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Revista Claves de Razón Práctica nº 244
LIBROS
Thomas Paine:
la dinamita
de la Ilustración
Con su obra ‘El sentido común’, Thomas
Paine encendió la mecha de la Declaración
de Independencia de los Estados Unidos.
álvaro garcía ormaechea
Thomas paine, El sentido común. Traducción de Miguel Ángel Ruz Viana y Max
Lacruz. Editorial Funambulista, Madrid, 2015.
El sentido común, de Thomas Paine, se cuenta sin lugar a dudas
entre los manifiestos políticos más influyentes de todos los tiempos.
Aparecido a principios de 1776, se puede decir que su impacto
allanó el camino a la Declaración de Independencia de Estados
Unidos, que tiene en Paine a uno de sus padres fundadores.
Según el historiador Harvey J. Kaye, biógrafo del autor, tras su
publicación en Norteamérica “se distribuyeron, en apenas unos
meses, 150.000 copias de El sentido común. A día de hoy esto
equivaldría a unas ventas de 15 millones de ejemplares, lo que
lo convertiría, proporcionalmente, en el mayor bestseller de la
historia de Estados Unidos”.
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Agitador antes que filósofo y revolucionario antes que estadista,
Paine fue algo así como la dinamita de la Ilustración. En palabras
de Bertrand Russell, su importancia radica en el hecho de que
“democratizó la prédica democrática”. Con su estilo elocuente y
sencillo, fue tal la popularidad de su manifiesto entre los rebeldes
americanos que John Adams llegó a decir que, “sin la pluma del
autor de El sentido común, la espada de Washington se habría
levantado en vano”. Su panfleto no exponía ideas nuevas, y probablemente tampoco influyó directamente en las deliberaciones del
Congreso; más bien, su efecto fue el de estimular el debate entre
la población, con una prosa incendiaria que terminó poniendo a
los habitantes de las colonias (a priori indecisos) a favor de la
independencia. Una vez asegurada esta última, Paine regresó a
Europa, asistió en París al estallido de 1789 y, con una lucidez
apasionada, volvió a defender la Revolución contra sus detractores reaccionarios (su otra gran obra, Derechos del hombre, fue una
réplica al hilo de las Reflexiones de Edmund Burke), pero también
contra las perversiones de la propia Revolución (es decir, contra
el Estado policiaco y el primer Terror moderno, de cuya guillotina
escaparía el diputado Thomas Paine por los pelos).
Una vida increíble
La suya es una de esas vidas asombrosas. Nace en 1737 en el
condado de Norfolk, Inglaterra, de padre cuáquero y madre anglicana. A los 17 años deja escuela y hogar para enrolarse como
pirata. Persuadido por su padre, regresa al poco tiempo para
convertirse en su aprendiz. Aparte de la herencia cuáquera y de
una escolarización que por aquel entonces no iba de suyo, a su
padre le debe el dominio de un oficio (el de cordelero) en el que
trabajará a partir de 1757, alternándolo con otros empleos: ejerce
de descuidado inspector de contrabando en Alford, de maestro de
escuela en Londres y de aduanero en Lewes. En esta última ciudad es precisamente donde despiertan sus inquietudes políticas.
Situada en el condado de Sussex, Lewes venía cultivando, desde
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la Revolución de 1688, una asentada tradición republicana. Paine
alterna estos trabajos con un inquieto autodidactismo y con clases
de filosofía, que recibe de Benjamin Martin y James Ferguson,
ambos muy influidos –como toda la Inglaterra progresista del
momento– por Newton. En 1759 contrae matrimonio con la huérfana Mary Lambert, que muere de parto al año siguiente. A partir de
1771, fecha en que contrae su segundo matrimonio (con Elizabeth
Olive), pasa a dedicarse con más intensidad a la escritura y a la
agitación política. Así, para cuando estalla en Boston el “Motín
del té” (1773), Paine ya anda propagando por Londres sus ideas
republicanas. Se separa cordialmente de su mujer en 1774, año
en que, invitado por Benjamin Franklin (a quien había conocido
poco tiempo antes en los círculos republicanos de Londres), viaja
a Filadelfia y comienza a trabajar de profesor. Un año después es
nombrado director de la Pennsylvania Magazine, y a los dos años
de pisar Norteamérica –en enero de 1776– publica El sentido
común, donde por primera vez expone unas tesis abiertamente
independentistas. El 4 de julio de ese mismo año se produce la
Declaración de Independencia. A continuación Paine colabora
militarmente con los revolucionarios americanos y en la redacción
de la Constitución de Pensilvania, con Franklin.
