CASIOPEA - SoyDeMoral

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CASIOPEA
Mª EUGENIA CABRERA HERNÁNDEZ
Ganadora del 8º Premio Don Manuel de Narrativa Corta
Ruth sabía que se jugaba mucho esa tarde. Durante quince días había estado
disputándose el primer puesto con Alberto, dos mesas más atrás. El viernes pasado él
había quedado el primero, por culpa de las monosílabas. Ruth falló una: té. Ya no se le
olvidaría que llevaba tilde si se refería a la infusión.
El caso es que la puntuación estaba muy igualada y el dictado de hoy, sería decisivo
para que uno de los dos se alzase con el título de Mister o Miss Ortografía del mes. Así
que Ruth comprobó una vez más que tenía su lápiz bien afilado, su goma de borrar
preparada y su hoja de cuadros sin ninguna esquina doblada. Estiró sus coletas de lazos
azules y le pidió a su padre, que desde allí donde estuviera ahora, le echase una mano y
le ayudara a no cometer ninguna falta, porque si lo conseguía, si su puntuación era de
diez y Alberto tenía al menos un error, sería suficiente para superarle. Sería entonces la
primera vez que Ruth ganase un premio y a sus nueve años, no se le ocurría otro mejor
que ser Miss Ortografía.
La señorita Marta empezó, con su dulce voz, a recordarles las normas de presentación,
la buena caligrafía…
Marta apenas acababa de cumplir 33 años, pero ya sentía que había hecho todo en su
vida. Cumplió su sueño de ser maestra, en el pueblo donde había crecido, Moralzarzal.
Compró un apartamento con terraza para sus plantas y se casó con Miguel, su novio del
instituto. Tenía una vida perfecta y sencilla, como siempre había querido, hasta que
Miguel, una tarde de agosto, cuando el sol ya por fin comenzó a esconderse tras los
tejados, sentado ahí, en el banquito de forja junto a las petunias moradas, le dijo que se
iba. No había nadie más, simplemente necesitaba volar más alto y aquella terraza, con
su banco y sus petunias, no era plataforma suficiente. Se había aburrido de un amor tan
sencillo.
Marta no peleó, no pidió más explicaciones, no sospechó otras causas ni le exigió otras
respuestas. Solo lloró lo que quedaba del mes de Agosto, hasta que comenzó un nuevo
curso escolar y fue entonces cuando decidió seguir la inercia de su vida, llenar sus horas
de rutina y cerrar las puertas de su corazón a cualquier sentimiento parecido al amor.
Habían pasado ya ocho meses desde aquella tarde en la terraza y Ruth y sus compañeros
sentían que su profesora no era la misma que el año anterior.
Ya no había cuento de los viernes, ni canciones de cumpleaños, ni el Señor Ratón con
los nombres de los niños a los que se les caía un diente. Su aula estaba decorada con un
poster de las tablas de multiplicar, un antiguo mapa de España y las redacciones sobre el
verano que habían quedado pinchadas en el corcho y se olvidaron allí, como si la
Señorita Marta hubiera querido detener así el tiempo y prolongar aquel verano
eternamente. A veces cuando los niños trabajaban en sus cuadernos, ella se quedaba
frente al corcho, leyéndolas una y otra vez mirando los paisajes de plastidecor, perdida
en los recuerdos de sus alumnos, en sus aventuras y sus familias, en cualquier otro
verano que no fuera el que ella había vivido.
Pero hoy no había tiempo para invadir las vacaciones de sus niños, tenía que empezar la
prueba final de ortografía. Y cuando se disponía a dictar la primera frase… alguien
llamó a la puerta del aula.
Era Martín, hermano mayor de Ruth. Venía para darle un recado. Aquella tarde no la
acompañaría a casa, tendría que irse sola porque él se quedaba en la biblioteca del
colegio a estudiar. No era la primera vez que Ruth volvía sola a casa, estaba muy cerca,
a dos calles en línea recta.
Martín, respetuoso y encantador, se despidió de su hermana con un beso en la frente y
pidió disculpas a la Señorita Marta por interrumpir la clase. Cerró la puerta y se dirigió
por el pasillo a su aula sintiéndose culpable por haber mentido a Ruth, pero inquieto y
ansioso por la partida de aquella tarde.
