A Long Way Gone: Memoirs of a Boy Soldier

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A Long Way Gone:
Memoirs of a Boy
Soldier
Ishmael Beah
EL AUTOR
Ishmael Beah nació en Sierra Leona en 1980. En 1991, el Frente de Unión
Revolucionaria (RUF) desencadenó una guerra civil en Sierra Leona por el control de
las minas de diamantes que duró hasta 2003. Como consecuencia del conflicto, más de
la mitad del país tuvo que desplazarse y muchos, como Ishmael, perdieron a su familia
durante las hostilidades. Con solo 13 años, fue obligado a enrolarse en el Ejército para
combatir a las fuerzas rebeldes. Drogado y sin ningún tipo de control, participó en las
barbaries de una guerra donde se asesinaba y torturaba de forma indiscriminada a
soldados y población civil, hasta que fue incluido en un programa de UNICEF para la
rehabilitación de niños soldado. En 1998, se trasladó a la capital del país, Freetown,
para vivir con su tío, pero la violencia de la guerra provocó que Beah tuviera que huir
nuevamente, esta vez a Nueva York, donde estudió en la Escuela Internacional de las
Naciones Unidas y después se graduó en Políticas en el Oberlin Collegue. En la
actualidad es miembro del Human Rights Watch Children’s Rights Division Advisory
Comitée; ha hablado en diversos foros sobre derechos humanos y su trabajo ha
aparecido en publicaciones como VespertinePress y LIT magazine.
La historia
Durante 12 años, la guerra civil que destruyó Sierra Leona hasta sus cenizas puso de
relieve ante el resto del mundo la crueldad y la violencia de un continente en perpetua
desolación, donde los ejércitos no dudan en utilizar los métodos más expeditivos para
ganar la guerra, reclutando incluso entre sus filas a niños para que combatan en las
llamadas ‘brigadas infantiles’.
Sierra Leona y sus más de 5 millones de habitantes han sido protagonistas de este
drama. El dolor y el sufrimiento que recoge A long way gone, es el testimonio real de un
niño que a los 11 años fue separado de su familia, lo perdió todo y tuvo que unirse al
ejército para sobrevivir, ya que era su única opción para no ser asesinado ni morir de
hambre, como el mismo explica “Todo es por culpa de la miseria. La pérdida de
nuestras familias y la necesidad de sentirse seguros y pertenecer a algo cuanto todo lo
demás se ha venido abajo”.
La lucidez y crudeza que arroja su testimonio es de una claridad reveladora. La
ceremonia con la que inician a niños para su adiestramiento, por ejemplo, busca
insensibilizar a los futuros soldados con el sadismo y el horror de la muerte: “Vamos a
iniciaros matando gente delante de vosotros. Debemos hacerlo para enseñaros que la
sangre os hace fuertes. Nunca volveréis a ver a esta gente a menos que creáis en la vida
después de la muerte”.
Las milicias unen a la instrucción militar el consumo de drogas con el objetivo de crear
auténticas máquinas de matar; Ishmael relata cómo antes de su primer combate, los
mandos de su brigada les dieron anfetaminas. Después, el consumo de esta sustancia,
junto con la marihuana y la cocaína, vuelve a los niños soldados adictos y sin una
percepción auténtica de la realidad: “Después de numerosas dosis de esas drogas, todo
lo que sentía era que estaba atontado y con tanta energía que no pude dormir durante
semanas. Veíamos películas por las noches (…) Todos queríamos ser como Rambo; no
podíamos esperar a poner en práctica sus técnicas”.
Otra práctica habitual durante la guerra era asaltar poblaciones enteras y eliminar de
forma sistemática a sus habitantes, no solo a los soldados. La organización es tan
caótica que las unidades de ambos bandos, sin una estructura, dependen de estos ataques
para su aprovisionamiento. El autor relata cómo, en ocasiones, él y el resto de su
‘brigada infantil’ atacaban asentamientos civiles “para capturar reclutas y cualquier cosa
más que pudiésemos encontrar”, como gasolina, municiones, víveres, cocaína o
marihuana.
Beah, que vivió durante casi tres años en estas condiciones, empezó a comprender los
horrores vividos durante la guerra muchos años después, al escribir este libro: “Mi
escuadrón era mi familia, mi arma, mi proveedor y protector, y mi regla, matar o que me
mataran. La extensión de mis pensamientos no iba mucho más allá. Habíamos estado
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luchando más de dos años, y matar se había convertido en mi actividad diaria. No me
preocupaba por nada más. Mi infancia se había ido sin que me diera cuenta y parecía
que mi corazón se había helado”.
Antes de huir de Sierra Leona, vivió un largo período de reinserción en un hogar
construido por UNICEF en Freetown. Allí, además de desintoxicarse de las drogas,
volvió a la ‘vida civil’, como él la denomina, y convivir con otros niños soldado de
ambos bandos. Durante esa experiencia, Ishmael describe su comportamiento y el de sus
compañeros en medio de ese caos: robando, pelándose y rebelándose contra la gente
dispuesta a ayudarles; poniendo de manifiesto la crudeza de la guerra y sus secuelas.
Dentro de todo, Beah tuvo suerte: primero, por encontrar a un familiar suyo –el
hermano de su padre- que se ofreció a adoptarle, y segundo, por poder hacer un viaje a
la sede central de Naciones Unidas, en Nueva York, para hablar de la experiencia del
conflicto, una experiencia que resultaría crucial para su futuro.
Y es que, aunque consiguió salir del centro de reinserción y vivir una vida normal en
Freetown, la tranquilidad duró poco cuando el conflicto alcanzó la capital de Sierra
Leona: “Los disparos no cesaron durante los siguientes cinco meses; se convirtieron en
el nuevo sonido de la ciudad. Por las mañanas, las familias se sentaban en sus porches
con sus hijos cerca, mirando las luces de la ciudad donde los pistoleros patrullaban en
grupos, saqueando violando y matando a voluntad. Las madres estrechaban entre sus
brazos a sus hijos cuando los disparos se intensificaban”.
Sin esperanza, Beah decide escapar a Nueva York después de la muerte de su tío.
Gracias a que una cooperante que conoció en su viaje anterior, que se ofrece a alojarle si
logra llegar a Estados Unidos, sale de Sierra Leona y llega hasta Guinea, único país en
paz en medio del convulso clima bélico de finales de 1997. Ishmael fue uno de los
pocos que lograron huir de la guerra. Otros no tuvieron tanta suerte, como recuerda el
autor cuando piensa en los motivos de su marcha: “Tenía miedo de que si me quedaba
en Sierra Leona por más tiempo, iba a terminar convirtiéndome otra vez en soldado o
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mis amigos del ejército me matarían si los rechazaba. Algunos amigos que habían hecho
la rehabilitación conmigo ya se habían reenganchado al ejército”.
En la actualidad, el fenómeno de los niños soldados y las ‘brigadas infantiles’ se sigue
produciendo en varias partes del mundo, no solo en África; Amnistía Internacional
calcula que existen 300.000 niños soldado en el mundo. Muchos de ellos, como
Ishmael, son reclutados, obligados a luchar y mueren en conflictos como el de Sierra
Leona, por el control de los yacimientos de diamantes, o en guerras tribales por el
poder, como meros peones en manos de adultos sin escrúpulos.
Iván Gil-Merino
Becario FAES 2007
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