La venda tallereado - Jair García

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Historias del Hospital Monterrey
Editorial Jus
Jair García-Guerrero
La venda
La molécula consta de un número enorme de átomos; la proteína de un
número grande de moléculas; la célula de un número millonésimo de
proteínas; el tejido, como el hueso, de un gran número de células... No.
Decididamente, no es éste el mejor rumbo que puede llevar mi cuento. A
pesar de su cercanía con el tema, por aquello de la ciencia, las fracturas
suelen estar un tanto alejadas, en la práctica, de los conceptos moleculares.
Las fracturas, esguinces, torceduras se tratan con vendas. Este cuento es
sobre vendas vendidas, y dista mucho de la ciencia ficción que ofrece la
biología molecular. Además, afirmar que un relato de ciencia ficción está
basado en hechos reales es un lugar común; el mío, sin embargo, sí lo fue.
Mi consultorio está en la colonia María Luisa. Hace unos meses, un
martes llegó a la sala de espera un representante médico. Abrí y entró una
desconocida de lentes. Era de complexión entre delgada y gruesa, pero no
gorda. Su saco rojo me recordó una exnovia, y el frío de afuera. Traía el
típico maletín gordo de los representantes. Por su fisonomía azteca sentí que
era del centro. Al principio la creí joven; luego reparé en sus arrugas y sus
manos sin anillos. En el curso de nuestra charla, que no duró más de unos
minutos, supe que había nacido en Toluca.
Le señalé una silla. La mujer tardó un rato en hablar. Exhalaba
melancolía, como yo ahora.
-Vendo vendas –me dijo.
Luego de un parpadeo le contesté:
-En este consultorio hay muchas vendas: soy traumatólogo, y como
buen huesero debo entablillar, aplicar férulas, apósitos, vendajes y yesos en
las lesiones de mis pacientes. Como usted ve, no son precisamente vendas
lo que me falta.
Al cabo de un silencio aclaró.
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-No sólo vendo vendas convencionales. Puedo mostrarle una venda
que quizá le pueda interesar. La adquirí en una tienda de antigüedades de un
médico jubilado.
Abrió su maletín y puso una venda gris sobre la mesa. Era un rollo de
tela de unos doce centímetros de ancho. Sin duda había sido usada, pero no
parecía sucia. La examiné; me sorprendió su peso, como si dentro de sí
enrollara un metal. La sentí exacta para un vendaje cualquiera, cuando
precisó:
-Nunca se acaba.
Fue una frase retadora para un objeto inútil. La idea de perder el
tiempo con una vieja loca me desesperó, y cuando estaba a punto de
regresarle y despedirla cortésmente, me ordenó abrirla y comprobar su
infinitez.
-Puede servirle para siempre... y ahorrarle.
Me pidió de nuevo que la desenrollara.
Sujetando un cabo, solté al suelo el rollo de esa venda gris que
ofreció, luego de varias vueltas, su color original: un blanco limpio. Pero no
terminó de desenrollarse: jalé de ella y rodó bajo la cama de exploración. De
pronto me hallé con varios metros de tela que me irritaron. Desde bajo de la
camilla de exploración surgieron metros y metros de una tela que salía cada
vez que le jalaba. Por último, me agaché a tomar el rollo original, que estaba
intacto.
-Es imposible- le dije consternado.
-No puede ser pero lo es. El número de metros que puede dar esa
venda es exactamente infinito. Ninguno es el último, ninguno ya fue el
primero.
Tomó unas tijeras y trozó los metros de venda que extraje. Empezó a
enrollarlos mecánicamente. De sus rápidas manos sin anillos surgió su voz
de nuevo:
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-Si Alguien ha creado una venda infinita, quizá es para un número
infinito de fracturas y esguinces que hay que curar. O bien, puede tratarse de
una fractura eterna, una ruptura que se ha de sufrir a perpetuidad-. En este
momento se detuvo y se quedó mirando el suelo, como perdida en una idea
muy larga, casi infinita.
-¿Desea usted donar este vendaje a la Cruz Roja, o a cualquier otra
institución de asistencia sanitaria? –dije desvelando la venda de sus ojos
imaginarios.
-No. Se la ofrezco a usted –repuso, y fijó una suma exagerada.
Me precipité al decirle que esa cantidad era inaccesible para mí. Luego
le pedí un segundo, tomé el teléfono y pregunté si había pacientes en la sala.
La imagen de la sala vacía siempre me invita a salir del consultorio y mirar
por la ventana a la gente que pasa. Recordé que ese día traía un coche viejo,
pero cuidado, y se me ocurrió.
-Le propongo un canje –le dije-. Usted obtuvo esta venda de un
médico jubilado. Yo le ofrezco un coche, que está a punto de jubilarse, y mis
honorarios de la semana pasada, en que llovió y cayó mucha gente.
-¿Un coche? –murmuró.
Fui con la secretaria y regresé con dinero y unas llaves. Contó el
dinero y estudió la imagen del coche que le mostré en una fotografía. Le
aseguré que estaba en buenas condiciones.
