ATADO Y BIEN ATADO En julio de 1969, Franco pensó dar satisfacción a los partidarios suyos que estaban preocupados por lo que ocurriría el día que faltara el Caudillo; para ello convocó a las Cortes, en la tarde del 22, para anunciar que el príncipe Juan Carlos de Borbón sería nombrado monarca si su designación era aprobada por las Cortes. Es curioso releer su definición del futuro régimen monárquico: «Esta Monarquía es la del Movimiento Nacional, continuadora perenne de sus principios e instituciones.» Los procuradores votaron la ley correspondiente por 491 votos a favor, 19 en contra y 9 abstenciones. En el texto de dicha ley se establecía la fórmula que se seguiría para la sucesión del Caudillo: «Al producirse la vacante en la jefatura del Estado, se instaurará la Corona en la persona del Príncipe don Juan Carlos de Borbón, quien la transmitirá a sus sucesores.» Al día siguiente, don Juan Carlos juró y aceptó su designación de sucesor del general Franco, y prometió dedicar «todas mis fuerzas no sólo al cumplimiento del deber, velando porque los Principios de nuestro Movimiento y Leyes Fundamentales del Reino sean observados, sino también para que, dentro de esas normas jurídicas, los españoles vivan en paz». Para aquellos que creen que ciertos personajes poseen aptitudes extraordinarias que les permiten imponerse al factor destino, pensaron que realmente Franco dejaba el futuro, como lo había manifestado públicamente en varias ocasiones, atado y bien atado. Para los crédulos el panorama era bien claro: Franco dejaba un sucesor institucional que cumpliría con las funciones oficiales correspondientes a jefe de Estado, y un sucesor político, que sería el almirante Carrero Blanco, encargado de controlar el cumplimiento de las esencias franquistas. Realmente, al término de las dos sesiones de las Cortes para aprobar la ley de sucesión y para asistir al juramento de Juan Carlos, los hechos parecían demostrar que todo quedaba atado y bien atado con la llamada Operación Príncipe, que sobre el papel habría sido planeada hábilmente igual que ocurre normalmente con las operaciones estratégicas montadas por los militares de Estado Mayor. Sin embargo, el diablo pareció burlarse una vez más de los que creen que se puede descubrir la piedra filosofal: no habían transcurrido aun dos meses de la Operación Príncipe, cuando estalló el escándalo Matesa, el mayor que registraba el régimen franquista en sus treinta años de existencia. El 10 de agosto de 1969, el Gobierno reconocía que los créditos otorgados a la empresa de maquinaria textil Matesa, que ascendían a la enorme suma de 10 000 millones de pesetas, habían sido utilizados indebidamente. El ministro de Información, Manuel Fraga, había dejado en libertad a la prensa para que informara sobre el asunto Matesa, y el espectro de la corrupción, practicada por los políticos franquistas y sobre la cual circulaban múltiples rumores, saltó a la luz pública en letras de imprenta. Los organismos jurídicos intervinieron y se practicaron varias detenciones y fueron procesados dos ministros, el de Hacienda, Juan José Espinosa y San Martín, y el de Comercio, Faustino García Moncó, que aparecían gravemente complicados. El hecho de pertenecer ambos ministros al Opus Dei y jugar los ministros Fraga y Solís un papel cercano al de acusadores, permitió vaticinar que había estallado la lucha abierta entre los opudeístas y los falangistas, lo que provocaba una grave crisis en la marcha del régimen franquista. Franco estuvo lejos de dominar la situación; los años y las dolencias físicas habían mermado su energía. Si hubiera tenido presente las enseñanzas de su maestro Maquiavelo, no hubiera vacilado en plantearlo rápida y abiertamente ante la opinión pública para hacer seguidamente un escarmiento espectacular, con lo que hubiera demostrado que el peso de la ley caería sobre todos aquellos que, por negligencia, ambición o especulación, perjudicaban los intereses de la administración pública; el hombre de la calle, al ver que Franco era capaz de corregir los fallos de su sistema y castigar a los que no cumplían con sus deberes, seguramente habría aplaudido con entusiasmo. Pero no obró de esta forma, y Fraga, a quien se consideró en parte culpable del escándalo a causa de la libertad que habían adquirido los periódicos con su Ley de Prensa, ya que de haberse aplicado la antigua censura no se habría convertido Matesa en un sensacional escándalo, junto con el falangista Solís, fueron expulsados del Gobierno. También perdió la cartera Castiella, porque no había logrado el menor éxito en el gran tema de política exterior que le interesaba: el pleito de Gibraltar. Y para desacreditar más los últimos tiempos del franquismo, el 1 de octubre de 1971, con motivo de la amnistía concedida para festejar el aniversario de la proclamación en 1937 de Franco como Generalísimo y Caudillo, se incluyó en ella a los dos ministros procesados, Espinosa San Martín y García Moncó, que se vieron indultados de sus cargos antes de que los tribunales pudieran pronunciar sus sentencias. Serrano Suñer, esencialmente hombre de leyes, comentó así el caso: «Fue cosa extraordinaria