico de su Ciudad armoniosa. En efecto no hay nada menos utópico que reconocer la importancia decisiva en la construcción de la ciudad humana, la presencia existencial de la persona, de lo que Kierkegaard llamaba el “hombre singular” (en contra de la dictadura del sistema hegeliano). En efecto, familia, cuerpos intermedios, ciudades, estados, naciones son sólo conceptos abstractos y utópicos sin esta raíz existencialmente personal. Como última premisa para introducirnos al tema de la “Ciudad armoniosa” de Péguy quiero sugerir una frase de padre Giussani11: “Este es el tiempo del renacimiento de la persona. Es como si ya no pudieran hacer cruzadas o movimientos. Un movimiento nace justamente con el despertarse de la persona. Es una cosa impresionante, igual que David contra Goliat. Justamente la persona, que frente al mecanismo del poder dominante y asesino es la cosa más ridícula, más frágil, más desproporcionada que exista y que no tiene ninguna posibilidad de éxito, ella, la persona es el punto de renacimiento. El lugar del nacimiento de un movimiento es lo más desprevenido y desamparado que exista: la persona”. Esta afirmación me parece extremadamente importante pues se puede con facilidad considerar obvia esta raíz existencial de cualquier civilización, ya sea en los programas sociales civiles, o en la misma doctrina social de la Iglesia, como si lo que existiera de hecho fuera ante todo la familia, las asociaciones intermedias, la sociedad, la Iglesia, etc., es decir, las consecuencias existenciales del dinamismo creativo sujetivo, existencialmente personal. Y hablando de “privado” y “público” se puede fácilmente dar por descontado esta raíz existencial socialmente decisiva. Que su “ciudad armoniosa” no sea utópica Péguy lo sugiere desde el inicio: “Yo llamo esta ciudad la ciudad armoniosa no porque sea toda armoniosa, sino porque ella es la más armoniosa de las ciudades que podemos querer”. E, indicando sintéticamente la naturaleza de esta “ciudad”, escribe: “No es armonioso que haya en ella almas consideradas extranjeras. (…) Todos los hombres, todos los hombres de todas las patrias se han vuelto ciudadanos de la ciudad armoniosa, pues no conviene que en ella haya hombres considerados extranjeros”. No se trata de una ciudad sobrenatural, con intervenciones milagrosas, no tiene ningún “deux ex machina” mágicamente salvador, es una ciudad terrenal, antes todo, con sus necesidades corpóreas: “La ciudad armoniosa necesita asegurar su vida corpórea con sus medios, pues no es una ciudad sobrenatural, pues es una ciudad natural y no recibe desde el exterior ningún ayuda sobrenatural”. Antes que todo la ciudad armoniosa asegura a todos dictadura individual o popular pues “no conviene que la materia y los productos naturales disponibles sean distraídos y por eso substraídos al bien de la ciudad por parte de un partido de ciudadanos o por un ciudadano, por un pueblo o por un individuo”. En este sentido todos los ciudadanos (“desde la edad en que se han vuelto adultos hasta la edad en que ya no serán jóvenes”) de la “ciudad armoniosa” trabajan para asegurar ante todo su vida corpórea. Recordamos, frente a esta insistencia de Péguy sobre el trabajo, que para él el vicio radical del sistema burgués está en el desprecio del trabajo: “Para nosotros, socialistas, el vicio del sistema burgués estaba en que demasiado pocos ciudadanos eran obreros, productores; el ideal socialista consistía en que, mediante una buena administración del trabajo en común, todos los ciudadanos llegasen a ser obreros y que no se debiera ser un buen ciudadano más que a este precio. (...) Ahora lo que se hace en los tiempos actuales es exactamente lo contrario. Todos estos grandes demagogos no hicieron nada para que un solo burgués trabajara. Al contrario, con admirable éxito ellos han obtenido que la gran mayoría de los productores perdiese el gusto, la conciencia, el sentido y el sabor del trabajo”. En el mismo sentido, Péguy acusa de holgazanes a los sindicalistas socialistas: “Los carpinteros de Orleáns ponen mucha más conciencia para trabajar la madera de una silla, de cuanto hoy se pone para elaborar una ciencia; gente pobre y simple, más profundamente, mucho más revolucionaria