Fatih Mehmet II, El campeón del Islam

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Fatih Mehmet II, El campeón del Islam
Guilhem de Encausse
El siglo XV: ¿época de cambios?
Hacia mediados del Siglo XV, los serbios ya habían probado la consistencia de la
estrella creciente de los otomanos. La flor y nata de su nobleza habían sido aplastadas
en la batalla de Cirnomen, a orillas del río Maritza, en 1371, y luego, en el Campo de
los Mirlos (1389), una nueva derrota significó la tumba de la independencia serbia. Un
poco más hacia el Este, los búlgaros habían rendido sucesivamente sus capitales de
Vidín y Tirnovo a los sultanes, tras lo cual, se vieron obligados a integrar los cuadros
del ejército osmanlí en su nueva condición de vasallos. Los húngaros, entretanto, no
habían tenido mejor suerte, excepción hecha de su ubicación geográfica. El gran río
Danubio aún era un escollo psicológico para los turcos, quienes, sin embargo, no habían
tenido reparos en vapulear una coalición cristiana en Nicópolis (1396), y en humillar a
uno de sus cabecillas, el monarca magiar Segismundo I (1387-1437). Heridos en su
orgullo y con graves pérdidas, los húngaros fueron empujados hacia el Norte y solo
algunas de sus fortalezas al otro lado del río resistieron a duras penas el embate de la
marejada otomana. En 1444 sufrieron un nuevo desastre en Varna, donde perdieron la
vida el rey Ladislao y un legado papal, llamado Cesarini.
Tampoco la pasaban mejor los estados turcos de Anatolia y los cristianos del Sur de
Grecia, lo mismo que el Imperio Bizantino. Como los otomanos, muchos de ellos se
habían interesado por la pólvora y hasta el diminuto estado de Trebizonda, el Imperio
hermano de Constantinopla, se había hecho de algunas pequeñas piezas de artillería para
defender su precaria posición. Además del temor y la aversión hacia los descendientes
de Osman, los Balcanes y el Asia Menor tenían en común una inusual dispersión de la
autoridad, repartida en decenas de señoríos, principados, emiratos, reinos, imperios y
despotados. Tal cual parecía, las tenían todas en contra.
Por el lado de Occidente, también existía una noción cabal del peligro que
personificaban los turcos otomanos, expandiéndose a expensas de sus vecinos, como
una mano abriéndose desde la muñeca de Tracia y el Helesponto. Génova y Venecia,
luego de probar fuerzas en diferentes puntos del Egeo, se habían dado cuenta que al
final del túnel no había más que oscuridad. Pero de momento, se aferraban con uñas y
dientes, a sus terruños orientales de Grecia y Crimea. Los Papas, por su parte, seguían
soñando con la posibilidad de una nueva cruzada, a imagen y semejanza de la Primera,
en su efectividad y alcance. No pasaba de ser un espejismo. La Cristiandad hacía tiempo
que había perdido el entusiasmo por semejantes empresas y tan solo los pueblos
directamente amenazados por el avance otomano, se acoplaban perfectamente a los
sueños papales.
Quizá de todas las naciones occidentales, quien más conocía al enemigo turco y
musulmán era Francia. Sus hijos habían participado en la lucha contra el «Infiel» desde
los tiempos de Pedro el Ermitaño, paseándose por Asia Menor, Armenia, Siria,
Palestina, Egipto e inclusive Túnez y Arabia. Mas hasta los días de Nicópolis, los
francos jamás parecieron aprender de sus errores. Los ideales de caballería y la sed de
vanagloria traicionaron su última carga, y fueron el epitafio de las tumbas de muchos
nobles que perdieron la vida en esa plaza fuerte de Bulgaria, en 1396.
La misma Inglaterra estaba al tanto del asunto, gracias a una visita del emperador
bizantino Manuel II Paleólogo (1391-1425) que, desesperado, había acudido a Londres
a finales de 1400, para solicitar ayuda militar. Entonces, si casi todo el mundo conocido
al Oeste de Georgia y Armenia tenía una mínima idea de la erupción que estaba a punto
de ocurrir desde el volcán de Tracia, ¿porqué la caída de Constantinopla causó tanta
conmoción, al punto de que hasta los libros de historia la tomaron como referencia para
señalar el final del Medioevo? ¿Qué cambios tan profundos tuvieron lugar con la
desaparición de lo que restaba del Imperio Romano de Oriente?
A mi entender, la respuesta no hay que buscarla sino desde la óptica del Islam. Allí está
la clave. Para comprenderlo, pensemos en lo que significó para la Cristiandad, la
reconquista de Jerusalén en 1099. ¿Cuánto ardor y cuanta pasión encendió este hecho en
las crédulas mentes de los habitantes de Occidente? Multipliquémoslo por la sed de
venganza y el fanatismo que generaron las Cruzadas entre los musulmanes, y
entenderemos la significación que tuvo la conquista de Constantinopla para el mundo
islámico. Y no se trata solo de una cuestión de fervor religioso, sino también de una
materia que los seguidores de Mahoma tenían pendiente desde días en que los árabes
intentaran por primera vez conquistar la Segunda Roma, la ciudad de Constantino, allá
por el año 673. Al cambiar de manos Constantinopla, el Islam experimentó una
sensación similar a la que había sentido la Cristiandad tras la Primera Cruzada. Y el
artífice de ello fue un joven sultán, quien, el 29 de mayo de 1453, el día que tomaba
Constantinopla y ponía término al Imperio Bizantino, cumplía 21 años y 2 meses: Fatih
Mehmet II, más conocido para Occidente como Mahomet II el Conquistador.
