Llora et labora (Memoria de la carne) Texto e Ilustraciones: Álvaro Restrepo Hernández* “Quiero llorar porque me da la gana, como lloran los niños del último banco…” Federico García Lorca Poeta en Nueva York “…evocan las frías mañanas de invierno en las que la vara les dejaba las nalgas llenas de cardenales; el escozor podía durar varios días en la memoria de la carne.” J.M. Coetzee Infancia …y (mi madre) me dijo que en el mundo había dos tipos de hombres. Unos eran los incapaces de superar las palizas que se llevan de niños. Estos siempre estarán acobardados porque, tal y como se pretende, las palizas matan su demonio interior. Y luego están aquellos afortunados a quienes las palizas acobardan y adiestran a su demonio interior sin llegar a matarlo. Ellos tampoco olvidarán nunca aquellos malos recuerdos de su infancia, pero (…) como han aprendido a vivir con el Diablo, se vuelven más astutos, saben lo que no sabe nadie, aprenden a hacerse amigos, a reconocer a los enemigos y a notar a tiempo los enredos que se cuecen a sus espaldas….” Orhan Pamuk Me llamo Rojo ------------------------------------------------En recientes semanas hemos podido leer en la prensa nacional diferentes artículos que han dado cuenta del 45º aniversario de la fundación del Colegio San Carlos de Bogotá, prestigiosísima institución educativa dirigida por religiosos norteamericanos de la Orden de San Benito (O.S.B.). Bombos y platillos, condecoraciones a sus directivas, así como la publicación de un libro sobre la historia del colegio, la excelencia de sus métodos pedagógicos y la trayectoria de ilustres ex alumnos, han despertado en la memoria de mi espíritu – pero sobre todo en la memoria de mi cuerpo – la urgencia por contar mi versión de lo que vivieron en sus aulas y en su campus, el niño y el adolescente que fui, sobrevivientes de lo que podría llamar sin exageración una ordalía despiadada y extraña… 1963.Transition A El niño tiene seis años de edad. Dos años antes curas y monjas norteamericanos han llegado al país, invitados por Monseñor Concha, para hacerse cargo de un colegio para varones y fundan el que será su hábitat cotidiano durante los próximos 11 años. Desde ese entonces las matemáticas intensivas y el inglés se vislumbran como una necesidad imperiosa para los futuros profesionales de la clase dirigente. (…“para que aprendan a obedecer sin necesidad de traductor”…., dijo alguna vez Mario Bennedetti). Sus padres deciden que en este nuevo centro - y concepto - educativo podrán formar al hombre de bien en que esperan se ha de convertir su hijo. El Colegio funciona los primeros años, mientras se construye la sede definitiva, en el Seminario Menor, un lúgubre claustro ubicado en la calle 82 con la carrera 6. Allí llega el niño, sollozante y aterrado, agarrado a las faldas de su madre, quien lo confía a la profesora de Transition A, Sister Edwin Mac Dunn (O.S.B). La monja minnesotiana de origen irlandés, enfundada desde el mentón hasta los tobillos en un hábito negro, tiene el rostro mofletudo, congestionado, recubierto de un fino vello rubio y encajado en una cofia rígida. Calza unos botines negros de tacón alto y grueso, amarrados con cordones. Un fuerte olor de naftalina se desprende desde lo más profundo de sus ropajes. Sister Edwin lo recibe y lo ubica en un pupitre, entre los otros párvulos, con sequedad y precisión. No hay tiempo para lloriqueos. El proceso educativo se debe iniciar cuanto antes. Recuerdo ese primer día con una nitidez escalofriante. La monja procede a la repartición de unos paquetes de tarjetas amarillas. Dos paquetes para cada niño amarrados con una banda elástica. Las instrucciones sobre lo que hay que hacer son emitidas de inmediato en una jeringonza nasal que al niño le parece del todo indescifrable. Con un palo de cricket la profesora señala en una cartelera las diferentes consonantes y vocales que los alumnos deben reconocer en las tarjetas amarillas, así como los ideogramas. Más adelante descubrirá otros usos de este palo señalador. -“Whhhhhhhhistle, grazna la monja, “whhhhhhhistle”! Todos se apresuran a buscar en sus tarjetas las letras Wh que corresponden al sonido que emite el pato enlutado, así como el dibujo del silbato al que corresponde la palabra. Levantan las tarjetas y las muestran satisfechos y sonrientes. -“Chhhhhhhhhhhneeeherrrrry! Chhhhhhheeerrrry!, vocifera la pingüina y los niños se apresuran a buscar en sus tarjetas las letras del sonido fonético Ch y el dibujo de las dos cerecitas. El niño está paralizado. No entiende como han hecho los otros para entender lo que deben hacer. Se queda, suspendido en el temblor, con los dos paquetes de tarjetas en las manos sin atreverse siquiera a deshacerlos. Eduina continúa frenética su actuación: -ZZZZZZZZZZZZeeeeebra!,….ZZZZZZZZZeeebra!. Los niños buscan afanosos su letra y su dibujito del cuadrúpedo y se los muestran, mientras él continúa bloqueado. De pronto la monja se percata de su inactividad y se acerca. Intenta - una y otra vez - explicarle enervada el ejercicio…Entre más grita en su lengua de chicle menos logra hacerlo entender: el niño permanece cabizbajo y coagulado en el pavor. De pronto, la vieja suelta el palo y empieza a aplaudir, con su cabeza y su rostro entre sus manos: con una mano le golpea la nuca y con la otra la nariz y la boca, hasta que la sangre empieza a brotar de los labios…de la nariz. La monja se asusta y se detiene, lo toma entre sus brazos y sale apresurada del aula. En el baño le lava la sangre, le pide perdón y le ruega entre sollozos que no se lo cuente a nadie. Bromea con él, lo hace reír en medio del llanto y lo regresa a su pupitre. …………………………….. Pero Eduina no se detiene allí. Ese primer año se constituye en un rito de iniciación interminable que el niño no podrá borrar jamás de su piel. El palo señalador cumple también las funciones de spanking stick (palo de azotaina). Con él, Eduina golpea los traseros de los niños (el suyo con mucha frecuencia). También los obliga a veces a pararse en un rincón del salón, en frente de los demás, a auto - castigarse: con el palo, deben golpear el dorso de su propia mano hasta que