Desenterrando espejos, otro proyecto de la imaginación de

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Desenterrando espejos,
otro proyecto de la imaginación
de Carlos Fuentes
Aymará de Llano
CELEHIS – UNMdP
Argentina
En 1962, Carlos Fuentes tenía apenas 32 años de edad. En una de las tantas mañanas
soleadas a orillas del Pacífico, en Concepción (Chile), el novelista mexicano caminaba
hacia la Universidad con una cartilla en cuyas páginas constaba la disertación de ese día en
una mesa que compartiría con Pablo Neruda, el científico Linus Pauling, José Bianco y
Roberto Fernández Retamar. La referencia a dicha disertación aparece en El escarabajo de
oro, revista cultural argentina, en sus números 13 y 14 del mismo año. Alex Tarnopolsky
hace una crónica denominada “Imagen de América Latina” en la que se condensa el
contenido de las conferencias del ciclo realizado por la Universidad de Concepción durante
la VII Escuela Internacional de Verano. El lector encuentra en estas páginas diversas
temáticas, por ejemplo, la advertencia del científico norteamericano, el célebre químico
Linus Pauling, acerca de los experimentos atómicos, José Bianco incluyendo a Jorge Luis
Borges en el contexto latinoamericano, frases de Pablo Neruda y comentarios de los
escritores Augusto Roa Bastos, Roberto Fernández Retamar o Alejo Carpentier.
Carlos Fuentes disertó en aquella ocasión sobre la política exterior latinoamericana.
En primer término, bregaba para que América Latina definiera su política, no quedara
marginada tras haber ingresado al mundo y reclamaba la necesidad de aceptar la falta de
estrategias de política exterior para poder, así, llegar a construirlas siendo conscientes de
dicha carencia. En segundo lugar, intentaba fomentar la idea de América Latina formando
la tercera posición mundial junto con Asia y África. Consideraba, entonces, la existencia de
tres bloques de poder en el mundo y no dos; este tercer bloque representaría la resistencia
frente a los EE.UU. y a la Unión Soviética y debería acordar políticas independientes. Otro
punto que resaltó fue el repudio al intervencionismo estadounidense, mientras desestimaba
que se pudiera desatar una tercera guerra mundial por la conducta de EE.UU. Por otro lado,
sostenía que sería una ficción para Latinoamérica pensar en el desarrollo económico sin la
ayuda exterior.
Todos son hitos de una discusión que no ha dejado de tener vigencia aun cuando, en
el mundo globalizado, algunos actores han cambiado de rostro pero, no así, sus roles
hegemónicos. Progenies americanas, si las hay, en este caso, la que representa Carlos
Fuentes desde los sesenta en adelante: la del intelectual comprometido que ocupa el lugar
de la voz esclarecida. Un escritor mexicano, que ya se había consagrado, estaba invitado a
Chile en pleno ciclo de conferencias hablando sobre el destino político de América Latina.
El hecho de traer a colación esta conferencia ——de la que no tenemos texto completo sino
la mera síntesis del cronista— es recuperar una preocupación vigente en su profusa obra de
manera implícita en algunos textos y, explícita, en la mayoría. Se observarán temas
reiterados, problemáticas irresueltas que se reciclan y actualizan pero permanece una base
homóloga de discusión en cuanto a la agenda americana e internacional. A esas
preocupaciones, Carlos Fuentes las recupera en sus ensayos y narrativa convirtiendo los
objetos culturales, tanto los que son producto de prácticas artesanales y artísticas como los
derivados de los procesos tecnológicos de la industrialización, en símbolos vivientes que le
permiten ejemplificar y dar cuenta de la continuidad cultural y de lo inacabado en América
Latina. Nos referimos a estos dos núcleos que aparecen de modo pertinaz en sus textos con
el objeto de mostrar tanto un modo de interpretación de la realidad socio-cultural como de
una forma discursiva de operar. Modos que nos permiten llegar a una lectura ideológicointerpretativa de un contexto amplio desde el caso, el ejemplo, es decir, desde un particular
situado.