El siglo XIV, es cierto, fue una época de calamidades indescriptibles (peste bubónica,
inundaciones y lluvias incesantes, cisma de Aviñón, usura, sublevación burguesa y
jacquerie proceso contra los templarios, guerras civiles, por citar algunas). Nacido del
dolor, el siglo XV trajo vientos de cambio en todos los campos de la ciencia y de la
política. Pero es innegable que la toma de Constantinopla fue el detonante de todas las
transformaciones, Humanismo, Renacimiento y una nueva onda expansiva del Islam
incluidos.
Fatih Mehmet II: El perfil de un conquistador
Consideraciones iniciales
¿Un Alejandro Magno con derrotero inverso? ¿O tal vez un nuevo Constantino,
aprovechando una Bizancio huérfana de Imperio, para proclamarla su nueva capital?
¿Quién fue Fatih Mehmet II en realidad? Comparar personajes de páginas distantes de
la Historia es como tratar de adivinar cuál estrella del cielo es mayor en tamaño, sin un
apropiado telescopio. Vayamos entonces a los hechos. Pero hagámoslo con sumo
cuidado: la Historia muchas veces es el trofeo de los vencedores.
Fatih Mehmet II o Mahomet II, el Conquistador. Lo primero que nos viene a la mente al
escuchar este nombre son, como máximo, dos líneas borrosas de un viejo manual de
Historia o de la raída enciclopedia de nuestra biblioteca: «Mahomet II, sultán turco
desde 1451 a 1481. Conquistó Constantinopla en 1453». ¿Y qué más? Tal vez tengamos
un conocimiento más acabado de Lorenzo de Médici que del inefable verdugo del
Imperio Romano de Oriente.
En la piel del conquistador
Mehmet II nació el 29 de marzo de 1432 en Adrinópolis, la actual Edirne turca, otrora
capital del Imperio Otomano (1365-1453). Entonces, su padre, Murat II, regía los
destinos del país paseando a los destacamentos otomanos casi a voluntad por las tierras
que una vez habían sido provincias del Imperio Bizantino. Pero pese a su sangre real y a
la reconfortante sombra que sobre él proyectaba un personaje de la talla de Murat II,
Mehmet no las tenía todas consigo. Todo lo contrario. Su madre, Huma Hatun, había
sido una «gediklis» (que en turco significa «en el ojo del sultán»), hasta que Murat II la
llevó a su harén, convirtiéndola en una «ikbal». Luego, cuando en 1432 dio a luz a
Mehmet, la muchacha se convirtió en una «kadin» o esposa (1). Pero desdichadamente
no fue la primera en dar un hijo varón al sultán, porque en dicho caso habría sido una
«bas-kadin», es decir, la madre del futuro sultán. ¿Qué significaba todo esto? Ni más ni
menos que Mehmet, teniendo medios hermanos mayores, entraba en una lista de espera
donde la prioridad de la herencia la tenían otros (2).
Así, pues, en 1432 Mehmet vino al mundo como el tercer hijo varón de Murat, después
de Ahmed, de trece años de edad, primogénito y heredero del trono, y Alaeddin o Ali.
Su infancia no fue de las mejores, dado que su padre sentía cierta predilección por
Ahmed y Ali, quizá por tratarse de niños de sangre noble cien por cien (la madre de
Mehmet, en cambio, había sido esclava antes de convertirse en «ikbal») o porque
estaban más cerca de sucederle al trono en la lista de los herederos. Lo cierto es que
Mehmet creció bajo la aureola de sus dos hermanos mayores, padeciendo en carne
propia las discriminaciones de sus linajudas madrastras y la indiferencia de su enérgico
padre.
No obstante, en 1439 las tornas empezaron a cambiar en el palacio otomano de
Adrinópolis. Ahmed murió repentinamente cuando Mehmet apenas tenía 7 años de edad
y solamente cinco años después, Ali fue encontrado estrangulado en su habitación.
Murad II no tuvo más alternativa que volver su mirada y enfocarla sobre Mehmet. No
tardó mucho en darse cuenta que su tercer hijo, el de segunda clase, era un muchacho
tan inteligente como encantador. Sin perder tiempo, el sultán despachó a su hijo hacia
Manisa (Magnesia), donde le aguardaban dos de los tutores más renombrados de su
corte, Zaganos y Sihabeddin. En esa ciudad del Asia Menor, Mehmet recibió la
educación que la tradición exigía para un sultán. Cuando en agosto de 1444 su padre le
mandó a llamar para reemplazarle en el trono, su joven hijo hablaba fluidamente nada
menos que cinco lenguas además del turco nativo: griego, persa, hebreo, árabe y latín.
Esto, sin mencionar sus conocimientos sobre historia, filosofía, retórica, literatura y
matemáticas. Tal cual parecía, el fruto había madurado y estaba listo para ser
cosechado.
Habiendo abdicado, Murat II se retiró a la lejana Brusa, la primera capital imperial,
dejando todo el poder en manos de Mehmet. A la corta fue una mala decisión. Muy
pronto se presentaron problemas tanto internos como externos, que probaron que
Mehmet aún no estaba en condiciones de llevar a buen puerto los destinos del Imperio.
A los pocos días de asumir, sus tutores entraron en conflicto con el gran visir Candarli
Halil (o Jalil Pachá) y para colmo de males, una gran expedición cristiana comandada
por el rey de Hungría, bajó por el litoral de Bulgaria, en dirección a Varna (3).
La noticia de la invasión húngara, último experimento de una Cruzada que registraron
los anales de la Historia, provocó en la capital otomana una atmósfera de recelo hacia
los cristianos indígenas. En septiembre, cuando el ejército occidental se desplegaba en
torno de Varna, la secta de los Hurufi desató el caos en las calles de Adrinópolis, con
matanzas de griegos ortodoxos inclusive. Fue la gota que colmó el vaso. Hacia
mediados de mes, Murat estaba de regreso en la capital, poniéndose inmediatamente al
frente de las huestes de jenízaros y sipahis. Después habría tiempo de ajustar cuentas
con su irresponsable hijo y sus ambiciosos visires.
