Intercambio, Kant

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Secretaria de Posgrado - Facultad de Ciencias Sociales – UBA
Junio-Julio-2009
Curso de Perfeccionamiento en Filosofía Social: “La construcción de conceptos”
Mario Heler – 1º Encuentro
¿Por qué el otro siempre es un medio?
O acerca de la instrumentalización del otro*
Mario Heler
De acuerdo con la conocida formulación del Imperativo Categórico, la exigencia de considerar al
otro no sólo como medio sino a su vez como fin constituye una exigencia moral que por ser
categórica no acepta ningún condicionamiento; siendo una exigencia universal incondicionada,
que interpela por tanto a todo los seres racionales. Pero presupone que en las interacciones, el
otro se nos presenta siempre como un medio para la realización de nuestros propios objetivos
vitales, como un instrumento. Y entonces la moral radica precisamente en considerarlo también y
al mismo tiempo como fin en sí mismo; lo que quiere decir, considerar al otro como un sujeto
racional capaz de dar su libre consentimiento a la interacción, a una interacción en la que
precisamente operará como instrumento en el logro de fines ajenos.
Desde esta perspectiva, esta condición permanente en el modo de relacionarnos con los otros
propongo interpretarla en relación con un trasfondo socio-histórico, que refiere a prácticas
particulares, propias de un tipo de sociedad específica, localizada espacial y temporalmente, cuya
historia se construye en un proceso abierto de luchas entre las fuerzas que buscan la permanencia
de un sistema de dominación –el modo de producción capitalista– y las fuerzas que resisten a esa
dominación.
Este trasfondo se presenta además naturalizado,[1] y es sobre su presumida irrevocabilidad que
se monta la posibilidad de ser moral. Más aún, su condición queda oculta a través de la apelación
al uso práctico de la razón en su universalidad “descarnada”, formal. La universalidad –que
definirá luego de Kant, y desde él, el moral point of view– resulta así suponer un universo ad
hoc, un universo que incluye las acciones de cierto tipo de subjetividades, correspondientes a una
determinada formación socio-histórica; un universo que establece en su dinámica las
posibilidades e imposibilidades, lo que se debe y lo que no se debe, lo decible y lo que no puede
acceder a ser reconocido y legitimado, por carecer de sentido y valor en un orden social
determinado.
Un análisis crítico de esta condición aparentemente inevitable de la instrumentalización del otro
me permitirá reflexionar acerca de los límites de esta exigencia kantiana retomada en las éticas
contemporáneas del discurso y el diálogo.
Parto entonces del hecho de que la fórmula del Imperativo kantiano que nos ocupa reconoce que
entre los seres humanos se establecen relaciones fundamentalmente instrumentales, ya que señala
explícitamente que para la moralidad se trata de no quedar reducidos únicamente a medios de
fines ajenos, dando en consecuencia por descontado que en principio las interacciones humanas
se caracterizan por la instrumentalización recíproca. Pero esta posibilidad en que consiste la
moral no anula la instrumentación. En todo caso, sólo pone la condición moral para que el otro
pueda ser medio para mis fines y uno, medio para los suyos, contribuyendo a la cohesión social.
La cuestión se encara preguntando por los supuestos acerca de las relaciones sociales que están a
la base del reconocimiento de la instrumentalización del otro como un hecho irremediable. Tales
supuestos se muestran en las características de las sociedades modernas en las que Kant elabora
su filosofía práctica, y que pese a los cambios acaecidos –y acrecentados a partir de la segunda
mitad del siglo XX– parecen seguir siendo las nuestras.
1. No sólo medio sino también y al mismo tiempo fin en sí mismo
En la modernidad, la sociedad está formada por individuos que tienen el deber y el derecho de
dar su libre consentimiento a la forma de vida que adoptan y a su participación en las
interacciones con los otros. Estos seres libres e iguales son pensados como seres racionales, esto
es, capaces de velar por sus auténticos intereses. Pero cada uno de ellos se encontraría
irremediablemente con la necesidad de contar con los otros para la realización de sus fines.[2]
Las relaciones humanas se piensan en términos de intercambio: el otro es un medio en tanto
brinda algún elemento del que uno carece para la consecución de sus fines. A su vez, se conciben
asentadas en un contrato, puesto que cuando resulta ya inaceptable la esclavitud, las
interacciones se deben basar en otro mecanismo que el crudo sometimiento por la fuerza. La
alternativa es el libre consentimiento de las partes contratantes. Precisamente, la consideración
del otro ser humano como un fin en sí mismo implica respetar al otro tratándolo como un ser
igual a mí en su capacidad de actuar libremente, esto es, capaz de determinarse a actuar
independientemente de las coacciones e incluso con derecho a hacerlo en contra de mis intereses.