que llegara el indulto sin haberse dictado sentencia; lo que pudo ser gran favor para los procesados que de verdad fueron culpables y gran inconveniente para los que no tuvieran culpa y no pudieron demostrarlo así.» El continuado declive físico de Franco fue acompañado de una mayor intervención pública de su familia, encabezada por su yerno Villaverde. El 18 de marzo de 1972, con aún mayor brillantez que la boda de su hija Carmen con el marques de Villaverde, se celebró en el palacio de El Pardo el enlace de Maria del Carmen Martínez Bordiu y Franco con don Alfonso de Borbón y Dampierre. Ella era la nieta mayor y preferida de Franco, a pesar de su carácter independiente, pues para tener mayor libertad de acción había ingresado de azafata en Iberia. Él era el hijo mayor del infante don Jaime, es decir nieto de Alfonso XIII y primo hermano de Juan Carlos. El hecho de emparentar la nieta de Franco con un descendiente directo del rey Alfonso y saber que le hubiera correspondido ser heredero del trono de no haber renunciado el Infante don Jaime a sus derechos sucesorios, despertó fundamentadas ambiciones en el marques de Villaverde y en la abuela doña Carmen Polo. Alfonso de Borbón, antes de la boda y con el apoyo de sus futuros suegros y abuela, pretendió obtener de Franco que se le reconociera como Príncipe de Borbón con tratamiento de Alteza Real. Don Juan, como jefe de la familia real, se opuso tenazmente al reconocimiento de tal título y sólo accedió a la concesión del ducado de Cádiz, que pertenecía a la familia Borbón y lo había llevado el esposo de la reina Isabel. En el mismo Franco encontraban eco las pretensiones de su nuevo nieto Alfonso de Borbón, pues en la disputa en torno a la concesión del título de Príncipe de Borbón, se quejó amargamente a su ministro de Justicia, Antonio Oriol: «Quisiera saber de dónde sale la maniobra: don Alfonso tenía título de príncipe y ahora que se casa con mi nieta se lo quieren quitar.» El enfrentamiento entre los dos primos y nietos de Alfonso XIII adquirió carácter casi público; en los diarios aparecieron repetidas declaraciones de Alfonso demostrando su devoción y entusiasmo por todo lo hecho durante el régimen de Franco y fueron varios los que no apostaron por el triunfo del hijo de Jaime, por entender que para Franco sería dificilísimo una derogación de título de sucesor oficial suyo, otorgado solemnemente y aprobado por las Cortes, para traspasarlo al esposo de su nieta Maria del Carmen. Siempre los conflictos familiares de las casas reinantes han influido en los movimientos revolucionarios; así el asunto del «Collar de la Reina», protagonizado por Maria Antonieta y el cardenal Rohan, apartó a muchos aristócratas franceses cuando estalló la Revolución; igualmente sucedió con la leyenda urdida entre la Zarina y el monje Rasputín, que terminó con la ejecución de éste por un príncipe y el estallido de la revolución bolchevista. Entonces no existían las revistas del corazón, pero la gente se apasionaba también con los episodios amorosos que tenían que ver con la vida política. En la persona del almirante Carrero se concentraban todas las posibilidades de la continuidad indefinida del franquismo en la difícil etapa que comenzaría cuando desapareciera el Caudillo. Como si se tratara de un anticipo o ensayo con miras a su futura labor política, Franco lo nombró, el 7 de junio de 1973, presidente del Gobierno, funciones que había desempeñado exclusivamente él desde que el 1 de octubre de 1936 pasó a ocupar la jefatura del Estado. Sin embargo, el ensayo de Carrero como personificación del inmovilismo se truncó violentamente cuando, poco antes de las nueve del 20 de diciembre de 1973, al salir de la iglesia de los jesuitas, en la calle Claudio Coello, su automóvil materialmente voló por los efectos de una carga de dinamita que un comando de ETA había logrado colocar, abriendo un túnel, en el centro de la calle. No existe la menor duda de que los ejecutores del atentado fueron miembros de ETA, pero no pudo aclararse de dónde salió la información sobre los movimientos matinales del almirante, que constituyó la base para que ETA decidiera emprender la acción contra Carrero. Doña Carmen Pichot, la viuda del almirante, acusó públicamente a la masonería como responsable de la muerte de su marido. Otra versión señaló que ETA actuó efectivamente como brazo ejecutor, pero que los vascos contaban con el apoyo de la CIA, o por lo menos, que los agentes norteamericanos poseían información sobre lo que se preparaba contra Carrero Blanco. Es oportuno señalar aquí, como se ha contado en el capítulo anterior, que Franco estaba bien enterado que Washington había fijado a los hombres de la CIA, como plan para llevar a término en España, trabajar para que en el país surgieran dos partidos políticos, uno de carácter socialista y el otro de tipo democrático. Esto lo sabía bien el Caudillo, según escribió Franco Salgado; por lo tanto, no es apartarse de la lógica sostener que con la desaparición de Carrero se acabó asimismo la posibilidad de que el inmovilismo continuara imperando en España después del fallecimiento de Franco. Aquí es