Pisar la tierra fértil

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Pisar
la tierra fértil
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Pisar la tierra fértil
Edición: Secretaria de Política Sindical - Salut Laboral
UGT Catalunya
Redacción, diseño y corrección: l’Apòstrof, sccl
Impresión: Artyplan
Depósito legal: B-XXXXXXX
A las seis de la mañana el calor cubre zanjas y
hoyos de tierra fértil. El fresco de la madrugada
no ha llegado ni al pueblo, ni a la cama de metro
treinta y cinco por metro ochenta de Rosa y Miquel,
que se mueven, resudados, unas veces hacia la
derecha, otras hacia la izquierda. Dentro de una
hora se levantarán, prepararán un buen desayuno
en el patio y Miquel se irá hacia el campo a recoger
veinte cajas de peras. Hoy Rosa no lo acompaña,
tiene que ir a pedir recetas al médico; empiezan
a hacerse mayores y las enfermedades propias de
la edad los obligan a pasar por la consulta, como
mínimo, dos veces al mes.
Tro duerme al lado de una horca de hierro. También nota el calor de pleno agosto y el peso de
hacerse viejo. Es un perro entusiasta, va todo el
día correteando alrededor de Miquel y se conoce
a pies juntillas todo el término de este pueblo de
la Cataluña interior. La Portella es un municipio
rural como muchos otros y Miquel y Rosa, dos
payeses más.
Una mañana normal después de una noche corriente se puede torcer en cualquier instante. Eso
no lo sabe Rosa cuando suena el teléfono. Ha
vuelto del médico y ahora está en el patio, rastrillando las hojas en montones, en forma de montañitas. Corre, sofocada, hacia el recibidor de la
casa y descuelga. La llaman para darle una noticia
que cinco horas antes no podía ni intuir.
Cinco horas antes se levanta de la cama después
de una noche larga y bochornosa y desayuna al
fresco con Miquel, su marido de toda la vida, que
es como le gusta llamarlo.
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_Rosa, anda, el café con leche, que si hoy no me
espabilo llegaremos tarde…
_Miquel, anda, la bombilla de la escalera, que si
hoy no la cambias, no llegaré tarde, no; no llegaré
porque me caeré por la escalera.
Y se ríen. La complicidad se les amontona, también en forma de montañitas, en las conversaciones
de primera hora de la mañana. Hace 42 años que
están casados, viviendo en la misma casa y labrando la misma tierra y casi la misma vida.
Los de esta casa, cal Ressalat, venían de una tierra
pobre y a Miquel hay una forma de miseria que no
lo ha abandonado nunca. Ahorra y, aunque no
quiere ser agarrado, lo es. Es, también, padre de
tres hijos, abuelo de cuatro nietos y propietario de
tres hectáreas de tierra fértil en la partida de Canta
Perdius, en el término municipal de la Portella. Las
heredó de un tío lejano y lo que entonces era tierra
campa pronto se convirtió en tierra de frutales con
más de 300 melocotoneros y 250 perales alineados
como caminos de hormigas.
A estos árboles Miquel les debe la vida. Se ha
dejado la piel para cuidarlos _podarlos, sulfatarlos,
cosechar su fruta_ y múltiples sobreesfuerzos
cargando cajas de más de 30 kilos le han costado
dos hernias discales dolorosas. Él es un payés de
pura cepa, tozudo como una mula. Se lo decía su
padre cuando era pequeño. Se lo dice su hijo ahora
que ya es mayor. Trabaja hasta caer reventado,
está a punto de cumplir los 63 y cada paso le
cuesta un gran esfuerzo. Rosa hace tres años que
está detrás de él para que se jubile y él no quiere
ni oír hablar de ello. Sabe que el día en que
amontone la última caja de fruta, estos campos
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donde ahora arraigan 550 árboles se convertirán
en tierra campa otra vez.