ella decide que pueden detenerse. En su conspicua caja de herramientas la monja tiene unas lindas estrellitas autoadhesivas de colores. Esta constelación le sirve para múltiples propósitos. Con ella califica las tareas: doradas para la excelencia, rojas para el sobresaliente, azules para el bueno, verdes para el promedio y así hasta llegar a las negras de reprobación. Con ellas no sólo adorna los cuadernos…también las aplica en la frente de sus domesticandos: “In America children behave, they never talk, they listen!,”, los compara constantemente con las criaturas que ha dejado atrás en su midwest de pesadilla. El niño está sentado en su pupitre, recién vapuleado, con la mano hinchada por los golpes que se ha visto obligado a auto infligirse. En la frente lleva una estrellita negra, a la usanza de aquellos campos de infausta recordación. El adagio que afirma que la letra con sangre entra se aplica aquí con exactitud pasmosa. Eduina tiene una banca especial en la que realiza sus sesiones de azotainas: un spanking bench. A veces se encuentran en los recreos, haciendo cola, varios culos seleccionados en los que ella descarga sus ímpetus. Se sienta en la banca y tumba a los niños bocabajo sobre su canto. En ocasiones los golpea con la mano limpia y a veces con el palo de cricket. No puede negar el niño que estos momentos de humillación colectiva y compartida le producen una extraña mezcla de pavor y de fruición: al menos no está sólo. Aquellos instantes de espera, antes de que llegue su turno para enfrentar a la energúmena, son de una paradójica y excitante complicidad. Eduina también les enseña las primeras canciones en su lengua: God Save America. Cantan con la mano en el pecho, convencidos de que le están pidiendo a Dios que proteja a nuestra América, cuando en realidad están cantándole a las Montañas Rocosas y a las planicies de Arizona y de Wyoming. Es María la Blanca Paloma…que ha venido a America a traer la paz…entonan con sus voces blancas…La canción que más le gusta al niño es un espiritual negro: He has the whole world in his hands…Eduina dirige el coro con el palo de cricket en una mano y con la otra dibuja en el aire las melodías mientras los acribilla con sus ojitos amarillos y afilados, detrás de unos gruesos lentes acoplados en una finísima montura de oro… ……………………… Gracias al rigor, al terror y a la violencia de este año-umbral, Transition A, podrán soportar el niño y el joven los 10 años que siguen. Los pilares del dolor ya están cimentados. En adelante solo será cuestión de resistencia, de resignación, de fortaleza…Si hubiera leído ya a J.M. Coetzee y el relato sobre su infancia Boyhood, hubiera querido recitar de memoria, casi que a modo de plegaria, sus palabras: “La infancia, dice la Enciclopedia de los niños, es un tiempo de dicha inocente, que debe pasarse en los prados entre ranúnculos dorados y conejitos (…) Esta visión de la infancia le es completamente ajena. Nada de lo que experimenta (…) ya sea en casa o en el colegio, lo lleva a pensar que la infancia sea otra cosa que un tiempo en el que se aprietan los dientes y se aguanta.” Así se inicia el camino de este sancarlista,, signado por el lema benedictino que marcará sus días y sus noches por el resto de su vida: ora et labora. Eduina Mc Dunn lo ha bautizado con sangre. 1964. Primero de primaria. Al regresar de las vacaciones con alivio comprueba que la directora de su curso ya no es Eduina, y que tampoco es una monja, sino una mujer, una civil, una laica. Y no sólo no es una religiosa, sino que además es bellísima a pesar de su nombre: Barbara Muggli. Se siente muy afortunado…Sus compañeros de Primero B, en cambio, tienen una profesora extraña y feísima: Mrs. Volecky, una criatura muy flaca con gafas de gatúbela y pantorrillas de jugador de rugby. Tal vez las cosas van a mejorar… Miss Muggli es hermosa y simpática y de inmediato se convierte en el primer amor para muchos de ellos. Como en los comics de la Pequeña Lulú, los niños le llevan regalos a la maestra: manzanas, flores, dibujos… El contraste entre Eduina y Barbara es tan radical que él se siente como en el cielo… Aunque es estricta y severa y también tiene un spanking stick, no lo usa con tanta frecuencia ni con tanta virulencia. Pero no sólo le llevan los niños inofensivos presentes a la maestra: como una ilusa y paradójica forma de conjurar el peligro, le traen a su domadora palos diversos, reglas, tablas, palmatorias que ella colecciona y expone en un rincón del aula, como una suerte de galería del miedo y la amenaza. “Todos los profesores de su colegio, tanto hombres como mujeres, tienen una vara y libertad para usarla. Cada una de las varas tiene una personalidad, una reputación que los chicos conocen y de la que se habla constantemente. Con afán de conocimiento los muchachos sopesan la reputación de las diferentes varas y el tipo de dolor que causan, comparan la técnica de los brazos y las muñecas de los profesores que las manejan.” Otra vez Coetzee, otra vez le hubiera servido como anillo al dedo. Un día Luis Alberto Espinoza (q.e.p.d.), un compañero que sufre de una terrible enfermedad en la piel, le lleva de regalo a Miss Muggli una tabla muy pulida, barnizada y con una ranura en la mitad, a todo lo largo. Muy profesional. Alguien viene a buscar a Barbara: tiene una llamada en la rectoría. Antes de salir les dice en inglés - siempre en inglés: “Niños, quédense estudiando en silencio…si alguien habla, escriben su nombre en el tablero…ya regreso”… Se quedan solos en el aula. El enorme amor que siente el niño por su maestra lo impulsa de pronto a hacerle una propuesta (ciertamente no exenta de lagartería) a sus condiscípulos: “Vamos a darle una sorpresa a Miss Muggli…Cuando ella regrese…” No acaba de pronunciar la primera frase, cuando 32 dedos índices lo señalan, al mismo tiempo que se tapan la boca con la otra mano. “No, no me han entendido…escúchenme…”, les dice. Cada palabra que pronuncia ocasiona que los dedos lo apunten con mayor saña. “Quiero que le demos una sorpresa a Miss Muggli…que cuando ella llegue nos hayamos todos portado bien, que nadie haya hablado…” Los dedos lo