Cuando el temporal capeó tras la completa derrota de las fuerzas cristianas, el 10 de
noviembre de 1444, Murat II regresó con todos los laureles a Adrinópolis y reprendió
severamente a sus funcionarios. Pero permitió a Mehmet seguir ejerciendo el gobierno,
en una muestra de paciencia y tolerancia que sorprendió a propios y extraños. Sin haber
resuelto los problemas cortesanos, el viejo sultán se marchó una vez más a Brusa,
ansioso por restablecerse de los avatares de su última campaña.
Con las manos nuevamente libres, Candarli Halil, Zaganos y Sihabeddin volvieron a
enfrentarse entre sí, para conseguir el favor de Mehmet. Fue un período durante el cual
los antiguos tutores se esforzaron por hacerle ver a su pupilo, las ventajas que se podían
lograr con la conquista de Constantinopla. Tanto insistieron en ello que terminaron
estigmatizando al inexperto sultán. Pronto, el sueño de arrebatar a los emperadores
romanos la vieja ciudad se convirtió en una obsesión para Mehmet.
Candarli Halil, entretanto, molesto por el ascendiente que habían logrado sobre Mehmet
sus adversarios, empezó a mandar correos a Brusa para advertir a Murat de los
desplantes de su hijo. Las actitudes de Mehmet no tardaron en justificar sus quejas. En
1445, las cicatrices psicológicas del abandono a que le había sometido Murat durante la
niñez, comenzaron a abrirse en el muchacho. Desconfiado, receloso y taciturno,
Mehmet se lanzó a gobernar sin consultar a sus visires, y lo que era peor, sin medir las
consecuencias de sus actos. Durante los primeros meses de 1446, Candarli Halil se las
ingenió para montar una supuesta rebelión de jenízaros que finalmente colmó la
paciencia de Murat. En mayo Mehmet fue desplazado y confinado de nuevo en Manisa
para completar su instrucción. Zaganos y Sihabeddin le acompañaron en el «exilio».
El segundo reinado de Mehmet
El ostracismo en Manisa duró casi cinco años. En febrero de 1451, la muerte de Murat
II condujo a Mehmet, ahora con diecinueve años, directamente al trono. Pero a
diferencia de la anterior, esta ascensión estuvo signada por la firmeza y el buen tino que
demostró casi de inmediato el joven sultán. Su primera medida fue reprimir a los
jenízaros y reorganizar las fuerzas armadas del Imperio, lo que a la postre sería el
basamento de los futuros éxitos militares. La segunda y más trascendental, la conquista
de Constantinopla, había estado madurando en su mente durante los años de instrucción
en la remota Manisa, siempre patrocinada por los obsecuentes Zaganos y Sihabeddin.
Bogaskezen o Rumeli Hizar (el Estrangulador del Estrecho), empezó a construirse casi
al mismo tiempo que los emisarios de Mehmet II cerraban un tratado de no-agresión
con los venecianos y los húngaros. Con la retaguardia asegurada, el siguiente paso del
sultán fue mandar a buscar a un ingeniero húngaro, de quien se decía, podía construir
piezas de artillería imposibles de imaginar para sus colegas occidentales. Urban como se
llamaba, había visitado ya al emperador Constantino XI en Constantinopla, para
ofrecerles sus servicios, pero el empobrecido soberano no había podido cubrir sus
demandas económicas. Mehmet se alegró por ello y le contrató en el acto. Poco tiempo
después, Urban se abocaba en Adrinópolis a forjar los metales que habrían de constituir
el primer regimiento de artillería «pesada» de la Historia. Uno de sus cañones llegaría a
medir casi ocho metros de largo y a disparar balas de mármol que pesaban cerca de
seiscientos kilos.
El gran sitio de Constantinopla
Según cuentan las crónicas de la época, el 6 de abril de 1453, entre redobles de
tambores y toques de trompeta, el sultán Mehmet II se presentó al frente de una enorme
hueste ante las murallas de Constantinopla y acampó frente a la puerta de San Romano.
Desde el primer día del sitio, los bandos rivales del gran visir Candarli Halil y de los
tutores Zaganos y Sihabeddin, trataron de imponer sus puntos de vista acerca de la
empresa. Mientras que el primero se oponía al asedio, los segundos lo propiciaban,
rechazando tozudamente cada sugerencia de aplazamiento que proponía el gran visir,
cada vez que los bizantinos repelían el asalto de los bashi-bazouks y de las fuerzas
regulares turcas. Pero Mehmet estaba decidido, y la prueba de su firmeza la dio cuando
en un golpe de efecto tremendo para los sitiados, transportó por tierra, sobre plataformas
rodantes, a unos setenta barcos de su flamante flota para acometer las defensas del
Cuerno de Oro, hasta entonces cerradas desde el mar por una gruesa cadena.
El 23 de mayo en el cuartel general turco se resolvió la fecha del asalto general: el
ataque a gran escala tendría lugar el martes 29 de mayo, al amanecer. Los preparativos
del mismo fueron encomendados por el sultán al omnipresente Zaganos. Sin pérdida de
tiempo, los soldados turcos se pusieron a bruñir sus escudos y los carpinteros, a preparar
las escalas. Mientras tanto, los grandes cañones seguían machacando las enormes
murallas teodosianas, derribando grandes trozos de mampostería.