A sus 16 años, Martín era un chico muy responsable. La muerte de su padre le había
hecho madurar aceleradamente y cuidaba a su hermana con un cariño especial. Era
bueno en sus estudios, bueno con su familia, bueno con sus amigos, y muy bueno con
los dados.
Mantenía en secreto su afición porque había apostado gran parte de sus escasos ahorros
y no quería escuchar los reproches de su madre y en especial de su tío Héctor, que
últimamente había adoptado el papel de padre y aunque lo hiciera con su mejor
intención, a veces se excedía en sus consejos, sus charlas moralistas y su
superprotección. Martín jugaba al Yathzee, un juego de dados que exigía concentración,
rapidez mental y fluidez matemática.
El objetivo del juego consistía en obtener la mayor puntuación lanzando cinco dados.
Cada jugador disponía de tres ocasiones para tratar de conseguir la mejor combinación
posible. Estas combinaciones eran equiparables a las del poker. Existían los tríos, el full
house, con tres dados iguales y una pareja, la escalera (Small Straight y Large Straight)
y el Yathzee, cuando obtenías los cinco dados iguales. Esta última jugada tenía un valor
de cincuenta puntos.
Martín había conocido a través de internet un grupo no muy numeroso de “yathzeros” y
se había enganchado al juego. Practicaba en casa las jugadas, la técnica para tirar el
vaso, los cálculos matemáticos rápidos, y una vez al mes se reunían en un pequeño local
de uno del grupo para celebrar una sesión de yathzee que solía durar un par de horas. Al
principio eran partidas para conocerse, para tantear el comportamiento de cada uno en la
mesa,… pero cuando ya se hubo alcanzado cierto nivel, y antes de que el juego perdiera
emoción, decidieron comenzar con las apuestas.
Martín pensó entonces en retirarse porque su economía no andaba como para tirar el
dinero, pero lo cierto es que de los ocho componentes de grupo, Martín era el segundo
jugador que mejores resultados conseguía. Alex había ganado más partidas que él pero
los dos andaban muy igualados. Pensó que podría ganar un dinero de una forma fácil y
además haciendo algo que le entusiasmaba, pero igual de fácil era ganarlo, que perderlo.
Tenía las cosas muy claras y sabía que el juego nada bueno traía, pero controlaba sus
gastos y hasta cuánto podía permitirse apostar. Esta vez se había excedido un poco pero
tenía un buen motivo para ello y si las cosas salían bien, Ruth se llevaría una gran
sorpresa.
Claro está que si salía mal, algo bastante probable, no quería imaginarse a su tío Héctor,
sus “ya te lo dije”, “tienes que dar ejemplo”, “ahora eres tú el hombre de la casa…”
Héctor era el hermano pequeño de la madre de Martín y Ruth. Rondaba los cuarenta
años. Tenía los ojos verdes, un inglés perfecto y un corazón muy grande.
Había estado varios años fuera, trabajando como profesor de español en Londres.
Aunque había estudiado arquitectura, siempre había sentido vocación por la educación.
Trabajó en sus comienzos en un estudio de arquitectos pero pronto se dedicó a la
enseñanza. Su pasión por viajar y conocer otras culturas, le habían llevado a vivir en
ciudades muy distintas. Con la intención de asentarse un tiempo y llevar una vida más
estable, no dudó en instalarse en Londres cuando se le presentó la oportunidad. Pero al
enterarse de la muerte de su cuñado, dejó su trabajo en la universidad, su casita
enmoquetada y sus entrenamientos al equipo de futbol infantil, para volver junto a Alba,
su hermana y cuidarla a ella y a sus dos hijos. Alba le agradeció infinitamente su
disposición pero le rogó que volviera y continuara con su vida inglesa. No quería que
nadie se compadeciera de ella, era una mujer fuerte, podía perfectamente tomar las
riendas de su nueva vida y seguir adelante. Para cuando Héctor se convenció de que su
hermana no le necesitaba, ya había otro profesor en su puesto, otro inquilino en su casa
y otro entrenador en su equipo, así que decidió que el ciclo había concluido y empezaba
otro, esta vez en su país, en su tierra, en el pueblo de su infancia, Moralzarzal.