siguen taladrando…Intenta - sin éxito - que lo escuchen y que acojan su propuesta…Empieza a sudar…escucha los pasos de Barbara que se acerca al salón… “No, por favor…no le dig….” Su maestra-amor entra al aula y ahí está él, con sus siete años, un poco gordo, con pantalón muy corto, pálido, en medio de 32 índices que lo acusan como el infractor del pacto de silencio. Barbara - su nombre empieza a convenirle a la perfección a partir de ese momento - se dirige hacia el Muro de las Palmatorias y escoge justo la que ese día Luis Alberto le ha regalado… “Vamos a estrenarla”, seguramente piensa. Lo llama y delante de todos sus acusadores le propina la paliza más dolorosa y humillante que ha recibido hasta entonces. Y no porque los golpes sean más violentos que los de Eduina…o los de su padre, sino porque vienen de la mano de su salvadora, de su oasis, de su primer amor…de su primera gran traición. ……………………. “Nadie menciona la vergüenza que supone que te llamen, te hagan agacharte y te sacudan en las nalgas. (…) Él sabe que el dolor no es lo más importante. Si los demás pueden soportarlo, él, que tiene mucha más fuerza de voluntad, también podría. Lo que no aguantaría es la vergüenza. (…) Si alguna vez lo llamaran para azotarlo, se produciría una escena tan humillante que nunca más podría regresar al colegio; no le quedaría más remedio que matarse.” Coetzee, Coetzee… Ese año ocurre algo que parte en dos la historia del Colegio: en el curso 1º B, la extraña Mrs. Volecky le quiebra a Camilo Villaveces una regla de madera en el rostro. El padre de Villaveces, a diferencia del suyo que sí aprueba los métodos victorianos del San Carlos, interpone una demanda y el escándalo llega hasta los periódicos. Aparece una página entera en el diario EL TIEMPO donde el Padre Sebastian Schmidt, que en ese entonces es el rector, explica los métodos pedagógicos de los benedictinos y el por qué del castigo físico. Aunque es un momento de crisis (y de esperanza) las cosas no cambian mucho y el uso de la fuerza física continua siendo parte integral del ideario del ora et labora. ……………………….. Ian Gibson, el mejor biógrafo de García Lorca, Dalí y Machado dice en “El vicio inglés”, su revelador y escalofriante estudio sobre las técnicas de flagelación en la educación británica, de donde con certeza heredaron mis tutores sus métodos: “La práctica de los azotes no sólo presenta evidentes peligros de orden sexual, sino que en su aspecto de amenaza, puede producir el efecto de aterrorizar a los niños hasta el punto de dejarles en un estado de indiferente sumisión sin pensamiento (….). (Así mismo) es la causa de la existencia de cierta mentalidad, tiránica y servil al mismo tiempo, que induce a los hombres a aplaudir que se inflija a otros aquello mismo que ellos sufrieron en su juventud.” ………………………. Ese año el colegio se traslada del triste edificio del Seminario Menor, lleno de fantasmas y de sombras, hacia la que sería la sede definitiva en el norte de la ciudad. También es el año en que el niño hace su primera comunión. Las fotos de ese día lo registran con la mirada triste, piadosa, temerosa y la inocencia a flor de piel empezando a marchitarse…También ese año el Concilio Vaticano Segundo marca el fin de una dimensión mágica e iniciática en la educación confesional del San Carlos - y del catolicismo en general -, que siempre lo había hechizado: se decreta el fin de la misa en latín y se le ordena al sacerdote oficiar de frente a sus feligreses. Esto significa la muerte definitiva del misterio, (…sólo el misterio nos hace vivir…sólo el misterio, decía Lorca) de la teatralidad, de la poesía, del encantamiento. El rito, en el que con frecuencia el niño es acólito, se banaliza y aparece la pandereta y la guitarra, las Sor Yeyés, las baladitas pías. Termina la alianza de la Iglesia con la gran Música y el gran Arte para ser reemplazada por una ritualidad pedestre y trivial. Es en ese momento que el niño pierde para siempre la fascinación por los actos litúrgicos católicos, por los vestuarios, la gesticulación y la parafernalia que había descubierto de la mano de su tía abuela, organista consumada de las catedrales de Cartagena. 1965. Segundo de primaria. La nueva sede es más abierta y campestre. Sin embargo se mantiene la presión psicológica, académica y física. Su nueva gobernanta se llama de nuevo Barbara…Barbara Johnson, una machorra de Minessotta que en nada se parece a la bienamada y traicionera Muggli. Miss Johnson no sólo tiene también pantorrillas peludas y voluminosas de jugador de rugby estilo Volecky, sino que es – hoy de eso está seguro – un jugador de rugby travestido. Para asombro de todos los niños, batea en los recreos con una sola mano y le gusta que ellos palpen sus bíceps de acero, como una forma de intimidarlos y de demostrarles su poderío bestial. Una tarde le propina al niño - con un palo menos pulido que el de la Muggli y con su fuerza de cuarto-bate profesional - una golpiza tremenda. Lo ha expulsado del salón por una pilatuna y le ordena que la espere afuera. Al salir, lo levanta del piso tirándolo del pelo y lo lleva en volandas al patio, en donde le asesta siete palazos certeros e hirvientes en el trasero. Luego se congracia con él haciéndole una broma, como alguna vez lo había hecho Eduina, y le permite regresar a su pupitre. En otra ocasión en que el niño le pide permiso para ir al baño: “Miss, can I please go to the bathroom?”, ella le responde con sorna: “Yes, you can, but you may not.” Esta sutil diferencia de la lengua inglesa entre poder y poder la entiende con sangre y vergüenza: ese día se caga en los pantalones, delante de ella y todos sus compañeros. 