Llegado el día señalado, el sonido de los atabales, de los címbalos y de las trompetas
hizo estallar el mundo. Unos 100.000 andrajosos bashi-bazouks arremetieron contra las
fortificaciones pero fueron rechazados ignominiosamente a saetazos y fuego griego. El
segundo asalto, realizado con tropas de línea, tampoco pudo hacer pie en lo alto de las
almenas. Recién cuando Mehmet mandó a los jenízaros en la tercera oleada, las
defensas bizantinas flaquearon, titubearon y finalmente se desmoronaron. En quince
minutos, por lo menos 30.000 turcos penetraron en la gran ciudad cristiana y empezaron
a matar a hombres, niños y mujeres sin distinción.
Por la tarde, después de 53 días de sangrienta lucha, Mehmet hizo su entrada triunfal,
vitoreado frenéticamente por sus soldados. En el camino de Santa Sofía hacia el palacio
imperial, preguntó con insistencia por Constantino XI Paleólogo. Dos hombres le
mostraron una cabeza que algunos griegos habían identificado como la de su señor. Ya
en el palacio, caminando por las desoladas salas, masculló algunos versos de un poema
persa:
La araña ha tejido su tela en el palacio imperial
y el búho ha cantado su canción de vigilia
en las torres de Afrasiab.
El día después
Finalizada la gran batalla, la visión de Constantinopla era verdaderamente desoladora.
Los cuerpos de los combatientes muertos yacían regados por todas las calles, apiñados o
dispersos, según habían intentado resistir o huir en el último momento. La sangre había
formado charcos y lodazales, y en las partes bajas de la ciudad, se escurría
zigzagueando entre la inmundicia y los cadáveres hacia los muelles y embarcaderos.
Muchos soldados turcos corrían sin rumbo, saqueando indiscriminadamente las iglesias
y monasterios que hallaban a su paso. Recién dejaron de matar cuando se percataron
que era más valioso tomar prisioneros para venderlos como esclavos en los mercados de
Anatolia. El sultán, que les había prometido tres días de pillaje y saqueo antes del
último asalto, pronto se desdijo de sus palabras. Pensaba en hacer de Constantinopla su
nueva capital así que se debió haber preguntado para qué destruir lo que después debería
ser reedificado. Inmediatamente envió a sus jenízaros a detener la marcha de los
desenfrenados soldados de línea y de los bashi-bazouks. Pero ya era demasiado tarde.
Todas las grandes basílicas, los palacios, los monumentos, las estatuas y los monasterios
habían sido despojados de sus tesoros, ornamentos, cálices y relicarios. De las arcaicas
iglesias de los Santos Apóstoles, Santos Sergio y Baco, San Teodoro, Santa Irene y
Santa Eufemia, no quedaban más que paredes vacías y púlpitos desordenados. La
misma suerte corrieron los famosos monasterios de Myrelaion, Jesucristo Pantócrator,
San Juan Bautista de Trullo, Theotokos Pammakaristos, San Juan de Studius, San Jorge
de Mangana, Jesucristo Pentepoptes, etc. La lista era interminable.
A las imágenes de ruina, humo y desolación se agregaba en la lejanía, la de los pocos
barcos, casi todos italianos, que habían conseguido escapar minutos antes de
generalizarse los saqueos. Iban colmados de tripulación y pasajeros, hasta el punto casi
de zozobrar. Pero en sus cubiertas los afortunados fugitivos daban gracias a Dios,
mientras miraban, a la distancia, como la silueta de Constantinopla se empequeñecía
hasta perderse en el horizonte, como el Imperio Romano de Oriente en las gavetas de la
Historia.
Los desdichados griegos que habían quedado a la buena de Dios en la vieja capital
bizantina, fueron arreados como ganado y agrupados en los lugares que los visires y
altos dignatarios otomanos habían escogido como nuevas residencias. Entre ellos
marchaba, a golpes de bastón y latigazos, el teólogo bizantino Jorge Scolarios (o
Genadio II), que bajo el reinado del emperador Juan VIII Paleólogo, había llegado a
ocupar el cargo de secretario y predicador del palacio. Los siguientes tres meses los
pasaría como esclavo en la ciudad de Adrinópolis.
De conquistador a sultán emperador
La reconstrucción de Constantinopla:
La conquista de la antigua Bizancio le valió a Mehmet II el mote de Fatih o
Conquistador. Y bien ganado se lo tenía. En sus casi once siglos y medio, la ciudad
nunca había sido tomada por asalto, excepto vilmente y a traición por la IV Cruzada.
Pero Mehmet, que tanta Historia había estudiado en su período de instrucción en
Manisa, sabía perfectamente que la sola conquista no garantizaba la gobernabilidad de
los territorios sometidos. Había que tomar decisiones, y rápido.
El Imperio Bizantino siempre había sido una obsesión para el sultán, lo mismo que la
idea de imitar a los emperadores romanos, entre los cuales los Comnenos eran sus
predilectos. Cuando decidió el arresto y la posterior ejecución de Candarli Halil, el gran
visir de Murat II que tanto le había incomodado durante el sitio, empezó a vislumbrarse
en su figura de sultán, la autocracia de los viejos basileus.
En septiembre de 1453, Mehmet II empezó a levantar a Constantinopla de las cenizas.
La ciudad estaba casi deshabitada desde mayo, así que hubo que deportar a grupos de
musulmanes y cristianos del Asia Menor y de los Balcanes y establecerlos en los barrios
abandonados. También alentó el regreso de los griegos y genoveses, para ocupar el
cuarto comercial de Gálata y Pera, pero en este caso, el sultán debió darles garantías de
seguridad. Mientras tanto, la gran catedral de Santa Sofía fue transformada en mezquita,
recibiendo de Mehmet un subsidio anual de 14000 ducados de oro para mantenimiento
y servicios.