que toda la «Confederación general del trabajo»”. En la “ciudad armoniosa” el trabajo no será en exceso, para dejar un largo tiempo libre para los ciudadanos pues “no conviene preferir el lujo de la ciudad y el lujo de los ciudadanos al tiempo libre de aquellos que trabajan”: “Aquello que llamamos lujo, el desperdicio de productos y de trabajos no necesarios para asegurar la vida corpórea de la sociedad o la vida corpórea de los consumidores, es desconocido en la ciudad armoniosa”. La “ciudad armoniosa”, Péguy lo repetirá muchas veces, no conoce los trabajos malsanos, es decir, “trabajos que puedan deformar sus almas o sus cuerpos”. La afirmación del trabajo “sano” es un estribillo recurrente de esta obra de Péguy y esto porque la “ciudad armoniosa” “no es la rival gelosa y envidiosa de los trabajadores”, la “ciudad armoniosa no es la ciudad celosa”, no es la ciudad del materialismo dialéctico, de la lucha de clase, pues, como escribirá en aquellos años, “toda guerra es burguesa, pues la guerra se funda en la competitividad, en la rivalidad, en la concurrencia; toda lucha es burguesa, y la lucha de clases es burguesa como todas las demás. Es una concesión del socialismo a la burguesía”. Del mismo modo la “ciudad armoniosa” está libre del liberalismo capitalista y de su competitividad desenfrenada, es decir, no es una “ciudad” dialéctica en que hegelianamente cada sujeto se constituye en su identidad en la antítesis y sucesiva síntesis con los otros factores sociales. Los ciudadanos “no son entre ellos rivales de la ciudad”, es decir, la ciudad armoniosa no conoce el sistema “burgués de la igualdad de los trabajadores, pues toda igualdad tiene como condición necesaria el cálculo de los valores y no podemos calcular el valor de un trabajo humano”. En el mismo sentido la “ciudad armoniosa no conoce la división del trabajo que existe en la ciudad burguesa según un sistema de justicia para los trabajadores, ni según un sistema de nada a sus ciudadanos”. Cada ciudadano elegirá el trabajo por el que se “siente mejor inclinado” y “los operarios mejores se vuelven los maestros que enseñan el oficio a los aprendices (…) y ellos son realmente felices cuando sus aprendices se vuelven operarios mejores de ellos, pues son sus maestros y no son los rivales de sus aprendices”. El carácter no utópico de la “ciudad armoniosa” se reconoce también por las afirmaciones de Péguy cuando dice que “los operarios se dedican a trabajar mejor que pueden para lo mejor de su oficio y para lo mejor de la ciudad”, es decir, lejos de cualquier dialéctica “no se dedican a trabajar mejor que sus conciudadanos pues son los colaboradores y no son los rivales de sus conciudadanos, pues trabajan con ellos y no contra ellos”. De este modo no habrá ninguna emulación, ninguna rivalidad pues la ciudad armoniosa no es la de los “operarios celosos, sino que la ciudad de los buenos operarios” que no se interesan por lo que en la ciudad burguesa llaman “un precio o un salario por el trabajo hecho, pues son operarios y no son vendedores” de su trabajo, rivales celosos entre sí. Recordamos que para Péguy como escribirá en su famosa obra El dinero, hay un único amo en la modernidad que “ha puesto su trono en el lugar de Dios", y es el dinero que genera la que él llamará el “universo prostitucional” que es el mundo moderno, en que todo se puede vender y comprar. Dirá también, en la misma obra: "Cuando se entrega a los chicos de las escuelas primarias libretas de cajas de ahorro, se hace lo correcto. Ya que se les da un breviario del mundo moderno...es decir un diploma de avaricia y de venalidad en el orden del corazón... Y se tiene mucha razón en presentarlo con tanta ceremonia y como un símbolo y como una coronación y como un cofre de la ley. De la misma manera que los Evangelios son una reunión total del pensamiento cristiano, la libreta de caja de ahorro es el libro y la reunión total del pensamiento moderno. El por sí solo es bastante fuerte para resistir a los Evangelios, porque es el libro del dinero, que es el Anticristo". Por el contrario en la “ciudad armoniosa”, los trabajadores no piensan en buscar la fama, la gloria o el mérito, “pues no importa que nuestros trabajos sean firmados