Historias de la prision

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HISTORIAS DE LA PRISIÓN
ISABEL APARICIO NAVARRO
Epa Símón Monerris de Enguera
Al terminar la guerra civil, cuando volvió mi padre le pusieron de alguacil y carcelero. Mis
hermanos y yo éramos muy pequeños y ahí empezamos una vida de padecer porque en aquel
tiempo había mucha hambre y mucha miseria.
Mis padres eran muy buenos y muy humanos. Vivíamos en una casa dentro de la cárcel; allí
conocí a muchas clases de personas: presos políticos, delincuentes de verdad, carteristas,
gitanos… Así que voy a contar alguna cosa de las que allí viví durante muchos años.
Recuerdo que a los presos no les daban de comer hasta que pasaban cuarenta y ocho horas y
cuando llegaba la hora de la comida y nosotros nos poníamos a comer (que tampoco teníamos
mucho, no os creáis, porque el sueldo no era nada elevado y, además, éramos ocho hermanos
y mis padres), allí había una o dos personas que no tenían qué comer y por eso toda la familia
repartíamos los platos entre nosotros y los presos. Mira si pasaban hambre que, cuando
pelábamos las lechugas, los moniatos, las patatas y todo lo que se tira, ellos lo pedían para
comérselo.
Vista del exterior de la cárcel desde la Plaza del Convento
(Obsérvese la ubicación de la fuente a la izquierda de la imagen, rodeada de mujeres)
Las ventanas de mi casa daban al patio de la cárcel y por la ventana de la cocina y el guisador
se asomaban algunos presos y nos contaban sus historias, todas de sufrimiento y padecer.
Los que eran fumadores, como no tenían ni dinero ni nada para comprar tabaco, nosotras, mis
amigas y yo, les recogíamos las colillas. Por eso, cuando nos veían a mis hermanos y mis
hermanas, nos decían que les recogiéramos para ellos, así que íbamos a la Plaza del pueblo y
recogíamos todas las colillas que encontrábamos, las metíamos en un bote y luego se las
entregábamos.
Un día trajeron presos a la cárcel a unos gitanos porque pedían que los metieran a la cárcel de
tanta hambre que tenían. Inmediatamente les cortaron el pelo a rape, tanto a los hombres
como a las mujeres, y cuando salieron porque no los podíamos tener allí dentro, se fueron
cantando una canción famosa en aquellos tiempos:
- “¡Pelona sin pelo! ¡Cuatro pelos que tenía los vendí al estraperlo…!”
Pero… ¡Cuánto faltaba para ser humanos!
Y es que, aunque mis padres no tenían nada, nos reíamos de cosas serias, porque a veces, de
las cosas más tristes, vale la pena no hablar. Así y todo voy a contar una más penosa.
Pasó esto cuando la Brigadilla vino a Enguera, por entonces yo tenía de catorce a dieciséis años
y ocurrieron muchas cosas malas. Unas las mandaban los altos cargos y otras las hacían otros
por hacer mal sin motivo.
Trajeron a un hombre de Anna que se llamaba P.T., de unos treinta años y tenía un nivel de
cultura muy elevado; no sé la carrera que tendría. Lo trajeron a la cárcel por política. Él decía
que no había hecho nada, yo le creí porque humanitario y educado no podía serlo más. Lo
acusaban de estar en relaciones con los “maquis”. Los maquis eran personas que huyeron
cuando se acabó la guerra y se escondían en el monte y por eso tuvo que pagar casi con su
vida. Le pegaban grandes palizas que, sólo de contarlo, me pongo nerviosa porque a eso no
hay derecho y ahora que ya soy mayor lo encuentro aún peor.
De Enguera lo trasladaron a la cárcel de Valencia y cuando, al cabo de los años, salió de la
cárcel, vino a vernos y decía:
– Me han hecho polvo con tanta tortura y no han podido comprobar nada porque nada
de lo que me acusaban era cierto.
En Anna y Enguera todo el mundo lo quería y lo tuvimos como un amigo hasta que murió, pero
su familia y la nuestra seguimos manteniendo la amistad.