La suerte corrida por la iglesia de Justiniano horrorizó a los griegos ortodoxos, que poco
antes de la caída de Constantinopla, también se habían quedado sin patriarca. A fin de
congraciarse con ellos, Mehmet hizo reunir al clero bizantino para que eligieran uno
nuevo, y de la asamblea surgió el nombre de un antiguo secretario de Juan VIII
Paleólogo, llamado Jorge Scolarios. Pero Jorge no aparecía por ningún lado, hasta que
alguien se acordó que había sido llevado, engrillado, a Adrinópolis. Mehmet le hizo
regresar con todos los honores y luego de ser ordenado diácono, presbítero y obispo, el
brillante teólogo fue investido patriarca, cargo que desempeñó con el nombre de
Genadio II Scolarios (1453-1456, 1463 y 1464-1465). Para la misma época, en
consonancia con su política de tolerancia religiosa, Mehmet también hacía designar a un
gran rabino y a un patriarca armenio.
Pero la piedra fundamental del resurgimiento de Constantinopla fue el emplazamiento
de numerosas instituciones musulmanas e instalaciones comerciales en los principales
barrios. A partir de este núcleo, la urbe se desarrollaría rápidamente y en un breve lapso
de tiempo, casi cincuenta años, volvería a ser la ciudad más populosa de Europa. Se la
conocería desde entonces como Estambul, una deformación de las palabras griegas eis
tin polin («en la ciudad»).
De cara a Occidente
Aunque la noticia no fue inesperada, Occidente la recibió con amargura y aprensión. La
extinción del Imperio Romano de Oriente provocó reproches mutuos pero
esencialmente demostró la inutilidad del movimiento cruzado para salvar a la
cristiandad oriental de los embates del Islam, revitalizados desde finales del siglo XI
tras el advenimiento de los turcos.
En Oriente, el mundo musulmán celebró la conquista de Constantinopla como su mayor
y más importante victoria. El prestigio de Mehmet II creció hasta el punto de opacar a
los poderes rivales de Egipto, Teke, Karaman, Erzincan y a las federaciones de los
carneros blancos y negros. Al sultán, la fama se le subió a la cabeza y pronto empezó a
considerarse a sí mismo como el heredero de los césares romanos y el campeón del
Islam en la guerra santa contra el infiel. Se auto proclamó Kaiser-i Rum, es decir,
emperador romano y «Señor de las dos tierras y de los dos mares», en alusión a
Anatolia y los Balcanes, por un lado, y al Egeo y el Mar Negro (en adelante, Karadenis),
por el otro.
Las siguientes campañas
Luego de trasladar la capital de su creciente imperio de Adrinópolis, en el corazón de
Tracia, hacia Constantinopla, Mehmet volteó su mirada hacia Serbia. Para ese
momento, el dominio de los príncipes de Rascia estaba resquebrajado, pese a que
Esteban Lazarevic (1389-1427, déspota desde 1402), había podido liberarse del
vasallaje impuesto por los otomanos tras la batalla del Campo de los Mirlos (1389). Su
sucesor, Jorge Brancovic (1427-1456), aunque había dado la mano de su hija al sultán
Murat, también se había protegido de él, aliándose a Hungría y edificando una gran
fortaleza en Smederevo, a orillas del Danubio. La decisiva derrota de Varna en 1444
echó por tierra con las aspiraciones de independencia de Jorge y en 1453 el déspota
debió colaborar con tropas en el sitio de Constantinopla. De manera que hacia 1456,
cuando murió Brancovic, Serbia estaba ya virtualmente anexionada al Imperio otomano.
En ese mismo año, las fuerzas de Mehmet fueron derrotadas ante las murallas de
Belgrado por el general húngaro Juan Hunyadi, pero tres años después, el sultán volvió
y asestó a los serbios el golpe de gracia conquistándoles Smederevo (junio de 1459).
La batalla de Belgrado, que tuvo lugar en julio de 1456, merece un párrafo aparte por
ser la única mancha negra en la historia militar de Mehmet II. Quizá para probar la
consistencia de las defensas húngaras o tal vez con el fin de medir sus propios límites,
Mehmet condujo una hueste integrada por unos 70.000 soldados contra la gran ciudad
del Danubio. En ella le esperaba el regente de Hungría, Juan Hunyadi, al frente de una
horda de 25.000 hombres harapientos, atraídos al lugar por la arenga y los sermones del
franciscano San Juan de Capistrano.
Belgrado era una ciudad pequeña, aunque sumamente importante en el sistema
defensivo establecido por los monarcas húngaros para contener el avance otomano.
Mehmet sabía que debía someterla si no quería dejar una posición enemiga intacta a sus
espaldas, en el caso de una invasión sistemática a Hungría. Por este motivo, había
llevado consigo parte de las colosales piezas de artillería que le habían ayudado a
derribar los muros de Constantinopla, tres años antes. Las diferencias abismales de
fuerzas parecían augurar de nuevo la derrota de los cristianos. Pero Juan Hunyadi se
sobrepuso al espectáculo de los cañones rugiendo sus salvas, y en una espectacular
batalla derrotó completamente a Mehmet. Al decir del historiador Engel (4), tal fue la
magnitud del desastre, que la invasión y conquista de Hungría por los otomanos se
demorarían 65 años más. Sin embargo, los héroes de la jornada, Juan Hunyadi y San
Juan Capistrano, acabaron muertos al finalizar el año, debido a una enfermedad que
contrajeron como resultado de una plaga desatada en el campamento cristiano después
de la batalla.