con nuestros nombres” o que los hayamos hechos mejor que otros. Esto sería un trabajo “malsano” en que el pensamiento de la gloria y de la fama “desvía” los operarios de su trabajo hecho del mejor modo posible. Esta afirmación es importante si reconocemos que la modernidad ha nacido con el humanismo en 1300, en que la “fama” y la “gloria” (herencia de la antigüedad greco-­‐latina, pero sin el velo de tristeza humana que caracteriza a los antiguos) son las dimensiones que definen el éxito del hombre moderno. Hay un trecho inolvidable de Péguy, siempre de su El dinero, sobre el trabajo bien hecho, en que resuena la eco de lo que él había visto de su madre, una pobre remendadora de sillas: “He visto por toda mi infancia ponerle paja a las sillas exactamente con el mismo espíritu y el mismo corazón y la misma mano con que aquel mismo pueblo había construido sus catedrales. (...) Aunque no nos crean, nosotros hemos conocido obreros que tenían ganas de trabajar. Trabajar era incluso su placer, y su raíz profunda de existir. Y la razón de su ser. Había un honor increíble en el trabajo, el más bello de todos los honores, y el más cristiano. Por eso digo yo, por ejemplo, que un libre pensador de entonces era más cristiano que un silla tenía que estar bien hecho. Por supuesto. Era una cosa de principio. No tenía que hacerse bien ni por el salario ni mediante el salario. No había que hacerlo bien ni para el patrón, ni por los entendidos, ni por los clientes del patrón. Bastaba que estuviera bien hecho por él mismo, en sí mismo, para sí mismo. Ellos decían, riéndose, y por fastidiar a los curas, que trabajar es orar, y no imaginaban cuanta razón tenían. Tal oración era su trabajo. Y el taller era su capilla. Por otra parte, el hogar se confundía muy a menudo con el taller y el honor del hogar, y el honor del taller eran el mismo honor”. En el mismo sentido para Péguy es una enfermedad típica de la ciudad burguesa la ley de “la demanda y de la oferta, de la venta y de la compra de los productos o del trabajo, o la que los burgueses llaman la autoridad comercial de los individuos o de los gobiernos”. Del mismo modo, para Péguy, no tiene sentido en la “ciudad armoniosa” lo que en la sociedad burguesa llaman “la autoridad patronal, o la autoridad gubernativa”. Péguy que se definía “acratista” siempre rechazó la idea de una autoridad impuesta por la violencia en nombre de la razón: “Cada vez que se pretende mezclar el uso de la razón con el uso de la fuerza, no es en forma alguna la fuerza quien queda ennoblecida por su comunicación con la razón; es la razón quien se envilece por su promiscuidad con la fuerza”, como escribirá en su La razón.12 Para él “los trabajadores de la ciudad armoniosa no trabajan cada uno para sí, ni cada uno para alguien, ni algunos o todos para algunos, ni algunos o todos para uno y no trabajan contra sus conciudadanos”. Sintéticamente, “los operarios dan su trabajo a la ciudad; y la ciudad da los productos a los ciudadanos; (…) de este modo los operarios de la ciudad armoniosa jamás son vendedores o compradores, y la ciudad jamás es compradora o vendedora”. Como ya hemos visto en la “ciudad armoniosa” el trabajo no será en exceso, para dejar un largo tiempo libre para los ciudadanos, pues “cuando los ciudadanos de la ciudad armoniosa tiene su vida corpórea asegurada por la ciudad, son libres para la vida interior y para el trabajo desinteresado”. La vida interior es la “vida de los sentimientos y de las voluntades libres”, que son sanos pues no son los sentimientos burgueses de “la emulación, de la rivalidad, de la competencia, de la guerra civil, de la guerra exterior, de la guerra económica, de la guerra privada, de la guerra pública, de la ambición pública y privada, de la animosidad, de la ira, de la venganza, del rencor, de la envidia, de la maldad”. Tienen los sentimientos del “arte, el sentimiento de la belleza infinita y finita, de lo bello eterno y de lo bello efímero, todos los sentimientos de todas las bellezas”. En fin, y para subrayar el carácter no utópico de esta ciudad, ella contiene el dolor y el sufrimiento, pero serán dolores y sufrimientos sanos, “dolores y sufrimientos de la salud”, será la “ciudad armoniosa no de los