Treinta años después de aquel encuentro de intelectuales en Chile, el escritor Carlos
Fuentes publicó, en 1992, el célebre ensayo El espejo enterrado, como parte de sus trabajos
motivados por el V centenario del Descubrimiento de América. Ese título nos re-envía
decididamente a un mito americano materializado en los espejos enterrados en las ruinas
totonacas, en la pirámide de El Tajín, en Veracruz, México, que se descubrieron en esas
tumbas. Según consigna Fuentes en la “Introducción” de su ensayo, el propósito de ese
tesoro enterrado “era guiar a los muertos en su viaje al inframundo” (12).1 Si bien Fuentes
también hace referencia a otras culturas, como la europea, para describir la tradición de los
espejos enterrados, insiste en los datos americanos, incluso cuando vuelve a mencionarlos,
aunque ya no se trate de los enterrados sino de los colgantes utilizados en los rituales de los
danzantes de tijeras del Perú o en los carnavales indios de México. Ahora bien, la frase que
titula al libro, El espejo enterrado, opera como un símbolo de América Latina. El escritor
va desenterrándolos mientras va desplegando sus estudios sobre la historia de América al
mismo tiempo que va señalando criterios, valoraciones, creencias y hasta veredictos
personales. Este símbolo, materializado en los espejos enterrados, remite al pasado
histórico-mítico y dispara hacia el futuro de América: ambos movimientos son constantes
de su ensayística y de su narrativa, en la que siempre aparecen dicotomías y pares binarios
de diferente índole. Quizá podamos aventurar sin el temor de equivocarnos que el par más
trabajado por Fuentes sean los tiempos, así enunciados en plural, porque se trata de la
progresión temporal que implica la noción de tiempo occidental, lineal, histórico, de
avance. En cambio, el otro tiempo, que se relaciona con lo mítico, se presenta
discursivamente como espiralado, cíclico y acumulativo. Dos permanencias temporales que
también se materializan en los espejos enterrados en una circunstancia histórica concreta,
con datación en el tiempo occidental y que, también y simultáneamente, conservan el
legado mítico. Otra cuestión que permanece como una constante es su preocupación sobre
la política interna y externa de América Latina, que deriva de posicionamientos socioeconómico y culturales a los que ya hemos hecho referencia.
Nuestro interés se centrará en establecer lazos entre los puntos básicos de la
Conferencia de 1962 y las problemáticas desarrolladas en el apartado dedicado a
“Latinoamérica” (335-356) y así denominado de El espejo enterrado. Los puntos de enlace
se establecerán, como ya hemos insinuado, a partir de dos conceptualizaciones que recorren
el ensayo: la continuidad cultural, idea según la cual Latinoamérica comparte su cultura
con Europa y a través de ella con África y Asia, por un lado; y, por otro lado, surge la idea
de lo inacabado, relacionada con la superposición y la circularidad del pensamiento mítico
pero también con los procesos abortados de desarrollo histórico que caracterizan al
pensamiento occidental de la Modernidad.
1
Todas las citas remiten a la edición que consta en las referencias bibliográficas.
Continuidad cultural
La pregunta que abre el ensayo desde su “Introducción” pone al descubierto la idea
central o tesis que se sostendrá a lo largo de los dieciocho capítulos. Es la siguiente: “¿No
es el espejo tanto un reflejo de la realidad como un proyecto de la imaginación?” (13). El
espejo multiplica las imágenes y, en la noción de proyecto, está presente la intención de
futuro aunque de modo implícito; ambas ideas la reproducción de una misma imagen u
homólogas a través del tiempo se van a plasmar en el volumen que nos ocupa. Eso es
precisamente lo que, luego, desarrolla profusamente en el ensayo: se trataría de una
evaluación de lo que podemos percibir con la intención, en gran parte utópica, de poder
cambiarlo, pensando en un futuro, con un afán programático y desde un discurso que va
señalando la ruta por donde conducir para llegar al cambio. Todo ese recorrido se relata
simultáneamente siguiendo el camino de la historia desde antes del descubrimiento de
América, desde la historia de España. Ya en el final, Fuentes va a cerrar su volumen con
“El espejo desenterrado” —imagen que he tomado prestada en parte para titular el presente
trabajo —, y centra la atención en el modo en que América “debe seguir siendo imaginada”
(386). Es decir que se trata de una explícita apuesta al futuro basada en los valores de la
democracia, la educación y, en especial, del estudio de una continuidad cultural que es para
Fuentes el sostén que el resto de las civilizaciones legaron al Nuevo Mundo. Este
frase/concepto es un motivo iterativo en Fuentes quien se plantea por qué no poder pensar
en otras continuidades cuando ésta, la de la cultura, es tan sólida.