Mientras Rosa quita la mesa, Miquel pone el
tractor en marcha, un Rossey Montery rojo comprado en 1982 en Lérida. No está equipado con
ninguna estructura antivuelco resistente. Ni arcos,
ni cuadros, ni bastidores, ni, evidentemente, cabina.
Compró unos arcos para pasar las revisiones
periódicas pero, justo cuando vuelve de la ITV
cada mes de junio, los quita porque tiene un bancal
de melocotoneros muy estrechos y se le enganchan
las ramas. Es descuidado con estas cosas.
Rosa se asoma por la ventana del comedor y lo
llama tres veces. Miquel no contesta. En el almacén
se oye el trajín de cajas, cubos y los ladridos de
Tro, que sí que ha oído a Rosa.
_¡Miquel, te has dejado la nevera! _grita ella.
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“Está como una tapia”, confirma otra vez. Va hacia
la cocina, la coge por el asa de color negro y baja
las escaleras medio a oscuras, porque no hay ventanas y la bombilla se ha fundido. Cuando ella abre
la puerta del almacén, él ya tiene el tractor en
marcha y el ruido es violento. Le hace una señal:
levanta el brazo izquierdo enseñándole el olvido.
_Ay, ay, que perderías la cabeza dentro de la
cama y no sabrías encontrarla... _le dice, cómplice.
_Pero ¿por qué no me has llamado?, ¡Habría
subido a buscarlo yo! Estoy en la luna pero no
estoy inválido.
_No estás inválido, pero estás sordo... Te he
llamado cuatro veces y no ha habido manera...
Miquel tiene problemas de oído desde hace más
de diez años. A fuerza de insistir Rosa y Gabriel,
su médico, al final se hizo una audiometría. Ha
perdido capacidad auditiva, seguramente por la
continua exposición al ruido del tractor. Como
médico rural con larga experiencia, Gabriel ha
comprobado los problemas de sordera que tienen
muchos payeses y por ese motivo les recomienda,
antes de que sea demasiado tarde, la utilización
de protectores auditivos. Miquel, como la mayoría
de los agricultores del pueblo, pasa por alto el
consejo; piensa que los médicos son unos pejigueras y siempre se pasan de la raya.
Tro menea el rabo por entre las piernas de Miquel;
Rosa le acaricia los dedos _manos enormes, trabajadas_ y le fía un beso en la mejilla que sabe
que le será devuelto a mediodía.
_Me voy, niña, me voy, que todavía tengo que pasar
por la cooperativa a buscar cajas y se me hace tarde.
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Anda, Tro, sube al remolque. ¿Cierras tú la puerta?
Rosa baja, curvada como un junco, la pesada puerta
de hierro mientras mira cómo enfila calle abajo
con el tractor. Dentro del almacén, a oscuras,
observa trastos y comida acumulados: azadas, hoz,
guadañas, horcas, tomates colgados, cajas de verdura, hojas de laurel extendidas en papel de periódico, botes de confitura... Sus hijos ya hace tiempo
que insisten en que hagan limpieza y tiren lo que
no necesitan. Pero ni Rosa ni, por descontado,
Miquel lo hacen ni lo harán. Este es su primer
refugio y posiblemente también sea el último.
Miquel recorre 470 metros desde su casa _calle del
Joc, número 4_ hasta la Cooperativa Agraria de
La Portella, situada a las afueras del municipio. En
este trayecto tan corto ya nota cómo se le tensa la
zona lumbar. El dolor de espalda convive con él
desde hace muchos años y estos viajes tampoco le
ayudan demasiado; el tractor no lleva ningún dispositivo de protección para amortiguar las vibraciones. Hace años que los de casa insisten _como
mínimo y teniendo en cuenta que se niega a cambiar
de máquina_ en que debería ponerle un asiento con
suspensión. Él, cabezón por naturaleza, no quiere
hacerlo. Piensa que será tirar el dinero. Ya hizo
suficiente poniendo la luz de señalización rotativa.