sentimientos felices, sino que la de los sentimientos felices e infelices típicos de la salud”. Una ciudad, la “armoniosa” que no es, como ya hemos dicho, dialéctica, donde no se necesitan “conversiones” y abandonos de creencias anteriores, una ciudad que no excluye a nadie por su historia humana y religiosa, social y filosófica: “De este modo, todos los fieles de todas las antiguas creencias, todos los fieles y todos los santos de todas las antiguas religiones, todos los hombres de todas las antiguas vidas, todos los civilizados de todas las los hombres de todas las antiguas vidas, los griegos y los bárbaros, los hebreos y los arrianos, los budistas y los cristianos se han vuelto ciudadanos de la ciudad armoniosa sin dejar su propio país”. Para Péguy la mentalidad burguesa ya detallada (la de la competencia, de la rivalidad, de los celos, del meritos, de la fama y de la gloria, etc.) ha contagiado la belleza personal de las almas sanas que eran sofocadas o atenuadas por las malsanas y podían crecer poco en su belleza personal. En la “ciudad armoniosa”, por el contrario, las almas personales “ahora que su nacimiento y su crecimientos son libres y puros [de cualquier influencia burguesa] son indefinidamente variadas en sus bellezas personales (…) y de este modo las almas armoniosas nacen, crecen y se forman en virtud y según la belleza que es propia y personal a cada una”. Esta de Péguy me parece la afirmación fundamental, el reconocimiento de la raíz sana de la que puede nacer cualquier sociedad sana: la persona que desarrolla libremente su belleza personal, de modo que “en la ciudad armoniosa las almas individuales son personales”. Jean Bastaire, un gran conocedor de Péguy, ha definido su socialismo de “libertario”13; sin embargo, pienso que más justamente se podría definir el socialismo de Péguy de “personal”, al mismo modo en que Kierkegaard habla del “hombre individual”, de la “singularidad” de cada hombre. De esta raíz personal para Péguy nacen las “almas colectivas”: “Pero las almas individuales no son las únicas que viven en la ciudad armoniosa; cuando más o menos almas individuales unen más o menos sus vidas forman las almas colectivas; estas son las almas familiares, las almas amistosas (“les ámes amicales”), las almas nacionales, el alma de la ciudad”. Pero, inmediatamente Péguy escribe: “Estas almas colectivas son personales en la ciudad armoniosa. No sólo las almas individuales son personales en la ciudad armoniosa, sino que son los elementos personales de las almas colectivas que son personales; de este modo las almas individuales son almas elementales de las almas colectivas, los sentimientos individuales son sentimientos elementales de los sentimientos colectivos, y las voluntades individuales son voluntades elementales de las voluntades colectivas. (…) En la ciudad armoniosa las almas individuales y las almas colectivas son personales”. Después de haber descrito las almas colectivas familiares, nacionales y de la ciudad, bellísima es la descripción de las almas amistosas: “En la ciudad armoniosa las almas amistosas nacen y viven para todas las amistades y realizan su forma sin deformar las almas individuales de la que han nacido”. Una vez más Péguy es actual por su postura absolutamente no dialéctica, sin prejuicios ideológicos, abierta a cualquier posible encuentro y acontecimiento: “Las almas amistosas nacen y viven para todas las amistades”. Péguy no niega la existencia de “almas colectivas” antes del nacimiento de la “ciudad armoniosa”, pero “en la sociedad que no era armoniosa la mayor parte de las almas colectivas no nacían; y de aquellas que nacían la mayor parte vivían amputadas, precarias y deformadas; no realizaban la belleza personal de cada una. En la ciudad armoniosa las almas colectivas nacen y crecen libres, puras en virtud y según su personal belleza”. Además, y esto es muy importante para el tema de este congreso, Péguy afirma que las pues no conviene que las voluntades sean mandadas por quien podría deformar las almas y las voluntades; especialmente las voluntades individuales no conviene que sean mandadas por la ciudad, por un pueblo, por un individuo. Nada que sea exterior a las almas armoniosas manda sobre las voluntades de estas almas”. El socialismo de Péguy ha estado siempre lejano de cualquier paternalismo estatal, de cualquier centralización por parte del Estado considerado como la fuente de todos los derechos y que por eso permite sólo una libertad vigilada y concedida por el mismo Estado: “¿Cuándo nos negaremos a recibir de manos del Estado lo que en forma alguna es dominio del Estado?”