DUROS Y TRISTES RECUERDOS Mi nombre es Ágata García Martínez y nací en Barcelona el día 8 de abril de 1933, en el barrio de la Ribera. Mi padre se llamaba Pedro García Gómez y nació el 25 de febrero de 1901, en Huercal de la Vera (Almería). Y mi madre se llamaba Carmen Martínez Céspedes y nació el 4 de octubre de 1898 en Cuevas de Almanzora (Almería). Mis recuerdos son de los años 40-41, cuando íbamos, con mi madre y mis dos hermanos a la cárcel de Poble Nou, a visitar a mi padre, que estuvo encerrado allí tres años. Mi madre tuvo que recurrir a las señoritas de la iglesia, que venían por casa y que nos daban cualquier cosa de comer, y me “obligaron” a hacer la comunión. Ellas mismas me facilitaron el vestido, y la hice en Santa María del Mar; y el día en que la hice, me dijeron que fuera a ver a mi padre a la cárcel, vestida como iba, bastante pobre y mal, pero aún gracias que me hicieron el vestido. Mi madre y mis hermanos, como íbamos a verle periódicamente, andábamos por toda la Avenida Icaria, hasta llegar al cementerio, y luego girábamos por otra calle, cuyo nombre no recuerdo. Entonces nos dieron un permiso para que yo pudiera entrar a verle. Lo que más me impresionó de todo aquello fue la nave donde tenían los presos; era una nave inmensa. En los extremos había unas colchonetas de unos 60 cm. y estaba un preso al lado de otro, continuos, como perros. Entonces mi padre me sentó en su falda y dijo: “Chica, ¿cómo vas vestida?”. Y yo le dije: “Papa, es que he hecho la comunión”. “¿Cómo tu madre te ha dejado hacer la comunión, si sabe que yo soy contrario a esas cosas?”. “Pero, papa, es que las señoritas son buenas, le dan comida a la mama, y ella ha tenido que ceder”. Recuerdo que primero se enfadó porque iba vestida de comunión. Pero luego estuvo contento de verme, y me abrazó. Al ratito me marché, pero me han quedado grabados en la mente aquellos pobres hombres tirados en el suelo, maltratados, sin cama, casi sin comer, como bestias. Me impactó muchísimo. Mientras viva, no lo olvidaré. Recuerdo que cuando le íbamos a ver, mi madre le llevaba un cesto con lo que podía recoger la mujer, porque no trabajaba, la pobre, ayudaba a mi abuela, que hacía de trapera (compraban trastos viejos y los vendían en los encantes). A mi padre le llevaba lo que podía, colillas de cigarro que encontraba en el suelo, etc. En una bolsita de trapo que había hecho ella, metía los cigarros deshechos, plátanos, y todo lo que encontraba. Al mismo tiempo tenía que quitárnoslo a nosotros. En la cárcel, el que mandaba, el director, Don Juan, decía, cuando la gente se aglutinaba delante de la cárcel: “¡Para atrás!, ¡Para atrás!”. Y tan para atrás que casi llegábamos a Barcelona (por aquel entonces Poble Nou quedaba alejado y casi no se consideraba la ciudad). Mi madre le dejaba la cesta, y a veces le dejaban ver a mi padre, otras veces, no. Con mis hermanos y mi madre subíamos al terrado de una casa que todavía está, ya que la portera nos dejaba subir al terrado, y desde allí veíamos a mi padre pasear por el patio de la cárcel, arriba y abajo, serio y muy pensativo. Yo entonces era pequeña y no lo comprendía, pero lo metieron en la cárcel porque lo denunció un vecino del barrio porque era rojo y llevaba armas. Estuvieron a punto de fusilarlo. Una persona de derechas, mala, lo denunció. Porque denunciar al padre de tres hijos es ser malo. Rojo ha sido siempre, hasta que se murió a los 69 años, pero era un hombre muy bueno, que lo daba todo, que compartía su comida con cualquier persona extraña. Estuvo en el frente, eso sí. Luego se comprobó que no llevaba armas ni se manchó las manos de sangre, y por eso le dejaron salir de la cárcel. Cuando salió de la cárcel, tres años después, se tuvo que colocar en el muelle, en el borne, de jornalero. Y continuando la vida. En la posguerra, mi hermano con 10 años vendía diarios. Yo con 11 años me puse a coser. Empecé ganando 5 pesetas, que corría a dárselas a mi madre. Mi madre tuvo que sufrir mucho. Llevó una vida muy triste, hasta el final. Bueno, al final estuvo conmigo. Todo fueron penas, miseria y mucha hambre. Iba a trabajar y no llevaba ni bocadillo. El hambre Pasábamos mucha hambre. Mi madre tenía que comprar el embutido y el pescado estropeados, ya que eran más baratos… En casa mi madre el pescado lo freía como podía, casi sin aceite. Lo tenía en amoníaco para conservarlo. La fruta la compraba macada, en casa le quitábamos lo podrido y nos la comíamos. Yo iba al borne a recoger lo que tiraban de los almacenes, de lo que barrían. En un almacén de avellanas, grano, almendras… yo iba y esperaba a que barrieran al mediodía y recogía lo que encontraba. Por entremedio de la basura, lo que pillaba. La fruta también íbamos a buscarla a los asentadores del borne, que dejaban cajas con fruta medio podrida y la cogíamos. Una infancia horrorosa, pues, en ese sentido. De los bombardeos casi no tengo recuerdos. Sólo que mi madre nos llevaba corriendo al sindicato, en la calle Platería. Y allí en los sótanos la gente se amontonaba. Recuerdo también las noches de frío, ya que no teníamos ni sábanas. Nos tapábamos con las mantas que mi padre había traído de la guerra. Cuando mi padre estaba en la cárcel, dormíamos en la cama de matrimonio, mis dos hermanos y yo, con mi madre. Cuando traía mi madre la ropa sucia de mi padre de la cárcel para lavarla a duras penas, mi hermano decía: “Mama, mama la ropa huele al papa”. Teníamos que ir a un lavadero público a lavar, en la plaza de Sant Just i Pastor, en la bajada de Baixadors. Yo aún conservo la bolsa de tabaco picado de mi padre. Todo era un desastre. Y secuelas está claro que te quedan. Esto lo llevas toda la vida. Fue horroroso. Se cuenta, pero se vive muy distinto. Ágata García Martínez