Aparca su Montery rojo al lado del Max Stoler
7030 Premium de color verde de Jaume, su amigo
y compañero de cartas. Juegan a la butifarra cada
noche en Cal Francis, el café del pueblo. Trueno
salta del remolque de un salto seco y corre hacia
dentro de la cooperativa.
_¡Eh, buenos días, Miquelet! ¿Te han dejado
dormir el calor y la paliza de anoche?
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_¡No tengo mal perder, joder! Pensaba que la
lluvia de la tarde refrescaría el catre, pero nada
de nada...
Jaume también es payés y también ronda los
sesenta. Ahora, como Miquel, recoge pera limonera
y trabaja mucho. Forma parte de una gran familia
de agricultores en la que antepasados y descendientes se dedican al campo. Aunque él todavía
es de la vieja escuela, sus hijos ya han introducido
el cultivo de productos ecológicos en tierras que
hace diez años era impensable que no se rociaran
con fertilizantes.
_Esta semana acabo de recoger la pera y me parece
que voy a plantarme aquí.
_¿Qué quiere decir que vas a plantarte aquí, Jaume?
_Pues que los puñeteros de mis hijos quieren que
este invierno arranque los bancales de perales;
quieren dejar las tierras en barbecho una temporada
para que se desinfecten y poder después poner
esa mandanga ecológica. Qué se yo…
_¡Joder con los verdes! Mira que son buenos
chicos, ¿eh?, pero parece que han perdido el norte
con eso de la ecología… Sea como sea, con ellos
tienes la gran suerte de que tu trabajo, de una
manera u otra, continúa. Fíjate en mí… Los tres
a vivir a la ciudad. Los tres trabajan ocho horas
al día enclaustrados en una oficina.
A Miquel le cuesta asumir que su trabajo morirá
con él, de la misma manera que le cuesta apartar
la vista del tractor de Jaume. Cabina abatible,
doble tracción, motor de seis cilindros, sistemas
de suspensión en el asiento. Todo lo que él podría
tener si hubiera hecho caso a su amigo y a otros
socios de la cooperativa y hubiera aprovechado
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las ayudas de la Generalitat para renovar maquinaria agrícola y se hubiera comprado uno nuevo
más confortable y mucho más seguro.
_No lo mires tanto, que me lo vas a gastar. Y si
tú no lo tienes es por terco y agarrado, ¡que eres
un agarrado, joder!
_¿Qué querías que hiciera yo, comprando un tractor,
si me tengo que jubilar en cuatro días? Que yo no
tengo relevo, Jaume…, que yo no tengo relevo.
_Ahora sí que te tienes que jubilar de aquí a cuatro
días, pero hace seis años, que es cuando lo compramos, la jubilación quedaba lejos. Fíjate el
partido que le habrías sacado… Y no te jodería
ese dolor de espalda. Y podrías escuchar a Dyango
mientras vas al bancal.
_¡Déjame de Dyangos y de dolores de espalda!
Yo no necesito tantos lujos para ir a trabajar.
Jaume sabe que renovar la maquinaria agrícola
no es un lujo, sino una necesidad. Él es de los
pocos payeses del pueblo que tienen en cuenta
los riesgos, cosa que no lo hacen ni Miquel ni el
90% de los payeses del pueblo, que solo se ocupan
del problema cuando un inspector de trabajo les
llama la atención.
Son las ocho y media pasadas y el sol ya pica y
abre un surco en medio del cielo. Los dos hombres
se apresuran a pedir a Robert, el encargado de la
cooperativa, que les ponga unas treinta cajas en
los remolques. Con la cháchara, se les hace tarde.
_Chicos, en Canta Perdius está el suelo mojado.
La lluvia de ayer no ha refrescado nada, pero lo
ha puesto todo perdido. ¡Ahora ha pasado Pauet
y dice que hay un barrizal de miedo!