. Dirá en el mismo sentido que “los ciudadanos de la ciudad armoniosa no conocen las voluntades extrañas, no vivientes bruscas e improvisas pues las voluntades de las almas armoniosas (individuales y colectivas) son interiores y personales, vivientes y continuas”. Las “almas armoniosas” no responden a una voluntad de poder, no son decididas por mayoría, por votaciones: “Las almas ciudadanas en la ciudad armoniosa no conocen la comparación de los sufragios, de los votos, la ley de la mayoría, el respeto de las minorías, los escrutinios, pues esta comparación está fundada sobre el cálculo de los sufragios y el valor de los sufragios es incalculable”. La “ciudad armoniosa” no conoce el sistema de las mayorías, el sistema de las decisiones por mayoría, típico de la ciudad no armoniosa burgués, sino que “las voluntades son queridas por las almas individuales armoniosas cuando son maduras para ser decididas por las almas”. Es decir, “las voluntades de las almas armoniosas son las maduraciones de los elementos vivientes de estas almas”. En fin, “las voluntades no sobrevienen desde afuera en la vida de las almas armoniosas, sino que son presentes y moran en la vida de estas almas”. Es decir, ningún poder externo, ninguna voluntad o decisión externa puede convencer o decidir en lugar de las almas de los hombres. Nada puede ser impuesto desde afuera de las almas, nada puede ser obligado ni mandado a las almas armoniosas, ninguna decisión estatal, individualista, política, partidista, dictatorial, es decir, de un poder externo. Santo Tomás de Aquino había definido la verdad como “adequatio intellectus et rei”: la verdad es la correspondencia entre la realidad encontrada y las exigencias del alma individual, las exigencias de lo que la Biblia llama “corazón”, exigencias de felicidad, belleza, infinito. Es el mismo sentido de la afirmación de Kierkegaard: “la verdad es la subjetividad”14 que no quiere sostener que la verdad es una idea producida por el sujeto (como en el idealismo de Hegel), sino que la verdad es la experiencia de la correspondencia a las exigencias al “corazón” del hombre. Estas afirmaciones de Péguy se deberían enmarcar en el contexto hegeliano que domina la modernidad. En efecto, para Hegel la verdad es una abstracción y una posesión gnóstica y, finalmente, coincide con la verdad del poder dominante impuesta a los hombres: “La unidad de la voluntad sujetiva con aquella universal es la totalidad ética y, en su forma concreta, el Estado. Este es la realidad en que el individuo tiene y goza su libertad, pero sólo si este es ciencia, fe y voluntad de lo universal. De este modo el Estado es el centro de los otros aspectos concretos de la vida, es decir, del arte, de los costumbres, de la comodidad. En el Estado la libertad es realizada objetivamente y positivamente”. Y continúa en la misma el individuo no quede algo subjetivo, sino que se vuelva objetivo a sí mismo en el Estado. (...) Todo lo que el hombre es lo debe al Estado: sólo en el Estado el hombre tiene su esencia”.15 Para Péguy, igualmente que para Kierkegaard, lo verdadero, lo armonioso es sólo lo que es “para mí”, lo que corresponde existencialmente al deseo de infinito que está en la razón del hombre. De aquí viene su énfasis sobre el alma individual, sobre el “yo” personal, sobre el hombre individual al que le toca la tarea humana de verificar la posible correspondencia y armonía con sus exigencias. Ningún poder externo – el poder del estado, de un partido, de un sindicato, de una mayoría, de un individuo, puede dar ordenes a las almas colectivas, a las almas familiares, amistosas, nacionales, a las almas de la ciudad: “Las voluntades de las almas colectivas en la ciudad armoniosa son independientes y libres de todo como las voluntades de las almas individuales. (...) Nada que sea exterior a las almas