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Este otro caso sucedió en la estación de trenes de Montesa, un pueblo cercano a Enguera.
Encontraron a un tratante de caballos muerto, un gitano bastante rico por lo que sabíamos. Al
tratante lo habían matado con una navaja muy fina y, durante la investigación, la guardia civil
descubrió que el que lo asesinó fue un chico que él llevaba como trabajador.
Puerta de acceso a los Juzgados desde la Plaza del Convento
(Obsérvese la nueva ubicación de la fuente)
Al chico lo metieron en la cárcel, tenía diecinueve años y dijeron que lo había matado por
dinero.
Hasta ahí el caso parecía normal pero, cuando ya llevaba ocho días en la cárcel, vino a verlo su
madre para traerle comida acompañada de la viuda del tratante que él había matado, una
señora muy elegante, muy puesta, con muchas joyas y alhajas. Todos creíamos que cuando
viese al asesino iba a volverse loca. Pero no fue así.
Empezó a venir casi todos los días acompañando a la madre del preso. Ella le traía todos los
días buena comida, de la que no se encontraba porque no había nada de comida entonces.
Pero a él no le faltaba; además, no comía como los demás presos, se la traían de un hotel que
se llamaba Hotel Rialto y yo recuerdo que algunas veces me regalaba caramelos y bombones.
La conclusión es que ella se enamoró de él, aunque podía ser su madre, y por lo visto, cuando
se comprobó, resultó estaban todos complicados en la muerte de su marido.
Luego se lo llevaron a la Cárcel Modelo de Valencia y ya no supimos nada más de él hasta que
hicieron el juicio y se demostró que la viuda estaba implicada en la muerte de su marido.
Después ya no sé qué pasó con ellos.
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Este caso es más divertido.
Trajeron a la cárcel a una mujer de Bolbaite que se llamaba S. La metieron en la cárcel por
llevar puros de esa cosecha, los “caliqueños”, al horno para que se secaran y, como eso estaba
prohibido igual que ahora, la denunciaron. Por entonces yo trabajaba en una fábrica de
hilaturas y mi marido, porque ya me había casado, estaba fuera. Mi madre había fallecido y
por eso estaba en casa de mi padre ayudándole.
Fotocomposición, desde el cruce de San José, del enclave en la época del relato.
En la fachada del edificio se observan, de derecha a izquierda, las puertas de Juzgados bajo el balcón,
de la Cárcel, de la Casa/Cuartel de la Guardia Civil (de donde le venía el nombre de “Placeta de los
“Ceviles”) con la enseña nacional sobre el dintel y de las Escuelas Nacionales de Párvulos y Niñas.
Y pasó que como aquí en Enguera hay una calle que se llama San Antonio de Pádua y hacían, y
hacen, unas fiestas y bailes y en esa calle vivía mi abuela, yo quedé con mis compañeras de
trabajo para ir a ver los bailes. A mi padre también le obligaban a estar allí y, como íbamos a ir
los dos y no podíamos dejar a S. sola en la cárcel, mi padre me dijo:
– Quedate tú porque yo hago falta para poner orden – y se marchó.
Una vez solas, yo le dije a S.
– ¿Usted quiere venir a una fiesta?
Y ella me contestó que sí y le abrí el patio y nos fuimos a la fiesta con mis compañeras a un
sitio donde no nos vieran y lo pasamos bien todo el grupo, siempre viendo a ver por dónde iba
mi padre. Cuando terminaron los bailes y la fiesta, volvimos a la cárcel y S. se fue a su celda a
dormir. Al día siguiente, cuando mi padre se enteró me dijo:
– ¿No te das cuenta que si se enteran de que esa mujer estaba fuera, a mí me echan…?
Ya han pasado un montón de años y mis amigas aún recuerdan aquella noche que traje a la
presa y aún nos reímos…
La escuela de adultos, a nuestra edad, nos viene bien para aprender muchas cosas porque
nunca se sabe bastante. La escuela me ha servido para contar estas historias de las cuales yo
nunca había hablado. No son grandes historias, pero son realidades.
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