Las cosas aquí no estaban nada bien, como era sabido por todos, y encontrar trabajo era
más que un milagro. Aun así, por casualidades del destino, en las que él nunca creía, a
pesar de las insistencia de su cuñado que pensaba que todo en la vida ocurría por algún
motivo, había recibido una oferta del colegio de sus sobrinos y hacía unos días que tuvo
su primera entrevista con el director. El puesto no era para profesor de inglés, como
creyó en un primer momento. Ahora ya eran las personas nativas las que interesaban
para impartir los idiomas. Lo que buscaban era un profesor de dibujo. Héctor hacía
tiempo que no recurría a la arquitectura para ganarse la vida, pero le pareció un buen
cambio para comenzar ese nuevo ciclo. Se requería una incorporación inmediata, ya que
la profesora titular, estaba embarazada de siete meses y su bebé había decidió no esperar
al noveno para conocer el mundo, así que tuvo que dejar el curso a medias y a sus
alumnos en plena evaluación final.
Esa misma tarde comenzaba Héctor sus clases en el colegio.
Su hermana Alba, esperaba en casa como todas las tardes, la llegada de sus hijos. Había
ocupado el día revisando facturas, haciendo la compra, y mirando fotos antiguas.
Después de comer preparó un bizcocho para la merienda y reposó un rato en el sofá
frente a la televisión. No echaba de menos su vida en la ciudad. Hacía ya año y medio
que Diego faltaba pero para Alba no pasaba el tiempo. Estaba sumida en una profunda
tristeza y no parecía querer salir de allí. Había dejado su trabajo. Pidió una excedencia
pero tenía muy claro que no pensaba volver. Era muy buena en lo suyo y tenía muchas
posibilidades de promocionar, pero el quedarse viuda con cuarenta y tres años, le había
hecho replantearse su vida, la vida en general. Creía haber convencido a su hermano
Héctor de que no necesitaba ayuda, pero era evidente que Alba no estaba bien. Ahora
deambulaba por la casa como un fantasma. Le daba los besos justos a sus hijos y tenía
las conversaciones necesarias para no sentirse una mala madre. Sobre las notas de
colegio, las amigas de Ruth, las novias de Martín,… pero no prestaba demasiada
atención a sus respuestas.
Y así, tumbada en su sofá viendo la televisión, se descubrió ensimismada escuchando
un nuevo programa de actuaciones en el que anunciaban con una música que se le
antojaba familiar, a un jovencísimo mago que estaba causando furor en los sitios donde
actuaba.
Alba nunca se había interesado por los programas de actuaciones, y mucho menos por la
magia. Pero no supo muy bien por qué, aquel chico, le llamó la atención. Tenía el pelo
recogido en una coleta y una sonrisa cautivadora. Se sentó detrás de una mesa y
desplegó sus cartas. Las dispuso en forma de abanico y le dio a elegir a la presentadora
una de ellas. Era el cinco de corazones.
A Alba, en aquel momento, se le desbordaron de pronto todos los recuerdos. El día en
que conoció a Diego, el día en que se enamoró de él. Fue en una fiesta de empresa, de
esas a las que se va sin ninguna gana, por compromiso o por imposición de tus jefes.
Sorprendentemente lo pasó estupendamente con sus compañeras hasta que hicieron el
típico juego de encontrar pareja, repartiendo a cada invitado una carta de la baraja. Al
final de la pieza musical que estaban tocando, la versión de un conocido bolero, cada
uno tenía que encontrar a la persona que tenía su misma carta. Cuando Alba mostró su
cinco de corazones a Diego, los dos sonrieron y supieron que se habían encontrado para
siempre.
Terminaron aquella fantástica noche mirando el cielo salpicado de estrellas, mientras
Diego, haciéndose el interesante, le contaba mil cosas sobre planetas y constelaciones,
haciendo alarde de su afición por la astronomía.
Ahora, muchos años más tarde, estaba allí, frente al televisor, escuchando aquel bolero
que anunciaba a un desconocido mago que hacía un espectacular truco con el cinco de
corazones.
Cuando el truco acabó, la presentadora, asombrada por su maestría, comenzó a
preguntarle por sus estrategias para atraer al público. El joven mago le habló entonces
de los “Cinco puntos mágicos”: la mirada, las manos, la voz, el cuerpo y los pies. Cada
uno cumplía una función que respondía a un estudio sobre cómo podía influir en la
atención del espectador y en el éxito del truco.