La obligación de considerar al otro no sólo como medio sino también como fin conlleva por lo
tanto que el libre consentimiento sea entendido a partir del intercambio entre personas que se
necesitan mutuamente, en tanto y en cuanto, uno tiene lo que al otro le falta, y por lo cual ambos
aceptan ceder parte de lo que tienen para recibir aquello que carecen.
Claro que la idea de contrato responde al mercado. Es en el mercado donde se produce el
intercambio de lo que es necesario para la vida. Y es esta misma idea de contrato mercantil la
que se utiliza para legitimar el Estado (como señalara Hegel). Esta concatenación de ideas es la
propia de las sociedades modernas, donde el Estado y el mercado se muestran diferenciados pero
adecuadamente acoplados para dar cuenta de la cohesión social de individuos postulados –sólo
postulados–[3] como libres e iguales, ocupados en ganarse la vida.
Tenemos que tener en cuenta que en la modernidad, el trabajo –dirá Locke, también los
economistas clásicos, y reconsiderará Marx– es la fuente de toda propiedad.[4] Pero algunos
individuos aprovechan mejor sus oportunidades y sus capacidades, se empeñan y utilizan todas
sus energías. El resultado es que algunos obtendrán mediante su trabajo más que otros. Pero
todos concurrrán al mercado donde intercambiarán sus productos en función de sus intereses y
necesidades, ofertando lo que poseen y demandando lo que necesitan –lo que carecen. Aquellos
que nada poseen (que no tienen propiedades para intercambiar en el mercado) tienen aún la
fuente de toda propiedad: su cuerpo. Ofertan entonces en el mercado su fuerza de trabajo.
En el mercado todos ofertan y demandan por igual, comprometiéndose libremente a la entrega
de productos o de trabajo. El mercado requiere de individuos iguales y también libres, para
contratar el intercambio con los otros individuos, conforme a los dictámenes de la razón acerca
de lo que consideren un equilibrio aceptable entre las ventajas o beneficios y las cargas u
obligaciones correspondientes.
Pero esta igualdad necesaria para la dinámica del mercado no elimina las desigualdades. Por el
contrario, las justifica en nombre de la mayor habilidad, destreza y esfuerzo para saber
aprovechar las ofertas en beneficio de las propias demandas, permitiendo acumular propiedades
y posicionarse de mejor manera en el juego del mercado. Si los mecanismos del mercado se
basan en el contrato, en él se establecen transacciones por las cuales unos se comprometen a dar
algo a cambio de otra cosa: un tipo de bien por otro, trabajo por una compensación, etc. Y si el
contrato opera bajo la suposición del libre consentimiento de los participantes y obliga por igual
a cada una a cumplir con lo pactado, el contenido de la obligación es diferente y también
desigual para cada uno de las partes. Algunos entregan bienes, otros, trabajo; algunos entregan
mayores bienes de poco valor por menor cantidad de bienes de mayor valor en el mercado –el
valor de cambio, independiente del valor de uso–; mientras la posesión de propiedades, de
bienes, y la cantidad poseída, determinan mayores grados de libertad para consentir al contrato,
esto es, mayores posibilidades de elección. Quien no posee propiedades, sólo puede ofertar el
trabajo que su cuerpo es capaz de desplegar, y los cuerpos no son todos iguales ni son capaces de
generar el mismo tipo y cantidad de trabajo.
Los compromisos contraídos en el mercado resultan por ende iguales en cuanto a la obligación
de cumplirlos y desiguales, con respecto al contenido de la obligación (aquello a que cada
contratante se obliga). Pero además el compromiso podría no ser cumplido. El aparato políticojurídico del Estado se encarga de hacer cumplir estos contratos –más o menos explícitos-,
legitimando su intervención por presunto respeto a la igualdad y la libertad de las partes,
fundamentalmente en defensa de la propiedad privada, generadora de desigualdades.
