el órgano clásico francés

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de Goldberg, el Portal de la música antigua - magazine nº 32
EL ÓRGANO CLÁSICO FRANCÉS
Por Pierre Dubois. Traducido por Pau Centellas
Los instrumentos musicales nacen, se desarrollan y evolucionan no por azar o de manera
arbitraria, sino en función del cometido para el que han sido concebidos. Son, al fin y al cabo,
“instrumentos”.
Los cambios que inciden en la percepción del sonido de un instrumento dependen del trabajo
de los constructores, sin duda, pero las modificaciones que éstos introducen, a su vez, se ven
estimuladas en primer lugar por el gusto musical de cada sociedad.
De este modo, el declive progresivo del laúd o el rechazo de la viola da gamba en favor del
violoncelo son resultado de una demanda de instrumentos más sonoros, que surge de una
nueva forma de interpretar la música ante auditorios cada vez más amplios.
Estas transformaciones reflejan igualmente cambios artísticos –como la búsqueda de registros
sonoros más contundentes o la inclusión de los instrumentos en conjuntos u orquestas más
grandes– los cuales, a su vez, generan nuevos desarrollos estéticos.
Este vínculo entre la función social de los instrumentos y sus características técnicas es
particularmente visible en el caso del órgano. Éste ha sido siempre un instrumento
esencialmente eclesiástico (con la notable excepción de Inglaterra), por lo que su diseño
respondía a las funciones litúrgicas que se le encomendaban. La influencia del espacio de una
iglesia, así como de su forma, su distribución interna y su estructura no puede ser obviada, en
la medida que todo órgano depende de la acústica del edificio en el que está emplazado. De
esta manera, no tiene nada de sorprendente que los órganos alemanes, italianos, españoles,
holandeses, ingleses o franceses de los siglos XVII y XVIII sean tan diferentes entre sí. Se
trata de instrumentos construidos durante la misma época, pero según los distintos templos en
que iban a ser instalados, las exigencias litúrgicas a las que debían responder o la
participación de los feligreses en el oficio.
Tales consideraciones se podrían fácilmente ilustrar con el estudio de cualquier escuela de
construcción de órganos, y son particularmente manifiestas en el caso del órgano francés
“clásico” o barroco, tal como éste era entre finales del siglo XVI y la Revolución francesa.
Por otra parte, el solo hecho de que la transformación radical de la sociedad francesa después
de 1789 se correspondiera con un rechazo o progresivo declive del tipo de instrumentos que
estaban en uso hasta entonces, testimonia el vínculo indiscutible entre la concepción de los
instrumentos y el papel que se les confiaba.
El primer factor que influirá en la evolución del órgano barroco francés y su repertorio es el
modo como había sido usado en la liturgia católica. Los miembros de la congregación no
participaban activamente, por lo que el órgano era casi un mero acompañante. Por lo general
estaba instalado en una tribuna detrás del pórtico del lado oeste del templo, y se limitaba a
dar replica a los versículos que declamaban los cantantes del coro. Este canto llano alternado
se elaboraba a partir de melodías gregorianas. Al órgano se le encomendaban los versículos
impares (empezando por el 1er versículo, después del 3º, el 5º, etc.), mientras que los pares se
cantaban. Esto quiere decir que podía haber cinco intervenciones diferentes del órgano para
el Kyrie, por ejemplo (1er Kyrie, 3er Kyrie, 2º Christe, 4º Kyrie y último Kyrie). Era habitual
utilizar el plein jeu para el primer versículo, mientras que el segundo consistía normalmente
en una fuga, el tercero habitualmente en un trío o un recitado, etc. Este orden de partes más o
menos sistemático pronto fue minuciosamente regulado, como se observa, por ejemplo, en las
instrucciones dictadas para las ceremonias en París en 1662 (Ceremoniae parisiense ad usum
omnium collegiatarum, parochialum et aliarum urbis et dioceses parisiensis). En
consecuencia, la mayoría de organistas debían respetar un mismo esquema, siendo aceptado
tanto para las Misas como para los Magnificat.