colectivas da órdenes a las voluntades de estas almas en la ciudad armoniosa. Nadie tiene poder sobre las voluntades de las almas colectivas en la ciudad armoniosa. De este modo las almas familiares y las almas amistosas, las almas nacionales y el alma de la ciudad no reciben ordenes de parte de ninguna alma individual o colectiva en la ciudad armoniosa”. Del mismo modo, para Péguy, las almas colectivas no son dialécticas al Estado, al poder, no quieren mostrar sus “músculos”, su fuerza, no quieren ejercitarse para mostrar su poder, no viven en función del posible enemigo que puede ser el Estado, un colectivismo extremo, una dictadura individualista, pues “las almas armoniosas no tienen miedo a que sus voluntades desfallezcan; las voluntades de las almas armoniosas no necesitan de ningún ejercicio”, es decir, de ninguna demostración cultural, social, intelectual, de defensa de sus “valores” que sea pública pues “el efecto de las voluntades armoniosas en las almas individuales y colectivas es que las almas armoniosas nacen y crecen en virtud y según su belleza personal”. Las almas armoniosas no son alienadas, no viven de “elementos extraños (...) Ellas quieren el fin de sus voluntades en virtud del mismo fin de sus voluntades”. No se trata aquí, como podría fácilmente interpretarse del imperativo categórico kantiano. Es conocida la dura polémica de Péguy contra Kant y su moral de las “manos limpias”: “El kantismo tiene las manos limpias. Pero no tiene manos. Mientras que nuestras manos callosas, nuestras manos nudosas, nuestras manos pecadoras las tenemos a veces llenas. (...) Cuántas de nuestras acciones no podrían constituirse en ley universal [kantiana], y son las que más apreciamos, las únicas sin duda que valoramos; acciones de temblor, acciones de fiebre y de nervio, de ninguna manera kantianas, acciones de mortal inquietud; tal vez no sólo buenas acciones; en forma alguna planas, de ninguna forma quietas, en modo alguno tranquilas, de ningún forma horizontales; de ninguna manera legislativas; no sin remordimiento, no sin lamentos; acciones combatidas sin cesar, sin cesar interiormente carcomidas, nuestras únicas buenas acciones, las manos malas en resumen, las únicas que contarán para nuestra salvación”16. Péguy aquí afirma que la correspondencia a las exigencias del alma individual no puede ser impuesta desde afuera, no encuentra la razonabilidad de su adhesión a ningún elemento externo, pues “las voluntades de las almas armoniosas vienen a ellas desde el interior, de su interior”. Además de crecer en toda su belleza personal y “volverse, lo mejor que puedan, lo que ellas son”, para Péguy las almas armoniosas hacen el “trabajo desinteresado” que es el trabajo que los ciudadanos hacen cuando su vida corpórea es asegurada, un trabajo independiente y libre de todo, que no obedece a ninguna orden ya sea individual, de pueblo, de ciudad. Estos trabajos desinteresados son el arte, la ciencia, la filosofía que son trabajos independientes y libres hechos por trabajadores voluntarios". Es la afirmación que el arte, la ciencia, la filosofía no obedecen en la ciudad armoniosa a ninguna lógica de poder, a ninguna ideología, a ningún prejuicio dialéctico, ni obedecen a ninguna lógica de gloria, de fama, de mérito, de ejercitación ociosa de su genialidad artística, científica, filosófica. El arte es “el trabajo con que los artistas hacen las obras de arte”. Los artistas “no hacen las obras de arte para asegurar su vida corpórea”, ni de los que viven junto con ellas; no hacen obra de arte “para dar indicaciones sobre la realidad”, es decir, no persiguen una finalidad moralizadora, sino que las obras de arte “son hechas por sí mismas”; ni las obras de arte son hechas para dar a los demás ciudadanos de la ciudad armoniosa “el sentimiento y el conocimiento de la belleza” pues cada alma armoniosa experimenta por sí misma la belleza. Del mismo modo la ciencia que es la investigación hecha por los científicos sobre la realidad propuesta al conocimiento de los ciudadanos, es independiente, “nadie tiene poder sobre el trabajo de los científicos”. Los científicos sólo “hacen lo mejor que pueden su investigación sobre la realidad”. En fin, la filosofía “es el arte