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Cargados con las cajas, suben cada uno a su tractor
y se dirigen al bancal. El término municipal de la
Portella es extenso y Miquel lo conoce bien; su
cabeza es un magnífico fichero de historias de
toda esta tierra. No solo sabe sus particularidades
_esta es buena para la nectarina, aquella para
poner huerta_, sino su historia viva _aquí Trini y
Narcís probaron a plantar frutas tropicales; allí
encontraron muerto al hijo del Ventura_. El fondo
de esta tierra no tiene secretos para él.
_¡Tro, arriba, vamos!
Los campos de Miquel, en la partida de Canta Perdius,
están al lado del Noguera Ribagorçana. Le gusta
escuchar, mientras cosecha, a alguna madre con sus
hijos bañándose y tomando el fresco bajo los chopos.
Él, a veces, también se refresca las piernas en el río.
Lo hace a última hora, cuando la vida se serena un
poco. Entonces, prisas, las justas. Rosa no sabe que
su marido pone los pies en remojo y se tumba en la
hierba boca arriba porque a él le da vergüenza
contárselo.
Para llegar a su bancal al lado de este río, tiene que
recorrer un kilómetro por carretera y otro por camino.
Cuando conduce por carretera, se abrocha el cinturón
ventral de seguridad. No obstante, cuando las ruedas
dejan el asfalto y tocan la tierra polvorienta, se lo
desabrocha. Sabe que no es legal pero le molesta.
“¿Qué me va a pasar por un camino tan poco transitado, que lo conozco como si lo hubiera parido?”,
piensa.
Conduce con mucho ímpetu; con el tractor no
puede pasar de los 40 km por hora pero, si tiene
prisa como hoy, no tiene inconveniente en hacerlo
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y lo hace. Rosa también es una gran trabajadora
y sus manos se echarán de menos esta mañana.
Aprieta, pues, el acelerador y saluda alzando el
brazo a los de Ca la Modesta, que son un montón
y cosechan al lado del camino y de sus tierras.
Tro castañetea los dientes todo el trayecto; la
velocidad del vehículo y la vibración del remolque
lo marean. Por eso, cuando llegan y frena, el perro
salta a la desesperada con el fin de tocar tierra
firme, la misma que toca Miquel después de bajar
del tractor sin apagar el motor. Sabe perfectamente
que, igual que no tendría que correr, no tendría que
dejar el tractor en marcha y sin el freno de estacionamiento para descargar el remolque; la máquina
se podría mover en cualquier momento y ocurrir
una desgracia. Pero él no tiene sentido del riesgo.
Es puro instinto y orgullo, una mezcla perfecta para
pasar por la vida pero en ningún caso para vivirla.
Rosa, en cambio, es una mujer fuerte, con mundo
y criterio. Es a la única a la que, solo de vez en
cuando, hace caso. Aunque hoy no ha sido así. Se
lo ha dicho en cuerpo y alma y de un tirón _cambiemos el tractor, no corras, haz el favor de ponerte
las barras de seguridad_, pero él lo ha oído como
el que oye llover. Ya es mayor y no quiere que
nadie lo cambie. En los últimos tiempos solo ha
conseguido convencerlo para ir de vacaciones. Se
van cuando todo el mundo trabaja para así poder
trabajar cuando todo el mundo se va. Esa ha sido
una victoria de Rosa después de muchos años de
combate con Miquel, que no es capaz de reconocer
que la vida pasa mejor si, entre trabajo y trabajo,
se intercala el ocio.