Al sur, entretanto, las tropas otomanas parecían imparables. Luego de penetrar en
Tesalia, acabaron con el Ducado de Atenas (1456) y de allí bajaron hasta el Despotado
de Morea, que tan obstinadamente se habían disputado entre sí los hermanos del último
emperador bizantino Constantino XI. Tomás Paleólogo huyó a Italia y Demetrio,
acérrimo enemigo de los latinos, se estableció en la corte del sultán. Con su partida, en
1460, desapareció el último vestigio de soberanía bizantina en Grecia.
Al año siguiente, Mehmet II, con la mayor parte de los Balcanes en su poder, se internó
de nuevo en Anatolia y, avanzando al frente de una fuerza compuesta por unos 60.000
jinetes, 80.000 infantes y 300 barcos de guerra, fue sometiendo uno a uno a los emires
de la región. Sínope fue conquistada y la confederación de los turcomanos del Carnero
Blanco duramente derrotada.
A principios de octubre el ejército otomano y una armada de varios cientos de navíos, se
presentaron ante Trebizonda, morada de los emperadores Comneno desde los días de la
IV Cruzada. El asedio se prolongó durante 21 agotadores días, hasta que finalmente el
basileus David, a través de un emisario, arregló la rendición de su capital. Mehmet le
permitió retirarse con sus bienes e instalarse en el territorio de Serrés. En 1463 David se
encontró en Adrinópolis con Demetrio Paleólogo, el desposeído Déspota de Morea, lo
cual fue interpretado como una conspiración por el sultán, que ordenó inmediatamente
su ejecución y la de siete de sus ocho hijos.
Con el colapso del imperio de Trebizonda, Asia Menor cayó definitivamente en manos
del Islam, El mar Negro se convirtió en un lago musulmán, otomano en realidad, el
helenismo debió recluirse en las sombras y los cristianos de Asia no tuvieron más
remedio que sentarse a esperar el retorno de los gloriosos años de antaño, una espera
que apenas tuvo un atisbo de finalización, con la independencia de la Grecia moderna.
En sus mentes se mantuvo para siempre vívido el recuerdo de los Comnenos, de Alejo I,
Juan II y Manuel I, y por supuesto, de los «Grandes» Comnenos, bajo los cuales
respiraron sus últimos años de libertad.
Después de la conquista de Trebizonda, Mehmet se dedicó a someter los emiratos
rivales del sur de Asia Menor, Teke y Karaman, mientras parte de sus fuerzas
eliminaban la última resistencia en los Balcanes, encabezada en Albania por Jorge
Castriota o Skanderbeg (1468). El 11 de agosto de 1473, en la batalla de Bashkent,
cerca de Erzincan, el ejército otomano derrotó a Uzun Hasan, el líder de los turcomanos
de Akkoyunlus. La impresionante carrera de éxitos de Mehmet siguió con las colonias
genovesas de Karadenis (Mar Negro) y la isla de Eubea, que arrebató a Venecia. En
1479, habiendo cumplido los cuarenta y cinco años, el inquieto sultán se lanzó contra la
isla de Rodas, que fue defendida brillantemente por los caballeros de San Juan. Al año
siguiente su mesnada pasó de Albania a Italia, donde la ciudad de Otranto padeció una
durísima devastación. Fue la última acción de envergadura realizada por Mehmet: el
sultán murió (algunos dicen de gota, otros, envenenado) mientras preparaba una nueva
campaña en Anatolia, el 3 de mayo de 1481.
Mehmet II: El ser humano
Mehmet, pese a sus 25 campañas militares, no fue únicamente un gran soldado. Su
pasión por el arte se reflejó en su amor por la poesía; su fe en los versículos del Corán,
en sus magníficas mezquitas (Eyup Sultán, mezquita de Fatih); arquitectónicamente
intentó emular a los grandes emperadores bizantinos erigiendo el palacio de Topkapi,
cuya construcción se inició para la época de la batalla de Bashkent. La tolerancia
religiosa del sultán quedó de manifiesto cuando en tres ocasiones visitó al patriarca de
Constantinopla, Genadio II Scolarios, con el fin de informarse de la religión de los
cristianos. Sus relaciones con las repúblicas mercantiles de Italia (5) no fueron de las
mejores, pero especialmente con Venecia mantuvo contactos culturales que llegaron a
su punto culminante con la visita de Matteo di Pasti y Constanzio da Ferrara, quienes
trabajaron en el palacio imperial de Estambul, entre 1478 y 1481. En 1479, el dux
veneciano Giovanni Mocenigo (1478-1485) le envió a Gentile Bellini, el más
prestigioso pintor de la época, que inmortalizó a Mehmet en un cuadro que se conserva
actualmente en la Galería Nacional de Londres (¿?), aunque se duda de la autenticidad
de la obra. Gentile Bellini también se encargó del diseño de las decoraciones y de los
frescos en los muros del palacio de Mehmet. Al mismo tiempo, Sinan Bey, que era el
jefe de los decoradores otomanos, fue enviado a Venecia, donde estudió a la sombra de
Matrosis Pavli y Pavli de Damion. Toda la corriente de artistas extranjeros que arribó a
Constantinopla en tiempos de Mehmet II dejó una huella profunda entre los artistas
locales.
En el campo del derecho, Mehmet también paseó su liderazgo, al concentrar en un solo
código la ley criminal y todas las materias relacionadas con la misma. Su obra sirvió
ulteriormente como núcleo de las subsecuentes legislaciones. La palabra del sultán era
ley y el mismo Mehmet se ocupaba personalmente de que fuera cumplida con un rigor
extremo. Tanta fue la influencia que ejerció sobre él el mundo romano, que hasta los
límites de su Imperio casi coincidieron en un momento dado con los del Imperio
Bizantino.