de la ciencia. Una filosofía es una obra de arte cuya materia es la ciencia”. Las filosofías nacen armoniosas en las almas armoniosas” y Péguy amonesta que “los filósofos no tienen discípulos”, es decir, no inventan un sistema que hay que defender y en que otros puedan reclutarse burguesmente para hacer carrera académica y mundana. Conclusión La ciudad armoniosa es una desmitificación, sin rencor, de los mitos sociales, económicos, culturales del “universo prostitucional” del mundo moderno, en que la “misma esterilidad reseca la ciudad de Dios y la de los hombres”. Y, sin embargo, positivamente, es la afirmación de la posibilidad de una “ciudad armoniosa” que nace de la persona, del “yo” en cuanto desarrolla su “belleza personal” y “colectiva”. Una ciudad en que el hombre pueda experimentar y vivir la armonía (etimológicamente la correspondencia) entre su belleza personal efímera, finita y la belleza eterna. La ciudad armoniosa es la grandiosa profecía del Péguy laico y socialista de la Civitas Dei, de la ciudad cristiana que nace y crece por la imprevista correspondencia entre la belleza personal efímera y la Belleza eterna que se ha hecho carne en Cristo. En este sentido, es muy significativo leer un trecho de una obra de Péguy escrita en 1911, trece años después de La ciudad armoniosa, después de su nuevo encuentro con el cristianismo, trecho en que habla de lo privado y de lo público en el ámbito de la santidad cristiana: “Es lo privado que es la tierra profunda, la materia nativa, la tierra nativa de la como en su casa. Son los santos públicos que son particulares y son los santos particulares que son generales. (...) Las virtudes públicas son las mismas virtudes privadas que se han vuelto públicas, prolongadas como públicas, son las mismas virtudes privadas vueltas públicas. Un hombre como san Luis era un hombre, un santo que gobernaba el reino de Francia exacta, directa, rigurosamente como un buen padre de familia gobierna su casa, como un padre de familia cristiano gobierna su mujer y sus hijos. (...) En el fondo para el cristiano no hay ni privado ni público, pues todo pasa, de la misma forma, bajo la mirada de Dios”.17 Notas 1 H.U. von Baltasar, Péguy, en Gloria. Una estética teológica. Estilos laicales, vol. III, Ediciones Encuentro, Madrid, 1995 2 Péguy C., Marcel, premier dialogue de la citè harmonieuse, en Œuvre en prose complète, vol. I, Editions Gallimard, 1987, pp. 55-­‐117. La traducción de esta obra y de las demás citas de las obras de Péguy es nuestra. 3 Péguy C., De Jean Coste, ŒOuvres en prose complète, vol. I, Editions Gallimard, 1987, pp. 1011-­‐1058. 4 Péguy C., Jeanne d’Arc, Œuvres poétique complète, Editions Gallimard 1975, pp.23-­‐324. 5. Péguy C., De la citè socialiste, Œuvre en prose complète, vol. I, Editions Gallimard, 1987, pp. 34-­‐39. 6 Péguy C., Por moi maison, Œuvre en prose complète, vol. I, Editions Gallimard, 1987, pp. 637-­‐648. 7 Péguy C., Notre jeunesse, Œuvres en prose complète, vol. III, Editions Gallimard, 1992, pp. 5-­‐159. 8 Péguy C., Notre jeunesse, ob. cit. 9 Molteni A., Charles Péguy. El testigo del acontecimiento, Ediciones Centro Cultural Charles Péguy, Concepción, Chile 2000. Para todas las citas de Péguy sin notas al pié de pagina se puede consultar este nuestro pequeño libro. 10 Péguy C., L’argent, Œuvres en prose complète, vol. III, Editions Gallimard, Bruges 1992, pp. 1011-­‐1058. 11 Giussani L., Il senso della nascita, Rizzoli, Milán, 1980, 71-­‐72. P. Giussani es el iniciador del movimiento católico internacional de Comunión y Liberación. 12 Péguy C., De la raison, Œuvres en prose complète, vol. I, Editions Gallimard, 1987, pp. 834-­‐854 13 Jean Bastaire, Charles Péguy el insurrecto, Ediciones Encuentro, Madrid, 1979, pp. 13 ss. 14 Es la tesis central de la obra de Kierkegaard Apostilla conclusiva no científica a las Migajas de filosofía. 15 Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia. 16 Péguy C., Victor-­‐María conde Hugo, Œuvres en prose complète, vol.III, Editions Gallimard, 1992, pp. 161-­‐345. 17 Péguy C., Un nuevo teólogo. Fernand Laudet, Œuvres en prose complète, vol. III, Editions Gallimard, 1992, pp. 392-­‐591. 
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