-Trato hecho –al fin resolvió.
Luego de despedirla, comprendí que su único objetivo era vender la
venda. Se fue feliz y yo regresé al regocijo de mi venda eterna.
Pensé en guardarla en el depósito de vendas de mi consultorio, pero la
posibilidad de que alguien la tomara y usara inocentemente me perturbó.
Decidí incluirla en mi maletín personal, con el que cargo para todos lados.
Llegando a casa bajé el maletín y por la noche comprobé que la venda
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siguiera en su interior. Las ideas sobre su uso me invitaron a demorar el
sueño y desenrollar el vendaje; me hice un café.
La noche suele iluminar las ideas que llevaremos a cabo los días
siguientes: se trata quizá del efecto de sentirnos ocultos en la penumbra,
libres para pensar y soñar, idear, revolver, enrollar los meollos y resolver. La
primer noche con mi venda soñé en la justa distribución de retazos de la
venda infinita para instituciones de caridad: en ellas se necesitan muchas
vendas para los accidentados. Pensé también en la posibilidad de conseguir
un patrocinio para incluir un impreso en la tela: “Esta venda fue donada por...”
o mejor “Esta venda pertenece a...” o también la impresión de dibujos
infantiles para facilitar su aplicación en los niños.
De la caridad al mercado, soñé con el montaje de una empresa. La
sección de los retazos podría ofrecer un producto de vendaje de doce
centímetros y otro de seis, que se vendería a bajo costo, facilitando los
planes altruistas con la Cruz Roja y otras asociaciones.
Los días que siguieron pasé horas calculando las cifras de venta,
venda en mano.
No mostré a nadie mi tesoro. Al análisis de mercado y ganancias le
siguieron una planeación del sistema de producción de trozos de venda, el
temor del hurto, la seguridad de su almacén, y después el recelo de que no
fuera
verdaderamente
infinita.
Estas
inquietudes
me
perturbaron
y
despertaron una vieja apatía, superada apenas por el trato diario con los
pacientes.
Durante una cirugía programada para esos días ocurrió un evento
detonante: perdí el control en el quirófano al reclamar porqué no había
vendas suficientes. En la discusión aseguré que en mi almacén tenía un
número infinito de vendas, y le grité a la enfermera encargada con tanto odio
que me vetaron en ese Hospital.
Fue el principio del fin.
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No tengo idea del tiempo en que todo se vino abajo. Dejé de
frecuentar a los amigos. La familia, ocupada en sus asuntos, sólo percibió la
conducta cuando ofrecí menos quincena. Sus reclamos me irritaron y
permanecí sin hablarles por otro tiempo. Tuve que mudarme a un hotel, para
continuar mis cálculos, que ahora eran sobre la cantidad de metros
necesarios para la venta de tela, la fabricación de cordones infinitos e
incluso... las posibilidades de viajar por la ciudad, colgado como el Hombre
Araña.
No sólo enflaqué: la consulta me irritaba cada vez más y no comía;
durante los ratos de descanso que me permitía el insomnio soñaba con la
venda.
Comprendí que la venda era monstruosa. De nada me servía pensar
que la ciencia natural, preocupada en los seres vivos uni o pluricelulares, sólo
concebía la aparición de monstruos animados y no en objetos inanimados
como una venda. Mientras pensaba esto, jamás podía soltarla de mis manos.
¡Era mía! El contacto con mis manos me vencía: deseaba vendarme de ella,
llenar mi cuerpo de sus poderes, volverme un objeto poderoso y eterno,
infinito.
Poco a poco sentía que me vendaba también las palabras. La venda
que me vendieron era una frase que repetía con mucha frecuencia a una
señora que me visitaba en casa. Luego supe, con sorpresa, que no había
reconocido a mi antigua amiga Nadia, psiquiatra.
Gracias a las terapias pensé en deshacerme de la venda. El plan de
enterrarla me decepcionó por la posibilidad de que, en caso de hallarle, se le
jalaría eternamente, y quizá confundiría a los arqueólogos, atentos al
hallazgo de un vendaje perpetuo. La historia de la humanidad se modificaría
y, como siempre supe que si con una máquina del tiempo se pudiera cambiar
el pasado, yo mismo podría no existir.
Por miedo a desaparecer, opté por algo más sencillo: un día fui al
Hospital Monterrey, el del veto, a regalarla anónimamente a la enfermera. La
envolví en una preciosa caja de regalo, y apunté su nombre en la tarjeta. El
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único mensaje que me pasó por la mente, mitad sarcasmo, mitad coraje por
haber sido vetado por su culpa fue: “Véndase.”
Nunca supe qué pasó con ella ni con la venda. Quizá pensó que era
una burla y la tiró. Las consultas con mi psiquiatra fueron cada vez menos
frecuentes. Poco a poco, regresé a mi habitual rutina con los ánimos de
vuelta. Sólo me quedó la insana costumbre de esculcar la basura del Hospital
Monterrey.
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