1966. Tercero C. La clasificación por inteligencia, rendimiento y disciplina empieza a ser cada vez más evidente y estricta: en A están los genios y los borregos, en B los mediocres y los normales y en C, están las lacras y los parias. Su directora de curso es la Rectora de Primaria, Sister Assumpta Schaercher (O.S.B.), una monja arrugada con apariencia de tierna viejecita. Para su alivio, empiezan a tener clases con otras profesoras. Recuerda con especial cariño – y deseo – a una hermosa caleña laica, Gloria Vasco, profesora de castellano. Con miss Vasco descubre el amor por las letras. En sus clases de redacción se empieza a destacar en otra cosa, que no sea la maldad y la indisciplina. Un nuevo y fugaz amor… La ternura de Sister Assumpta dura hasta el día en que les revela formas de punición, hasta entonces no conocidas: palmadas y reglazos en la nuca y tirones del pelo de las patillas…La anciana educadora también lo castiga un día con mucho jabón en la boca, por una mala palabra que se le escapa en un recreo: le sujeta la lengua y le frota una barra de Sanit, hasta producir abundante espuma, como en la propaganda, para purificar su boca de cloaca de 9 años de edad. 1967. Cuarto B. Por fin un año más o menos sereno. Su jefa de curso es Sister Benita, la primera monja que le parece al niño realmente dulce y buena. Además es físicamente agraciada. Una artista apasionada por la música. Sister Benita, aunque también es gringa, les enseña por primera vez canciones en español ¡canciones colombianas!: bambucos, pasillos y baladas que acompaña con un harmonio y con su pronunciación a lo Nat King Cole : Mujer si puedes tú con Dios hablar… hurí tan hechicera…. pueblito de mis cuitas de casas pequeñitas….Le agradece el niño en silencio a Sister Benita su serenidad y su gentileza. Coincide este año de tregua con el cambio en los hábitos de las religiosas: de la cofia estranguladora e intimidante, la sotana hasta el piso y los botines de angustia, se pasa a un manto suave en la cabeza que deja ver el pelo de las monjas…¡tienen pelo!, suben el hábito hasta las rodillas …¡tienen rodillas! …y empiezan a usar mocasines y medias de seda veladas…¡Son mujeres!!!, ¡¡¡Son mujeres!!!, descubren. 1968. Quinto A. No acaba de entender porqué lo han clasificado con los niños de categoría A. Su profesora es Sister Mary Ellen. Una monja promedio, anodina. No recuerda ningún tipo de violencia particular con ella. Ese año tiene otra maestra de Literatura, Irma Penning, que le renueva el interés por la escritura a través de un Centro Literario que anima. El dolor en esta ocasión llega por otras vías: la educación física. El profesor de esa área es un tal Torres, un ex militar. Los hace trotar alrededor de la cancha de fútbol hasta casi reventar, los llama mariquitas, ennaguados, troncos y otros apodos diversos para retarlos…para estimularlos. Un día, haciendo una extraña práctica con una bala de plomo muy pesada que los niños deben lanzar y atrapar en el aire, su compañero Felipe Ramírez se tritura el dedo anular de una mano contra una piedra. El niño lo acompaña a la enfermería: tiene la carne reventada, las venas floreadas y el hueso hecho añicos. ………………………. A sus 11 años es un niño débil, gafufo, torpe, inclinado hacia las artes y las humanidades, estudiante de piano, un poco gordo y temeroso de todo lo que signifique confrontación física. En otras palabras… una maleta, una güeva: así les dicen a los de su especie. El fútbol por supuesto es su pesadilla mayor. El fútbol y las matemáticas: es decir, el alfa y el omega para la vida de un sancarlista. El profesor Torres se percata de sus debilidades y temores y se ofrece a ayudarlo con clases particulares y ejercicios especiales. Le propone venir en la hora del almuerzo a su oficina situada en el gimnasio de básquetbol, para enseñarle una rutina personalizada que lo pondrá, al poco tiempo – le promete - al nivel de sus demás compañeros. El niño se ilusiona con su propuesta de tutoría y asiste con entusiasmo a la primera cita. Torres le enseña primero unas flexiones y abdominales tradicionales, `normales´ y luego le pide que se siente de frente en una silla con las piernas extendidas apoyadas en el piso, en diagonal. Luego se acuesta encima de su cuerpo y empieza a moverse y a restregarse de una manera que a él le parece extraña y desagradable, aduciendo que son abdominales especiales. Su olor y su respiración en el cuello le repugnan. No recuerda con exactitud qué pasa después. Lo único que sabe es que se siente incómodo y perplejo. En ese momento aún no sabe nada de sexo ni ha oído hablar de pedofilia ni nada que se le parezca. Regresa a una segunda cita ante la insistencia del maestro. Tiene miedo y asco pero es su profesor y ha prometido hacer de él un hombre: un atleta. Al salir ese día de la madriguera de Torres se promete a si mismo no volver nunca más a estas sesiones. Hoy está seguro de que sus frotamientos y porquerías no pasaron a mayores, pero durante años se siente sucio, confundido y avergonzado y lo que es peor, terriblemente solo pues no se lo cuenta a nadie por temor a ser señalado por algo que aún no comprende. 1969-70. Primero y Segundo de Bachillerato. El gran paso. Dejar atrás el niño de la escuela primaria implica aceptar el reto de renunciar a la esfera de lo maternal/femenino, de la “ternura”, para asumir una educación impartida por hombres para hombres. En el Bachillerato la gran mayoría de los profesores son del género masculino, religiosos y laicos bajo la tutela del flamante rector, el Father Francis Wheri. Otro personaje indescifrable y temible, con sus interminables dedos de organista, sus zancadas de Gulliver con las que recorre los pasillos del colegio en busca de infractores y su afición por hacer chocar cabezas – una contra la otra - cuando sorprende a dos muchachos infringiendo las reglas. El año en que el niño da el salto hacia el bachillerato y por ende hacia la adolescencia, coincide con la entrada del San Carlos en la dimensión de las matemáticas modernas: las teorías de conjuntos, los números primos, los naturales, los imaginarios, la lógica matemática, los silogismos… Nociones totalmente nuevas y abstractas para su mente ya de por sí torturada con las matemáticas tradicionales. Estos dos primeros años del Bachillerato están signados por el protagonista de este cambio: otro institutor siniestro bajo el nombre de Rafael Viera, ecuatoriano…con una reputación de tirano y de verdugo digna de su comportamiento real. El joven está sentado en su clase, literalmente tiritando de miedo ante los conocimientos que Viera empieza a desplegar