En un apartado denominado “El encuentro con el otro”, se pregunta: “¿Quiénes
somos nosotros, los que hablamos español, los miembros de esa comunidad hispánica pero
rayada de azteca y africano, de moro y judío?” (380). Si recordamos la conferencia del año
62, y como noción novedosa en aquel tiempo, la inclusión del mundo africano también
estaba presente en los ejes de discusión cuando asimilaba los intereses de América con los
de Asia y África, distanciándolos de EEUU y la Unión Soviética. Sin embargo, reconocía
que, aunque hubiera continuidad entre la cultura española y africana y esto se haya
revertido en lo americano, “no hemos sido capaces de darle a la política y a la economía la
continuidad que existe en la cultura” (339).
Vayamos al modo en que ejemplifica esa continuidad para lo que toma tres frescos
del muralista mexicano José Celemente Orozco como objetos de observación. En primer
término, el titulado “Prometeo” de 1930, representa una visión trágica de la Humanidad
originada en el Mare Nostrum del Mediterráneo en la Antigüedad clásica —“el héroe,
condenado por Júpiter por haber dado el fuego del conocimiento y la libertad a los
hombres, ha sido encadenado a un roca, mientras su hígado es eternamente devorado por un
buitre” (335) —; ese fresco está pintado en Pomona College en California, EEUU. En
segundo lugar, la aparición de Quezalcóatl (fragmento de “Épica de la civilización
americana”), también de Clemente Orozco. En este mural la serpiente emplumada está
representada con rostro humano. Este fresco preside la Biblioteca Baker en Darthmouth
College, New Hampshire, EEUU. Finalmente, ambas figuras, Quetzalcóatl y Prometeo, se
reúnen en una sola imagen “destinado(s) para siempre a perecer en las llamas de su propia
creación y a renacer de ellas” (335). Este último se halla en la cúpula del Hospicio Cabañas
en Guadalajara, México. Tres ejemplos de lo que Fuentes viene tratando de demostrar
desde las primeras páginas en El espejo enterrado; de tal manera que presenta los objetos
culturales no determinados por fronteras nacionales, ni siquiera por las continentales, sino
que contienen residualmente por acopio y acumulación todas las culturas.
La presentación explicativa e ilustrativa de los tres frescos al iniciar el capítulo
sobre Latinoamérica muestra la confianza que el escritor deposita en la fuerza de estas
imágenes como disparadores capaces de hacer que los lectores comprendan el concepto que
le interesa: la continuidad cultural. Nuevamente, como en el caso de los espejos enterrados,
la operación se inscribe en el universo de lo simbólico y en los objetos artísticos como
portadores del mensaje integrador de las culturas. Así, no sólo se hace una referencia
histórica y/o mítica americana, sino que también se establecen diferencias con lo europeo,
al mismo tiempo que se destaca la reformulación americana, tal es el caso del último mural
en el cual reúne a las figuras de las dos tradiciones: la mitología griega y los mitos
mesoamericanos. Fuentes observa una superposición de objetos que van instalándose
culturalmente y operan otorgando un espesor simbólico que da sentido a este proceso y los
identifica como producto de la continuidad cultural. La operación discursiva de Fuentes
recupera esos objetos artísticos incluyéndolos en otro circuito de sentido y dándoles una
nueva interpretación, de manera que esa lectura le permite sostener sus hipótesis socioculturales. Así, la potencia de estos objetos símbólico-mítico-poéticos le brindan la
posibilidad de materializar sus ideas sobre la cultura de América Latina.