Se consideraba que los distintos movimientos se correspondían con la emotividad de los
versículos a los que replicaban, de muy distinta índole. Ello imponía un uso alterno del
órgano que hacía necesario que las intervenciones del instrumento fueran breves, y al mismo
tiempo que se considerada esencial el contraste de sonoridades: convenía que cada nuevo
versículo sonase de forma radicalmente distinta del precedente, de modo que el tiempo que
transcurría entre uno y otro, mientras los cantantes intervenían, era aprovechado por el
organista para efectuar los cambios necesarios. El único momento de la misa durante el cual
el organista disponía de cierto tiempo era el ofertorio. Como éste daba lugar a una larga
procesión, el ofertorio del órgano debía durar suficiente tiempo y sonar de modo jubiloso, lo
que normalmente se conseguía mediante el grand jeu, es decir, la combinación de toda la
lengüetería. Todo ello, como vamos a ver, se refleja en las composiciones de los organistas
franceses de la época, así como en la propia estructura del instrumento.
La brevedad de las intervenciones obligaba a una suerte de concentración de la materia
musical. Al contrario que un organista alemán, el francés no tenía tiempo de desarrollar sus
temas, y así, por ejemplo, no podía escribir largas fugas de acuerdo con las estrictas reglas
del contrapunto. Por el contrario, tenía que crear una determinada atmósfera capaz de
conmover pronto al auditorio. Se trata de un arte de la alusión y del eufemismo, que suscita
ideas en vez de desarrollarlas. Philippe Beaussant ha mostrado en su hermoso ensayo sobre
François Couperin que el arte de este último tendría su correspondencia en del pintor Antoine
Watteau (1684-1721), una comparación a la que, a su vez, podríamos añadir la de Jean de La
Fontaine (1621-1695). También podemos citar el nombre de Jean de La Bruyère (1645-1696)
y sus Caracteres, pues al igual que éste, el organista también componía breves sentencias y
aforismos, del mismo modo que los clavecinistas dibujaban retratos musicales que incidieran
en el oyente de un modo velado, implícito, con aparente sencillez. La gracia y la sencillez
eran el objetivo último: “… debo confesar que me place más lo que me conmueve que lo que
me sorprende”, escribía François Couperin en el prefacio de su 1er Libro de “Leçons” de
clave en 1713, divisa que podría aplicarse a la mayoría de sus contemporáneos. A menudo
considerada superficial, la música barroca francesa es en realidad un arte de la ilusión
elegante, instalada en el seno de una sociedad cortesana donde apariencia y realidad
resultaban sinónimos. Se era aquello que se aparentaba. Y, de igual modo, la impresión
inmediata que suscitaba la música era lo que más importaba a un compositor o intérprete, y
no los detalles técnicos que sólo el especialista era capaz de apreciar. El manejo de la fuga
por parte de los compositores barrocos es un buen ejemplo. En la escuela alemana se
componía una fuga sistemáticamente; cada motivo estaba seguido de su contra-motivo, y
cada parte retomaba siempre ese mismo orden. En Francia, por el contrario, una fuga
simplemente causaba la ilusión de una secuencia de entradas sucesivas, pero que,
propiamente hablando, no concluía. No tan bien estructurada y menos desarrollada, la fuga
estaba considerada como una galería de espejos en la que las partes se hacían eco unas a
otras, como un discurso de libertad y de sugerencias repleto de fantasía.
¿Qué consecuencias tiene todo ello en el instrumento? Dado que el principal objetivo del
organista era sobrecoger a sus oyentes, la calidad sonora era de una importancia primordial.