y que intenta inocularles con un cinismo y una prepotencia solo comparables con la crueldad de Eduina en sus mejores años. Aunque la violencia física tiende a amainar en el Bachillerato, la violencia psicológica toma su lugar: violencia psicológica ejercida de profesor a alumno, de alumno a profesor y, por supuesto, de alumno a alumno. Una competencia despiadada (académica, social, económica, humana) se empieza a instalar y a estimular entre los jóvenes desde estos primeros años del umbral de la vida adulta. La mentalidad del sálvese quien pueda, la ley del más fuerte, el pez gordo se come al chico, el mundo es de los vivos, la selección natural, etc. etc. …son conceptos y lemas que empiezan a hacer carrera entre ellos: la entronización y aceptación de los principios fundamentales que los esperan allá, en el mundo de afuera y para el cual la educación san carlista los está preparando con primor y celo. Esta competencia feroz se traduce también en el matoneo…el “bully-teo”, hacia los más débiles. Si no matoneas te matonean. El abusado se vuelve abusador, parece ser la regla: a alguien hay que cobrársela… (Ver el revelador logotipo de la asociación de ex alumnos del San Carlos: ¡un bulldog de expresión poco amigable, con un collar de púas!). Es entonces cuando aparecen los temibles Iowa Tests, pruebas de razonamiento abstracto ideadas por mentes extrañas en la Universidad de Iowa, para medir el IQ, el coeficiente intelectual de los conejillos sancarlistas. Estas pruebas se convierten en el rasero con el que evalúan el potencial del educando y el éxito o el fracaso del rendimiento académico. A veces estos puntajes son anunciados públicamente para que todos sepan quienes son los genios y quienes los fronterizos. El objetivo a mediano plazo, es que el bachiller del San Carlos pueda ingresar a cualquier universidad gringa casi que sin examen de admisión. Para ello es preciso, pues, sentir como gringos, pensar como gringos, soñar como gringos, actuar como gringos. Loosers and winners: en esas dos categorías quedará dividido por siempre jamás el universo mundo. ………………………………………….. El profesor Viera lo detecta (y lo detesta) desde el primer día en que conoce al joven y decide incrustárselo entre ceja y ceja. Lo convierte en su víctima predilecta. Muy pronto se da cuenta de que éste le teme, que no le entiende nada, que además es un rebelde…que es diferente. Se dedica a hacerle la vida imposible. Y el joven a él. No desperdicia oportunidad para humillarlo y demostrarles a todos su ineptitud y su torpeza. Un día lo sorprende, durante un examen, intentando mandarle un mensaje al pelirrojo Julio Concha para que lo ayude - al menos con una respuesta - para no obtener de nuevo un cero aclamado. En el momento en que está terminando de escribir el mensaje, Viera (que acostumbra sacarse la cera de los oídos con un gancho de pelo mientras vigila los exámenes) se lo rapa y lo lee en voz alta. Los llama al Sr. Concha y a él al frente del salón y se inicia un performance inolvidable: “Á mi derecha, el buen estudiante: con su cabellera dorada es el hijo del Sol, del saber, del estudio, de la luz, de la responsabilidad, de la inteligencia…A mi izquierda, el hijo de las sombras, de la noche, del mal, del fraude y del engaño…Sr. Concha, si usted hubiera recibido este mensaje infame lo habría aceptado?..¿Habría hecho trampa para ayudar a este delincuente?” “No, profesor, por supuesto que no. Él ha debido estudiar para no tener que copiar. No profesor, no lo habría ayudado.”, afirma sonriente el gordo Concha. “Señor Restrepo, tiene 0 para el bimestre. Su comportamiento indigno lo deshonra.” La hija del Profesor Viera, Carmenza Viera de Vargas, a quien llaman la vieja Vargas, es otro personaje: enseña español y literatura. Su personalidad es tan compleja como la de su padre, con una extraña mezcla de resentimiento social y mala leche, aunque menos violenta. No es hermosa, pero es una mujer y en el absurdo aislamiento de género en el que se forman los jóvenes de los colegios no - mixtos, se vuelve objeto de morbo y de deseo. Empiezan entonces a aparecer los espejitos en los zapatos de los alumnos para poner un pie entre las piernas de la profesora y verle cuadro. A pesar del miedo y la antipatía que el joven le profesa, reencuentra con la Sra. Vargas la literatura y el gusto por la escritura. En su clase se destaca cuando de escribir o de recitar se trata. Declama los poemas de su padre en las izadas de bandera e intenta incluso imitar su voz… “Tengo corazón de mar y agua salada en las venas…” ó “almendro que recuerdas tardes que fueron hechas de tu nombre…”. En su clase hace sus primeros pinitos como cuentista y poeta… Un extraño profesor de religión aparece en el panorama, el Father Phillip, un histriónico exegeta de las Escrituras que empieza a introducir nociones filosóficas y teológicas hasta entonces desconocidas. Traza con tiza en el tablero alucinados mapas divinos: las marañas y los cruces de conceptos endiablados y extraños: la gracia, el perdón, la fe, la trinidad, la eternidad, el limbo, el purgatorio, el infierno… El joven lee en 2º de Bachillerato “El retrato del artista adolescente” de Joyce y encuentra coincidencias y revelaciones que lo ayudan a desenmascarar esta educación que le parece cada día más perversa, fundamentada en la recompensa, la culpa y el castigo: “La malicia, aunque impotente, de la que estas almas endemoniadas se ven poseídas, es un mal de ilimitada extensión, un terrible estado de perversidad que apenas si nos podemos imaginar, a menos que no tengamos en nuestra mente la enormidad del pecado y el odio que Dios le profesa.” James Joyce, Retrato del Artista Adolescente Empieza entonces a entender que es este Dios del odio, del rencor, de la venganza, de la sangre y del sufrimiento el que está en la base de toda esta espesura de doble moral y crueldad sin límites. Es a partir de este momento que su permanencia en el San Carlos empieza a pender de un hilo. Su condición de desadaptado, de cuestionador, de oveja negra, de mala influencia empieza a manifestarse cada vez con más fuerza. El Father Phillip convoca a los