Lo inacabado
El procedimiento discursivo para plasmar el concepto de lo inacabado es homólogo
al anterior. Fuentes describe la construcción de un edificio alto, que será un hotel en el
futuro, ubicado en el parque Lama de la Ciudad de México que nunca fue terminado, sin
embargo siguen construyéndolo lentamente. Estamos nuevamente ante un objeto de la
cultura, en este caso citadino y representando al progreso o a la modernización, que vuelve
a operar como un signo metafórico, pues en él se concentra la significación que será
reinterpretada simbólicamente. El propio escritor lo dice: es “un símbolo apropiado para la
América Latina, creciendo pero inacabada, enérgica pero llena de problemas en apariencia
irresolubles” (337). Planteada así, la situación de Latinoamérica captada por Fuentes no es
de características caóticas, sino inacabada, sin finalización. Fuentes indica que la falta de
cierre de los procesos, lo que queda sin concluir, lo inacabado es una constante. El escritor
revisa la percepción de cualquier habitante latinoamericano que ordinariamente vive esa
realidad, que él interpreta desde lo que queda sin terminar. Sin embargo, y a pesar de ello,
hay un crecimiento que se produce por la acumulación de todo lo inacabado que, aunque
con carencias, va engrosando la realidad circundante. Si volvemos a uno de los
cuestionamientos de Carlos Fuentes, que examináramos en los inicios del presente trabajo,
observamos que se pregunta por la identidad de los que hablamos español, inmersos en
plena convivencia con múltiples mestizajes. En El espejo enterrado, la convergencia de
culturas concentradas en un hombre se materializa asimilando la idea del aleph, que para
Jorge Luis Borges era “uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos” (160)
además de “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde
todos los ángulos” (161). Esta noción es retomada por Carlos Fuentes casi de modo
idéntico a la concepción de Borges, es decir, como un tiempo-espacio desde el que se
pueden ver todos los lugares del mundo en un mismo instante, en “perfecta existencia
simultánea” (380). En ese aleph hispanoamericano de Carlos Fuentes se condensarían todos
los procesos inacabados que caracterizan a Latinoamérica.
¿Qué veríamos hoy en el aleph hispanoamericano? El sentimiento indígena de
la sacralidad, la comunidad y la voluntad de supervivencia; el legado mediterráneo
para las Américas: el derecho, la filosofía, los perfiles cristianos, judíos y árabes de
una España multicultural; veríamos el desafío del Nuevo Mundo a Europa, la
continuación barroca y sincrética en este hemisferio de un mundo multicultural y
multirracial, indio, europeo y negro. Veríamos una lucha por la democracia y por la
revolución, descendiendo de las ciudades del medioevo español y de las ideas de la
Ilustración europea, pero reuniendo nuestra experiencia personal y comunitaria en la
aldea de Zapata, en los llanos de Bolívar y en los altiplanos de Túpac Amaru (380/1).
Fuentes hace una enumeración, al estilo de la que se lee en el cuento de Borges, en
la que reúne conceptos, sentimientos, hechos históricos o líneas de pensamiento, entre otras
materias, con el objeto de explicar el aleph hispanoamericano. Si quisiéramos aventurar un
orden, se nos complicaría por lo disímil de los términos descriptos. Nos centramos en dos
frases de dicho inventario que destacamos, a saber: la idea de continuación barroca y
sincrética y la discriminación del mundo multicultural y multirracial en tres tipos
culturales: el indio, el europeo y el negro.
En cuanto a la primera frase, la continuación barroca y sincrética, podemos
remitirnos a algunas nociones relativas al barroco americano en la evaluación que Fuentes
hace de él. Los americanos nos preguntábamos sobre nuestro lugar en el mundo, sobre
nuestros padres europeos y sobre los originarios de América, sobre nuestros idiomas,
nuestras creencias; éstas y muchas otras inquietudes pueblan el espíritu del hombre
americano y, para Fuentes, el barroco, es “un arte de proliferaciones fundado en la
inseguridad”, que pudo expresar “nuestra ambigüedad” (206) de la mejor manera. Agrega
además que “el barroco es un arte de desplazamientos en el que se puede ver nuestra
identidad mutante” (206). De ahí que, reiterando la simbología que encierra el arte, se
refiere a la iglesia de San Lorenzo en Bolivia, en donde alternan sincrética y barrocamente
la media luna indígena con la princesa incaica y la “tradicional serenidad de la viña
corintia, el follaje de la selva americana y el trébol mediterráneo” (207).