Common sense
Con El sentido común, Paine encendió la mecha. Y en vista de la
magnitud de los estallidos que siguieron después, merece la pena
detenernos hoy a considerar el impulso libertario que recorre este
breve panfleto, aprovechando que por primera vez aparece en castellano en una traducción a la altura del original.
El episodio de la independencia norteamericana tiene mucho de
misterioso y hasta de insólito. Si atendemos a la mera correlación
de fuerzas, el levantamiento de los súbditos de las Trece Colonias
contra el Imperio británico era una osadía que, ciertamente, tenía
poco que ver con “el sentido común”. Los inexpertos colonos no
solo estaban lejos de tenerlas todas consigo, sino que además
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fueron a la guerra desunidos y en nombre de una organización
social imaginada, aún por hacer. Así las cosas, hay que pensar en
algún otro factor que pueda explicar la victoria rebelde, y es aquí
donde la lectura de El sentido común resulta de gran inspiración:
Norteamérica venció porque le iba más en ello. O, si se permite
la analogía histórica, venció la motivación de los hombres libres
frente a la de un ejército de súbditos y mercenarios, en una nueva
guerra médica en la que el rey Jorge hacía el papel de Jerjes. La
motivación, por lo tanto, fue la clave de la victoria; y detrás de
aquella motivación rebelde, estaba el librito de Thomas Paine.
Si bien es verdad que el terreno estaba ya abonado por más
de medio siglo de Ilustración, Paine, ese “hacedor de revoluciones”, sabe aplicar con tino la filosofía liberal a la situación y los
problemas reales del momento, expresando las nuevas ideas en
términos llanos y accesibles. Así, puede decirse que El sentido
común fue el detonante, no ya de la Revolución estadounidense,
sino de la Revolución en sí. Sus páginas están imbuidas del optimismo antropológico propio del Siglo de las Luces, conforme al
cual el Gobierno perturba la natural propensión del ser humano
a la sociedad.
In the beginning all the World was America, había escrito Locke
en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Al hilo, El sentido
común se abre, casi un siglo después, con unas reflexiones sobre
el origen del Gobierno. Paine pone a la americana como ejemplo
singular de sociedad en cuasi “estado de naturaleza”, donde gentes de diferentes culturas, religión, idioma y costumbres viven en
armonía y solidaridad, no por las imposiciones de un Gobierno
fuerte, sino por su propia disposición natural. Al contemplar las
sociedades nativas, reflexiona: “El Gobierno, como la vestimenta,
es el distintivo de la inocencia perdida”. Y prosigue: “Algún árbol
adecuado les proporcionaría un lugar común, bajo cuyas ramas se
reuniría la colonia al completo para deliberar sobre los asuntos
públicos. (…) En este primer Parlamento, todo hombre tendrá un
escaño por derecho natural”.
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Paine, por lo tanto, parece partir de la idea edénica de una
democracia directa o asamblearia, que se daría en el estado de
naturaleza por generación espontánea. Esta arcadia política, sin
embargo, está destinada a no durar: “Pero, a medida que la colonia
creciese, crecerían también los intereses públicos, y la distancia
por la que los miembros están separados les dificultaría a todos
ellos reunirse en cada ocasión, tal y como hacían al principio,
cuando su número era reducido, sus moradas estaban cerca unas
de otras y los intereses públicos eran pocos y triviales”. De esta
manera, nos dice, el Gobierno representativo es “un método que
se ha hecho necesario debido a la imposibilidad de que la virtud
moral gobierne el mundo”.
Con todo, y aun a pesar de la Caída primigenia que, en términos
políticos, supone el paso de la democracia directa a la democracia
representativa, el contraste entre América e Inglaterra, es decir,
entre la aventura política norteamericana y el origen y fundamento del Gobierno inglés (“un bastardo francés [Guillermo el
Conquistador] que desembarca con una banda armada y que se
proclama a sí mismo rey de Inglaterra contra el consentimiento de
los nativos”) no puede ser más elocuente. Y los pactos, arreglos y
transacciones que desde el siglo XI y a lo largo del convulso XVII
fueron transformando Gran Bretaña hasta confluir en un modelo de
gobierno que mereció la admiración de Voltaire (“la nación inglesa
es la única que ha llegado a regular el poder de los reyes resistiéndoles”, escribió en sus Cartas inglesas), no convencen a Paine:
“Pero como la misma Constitución, que les da a los Comunes el
poder de controlar al rey reteniendo los suministros, le da después
al rey el poder de controlar a los Comunes, al concederle a aquel
el derecho de rechazar el resto de los proyectos de ley, se vuelve
a presuponer que el rey es más sensato que aquellos que supuestamente eran más sensatos que él. ¡Un disparate en estado puro!”.