padres de sus mejores amigos y los previene sobre el peligro que corren sus hijos al lado de la manzana podrida. Empieza a surgir su reputación de líder negativo. A fuerza de esconder sus heridas y sus debilidades, decide convertirse también en victimario. Organiza en los recreos sesiones de burla hacia los más débiles. También planea y supervisa temibles saladas, que son práctica habitual en los colegios de hombres y que consisten en auténticos linchamientos: un cumpleañero, un recién llegado o un niño afeminado son víctimas perfectas. Basta atrapar entre varios cobardes a un sujeto, despojarlo de su ropa, rayarle el cuerpo con marcadores y bolígrafos, hacerlo comer hierba, tierra, chizas, cucarrones y hasta mierda, para después arrojar su ropa al tejado y obligarlo a subir semidesnudo para recuperarla, en medio de la risa y los silbidos de todos. La explosión de la sexualidad es también en estos años un caudal incontrolado: la exploración desaforada del sexo propio y del sexo opuesto, del que los mantienen aislados y al que sólo tienen un acceso limitado y ansioso, se vuelven obsesiones. Esta educación que se enfoca obsesivamente sobre el cuerpo para castigarlo y negarlo, tiene un denso trasfondo de domesticación sexualizada y retorcida. Su mejor amigo en estos años es un muchacho culto, refinado y sensible que pasó parte de su infancia en los EEUU: Carlos Hernández, un artista, hijo de un militar santandereano de la Fuerza Aérea y de una madre de origen libanés. Es el primero que le habla al joven de Jackson Pollock, de Chalie Parker, de Emily Dickinson, Sylvia Plath, Andy Warhol, Frank Lloyd Wright, entre muchos otros. Carlos lo adora y le acolita todas sus hazañas y fechorías. Es tanta su devoción por él, que incluso acepta ser su víctima y se somete a sus escarnios y burlas. El joven también siente por Carlos un gran afecto y su complicidad es profunda, pero no sabe ni puede demostrarlo. Para ocultar el miedo a ser agraviado, a ser él mismo objeto de las humillaciones, debe portar sin tregua la máscara del verdugo, aún si por dentro está muriéndose de miedo, de soledad, de vergüenza. (Hoy quisiera decirle a Carlos públicamente que lamento mis atropellos y bellaquerías, que lo admiraba y respetaba enormemente: que lo amaba como a un hermano, como el hermano que nunca tuve.) 1971. Tercero de Bachillerato. Álgebra , Geometría , Zoología. Tres materias fantasmas que empiezan a hundirlo más y más. Poco a poco se va agotando su capacidad de resistencia. Los reportes de calificaciones son cada vez más alarmantes: el rojo va tiñendo mes por mes la libreta hasta evidenciar que sus días en el San Carlos están contados. Su padre no concibe la idea de que su hijo, su único hijo, fracase en “el mejor colegio de Colombia” (este es el mito que les han vendido a todos). Los castigos, azotainas y reprimendas por el bajo rendimiento escolar encuentran en el hogar una prolongación orgánica. Con algunos de sus compañeros comparan los cardenales que les dejan en la piel las palizas paternas. Pero la alianza entre los dos entornos, para evitar este fracaso, no da resultados. Hasta el piano, que hasta entonces había sido su aliado, su oasis, su refugio, se convierte en otra tortura…La tapa del teclado se metamorfosea en fauces y las teclas en dientes y colmillos…ni lo uno ni lo otro. Un bueno para nada, un inconstante…un mediocre: estos son los estigmas y los motetes que empiezan a endilgarle. Ese año aparece un profesor de inglés y de teatro que llega a romper la monotonía y la desazón: Mr. Patrick Duffy. Dicen que es gay y que fuma marihuana. Ese año dirige una opera rock de protesta llamada La Pancarta y el joven es invitado a participar como organista. Descubre la pasión por las tablas y la bohemia artística. Cada vez es más claro que el universo y el ideario sancarlistas no son su elemento. Sabe que debe desprenderse de este mundo pero no sabe cómo. Es tanta la angustia y la sangre que ha vertido en este lugar, que en el fondo no concibe él mismo rendirse sin graduarse, sin coronar la cima. Ese año es tal la debacle académica que se avecina, que en los exámenes finales logra orquestar un fraude para salvar el curso. No es un fraude solitario: varios de sus compañeros participan del exitoso chancuco que lidera y así logra pasar raspando el año. 1972. Cuarto Bachillerato. El panorama se torna aún más sombrío. El campo minado de este año se llama Algebra II, dictado por la monja canadiense vestida de civil, Sister Antoinette. Un día en que el joven está cantándole un tango en voz baja a un amigo durante su clase: “…fumando espero al gordo que yo quiero…” la monja cree que está burlándose de sus piernas y, llorando, lo expulsa del salón. Es inútil jurarle que su canto de arrabal nada tiene que ver con sus gordos muslos. Se ve obligado entonces a escribirle una carta rogándole clemencia. La monja finalmente le cree, acepta sus excusas y en el recreo se abrazan entre sollozos. Su mente se aleja cada vez más de la lógica de los futuros tecnócratas y dirigentes que el Colegio está formando. Ese año, ante la expulsión a mitad del período de Mr. Davis, el profesor de historia - por sus ideas de avanzada - asume la materia, nada más ni nada menos, que el mismísimo Padre Francis, el rector, quien extrañamente dedica gran parte del curso al estudio del apartheid en Sudáfrica…Un día el cura es llamado a su oficina en mitad de una clase. Los deja solos y les asigna una lectura. Una vez más, obedeciendo a un inexplicable impulso, como aquel día lejano en que Miss Muggli también los dejó solos y el niño fue traicionado por todos, el joven se pone de pie y decide ir de pupitre en pupitre, para cerrar los libros de historia de sus condiscípulos. Cuando ya está a punto de cerrar el último, en medio de las risas de unos y las protestas de otros, ingresa al aula en silencio el rector-organista. El joven no se percata de su llegada y continúa divertido su acto delirante. Se produce entonces un silencio glacial. Al voltearse ve al cura en la puerta del aula que lo observa por encima de sus gafas. En una reacción, igualmente teatral y absurda, regresa