Miquel avanza y para el tractor una y otra vez
para descargar las cajas de fruta a lo largo del
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bancal: seis en cada diez perales. Cuando ya ha
recorrido dos hileras y ha descargado, también,
los cubos, la nevera, el bocadillo de fuet y la radio,
sube otra vez al tractor con el fin de aparcarlo en
la orilla, en una zona umbría y de pendiente
pronunciada. Lo pone en marcha y en el preciso
instante en que las manos hacen girar el volante
y el pie derecho hace fuerza sobre el pedal del
acelerador, el tractor se precipita deslizándose
pendiente abajo. Un golpe seco con la zanja que
recoge y conduce el agua del riego fuera del
bancal, desequilibra el vehículo. Todo ha sucedido
en cuestión de segundos. Miquel solo ha podido
proferir un “hostia” y ha quedado atrapado debajo,
entre la máquina y la tierra fértil que lo ha visto
nacer.
Esta tierra fértil donde en invierno gotea la niebla
y ahora cae un sol de justicia parece, en estos
momentos, tierra abandonada: el tractor, boca
abajo; la rueda, que ha quedado hacia arriba,
girando como una peonza, y Miquel, inconsciente.
Pasan segundos, minutos y media hora hasta que
Tro _en remojo en el río, ajeno al drama_ vuelve
a buscar la compañía de su amo. Cuando lo ve,
tensa el tronco y se balancea levemente para clavar
las cuatro patas en la tierra, ahora más dura, densa
y compacta que nunca , arcilla cocida. Acto seguido, empieza a ladrar, primero lejos de Miguel
y del tractor, y después, cerca; los ladridos cada
vez son más agudos y seguidos.
Evidentemente, Tro no sabe que la mayoría de
los accidentes en el campo son fruto de vuelcos
de tractor y que las consecuencias pueden ser
muy graves. No sabe tampoco que el accidente
no se habría producido o no habría revestido la
misma gravedad si el Massey Fergusson rojo
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como la sangre de Miquel dispusiera, por una
parte, de las protecciones adecuadas para intentar
evitar el vuelco y, por otra, de las protecciones
adecuadas para resguardarlo a él en caso de que
volcar fuera inevitable.
_ Papa, no puedes ir por ahí sin los arcos de
protección y sin casco ni cinturón, y corriendo
de esa manera... ¿Dónde se ha visto eso de quitar
las barras cada vez que vuelves de la ITV? Algún
día te harás daño y entonces sí que sufriremos
_le había dicho muchas veces Ramon, su hijo
mayor.
Su hijo mayor aún no sabe que, efectivamente,
dentro de dos horas tendrá que correr: saldrá del
trabajo apresuradamente después de recibir una
llamada de su madre. En un santiamén se plantará,
nervioso, en la puerta de urgencias del Hospital
Arnau de Vilanova de Lérida donde le esperarán,
aún más nerviosos, sus hermanos.
Los aullidos intensos de Tro llaman la atención
del pequeño de Ca la Modesta, que recoge los
cubos llenos y se ocupa de que todos los que están
cosechando tengan cubos vacíos a punto.
_Abuelo, esos ladridos, ¿no son del perro de
Ressalat?
_Qué sé yo, hijo… Venga, no te despistes ni te
entretengas, que a Isham le falta cubo.
El niño se lo lleva pero insiste en la pregunta,
ahora con su padre.
_¿Verdad que es Tro ese que ladra?
_Sí que lo parece, hijo. Anda, ve a por trabajo y
obedece a tu abuelo. Eso me recuerda que tengo
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que preguntarle a Miquel a qué hora le va bien
que abramos la pala para regar esta noche.
El perro continúa ladrando sin parar y los campesinos continúan recogiendo peras, también sin
parar. A media mañana, sin embargo, hacen una
pausa y, sentados encima de las cajas puestas del
revés, comen pan con tomate y jamón y lo acompañan con vino de bota. Pau aprovecha la parada
para llegarse al bancal de Ressalat, a aclarar lo de
la pala. Llama a Miquel mientras cruza un trozo
de camino y lo vuelve a llamar cuando llega al
primer bancal de perales. Tro, que sigue ladrando
desconsoladamente, cuando lo oye, corre hacia
él nervioso. Pau le hace cuatro carantoñas, pero
no deja de caminar.