Para Alba, aquellas palabras, aquella escena tan extraña y ajena a su vida pero tan
cercana por la música y su cinco de corazones, le hizo despertar, no solo del sueño
físico instalado en el sofá, si no del sueño en el que había aletargado su vida. Sintió por
primera vez desde que Diego no estaba, que tenía muchas cosas por resolver, que sus
hijos la necesitaban, que al igual que el mago, debía descubrir qué carta en su vida
estaba escondida. Y para ello debía prestar atención a sus cinco puntos mágicos: la
mirada, para ver el futuro con otros ojos; las manos, para abrazar y acariciar a sus hijos;
la voz para gritar con fuerza quién era ella, qué quería; su cuerpo, para sacudirse los
recuerdos y levantarse a la vida, y sus pies para caminar con pequeños pasos firmes en
una nueva dirección. Echó la vista atrás y valoró este año y medio que le había servido
para descubrir la sencillez de las cosas, la cercanía de la gente, la inmensidad de la
noche, la pequeñez del hombre, el poder de la sonrisa y la magia de compartir su tiempo
con los suyos. Jugaría más con sus hijos, les daría más besos, (había oído alguna vez
que los besos no dados van al limbo, y ella quería resucitarlos todos), hablaría más con
Héctor, le agradecería todo su sacrificio y sería sincera con él, saldría a pasear con las
vecinas y disfrutaría de todo lo bueno que le quedaba en la vida. No le hubiera
importado quedarse así, anclada en esa vida, pero no podía permitirse no trabajar, así
que puso más empeño en sacarle todo el jugo a los meses que le quedaban de
excedencia.
Empezaría un nuevo ciclo, como el que comenzaba aquella tarde en el colegio, su
hermano pequeño.
Fueron apenas dos minutos los que separaron la entrada de Héctor por la puerta
principal, de la salida de Martín rumbo a su sesión de Yathzee. Fueron suficientes para
que ninguno de los dos se percatara de la presencia del otro.
Un piso más arriba, la señorita Marta continuaba con su prueba final de ortografía. Ruth
tenía las manos sudorosas por los nervios. Este dictado era especialmente difícil puesto
que no se incluían los signos de puntuación. Por la entonación de la maestra y el
contenido de las frases, deberían averiguar si era acertado poner comas o puntos. Llegó
la última frase: El turista inglés se tomó el té de las cinco. Esta vez no sería el té quien
le hiciera perder contra Alberto, recordó la tilde al instante. Repasó inquisitivamente su
dictado y lo entregó con un suspiro de alivio por terminarlo y de absoluto nerviosismo
por saber si todo estaba correcto.
Sonó el timbre de cambio de clase. Marta salió dirección a la sala de profesores con la
intención de corregir los dictados y hacer como el sujeto de la última frase y tomarse un
té. Fue entonces cuando escuchó una voz que no le encajaba en su rutina de siempre.
Era el nuevo profesor de dibujo, que tenía la puerta abierta y podía oírsele desde el
pasillo dar su clase. Hablaba a sus nuevos alumnos de la arquitectura de Le Corbusier.
Algo llamado “la solución perfecta”: los cinco puntos de la nueva arquitectura.
A Marta esto le pareció muy elevado para unos alumnos de 16 años que iban a
examinarse de dibujo técnico, pero por supuesto no entendía nada sobre ese tema, lo
único que sabía es que esa voz le había removido algo dentro. Había sentido una
sensación de tranquilidad, de estar en casa,… se sentó en una silla de la sala de
profesores cercana a la puerta para ver si podía seguir escuchando esa Solución
Perfecta, esos Cinco puntos, como si de una nana se tratase, mientras corregía.
Inmersa en sus dictados, no se dio cuenta del tiempo transcurrido. Ya eran las cinco.
Hora de marcharse a su triste terraza con petunias. Sonó el último timbre del día.
Cuando alzó la vista para recoger, se encontró de frente con Héctor.
-
Buenas tardes.
-
Buenas tardes. Soy Héctor el nuevo profesor de dibujo -se presentó con su
sonrisa más amable y sus ojos más verdes-.
-
Marta, profesora de Primaria. Bienvenido.
No es verdad que existan los flechazos solo en las películas. Héctor y Marta se quedaron
mirándose el uno al otro durante uno segundos. Se sonrieron y se dijeron un hasta
mañana lleno de promesas.