rápidamente, de pupitre en pupitre, abriendo libro por libro: “I am sorry, Father, I am sorry, Father, I am sorry Father……” Al terminar el cura lo atrapa por el gaznate y le atraviesa el rostro con un par de bofetadas. La presión psicológica se va tornando insoportable. Aparecen los primeros pensamientos sobre el suicidio. Una tarde pide permiso para ir a la enfermería del colegio. Ya no resiste un segundo más. De un momento a otro decide robar del botiquín 30 aspirinas (¡!) y en el baño, temblando y con lágrimas en los ojos, se las toma una tras otra. Debe poner fin al tormento…Sin embargo, no quiere morir…quiere solamente llamar – una vez más - la atención. Regresa al salón y se sienta a esperar los efectos. Nada ocurre: sólo un zumbido en los oídos que dura varios días y un poco de diarrea. Eso es todo. Nadie se percata de su grito. La vida continúa. …………………………… El fin se acerca…para todos es cada vez más claro que debe abandonar este lugar. Sin embargo la infatigable presión paterna lo obliga a mantenerse allí y de nuevo ese año, ante la inminencia del desastre, logra repetir el fraude. Una vez más aprueba el curso ante la incredulidad de todos.´ 1973. Quinto Bachillerato (Primer intento). El principio del fin. Este grado está clasificado como el gran coco: Cálculo, Química, Fundamentos de Economía, Computadores y la madre de todas las guerras: Física I, dictada por el nuevo, rutilante y muy joven vice – rector, Pablo Navas, 24 años, ex alumno estrella del colegio, recién graduado con honores de la Universidad de Cornell. El libro de Física es de los autores Sears y Semanzky, texto que se estudia en las carreras de ingeniería de las Universidades, pero que el San Carlos decide imponer a sus pupilos de los dos últimos años. Desde que el joven ve el libraco y conoce al profesor, se da cuenta de que ésta será finalmente la causa de su partida. Así lo deciden mutua y tácitamente profesor y alumno. Los acontecimientos empiezan a precipitarse. El derrumbe es cada vez más evidente. Al cabo de pocos meses de haber iniciado el año, es claro para todos – sus padres incluidos – que ya no hay marcha atrás y que el promedio de calificaciones es irrecuperable. Resuelven entonces ¡finalmente! que debe retirarse del colegio - al menos por un tiempo - para recobrar el aliento y la cordura. Se inicia uno de los períodos más felices que ha conocido hasta entonces. Su padre decide conseguir tutores privados para que pueda ponerse al día en las materias que tiene perdidas. Reanuda sus clases de piano, descubre la soledad, la lectura, de nuevo la escritura y descansa por unos meses de las presiones académicas. Al cabo de este tiempo y luego de profundas reflexiones y propósitos de enmienda, comete el que sería uno de los errores más grandes de su vida: le propone a su padre regresar al San Carlos para repetir el 5º año e intentar cumplir el sueño de graduarse del mejor colegio de Colombia. 1974. 5º Bachillerato (2º y último intento) Inexplicablemente el rector acepta que el joven regrese a repetir el año. Pero es en ese mismo período que el divorcio de sus padres y el derrumbe de la estabilidad familiar ocasionan la tormenta definitiva. Al cabo de cuatro meses de haber reincidido, se evidencia un nuevo fracaso. Y es justamente en la clase de Física, con el Vicerrector Navas, donde se produce el estallido final. Durante un examen, mientras sus compañeros afanados responden las preguntas, armados unos con sus reglas de cálculo y otros con las recién aparecidas calculadoras electrónicas, decide sentar su protesta definitiva. La imagen de aquel primer día con Eduina en 1963, regresa a su memoria. Decide no contestar el examen y procede a llenar la hoja de respuestas con poemas sobre su angustia y dibujos de un lorito afligido y perplejo. La entrega al profesor y se retira presuroso del aula. Al día siguiente, Navas devuelve a todos los alumnos los exámenes calificados y anuncia que solo le falta uno por examinar: por supuesto se trata de su manifiesto, que el vicerrector decide calificar en público. Lo llama al frente del salón y le pide en tono sarcástico que explique el significado de los dibujitos y de los poemas. Él joven guarda silencio. Navas le pide que abandone la clase y que lo espere afuera. Al salir, lo invita a caminar por los pasillos y le pasa un brazo afectuoso sobre los hombros: “ – Hombre Restrepo, El colegio ha hecho todo lo que ha podido por usted. Le ha dado una segunda oportunidad y no hay respuesta de su parte! Ya es evidente que usted no sirve para nada. Quiero proponerle algo: mi padre tiene una finca en Ubaté. Tenemos muchas vacas. Yo creo que usted está hecho para ese tipo de vida. Le ofrezco un trabajo de ordeñador en la finca. Estoy seguro de que será más feliz allí haciendo eso.” Lo miro atónito. No puedo creer que me esté hablando en serio. Lo que me ofende no es que me proponga un trabajo de ordeñador en su finca, sino que piense que este sea un oficio para alguien que no sirve para nada. No le respondo, me doy media vuelta y doy, uno tras otro, los pasos que ponen fin a esta pesadilla de once años. ………………………………………….. Epílogo I Lo que sigue después es un proceso de recuperación de la dignidad y de la autoestima: una resurrección. Logro organizar mis cosas y mi vida (con la ayuda de un psiquiatra) para terminar mis estudios en un colegio “normal”, el Liceo Boston, donde coincidencialmente había cursado un año de pre – kinder, antes del fatídico Transition A. En el Boston encuentro una maestra de Literatura y de Filosofía, María Eugenia Arango, de quien puedo decir, sin temor a exagerar, que me salva la vida: su elegancia, dulzura, inteligencia y sobriedad me ayudan a definir un norte: de nuevo la literatura me sirve de consuelo. Es ella quien me revela, entre muchas otras cosas que le agradeceré hasta la tumba, la imprescindible “Carta a mi padre” de Franz Kafka, otro texto-espejo, otro texto bálsamo. Sin embargo la secuela indeleble del San Carlos, (se trata solo de invertir dos letras y escuela se vuelve secuela), quedaría para siempre en la carne de mi alma y de mi cuerpo. Hoy puedo afirmar que la violenta educación