No sólo era preciso que el órgano produjese hermosas sonoridades, sino también que tuviese
a su disposición una gran variedad de timbres, con el fin de que cada versículo pudiese ser
totalmente distinto del precedente. La sorpresa, la variedad y el contraste eran criterios
estéticos esenciales. Cualquier monotonía o sonoridad homogénea estaba proscrita. Todos los
registros estaban considerados como distintos personajes que comparecen en escena uno tras
otro, cada uno debiendo interpretar un papel preciso, aunque abstracto: el plein jeu,
majestuoso y solemne; las lengüetas, luminosas y triunfales; los jeux de tierces, coloridos,
cálidos y flexibles; el fond d’orgue, grave, suave y meditativo; los distintos juegos de
lengüetas solistas –el orlo, la voz humana, el oboe– dotados cada uno de su propio timbre, a
fin de sugerir estados de ánimo que pueden ir desde la melancolía a la inocencia; el grand jeu,
exuberante y potente, dispuesto a celebrar la grandeza y la gloria de Dios –o del rey–.
El órgano francés es teatral. Es un instrumento que alcanza su plenitud en el momento que la
tragédie lyrique y el ballet eran las artes preferidas en la corte de Versalles, algo que por
supuesto puede apreciarse en los movimientos de danza escogidos por los compositores en
sus versículos para órgano, como también en el carácter de sus recitativos, directamente
inspirados en las arias de ópera. Ello se pone asimismo de manifiesto en la manera que el
órgano tiene de “hablar”, “alto y claro”, por citar las palabras de un antigua canción navideña
del siglo XVIII. Hay que situarse en el mismo contexto desde el que Bossuet elevaba sus
vehementes oraciones en Saint Gervais, iglesia cuyo organista era, precisamente, François
Couperin. Por breves que fuesen sus intervenciones, el órgano hablaba con majestuosidad y
elocuencia. La necesidad de introducir sonoridades diversas tuvo como consecuencia también
un aumento del número de teclados. En los órganos más grandes podía haber hasta cuatro o
cinco manuales, lo que permitía al instrumentista disponer de una variedad de combinaciones
sonoras no sólo colocando las manos sobre dos teclados distintos, sino incluso tañendo tres
teclados a la vez ayudándose de los pedales. Así se conseguía interpretar cuartetos tan
coloristas como los escritos por Jacques Boyvin, Louis Marchand o Jean-Adam Guilain.
Nicolas de Grigny, por su parte, compuso hermosas “fugas a 5”, que recurren a los contrastes
de los colores entre distintos planos sonoros.
Por el contrario, el órgano francés no estaba pensado para mezclar indiferentemente todos los
sonidos. Mientras que el órgano alemán era conocido como una especie de pirámide, el
plenum resultado de la suma de todos los juegos del instrumento, el francés estaba concebido
a partir de diferentes familias de sonidos que no se mezclaban entre sí. Por ejemplo, no se
podían mezclar el grand jeu y el plein jeu para obtener un tutti. Las trompetas y los clarines
eran de un tamaño demasiado grande para poderse unir armoniosamente en mixturas y
ornamentos; el único caso en que se podían escuchar a la vez era en el momento que el plein
jeu realizaba un cantus firmus, de valores largos. Era un arte de la diferenciación. El
organista no tenía que cambiar los registros en el transcurso de una pieza, puesto que si
requería otro timbre, cambiaba de teclado. El órgano francés –que es comparable al sistema
social vigente en la época– no era flexible. Se le puede considerar metáfora de una estructura
jerarquizada, en la cual cada una de las partes integrantes sabía exactamente cuál era su lugar,
que nunca abandonaba. El hierático plein jeu se sitúa en la cima de esta jerarquía, puesto que
se recurre a su registro en los momentos más solemnes del oficio. Se usa sistemáticamente el
grand jeu para todo cuanto cae en el orden de la celebración festiva. La tercera, de carácter
femenino, se utiliza tanto para las arias meditativas como para los dúos gráciles y festivos. La
gravedad de la lengüetería es más viril, mientras que el resplandor de la corneta presta su
colorido a los recitativos más fulgurantes. En la conjunción de la tercera o la corneta con la
lengüetería, en los dúos, tríos y diálogos, se puede incluso observar la alegoría de una
conversación entre personas o ideas enfrentadas –hombre y mujer, lo celestial y lo terrenal, el
hombre y Dios, lo leve y lo grave ...–.