Para los colonos, la lucha republicana contra la prerrogativa
real pasaba por emanciparse de Inglaterra, razón por la cual la
independencia de Estados Unidos es inseparable de la revolución
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liberal y de la lucha contra el Antiguo Régimen (de haber podido,
Paine habría llevado la Revolución hasta el mismo Londres). “Hay
miles, y decenas de miles, que creen que es glorioso expulsar del
Continente a ese poder infernal y bárbaro que ha levantado a los
indios y a los negros para que nos destruyan” (…). “El nacimiento del nuevo mundo está cerca. Una raza de hombres, quizá tan
numerosa como la que contiene Europa entera, habrá de recibir su
parte de libertad de aquí a unos pocos meses”.
Y así, “una raza de hombres” recibió, en efecto, su parte de libertad.
“All men are created equal…”
No deja de ser llamativo que la primera gran declaración moderna
y racionalista de la igualdad humana, que es la Declaración de
Independencia de Estados Unidos, fuera redactada por un propietario de esclavos. En esto Jefferson no era, por supuesto, un caso
aislado: de entre los primeros 18 presidentes de Estados Unidos,
12 fueron propietarios de esclavos.
Al ponderar el legado del liberal radical y socialmente concienciado que fue Thomas Paine, que en su ensayo Justicia agraria
promovió un proyecto coherente para corregir las desigualdades
de renta, es imposible dejar de preguntarse cuál fue su postura
ante las sombras alargadas que poblaron la América de las Luces:
la esclavitud, la discriminación sexual o la cuestión indígena.
De su origen cuáquero debió Paine heredar un don de gentes
y una predisposición igualitaria en el trato con sus semejantes.
Después de todo, Estados Unidos no había sido la primera utopía
política americana; recuérdense los elogios que Voltaire dedicó a
Pensilvania, aquel proyecto cuáquero fundado a finales del siglo
XVII. Con todas las salvedades que se quiera, y sin ánimo de idealizar, los cuáqueros –o Sociedad Religiosa de los Amigos– desafiaron el orden establecido, fueron pioneros del abolicionismo (antes
que ningún país del mundo, en 1780 Pensilvania fue el primer
Estado de la Unión en legislar contra la esclavitud), instituyeron
la igualdad de género (con sacerdotes y sacerdotisas) y fueron de
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las pocas comunidades del Viejo Mundo que se relacionaron de
tú a tú, desde la cordialidad y el respeto mutuos, con nativos del
Nuevo (los indios Delaware, entre otros). Con sus sombreros de
ala ancha y su vestimenta descuidada, su tuteo extravagante y sus
arrebatos místicos, Voltaire dijo de ellos que “encarnaban la virtud
bajo apariencias ridículas”.
En cuanto a Paine, se sabe que en los primeros días de la
Revolución fue secretario de los comisarios enviados por el
Congreso para negociar con los indios iroqueses (una confederación de Mohawk, Tuscarora, Onondaga, Oneida, Cayuga y Seneca),
cuya cohesión social y forma no europea de organizarse causaron
honda impresión en él, así como en otros Padres Fundadores. En
una carta a Edward Carrington fechada en 1787, Jefferson escribió: “Si la base de nuestro gobierno es la opinión de la gente,
nuestro primer objetivo ha de ser el de proteger ese derecho; y
si yo tuviera que decidir entre tener un gobierno sin periódicos,
o periódicos sin un gobierno, no dudaría ni por un momento en
decantarme por esto último… Estoy convencido de que esas
sociedades [indias] que viven sin gobierno disfrutan en términos
generales de un grado de felicidad infinitamente más grande que
aquellos que viven bajo gobiernos europeos”.