corporal que recibí durante mi infancia y adolescencia me llevó – paradójicamente - a hacer lo que hoy hago. Aunque la ciencia afirma que el abusado se torna en abusador, en mi caso particular me he propuesto demostrar, como proyecto de vida, que esta ecuación puede ser desvirtuada: a pesar de los pesares, del dolor, la humillación y la rabia, he intentado forjar con EL COLEGIO DEL CUERPO (eCdC) una propuesta educativa basada en el amor y en la exigencia pero, sobretodo, cimentada en una pedagogía del respeto, de la dignidad y del placer por la disciplina. Epílogo II Algunos se preguntarán (mis ex-condiscípulos más cercanos incluidos) por qué decidí, al cabo de tantos años, asumir el ingrato rol del aguafiestas. ¿Por qué esta suerte de catarsis pública, por qué esta avalancha de resentimiento y de memorias oscuras? Recientemente han aparecido noticias en los periódicos sobre rachas de suicidios infantiles y juveniles causados por la presión académica y el matoneo en los colegios de estratos altos y bajos. Cada día es más común oír hablar de médicos que recetan Ritalina a los niños “hiperactivos” y desadaptados, que no aceptan permanecer sentados durante ocho horas en un pupitre, porque simplemente ‘no caben en su cuerpo’. Las masacres de Columbine, y de otras escuelas en los EEUU y Europa han puesto en evidencia el tipo de violencia que a veces se incuba al interior de los centros educativos y que estalla de pronto, como un volcán de resentimiento irracional y de venganza. Recuerdo, siendo aún un adolescente inmerso en pleno tormento sancarlista, haber visto “If” de Linsday Anderson, con el actor Malcom Macdowell, película premonitoria y terrible que me estuvo rondando en la cabeza durante años. En ella McDowell y sus compañeros deciden hacer justicia por su propia mano y vengar, a punta de metralla, los atropellos y abusos a que fueron sometidos en su escuela durante años. Afortunadamente los acontecimientos en mi vida se desarrollaron de una manera en que pude dirigir mis instintos y talentos hacia otros rumbos. Pero no todos corren con la misma suerte…. Epílogo III (en voz baja) Siempre he sentido curiosidad por saber si a Andrés Pastrana, uno de los más ilustres ex alumnos del San Carlos, también lo muendiaron como a mí y mis compañeros. ¿O será que, desde entonces, por ser hijo de Misael pasó impune, digo, inmune? En épocas recientes, cuando lo veía ya grandecito en las fotos de los periódicos, sentado en la oficina oval de la ‘rectoría del mundo’ con el Father Bill, llevándole de regalo spanking sticks (Plan Colombia, etc.) y acusando por sus pilatunas y malas compañías al gordo Samper, sentía que el tiempo no había pasado…y que la pesadilla continuaba. Epílogo IV Tres eventos ocurridos en los últimos años me han ayudado a paliar, en gran medida, la relación torturada de mi memoria con el San Carlos. En 1993, un profesor de teatro, ex alumno del colegio, me invita a presentar, en el mismo lugar donde una vez hicimos la ópera rock “La pancarta”, mi solo de danza “Rebis” (homenaje a Federico García Lorca), (1986) una de mis obras más polémicas y atrevidas. En ella danzo completamente desnudo, con el cuerpo pintado de rojo y negro, en un extraño (g)rito de soledad, liberación y amor con el cuerpo. El Padre Francis, no sólo aceptó que esta obra se presentara en el Colegio sino que acudió esa noche y me felicitó entusiasta. En el año 2004 fui invitado de nuevo por el departamento de Teatro a realizar una demostración de trabajo con los muchachos del Grupo Piloto Experimental de EL COLEGIO DEL CUERPO. Fue una oportunidad de exponer ante los estudiantes de Bachillerato y ante el mismo Father Francis, mi visión y mi versión de la educación, como vehículo para despertar lo que en eCdC llamamos el espíritu maestro de cada discípulo: el descubrimiento gozoso de la vocación asumida con pasión y clarividencia. El último acontecimiento-quizás el más significativo - ocurrió en Julio del año 2005 en la Isla de Barú, cerca de Cartagena. Allí inauguramos en el Instituto Ecológico Barbacoas, colegio de la Fundación Mario Sto. Domingo, una hermosa maloka de Danza para nuestro Proyecto Piloto de Educación Corporal Integral, diseñado por EL COLEGIO DEL CUERPO para niños de los pueblos de Sta Ana y Ararca. Al acto de lanzamiento del programa llegaron en helicópteros personalidades del más alto nivel, entre las que se contaba Doña Lina Moreno de Uribe, Primera Dama de la Nación. Cuál no sería mi sorpresa cuando reconocí entre los invitados al artífice paradójico de mi liberación definitiva de la etapa sancarlista: Pablo Navas, mi profesor de Física, el entonces joven vice rector y hoy miembro vitalicio del Consejo Directivo de la Universidad de los Andes. A pesar de que no lo veía hacia más de 30 años, lo reconocí de inmediato. Me acerqué a darle la bienvenida y me reconoció él a mí también. “Hombre, que bueno verlo”, me dijo…“yo estoy en deuda con usted, pues me ha dado una lección de vida… Sí, cuando se tiene un sueño y se lucha por él, nadie puede detenernos. Lo felicito por lo que está haciendo”. Nobleza obliga, decía mi abuela…Gracias, Pablo. ……………… Epílogo V Hoy puedo decir que me siento un poco más liviano y un poco más limpio después de haber podido hablar de todo esto. Debo ofrecer disculpas a mis plausibles y pacientes lectores por esta confesión. A mis condiscípulos más cercanos quisiera decirles que fueron muchos los momentos de complicidad y de aventura entusiasta que vivimos juntos y sobre los que no hablé en esta crónica…talvez porque la angustia y el dolor de esos años opacan esos breves instantes de luz. Lamento si he ofendido a quienes pasaron en el San Carlos ‘la época más feliz de sus vidas’. Pero pueden estar seguros de que soy yo quien más lamenta el haber tenido que recurrir a este exorcismo, para poder decir que hoy vivo dentro de mi cuerpo y de mi espíritu de artista y de educador, libre por fin de la autocompasión y el miedo y sobretodo - y a pesar de todo - con dignidad y plenitud. Cartagena de Indias, Noviembre de 2006 *Bailarín, coreógrafo y pedagogo. Director de EL COLEGIO DEL CUERPO de Cartagena de Indias