Además de guerrero, poeta y patrono de las artes, el conquistador de Constantinopla fue
también un acérrimo aficionado de la jardinería. Tenía una especial predilección por las
rosas, a punto tal que, en uno de los retratos con que se le conoce, aparece con una de
ellas en sus manos.
Teología, filosofía y religión se contaron asimismo entre las obsesiones del sultán, que
siempre se interesaba por los trabajos de los sabios bizantinos, fueran estos
contemporáneos o no. Su corte se ocupó en este sentido de hacer traducir algunas de las
obras o tratados de teólogos de la talla de Georgios Gemistos Plethon, Georgios
Amirutzes, Jorge de Trebizonda, Miguel Critoboulos de Imbros y Jorge Scolarios (6).
Aunque siempre los traductores se encontraron con que bajo una sutil apariencia
«aristotélica», se escondía un más racional instrumento de enseñanza del dogma
cristiano (a Jorge de Trebizonda se le imputa la ocurrencia de tratar de convertir al
sultán al cristianismo, en su deseo de reinstaurar el «Reino Universal» -fe, iglesia e
imperio- de los tiempos de Constantino el Grande, a través de la figura ascendente de
Mehmet II).
La tolerancia religiosa de Mehmet aún puede apreciarse leyendo su «Ahdnama» o
juramento:
Mehmet, hijo del sultán Murat siempre victorioso.
La orden de la honorable y sublime firma del sultán y del brillante
sello del conquistador del mundo es la siguiente:
Yo, el sultán Mehmet informo a todo el mundo que a aquellos a
quienes se da el beneficio de este edicto imperial, los franciscanos
bosnios, han caído en la gracia de mi Dios, por lo que ordeno:
No molestar ni incomodar a los mencionados ni a sus iglesias.
Dejarlos habitar en paz en mi imperio... Permitirles retornar y
establecerse sin temor en sus monasterios, en todos los países de mi
Imperio. Ni mis altos dignatarios, ni mis visires o empleados, ni
siquiera mis sirvientes y aún tampoco los ciudadanos de mi imperio,
deberán insultarles o molestarles. No dejar que nadie ataque, insulte o
haga daño tanto a sus vidas como a las propiedades de sus iglesias,
aún cuando traigan a alguien del exterior. Ellos tienen permitido eso.
En consecuencia, teniendo por la gracia estatuido el presente edicto,
yo tomo mi gran juramento o declaración.
En el nombre del creador de la Tierra y del Cielo, el único que
alimenta a las criaturas y en el nombre de los siete Mustafas y de
nuestro Gran Mensajero,..., nadie debe contradecir lo que ha sido
escrito ...mientras ellos sean obedientes y respetuosos a mis órdenes.
1463
Esta «Ahdnama», que trajo tolerancia y autonomía a las naciones conquistadas, fue
decretada en un primer momento después de la conquista de Bosnia Herzegovina, el 28
de mayo de 1463, para beneficiar a la iglesia católica franciscana de Foznica. Justo es
reconocer que se trata de la primera declaración de derechos humanos de la Historia y
que fue estatuida exactamente 326 años antes de la Revolución Francesa de 1789 y 485
años antes de la declaración internacional de derechos humanos, realizada en 1948.
Conclusión
La obra de Fatih Mehmet II, como se ha visto, fue pródiga en todo sentido. Aún así,
solo su faceta militar ha trascendido en el tiempo, a causa del dramático sitio de
Constantinopla. A Mehmet, la destrucción del Imperio Bizantino, le granjeó en
Occidente más detractores que simpatizantes. Sin embargo, la justa medida con que la
Historia debería analizar el principal hecho por el que se lo conoce no tendría que dejar
lugar a dudas: Mehmet II se apiadó de un estado que llevaba más de mil años a cuestas
con casi doscientos cincuenta de miserable decadencia, causada por los necios
comandantes de la IV Cruzada, que se decían cristianos. La posibilidad que le dio el
sultán a Constantinopla, tras su conquista, de renacer desde las cenizas y convertirse de
nuevo en la capital de un imperio que llegaría a medir tanto como el de Justiniano I, o
más, no la tuvo ni la misma Roma, desde su ocaso en 476. Para el Islam, entretanto,
Mehmet II fue uno de sus mayores campeones, solo comparable a Salah ed-Din Yusuf
(Saladino) y Suleyman II (Solimán el Magnífico). Si bien el estado que encontró al
ascender al trono tras la muerte de Murat II era un imperio consolidado, él lo convirtió
en una potencia de primera línea. Con sus sucesores, el Imperio Otomano llegaría a
constituirse en el azote de la Cristiandad, no ya en las remotas tierras de Anatolia o
Palestina, ni aún en los más cercanos Balcanes, sino en las mismísimas puertas de
Viena, en el corazón de Europa.
Fuentes bibliográficas
Sin
traducción
al
castellano:
G. Hoffman, «Giorgios Scolarios», en Enciclopedia Católica, VI, 448-449, 1951.
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Con
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Bizancio,
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Norwich, J. J., La Caída de Constantinopla (castellano).
Notas.
1. En aquellos tiempos, las mujeres del harén eran importadas de los más recónditos
rincones de la tierra. Algunas eran capturadas por piratas turcos que eran el azote de las
costas del Egeo, del Jónico y del Adriático, otras eran vendidas por ambiciosos
campesinos que se hacían de circulante gracias a las virtudes de sus hijas. Ningún sultán
se casaba oficialmente. Pero la mujer que conseguía darle un hijo varón, ascendía a un
estrato superior.
2. Las «esposas» o «kadin» de Murat II eran Alime Hatun, Yeni Hatun, Huma Hatun (la
madre de Mehmet II), Tacunnisa Hatice Halime Hatun y Mara Hatun. De éstas
engendró los siguientes hijos varones: Ahmed, Alaeddin o Ali, Fatih Mehmet II, Orhan,
Hasan y Ahmed. Sus hijas fueron Sehzade y Fatma Sultana.