Antes de marcharse a casa, Marta pasó por su aula, dejó los dictados corregidos encima
de su mesa. Sobre todos ellos estaba el de Ruth. Y decidió quitar las redacciones del
verano del corcho. Ya era hora de dejar sitio a la primavera.
En el otro extremo del pueblo, Martín, se jugaba sus ahorros y la ilusión de su hermana
en la última tirada. Había conseguido dos ases en la primera y casi una Small Straight
en la segunda, pero decidió reservar los dos ases y hacer una última tirada con los tres
dados. Conseguir al menos un “Full House” era su única opción de vencer a Alex que se
había puesto en cabeza. Tendría que sacar una pareja y un as, y eso era verdaderamente
difícil pero no tenía otra alternativa. Metió los dados en el vaso y lo agitó cerrando los
ojos, encomendándose a su padre, que odiaba los juegos de azar, pero amaba a sus hijos
sobre todas las cosas, y le pidió que por esta vez, las cosas le salieran bien.
Los tiró sobre las mesa, despacio. Los dados bailaron, chocaron entre sí y dudaron en
caer hacia un lado y otro, balanceándose al compás de los latidos taquicárdicos de los
presentes que no se atrevían a pestañear para no perder ni un solo movimiento.
Un as, un segundo as y otro más. Junto con su pareja reservada, sumaron los cincuenta
puntos del Yathzee.
Martín, no podía creerlo. Necesitó mirarlos unos segundos más para asimilar lo que
acababa de ocurrir. Y los vio allí, los cinco puntos sobre el tapete verde.
Media hora más tarde estaba en la tienda de fotos del centro comercial eligiendo el
regalo que Ruth, tantas veces había pedido.
Cuando Martín llegó a casa, respiró un aire distinto. Parecía haber sido invadida por
algo similar a la felicidad. Su madre se había arreglado el pelo, pintado los labios y
cantaba con Ruth mientras las dos ponían la mesa. Su tío Héctor sonreía sin motivo todo
el tiempo mientras preparaba la cena en la cocina. Y no encontró mejor momento para
darle el regalo a su hermana.
Cuando Ruth vio el telescopio, no pudo reprimir las lágrimas, de alegría y de nostalgia.
Abrazó a Martín durante casi un minuto entero. Un abrazo fuerte, cálido y sincero.
Quería a su hermano con todas sus fuerzas. Nadie como él podía comprenderla.
Corrió a su habitación y sacó de la cajita de flores, la carta que su padre le había escrito
días antes de morir, cuando sabía que la enfermedad no le dejaba mucho más tiempo.
Nunca se la había leído a nadie. Ni tan siquiera a Martín, y nunca lo haría. Pero quería
compartir con ellos las palabras finales.
Percibía que algo extraordinario había pasado aquella tarde. Al salir del colegio
coincidió con su profesora y le felicitó por ser la nueva Miss Ortografía, había sido la
única en descubrir que el dictado precisaba exactamente de cinco puntos. Sentía que
debía darle las gracias a su padre por haber escuchado sus oraciones y los demás debían
saberlo.
No muy lejos de allí, Marta, sentada en su banco de forja, preparaba el cuento que leería
a sus niños el próximo viernes mientras sonreía recordando esa voz que explicaba los
cinco puntos de Le Corbusier .
Por su parte Héctor, no podía imaginar un mejor comienzo en su nuevo ciclo. Y se
acordó de su cuñado, que le insistía en que las casualidades son parte del destino.
Tienen una razón para ocurrir.
Alba tarareaba junto a su hija el bolero y agradecía en su corazón a Diego haberle
regalado una vida tan feliz, y aunque no creía que el resto de ella pudiera parecerse a
los años junto a él, pensó en los cinco puntos mágicos y se sintió una mujer invencible,
la mejor madre del mundo.
Martín, que le había pedido ayuda para conseguir una buena combinación, sin pensar
que sería capaz de sacar los cinco puntos también daba las gracias a su padre en silencio
cuando Ruth comenzó a leer:
…te cuidaré, siempre. A ti y a Martín y a mamá. También al tío Héctor. La familia es
lo más importante, hija. No estés triste porque estaré siempre a tu lado, aunque no me
veas. Pide con fe que te escucharé. ¿Recuerdas cómo buscar las estrellas que te
enseñé? Cuando me necesites, mira al cielo, en aquella con forma de w. Casiopea, la de
los cinco puntos brillantes. Estaré allí, cuidando de todos
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