_¿Qué pasa, Tro, guapo, qué pasa? ¡Miquel!
¡Miquel!
No contesta nadie; aquello parece, efectivamente,
tierra abandonada, aunque se oye el motor del
tractor cerca de la orilla. Presuroso, se dirige allí;
Tro, delante de él, aún va más rápido. Cuando el
hombre ve el vehículo volcado y a Miquel debajo,
lo primero que le sale es un taco de los gordos.
Corre hacia él y, mientras le toca la cabeza y un
brazo, llama, tembloroso, al 061 y pide una ambulancia. La conversación es desordenada y confusa.
_[…] os esperaremos a la entrada del pueblo, al
lado de la escuela _concluye. Y cuelga.
_Ahora te sacamos de aquí, Miquel. Ahora vienen
a buscarte.
Tro no se mueve del lado de su amo mientras que
Pau, a galope, trota hasta su bancal, se lo cuenta
a los suyos y los organiza.
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_Papa, tú ve hacia la escuela y guíalos hasta aquí
y nosotros intentamos, entre todos, levantar el
tractor. Llévate al niño también, y déjalo allí.
_¿Qué ha pasado, papa? ¿Le han hecho daño a
Tro?
_No ha pasado nada, hijo. Miquel se ha hecho un
poco de daño. Tú ahora ve a acompañar al abuelo,
¿de acuerdo?
Pablo y los tres temporeros se precipitan hacia
las tierras de Ressalat. Nadie duda de que es
necesario tratar de levantar el tractor. Paran el
motor y después hacen fuerza como bueyes para
ponerlo de pie y, así, poder liberar a Miquel.
Saben, sin embargo, que a él, que continúa inconsciente, conviene no tocarlo.
_No moverlo ni un milímetro _advierte Isham.
Los encargados de eso son los chicos de la ambulancia, que no tardan en llegar. Con ellos
aparece también un coche de la policía, que es
la que después telefonea a Rosa para darle la
mala noticia. Ella no llora, ni grita, ni monta
ningún escándalo.
_¿Las causas del accidente? Seguramente son
múltiples, señora. De entrada nos parece que se
han unido varios factores: maniobra en pendiente,
tierra mojada, aceleramiento brusco y frenazo
insuficiente.
Tan pronto como cuelga el teléfono, Rosa llama
a sus hijos y les dice que vayan hacia urgencias.
A continuación, se pone los zapatos planos y el
traje verde, sale a la calle y toca el timbre de
Marcel y Elena, sus vecinos, para pedirles que la
bajen a Lérida. Tiene mucho miedo. Mucho. Y,
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en cambio, transmite serenidad. La procesión la
lleva toda por dentro.
En el hospital las caras son largas. Ramon, el
último en llegar, es el primero en irritarse con la
enfermera del mostrador porque son las siete de
la tarde y los médicos aún no les han dicho nada.
Una hora después, los llaman.
_Familiares de Miquel Hervera Ballestar, suban
a la primera planta, por favor. Familiares de Miquel
Hervera Ballestar, suban a la primera planta, por
favor.
Cuando llegan arriba, la doctora los espera. Su
cara también es larga. Las noticias que les da no
son buenas, si bien tampoco son las peores teniendo en cuenta lo que ha pasado. Ramon abraza a
su madre por la espalda.
_El paciente tiene múltiples lesiones y una de
ellas en la médula espinal, concretamente en la
parte inferior de la espalda. Eso provoca una
parálisis y una pérdida de la función de las piernas.
_¿Quiere decir que mi padre se quedará parapléjico? ¿Quiere decir que no podrá volver a caminar?
Las respuestas afirmativas de la doctora desesperan
a los hijos. Rosa, aunque consternada y abatida,
continúa sin perder la calma. Sabe que ese es,
seguramente, el golpe más fuerte que ha sufrido
nunca Miquel. Habrá que ayudarlo a soportar el
no volver a pisar nunca más la tierra fértil.
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