Por su parte, Mehmet tuvo las siguientes «kadin»: Gulbahar Hatun, Gulshah Hatun, Sitti
Mukrime Hatun, Cicek Hatun, Helene Hatun, Anna Hatun y Alexias Hatun. Con ellas
engendró a Mustafá, Beyazid II (1481-1512), Cem, Korut y a su hija Gevehan Sultana.
3. La batalla de Varna, sin ninguna duda, puede considerarse como el último esfuerzo
serio y organizado, realizado por la Cristiandad, para salvar Europa oriental, incluyendo
a Constantinopla, de la amenaza del Islam. Dirigidas por jefes nacionales locales de la
talla de Ladislao de Hungría y el general magiar Juan Hunyadi, las huestes cruzadas se
proponían bajar por el litoral de Bulgaria, liberar a Constantinopla y limpiar de turcos la
península Balcánica. Contaban para ello con el beneplácito del Papa, a través de su
legado, el cardenal Cesarini. Pero el sultán Murat II acudió con presteza y con una
fuerza tres veces mayor a la de los cristianos, los derrotó completamente delante de
Varna, matando al rey de Hungría y al delegado papal (10 de noviembre de 1444). Lo
llamativo del caso fue que las Repúblicas de Génova y Venecia, temerosas de perder sus
«franquicias» respecto a las rutas comerciales hacia Oriente, no se comprometieron con
la aventura de la desafortunada Cruzada. Con el correr de los años lo lamentarían. Los
sultanes otomanos acabarían confinándolas progresivamente en el Mediterráneo
occidental, arrancándoles de sus manos los bastiones y emporios comerciales de
Crimea, Creta y de las islas griegas.
4. Pal Engel, El reino de San Esteban. Historia de Hungría Medieval (895-1526) trans.
Tamas Palosfalvi (London: I.B. Tauris, 2001), 296.
5. Las relaciones de las repúblicas mercantiles italianas con el Imperio Otomano
tuvieron diferentes facetas a partir de la caída de Constantinopla, en manos de Mehmet
II. Hasta entonces, los italianos se habían mantenido expectantes, favorecidos por el
hecho de que los otomanos aún no habían construido una armada para acometer sus
posiciones insulares en el Egeo y sus colonias en Crimea. Pero cuando el sultán pudo
disponer de una, los años dorados de las repúblicas, que tanto habían arruinado
comercialmente al Imperio Bizantino, acabaron indefectiblemente. Lentamente se
fueron replegando, mientras trataban de salvar sus posesiones con una política
dubitativa. Génova buscó aliviar su situación, uniéndose a España, mientras Venecia,
más amenazada por su ubicación geográfica, recobró algo de valor y ofreció una
resistencia mucho más consistente y enérgica.
6. La biografía de Jorge Scolarios o Genadio II amerita un párrafo aparte. El teólogo
bizantino nació en Constantinopla hacia los días de la batalla de Ankara. De joven
aprendió latín y estudió apasionadamente a los teólogos y filósofos occidentales. Abrió
una escuela en su propia casa, adonde acudían indistintamente pupilos griegos e
italianos, los primeros para iniciarse en los escritos de Santo Tomás de Aquino y los
segundos, para estudiar a Aristóteles. La fama creciente de Scolarios llegó a oídos del
emperador Juan VIII Paleólogo, que acabó por nombrarle su secretario. Tiempo después
el basileus le encomendó la ardua tarea de asesorarle en los asuntos de la unión de las
Iglesias. Con ese motivo, Juan lo llevó consigo al Concilio de Florencia (1435). Sin
embargo, entre 1444 y 1453, cambió radicalmente de postura y apoyó su nueva tesitura
con una serie de escritos dirigidos contra el dogma latino y el Concilio de Florencia.
Hacia 1450, reinando Constantino XI Paleólogo, Scolarios se inclinó por la vida
monástica, se retiró al claustro, adoptó el nombre de Genadio y continuó la lucha contra
los uniatas de la capital y contra los latinos. Defendiendo enérgicamente su posición,
fue una de las pocas figuras de relieve que criticó con dureza la proclamación del
decreto de unión, realizada por el cardenal Isidoro de Kiev, el 12 de diciembre de 1452.
La caída de Constantinopla en 1453 le significó la esclavitud en Adrinópolis, de donde
lo rescató Mehmet II, luego de que un sínodo de clérigos griegos le proclamara nuevo
patriarca bizantino. Entonces Genadio II fue ordenado diácono, presbítero y obispo,
nombramiento que fue confirmado por un nuevo conciliábulo, realizado con obispos
procedentes de Asia y Los Balcanes.
En 1455, Genadio retornó a la vida monástica, estableciéndose en las instalaciones del
Monte Athos. Pero fue llamado para ejercer el patriarcado en dos oportunidades más:
1463 y 1464-1465. En 1472 falleció, mientras se hallaba consagrado a sus trabajos de
teología, en el convento de Prodromos, donde fue sepultado.
El mérito indiscutible de Genadio II fue, sin ninguna duda, haber asumido el patriarcado
en un momento en que el futuro se presentaba negro para la población griega, con las
pérdidas simultáneas de su Imperio, su capital y su independencia. La conciencia
nacional, sabiamente mantenida y cultivada tanto por Genadio como por sus sucesores,
salvaría a los greco-bizantinos de la disgregación definitiva como pueblo y aportaría los
elementos necesarios para la resurrección acontecida durante el siglo XIX. En 1830, la
frontera de Volo a Arta sería una base de partida para la Megali Idea, que propiciaba la
restauración del Imperio Bizantino.
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