menester recordar la opinión de Fraga que figura en su Diario: «Era indudable que a Franco se le había deshecho su combinación testamentaria... Nadie podría reemplazar a Carrero, en lo que Franco y ciertos sectores esperaban de él.» (Memoria breve de una vida pública, Planeta, Barcelona, 1980, p. 309.) La desaparición de Carrero del escenario político dejó a Torcuato Fernández Miranda, que contaba con toda la confianza de Juan Carlos, libertad para maniobrar en el difícil camino de la transición. Como vicepresidente en el gobierno Carrero, Fernández Miranda desempeñó las funciones de jefe interino hasta el nombramiento de Arias Navarro para suceder al almirante asesinado. Fue un doble error, porque la opinión pública no pudo entender cómo quien estaba encargado de la seguridad de Carrero, como ministro de la Gobernación cuando se produjo el atentado, se le considerara libre de toda culpa para suceder al difunto; luego, sólo un Franco viejo, prácticamente acabado, pudo ceder a las presiones de los elementos ambiciosos de su corte de El Pardo para entregar el poder a un hombre que había demostrado carecer de visión y capacidad política para el cargo de presidente del Gobierno. Fue el gran error de Franco, comprensible a causa de los achaques que padecía y los manejos de los familiares e íntimos que le rodeaban. La agonía de Franco marchó paralelamente con la del régimen. De la misma manera que los médicos no lograron prolongar la vida del Caudillo, tampoco Arias Navarro consiguió que el franquismo sobreviviera al morir su fundador. Fueron algunos los que no se dieron cuenta que es inútil todo lo que se haga cuando se crea una situación irreversible; muchos eran los que no querían renunciar a los privilegios que les proporcionaba el régimen franquista. El marques de Villaverde pensó que era el momento de convertirse en defensor de los intereses del clan de El Pardo y de aquellos que no aceptaban la transición. Existía una vacante en el Consejo Nacional que se iba a cubrir en mayo de 1976; Villaverde presentó su candidatura al puesto, que también pretendía el joven Adolfo Suárez, que había hecho toda su carrera en el franquismo y que en el gobierno de Arias ocupó la cartera de secretario general del Movimiento. Villaverde estaba seguro de su triunfo, pues contaba con la fidelidad de todos los miembros que debían su carrera a los favores recibidos de Franco. Se olvidaba el marques de un importante factor psicológico: ser yerno del Caudillo era bien distinto de una unión por vínculos sanguíneos; si Carmen Franco hubiera tenido un temperamento político similar a la hija del Pandit Nehru, el caso hubiera sido diferente. Villaverde creyó haber encontrado la formula mágica para obtener el apetecido cargo; envió a todos los electores un telegrama que decía: «En nombre del Caudillo Franco, te pido tu voto para mi candidatura. Espero que cumplas con tu deber en conciencia.» Esta llamada a la conciencia de los jerarcas no dio resultado, pues muchos entendieron que el hecho de haberse casado con la hija del Caudillo no le abría las puertas a la sucesión política; Suárez gano por 66 votos contra 25 y 11 abstenciones y quien pretendió convertirse en el defensor del clan de El Pardo quedó eliminado prácticamente de la vida política del país. Villaverde, que como cirujano conocía el papel que el tiempo desempeña en el progreso, se olvidó que, en las cuatro décadas de régimen franquista, material y mentalmente había evolucionado mucho el pueblo español; habían desaparecido casi por completo las alpargatas, las gorras y los pantalones de pana y era frecuente ver a los trabajadores manejar sus propios automóviles. La gente quería un cambio en la estructura del país y no tenía posibilidad de éxito el plan elaborado para después de Franco, es decir una Monarquía Franquista; Juan Carlos sería el sucesor del general Franco, pero pondría en marcha la idea de su padre, o sea una Monarquía para todos. Para operar este trascendental cambio político, en el que muchos perderían los privilegios amonontonados durante el franquismo, no se recurrió a una revolución; se prefirió una transición, un método largo y difícil, pues como requisito principal impone un cambio de costumbres y un buen respeto a las leyes vigentes. En el manejo de las leyes el rey Juan Carlos tuvo un gran maestro en su profesor y consejero Torcuato Fernández Miranda; éste le enseñó que las leyes siempre se deben acatar, pero también es cierto que se pueden modificar cuando así lo aconsejan las circunstancias y las nuevas necesidades del país. Goethe escribió que una sociedad cambia radicalmente en el curso de 50 años. Hace medio siglo que asistí al comienzo de nuestra guerra civil y bien puedo decir que ahora, cincuenta años más tarde, los hombres y mujeres, especialmente éstas, que forman la tercera generación desde la década del treinta, tanto en el aspecto físico como espiritual, escaso parecido conservan con sus abuelos. Sólo cabe desear que tal transformación sea para el bien de todos, aunque el mundo actual, con el poder nuclear desarrollado por los científicos, obliga al ser humano a temer por su seguridad personal.