En segundo término destacamos la discriminación que el escritor establece al
mencionar el mundo multicultural y multirracial. Menciona tres tipos de seres humanos que
remiten a tres culturas, indio, europeo y negro. Esto es muy previsible al hablar de América
visto desde el siglo XXI. Sin embargo, podemos calificarlo como excepcional, de ahí que
nuestro interés se centre en el modo de inclusión del africano en el contexto del
descubrimiento y la Conquista de América. Fuentes remite a la cultura africana
reconociéndole un lugar de extrema desolación; luego de sintetizar gran parte de las
penurias, vejámenes y tragedias que protagonizaban los africanos en los viajes de los barcos
negreros que transportaban esclavos hacia las colonias americanas, el escritor afirma que
fue “una prueba de la voluntad de supervivencia (…) que de este sufrimiento naciese una
cultura capaz de continuarse a sí misma y de renacer” (211-212). Les otorga un lugar
diferente de los pueblos conquistados originarios e insiste en que “ninguna de las culturas
del Nuevo Mundo nació en medio de tanto sufrimiento y dolor como la de los hombres,
mujeres y niños negros que llegaron al Nuevo Mundo en los barcos de la esclavitud” (211).
Luego describe la vida de los esclavos africanos en los barcos y en las colonias, así como
los maravillosos objetos artísticos que salieron de sus manos y los resignifica otorgándoles
un valor simbólico cultural según ya hemos venido trabajando. Finalmente, concluye en
que “la cultura negra del nuevo Mundo, como la de los indios, encontró expresión en el
barroco” (212). Y entonces visualizamos el cierre en el que confluyen las dos ideas, la
continuidad cultural y la discriminación de lo multirracial, ambas reunidas en
concurrencia, y el modo como fluyen en el arte barroco de América. El carácter circular del
barroco, para Fuentes, “exige puntos de vista determinados por el desplazamiento y rehúsa
darle (…) a nadie un punto de vista privilegiado” (213). De tal manera que, también,
coincide con la vivencia de la circularidad del tiempo mítico y la idea de la superposición
de vivencias o niveles de realidad. Se trata de una lógica diferente a la organización lineal,
un orden en el que es posible admitir otras culturas y otras maneras de imaginar.
La fuerza argumentativa del ensayo El espejo enterrado también radica, entre tantos
otros procedimientos, en su poder de condensación de la información histórica. Fuentes
trabaja discursivamente de manera opuesta al desarrollo histórico tradicional y erudito que
requiere la descripción detallada sin resquicios con la intención de concebir el relato
acabado y cerrado de una situación. En ese tipo de discurso se produce “una combinación
en la que la narración se encuentra enmarcada por el discurso que la comenta y la explica”
(Rancière 24). En el caso de Fuentes, no se diferencia su comentario de la narración de los
hechos, es un todo en cuanto a lo discursivo. En el párrafo ya citado, en su última frase,
enumera: la aldea de Zapata, los llanos de Bolívar y los altiplanos de Túpac Amaru. Éste es
un ejemplo de un modo de plasmar condensada y sintéticamente la geografía e historia
americanas de sectores socio-políticos y económicos que han sostenido la resistencia en
diferentes épocas de la independencia americana. El llano y el altiplano son dos
formaciones geográficas que caracterizan la extensión del subcontinente que habitamos.
Zapata, Bolívar y Túpac Amaru refieren tres figuras que inician formas de
comportamientos e ideologías revolucionarias diferentes entre sí, en cuanto a la
procedencia epocal, espacial y cultural. La idea de un aleph hispanoamericano le permite
pensar en que podríamos ver “también la manera como ese pasado se convierte en presente,
en una sola creación fluida, sin rupturas” (380/1). Este modo de operar mediante el que
vuelve a otorgarle significación a los objetos culturales como símbolos le permite a Carlos
Fuentes postular otra forma de utopía americana, lo que él denomina otro “proyecto de la
imaginación”.
Referencias bibliográficas
Borges, Jorge Luis (1973) [1957]. El aleph. Buenos Aires: EMECÉ.
Fuentes, Carlos (1992). El espejo enterrado. México: FCE.
Rancière, Jacques (1993). Los nombres de la historia. Una poética del saber. Buenos
Aires: Ediciones Nueva Edición.
Williams, Raymond Leslie (1998). Los escritos de Carlos Fuentes. México: FCE.
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