La mentira de los fondos de pensiones Juan Francisco Martín Seco Estrella Digital, noviembre del 2004. Los mal llamados fondos de pensiones han vuelto a la palestra. La semana pasada, el secretario de Estado de Hacienda, con ocasión de una conferencia, realizaba una reflexión sumamente sensata: se preguntaba acerca de la razón de que estos instrumentos financieros disfruten de desgravaciones fiscales. Fernández Ordóñez tocaba un tema sensible, extraordinariamente sensible para las instituciones financieras y para las élites económicas de este país. No es de extrañar, por tanto, la reacción de repulsa que se ha producido, ya que son ellas las que dominan la prensa. Lo primero a considerar es lo incorrecto de la denominación, y cómo induce a engaño. Los fondos privados de pensiones se han articulado en el lenguaje del neoliberalismo económico como una alternativa al sistema público de pensiones -complementario, se afirma ahora-, una vez que se ha puesto en duda su viabilidad. No hay nada de eso. Si analizamos con cuidado esa charanga publicitaria, descubriremos que en realidad la única alternativa que ofrecen a las pensiones públicas es que cada persona, de forma individual, ahorre para la vejez. Pero para ese viaje no hacían falta tales alforjas, eso ya lo sabíamos. Lo que resulta más extraño es que encima quieran indicarnos a qué tipo de inversión debemos canalizar nuestro ahorro. ¿Por qué en fondos y no directamente en Bolsa o en vivienda o en un negocio, o en obras de arte o de cualquier otra manera? En realidad, los fondos de pensiones no son más que una forma de ahorrar, y no precisamente de las más ventajosas para el inversor. Fernández Ordóñez, puesto que cree en el mercado, se cuestiona con toda razón por qué discriminar fiscalmente un sistema de ahorro frente a los demás. El neoliberalismo económico que irradia el poder económico canta loas al mercado, pero lo cierto es que está dispuesto a traicionar sus leyes tan pronto como le interesa. Los fondos de pensiones sólo benefician a las entidades financieras y, si los consideramos detenidamente, carecen de toda razón de ser. De hecho, dejarían de existir tan pronto como perdiesen los beneficios fiscales. Como estos días se han apresurado a vocear sus propios defensores, "el producto desaparecería". Pero entonces, reflexionemos sobre el sentido de un producto financiero que, sin desgravación fiscal, nadie "ni ricos ni pobres" estaría dispuesto a demandar. Para el participante carecen de todo aliciente. Ausencia de liquidez, carencia de control sobre la inversión, importantes comisiones. Pero precisamente lo que son rémoras para el cliente se convierten en ventajas para las entidades financieras. Fondos cautivos que pueden manejar a su antojo a través de las gestoras y que les dotan de enorme poder económico, y les permiten apropiarse, mediante distintas comisiones, de casi la totalidad de la rentabilidad que tales recursos puedan generar. Por otra parte, y como afirmó el secretario de Estado de Hacienda, dicha desgravación tiene un efecto claramente regresivo. En primer lugar, porque, como todo incentivo fiscal al ahorro, beneficia lógicamente a aquellos que tienen capacidad de ahorro, "las rentas más altas", en mayor medida cuanta mayor capacidad tengan y, en segundo lugar, porque, tal como se instrumenta esta desgravación en la base imponible del impuesto, el porcentaje a deducir aumenta según lo hace el tipo marginal, es decir, los ingresos del contribuyente. El argumento de que los fondos de pensiones están muy extendidos en la población y que afectan a cinco millones de personas constituye una falacia, no porque en sentido estricto no sea cierto, sino porque considera exclusivamente el aspecto cuantitativo y no el cualitativo. La mayoría de las participaciones son muy reducidas. La parte del león se concentra en un número mucho más restringido de inversores y todos ellos con rentas altas. Es más, esa gran mayoría ha sido confundida por la propaganda, porque los fondos sólo comienzan a tener atractivo cuando se posee un tipo marginal alto, es decir, para contribuyentes de elevados ingresos; para el resto, los escasos beneficios fiscales no compensan las muchas desventajas comparativas que, como se ha señalado antes, presentan este tipo de productos. Eliminar esta desgravación sería una de las medidas más coherentes que se podrían adoptar en materia de política fiscal, incluso desde una óptica neoliberal; entre otras razones, porque dejaría al descubierto la mentira que se esconde tras la propaganda de las pensiones privadas. Una vez desaparecida la ayuda del Estado, no quedaría nada; y entonces, ¿por qué se llaman privadas? ¿Y por qué un Estado que afirma carecer de recursos para hacer frente a las pensiones públicas dedica importantes fondos a subvencionar las privadas de los ciudadanos con mayores ingresos? Me temo, no obstante, que una vez más la lógica no cuente, y que sean sólo los intereses los que se impongan. Éstos son tantos y tan importantes que veremos si el Gobierno se atreve.