Si bien es difícil expresar en palabras nociones tales como “color sonoro” y “registro”, lo que
sí puede entenderse con facilidad es que una de las consecuencias más evidentes de cuanto se
ha explicado sea la extrema dependencia de la música para órgano barroco francés de las
sonoridades para las que estaba destinada, y que ello implicara a su vez que no fuera
fácilmente transportable. Es una música que carece de sentido si se interpreta en un
instrumento sin los timbres adecuados, pues su belleza no tiende tanto a aspectos
estructurales de la composición como a la impresión y la inmediatez de los propios sonidos.
Es más sensual que intelectual, más emotiva que abstracta, y tiende más a la seducción que a
la demostración teórica.
El órgano francés y su música es, en consecuencia, la traducción estética de la filosofía moral
francesa del Ancien Régime. Expresa la certidumbre absoluta de la primacía de las maneras y
de las “representaciones”, considerados valores morales positivos. Del mismo modo, afirma
el poder y la autoridad de la Iglesia y del rey, como demuestran las cajas de los órganos
suntuosamente decoradas, en las cuales el orden y la simetría del dibujo se conjugan con la
grandeza y la exuberancia de las esculturas y los decorados. Encima del pórtico de entrada a
la iglesia, el órgano recordaba a los fieles que la pompa y el ceremonial majestuoso del oficio
religioso eran sinónimos del poder de su soberano.
A pesar de que la concepción del órgano barroco francés fue esencialmente la misma durante
los siglos XVII y XVIII, el instrumento no dejó de evolucionar. Se observa una tendencia a
juntar cada vez más los juegos de lengüetas, a doblar las trompetas sobre el teclado del gran
órgano, a añadir una trompeta o a veces un clarín al lado de la lengüetería positiva. La
extensión del pedalero, por el contrario, disminuye; y es que, en efecto, las partes de una obra
destinadas a los pedales eran cada vez menos elaboradas. Mientras que Grigny o Marchand
escribieron movimientos polifónicos (fugas o cuartetos) complejos para los pedales, o bien
usaron el pedal para el cantus firmus en el plein jeu, la tendencia durante el XVIII fue la no
utilización del pedalero como medio de producir un efecto sorpresivo, sobre todo en las
cadencias. De ahí la dificultad para encontrar actualmente un instrumento apropiado para
interpretar (y grabar) la música de Nicolas de Grigny, por ejemplo, puesto que en realidad
quedan pocos órganos franceses del siglo XVII en su estado original. Del órgano que tañó
Grigny en la catedral de Reims sólo queda la hermosa caja. Numerosos instrumentos fueron
modificados a partir del siglo XVIII. El órgano de François Couperin en Saint Gervais, sin ir
más lejos, construido por P. Thierry entre 1649 y 1659, y ampliado por Alexandre Thierry en
1676, fue reparado y transformado por el gran constructor de órganos François-Henri
Clicquot en 1768. Después de otras modificaciones en los siglos XIX y XX, el órgano que
puede escucharse hoy en Saint Gervais, hermoso y conmovedor, y pese a tratarse del más
antiguo de la capital francesa, no puede considerarse en rigor el mismo instrumento al que se
sentó Couperin. El órgano construido por Jean de Joyeuse en Auch en 1694 es otro caso
sintomático: en 1955 todavía disponía de su cañutería original, año en que fue
imperdonablemente suprimida por Gonzalez, según el consejo del “especialista” Norbert
Dufourcq, y reemplazada por tubos nuevos. El hecho suscitó tal escándalo en la época que
puede decirse que el movimiento a favor de la conservación de los órganos históricos empezó
a cobrar relevancia a partir de entonces. Grandes organistas, como Michel Chapuis, se
convirtieron en los abanderados de la recuperación del repertorio francés y de las técnicas
interpretativas de los siglos XVII y XVIII. Posteriormente, el órgano de Auch fue restaurado
por Jean-François Muno en 1998, pero en rigor hay que considerarlo una reconstrucción
según el estilo del original.