Sea como sea, lo cierto es que en sus escritos Paine no alude en
ningún momento a la ciudadanía de indios, mujeres y negros. En
su pensamiento, “América” no es un lugar geográfico ni social,
sino un ente político: y todo lo que no entra en la República
simplemente no existe. Ni siquiera se siente interpelado cuando la revuelta de esclavos en Haití (1790) viene a exigir que la
Revolución amplíe su espectro de beneficiarios. París sí recoge
temporalmente el guante (con el decreto de 4 de febrero de 1794,
de abolición de la esclavitud), pero el Gobierno estadounidense
(con Jefferson como secretario de Estado) no lo hace. Jefferson no
era capaz de conciliar sus opiniones contrarias a la esclavitud con
su propia condición de propietario de esclavos, y eso era algo que
lo atormentaba. Por su parte, Paine no poseía esclavos y compartía
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las opiniones de Jefferson al respecto, pero su abolicionismo era
más íntimo que militante. Si bien no hay unanimidad a la hora de
atribuirle la autoría de un breve artículo que certificaría su compromiso público contra la esclavitud, se trataría en todo caso de un
compromiso débil en comparación con el de otros contemporáneos
suyos. La reputación de Paine como pionero del abolicionismo se
antoja, por lo tanto, algo exagerada.
Lo mismo puede decirse del proto-feminista que cierta historiografía moderna, de nuevo con un exceso de voluntarismo, ha querido ver en él: no hay bases sólidas que indiquen un compromiso
público suyo con los derechos de las mujeres, por mucho que la
tradición cuáquera hiciera hincapié en “la igualdad de hombres
y mujeres ante Dios”, y que andando el tiempo dicha tradición
acabara siendo, pasando por el abolicionismo, una de las fuentes
de inspiración de las suffragettes, ya prácticamente entrado el
siglo XX. Sin embargo, Paine sí compartió tiempo y lugar con una
revolucionaria excepcional, Olympe de Gouges, representante
definitiva de la causa feminista durante la Revolución francesa.
Bien hubieran podido conocerse. Entre otras cosas, De Gouges
es famosa por haber añadido la coletilla “y de la mujer” a la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de
1789. Su activismo valiente y, en definitiva, su “sentido común”
sin concesiones, concitó toda la misoginia de los patriarcas de la
Revolución. Como Paine, se opuso a la ejecución de Luis XVI, y
como él, sufrió la represión jacobina, aunque por desgracia con
menor fortuna. Fue guillotinada en noviembre de 1793, acusada
de haber escrito un artículo en la prensa. Dejó escrito: “Si la mujer
puede subir al cadalso, también se le debería reconocer el derecho
de poder subir a la Tribuna”.
Las Luces y las sombras
En conclusión, Paine quiso extender el gobierno democrático más
allá de lo estipulado por Jefferson, aunque quizá no tanto como
pretenden muchos historiadores actuales. Con todo, su legado no
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debería minimizarse por el hecho de que no llegara a tomar plena
conciencia ni a aceptar todo el alcance de sus propias ideas, de
ese common sense al que dedicó su vida. Es difícil exagerar la
contribución de Paine a la propagación –sobre todo por Europa
y las Américas– de la forma constitucional y democrática de
gobierno, de la libertad de prensa y de culto, de la separación
entre Iglesia y Estado, del derecho a la integridad personal y a
las garantías procesales, de la fiscalidad progresiva y hasta del
derecho a la educación y a la seguridad social. Su radicalismo
fue siempre internacionalista y no transigió nunca con la raison
d’État, es decir, con la transgresión “temporal y excepcional” de
las garantías republicanas, so pretexto de salvar la República de
perentorios peligros, reales o imaginados. Este vehemente antimonárquico, cuando escuchó al ciudadano Robespierre decir en la
Tribuna que el depuesto rey debía ser ejecutado sin juicio “para
que la República pudiera vivir”, supo que el contrasentido presagiaba algo peor, y que esa revolución había de pronto dejado de ser
la suya. Marat adujo que el voto de Paine contra la pena de muerte
no podía tenerse en cuenta, dada su condición de cuáquero. A lo
que Paine respondió: “En mi voto han influido las consideraciones
políticas tanto como las razones morales”. Solo un golpe de suerte
quiso que ese voto no le costara, también a él, la cabeza.
Aún podría emplearla para escribir su última obra importante,
La edad de la razón, un alegato, desde el deísmo, contra toda
forma de religión institucionalizada. Perseguido a muerte en
Francia e Inglaterra, pasó el resto de sus días en Estados Unidos,
donde su irreverencia y sus diferencias con Washington lo condenaron al ostracismo.
Álvaro García Ormaechea
traductor
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es experto en
Derecho Internacional Público
y
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