El doble fondo. El retorno de Heinrich Heine

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ras palabras y esa escisión permite
al lenguaje saberse, hablarse, referirse a sí mismo. Esta autonomía
del lenguaje es profética en el romanticismo. Nada de lo hecho por
la lingüística, la poética, el psicoanálisis o la semiótica de nuestro
tiempo, existiría sin aquella intuición poética acerca de la autoconsciencia de la palabra.
Por estos desencuentros radicales, el romanticismo buscó el lenguaje perfecto, pleno, autorreferente, autónomo, el lenguaje absoluto,
desasido de la servidumbre ante la
realidad circunstante, un lenguaje
que respondiese al arte en tanto lo
inefable que sólo puede ser comprendido por cada quien, en la intimidad de su sentimiento. Creyó
hallarlo en la música. El artista era
el sujeto hundido en el abismo de
su mismidad, asocial, genial pero
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incapaz de vivir (de convivir), que
se fugaba hacia lo primitivo y puro, encontrando en la estética un
sustitutivo de la ética y la religión
que lo redimiera de la historia.
Los románticos nacieron, como
casi todo el mundo, gracias a un
trauma: la Revolución Francesa, su
ilusión mesiánica y la desilusión
del jacobinismo. No es la menor
similitud con nuestro siglo. Tampoco lo es la respuesta restauradora y reaccionaria, que intenta reconstruir el orden que la historia
se llevó en su bulimia procesal.
Somos bastante más románticos de
lo que creemos, no sólo por las revistas d&l corazón, los folletines
televisivos y los heroísmos del
film-comic, sino porque seguimos
queriendo olvidar la carga de la
historia, tan lejos siempre de nosotros mismos.
El doble fondo
El retorno de Heine
Heinrich Heine (también llamado
por sus coetáneos Harry, Henry, y
con mofa hasta Haarüh), nació el
13 de septiembre de 1797 en Dusseldorf, en el seno de una familia
judía, y moriría en París (1856)
tras ocho años de postración.
Nietzsche dijo que en Alemania
sólo había dos grandes prosas: las
de Heine y la suya. Thomas Mann,
en 1928, trató de rescatarlo del
odio de sus compatriotas, que no
podían asimilar la mordacidad de
sus críticas. No tardarían en prohibirlo en la Alemania nazi, como
poco más tarde fue marginado en
la Alemania federal. Fue un hombre molesto en su tiempo y su
tiempo no se encontró a gusto con
una mente escéptica y librepensadora, capaz de volverse contra su
propio país con las armas de la crítica. Se manifestó contra "los fariseos de la nacionalidad", especialmente contra el espíritu de
Deustschland über Alies (Alemania
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sobre todo), quizás intuyendo que
por ese camino se llegaría al Alemania contra todos, y esto no se
perdona fácilmente. Tuvo que exiliarse en París a partir de 1831,
ciudad donde vivió doce años y en
la que conoció a Karl Marx en
1843. El filósofo y economista dijo
de él que era el escritor alemán
más grande después de Goethe. En
sus Memorias, encontradas entre
sus inéditos -que fueron destruidos
en buena parte por la censura oficial- Heine nos cuenta algo que le
define en parte: «Es acto inmoral e
ilícito la publicación de tan sólo
una línea de un escritor que éste no
haya dedicado a un gran público".
Esta vocación de intelectual se explica aún más con esta otra aseveración suya: «los artistas son al
mismo tiempo tribunos y apóstoles». Criticó al romanticismo («poesía del desmayo») y se propuso
pasar del dolor universal al poeta
político. Se educó bajo la mirada
ilustrada de su madre (discípula de
Rousseau) y del espíritu francés
que dominaba entonces en su ciudad, y lo que le otorgó un talante
escéptico, pero muy poco aprecio
por la literatura francesa, especialmente la poesía. El hexámetro
francés -dijo haciendo una greguería antes de Gómez de la Serna- es
un hipo rimado. La madre luchó
por apartar al joven Heine de la superstición y la poesía, como si encarnara la República de Platón, pe-
ro un padre jugador, amante de los
caballos y de los perros, protector
de actrices, le ayudó a equilibrar la
herencia. Detestó con culpa a su
madre, y amó a su padre. Abjuró
de su religión en 1825 convirtiéndose al luteranismo.
En España fue muy conocido en
la segunda mitad del siglo pasado,
traducido, entre otros por Eulogio
Florentino Sanz (1825-1881) y Augusto Ferrán (1836-1880), el gran
amigo de Gustavo Adolfo Bécquer;
pero se le fue olvidando, siguiendo
la tradición de su propio país, y es
escasa la suerte que ha corrido en
el siglo XX. Hay que recordar primero que Heine se interesó por la
literatura española, especialmente
la barroca, gracias al éxito que tuvo nuestro teatro en la Alemania
romántica. Leyó El Quijote en su
infancia, en la traducción de Ludwig Tieck, y desde entonces lo releía cada lustro de su vida. Vio en
él «la mayor de las sátiras contra el
entusiasmo humano», y en Cervantes «al fundador de la novela moderna». Esta lúcida visión está, sin
embargo, muy determinada por los
intereses de su propia obra. La modernidad de Cervantes la ve Heine
en la descripción de las clases bajas y las realidades sucias unidas a
su concepción general de la sociedad. En este elemento «democrático» radicaría su modernidad, sin
duda imaginando su propia tradición literaria.
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