La situación es algo mejor por lo que hace al siglo XVIII. En efecto, quedan algunas obras
maestras como el órgano de Louis-Alexandre Cliquot en Houdan (1734), el de Isnard en
Saint-Maximin (1774), los órganos de François-Henri Clicquot en Souvigny (1783) y en
Poitiers (1791), que permanecen prácticamente en su estado original y que conservan buena
parte de su cañutería inicial. Otro motivo de satisfacción lo proporciona el hecho de que en
Francia hay actualmente un buen número de constructores capaces de restaurar instrumentos
de un modo óptimo, como demuestra la magnífica reconstrucción de Pascal Quoirin del
órgano construido originalmente por Dom Bedos en Sainte Croix de Bordeaux (1748), o la
restauración a cargo de Bertrand Cattiaux del órgano de Robert Clicquot en la capilla de
Versalles (1711). Este último puede incluso considerarse como un órgano nuevo según el
estilo del siglo XVIII, reconstruido a partir de la antigua caja. La operación ha requerido su
tiempo, pero los constructores de nuestros días han redescubierto y asimilado la técnica de
los maestros de otras épocas, ayudados en su tarea por el extraordinario tratado de Dom
Bedos El arte del constructor de órganos, publicado entre 1766 y 1778, en el cual su autor
describe, según el ideario característicos de la Ilustración, todas las etapas en la factura de un
órgano, desde los utillajes y su fabricación a la realización de los fuelles, de la mecánica, de
los tubos, etc. Magníficamente ilustrado, esta obra excepcional está considerada la “Biblia”
entre los amantes del órgano francés clásico o barroco.
El repertorio para órgano del Ancien Régime es abundante, pero al mismo tiempo limitado.
Mientras que Titelouze, Lebègue, Nivers, Boyvin, Raison, Dandrieu y otros publicaron
diversos Magnificats, himnos, misas y suites, la mayoría de organistas de esta época se
contentaron con publicar un Libro para órgano, a menudo escrito en el momento de su
reciente nombramiento (como fue el caso del excepcional Libro para órgano de Nicolas de
Grigny, o de las dos Misas de François Couperin). Después, dichos maestros podían pasar el
resto de su vida conformándose con improvisaciones en el transcurso de los oficios. Algunos
de los más ilustres organistas de su tiempo no han dejado nada escrito para su instrumento, y,
en consecuencia, la música para órgano francesa barroca muestra un carácter
irremediablemente intangible. En parte es preciso imaginarla o reinventarla, como es el caso
de un artista consumado como Michel Chapuis. La improvisación, la fluidez, la imaginación,
la simplicidad, la “naturalidad” y el espíritu toman parte en este arte de la seducción y el
encanto. Así como la calidad de los sonidos es de una importancia primordial en el órgano
francés, también la inventiva y la sencillez son esenciales. Lo que se lee en la partitura puede
parecer simple y banal, pero lo decisivo es el modo de interpretarlo. La esencia del órgano
barroco francés y de su música reside en sus múltiples paradojas: se trata de obras concisas y
elípticas al tiempo que triunfales y majestuosas, de una profunda emotividad. Este
instrumento “tipificado” y las obras que por sus características impone son una permanente
invitación a la improvisación, igual que sus composiciones “implícitas” son resultado de una
refinada concepción de la retórica musical. Entre orden y libertad, simplicidad y
refinamiento, grandeza y sencillez, lógica y sensualidad, el órgano barroco francés apela
directamente al je ne sais quoi, lo cual probablemente sea, al fin y al cabo, atributo esencial
del arte clásico francés.
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