Como ya mencionamos, esta función del Estado se legitima también por medio de la idea de
contrato. Pero ahora se trata del contrato social en el que los contratantes son todos los
ciudadanos, esto es, todos los individuos (en principio, varones) propietarios de sus cuerpos, y
por tanto, libres, siendo los únicos responsables de la manera en que se ganan la vida. Pero aún
considerados artífices de sus destinos, carecen de algo que no pueden obtener con sus cuerpos
asilados ni en el mercado: la seguridad de que sus esfuerzos por ganarse su vida no se verán
frustrados. Tal carencia es cubierta por el Estado, comprometido en la protección de la dinámica
del mercado. Todos los ciudadanos están entonces obligados de igual manera a cumplir con la
legalidad, bajo la tutela del monopolio de la violencia por parte del Estado y bajo la presunción
de haber dado libre consentimiento al contrato social.
La relación entre los individuos y el Estado es también una relación de intercambio, y como en
el mercado cada uno debe estar prevenido en la defensa de su propio interés. Pero, desde un
punto de vista racional, como los verdaderos intereses de cada cual incluye el atender a la
necesidad de seguridad, resulta entonces que es esta necesidad la que define el interés común, ya
que en ella se equipararían por igual todos los seres humanos.[5]
El respeto de los contratos, de los contratos necesarios para el intercambio en el mercado entre
individuos carenciados, y los contratos mismos son legítimos por el libre consentimiento dado a
sus cláusulas, es decir, por el tratamiento de todas las partes como fines en sí mismos. Pero estas
cláusulas se dirimen en función de la oferta y la demanda, suponiendo desigualdades, ya que se
trata de la posesión desigualdad de propiedades para ofertar y demandar, en función de las
distintas carencias de cada cual. Es que todos somos carentes aunque con carencias diferentes.
Los satisfactores de esa carencia dependen de un intercambio, a través del cual doy algo de mi
propiedad a cambio de algo que es propiedad de algún otro.
Por consiguiente, la relación de intercambio entre propietarios consiste en una
instrumentalización: lo que aquel cede constituye un medio para la conservación de otro, y lo
que éste cede es un medio para la autoconservación de aquel. Las partes logran así sus fines en la
relación con los otros que le proveen los medios. Pero en tanto las propiedades son extensiones
del propio cuerpo, es el mismo cuerpo del otro el que sirve de medio para la realización de los
propios fines. Toda relación con el otro se piensa entonces como un intercambio de medios para
el logro de los fines de cada uno.
En las sociedades modernas, la comprensión del mundo gira en torno a la idea de intercambio, de
un intercambio entre seres necesitados, carenciados, que se vinculan con los otros, en tanto y en
cuanto los otros son instrumentos para su autoconservación. Bajo estas históricas condiciones de
posibilidad se proclama una ontología donde el otro siempre es un medio para uno. Al mismo
tiempo, que también se presupone que el intercambio sellado por un contrato, halla su
legitimidad y obligatoriedad de cumplimiento en el libre consentimiento de las partes
contratantes, esto es, se desempeñan entonces como medios porque así lo aceptan libremente.
Por ende, el deber consiste en tratar al otro no sólo como medio sino también y al mismo tiempo
como fin en sí mismo, pues el orden social se estructura a partir de requerimientos indispensables
para el funcionamiento en paz de las relaciones del mercado capitalista.
Si bien el libre intercambio es inherente a la dinámica de tales relaciones de mercado, se trata de
una posibilidad entre otras de comprender la relación entre los seres humanos. Más aún, ésta es
la posibilidad que ha predominado, que ha resultado hegemónica. Pero que nada dice acerca de
algo así como el ser en sí de los seres humanos, de su ser universal y permanente. La pretensión
de encontrar en una forma de vida social particular “una dirección evolutiva de alcance y validez
universales”[6] parece ser entonces una ilusión etnocéntrica, aunque la pretensión perdure y sus
consecuencias se extiendan a todo el planeta.
En consecuencia, la formulación del imperativo categórico que enuncia la exigencia de tomar al
otro no sólo como medio sino también al mismo tiempo como fin en sí mismo expresa un orden
social particular, histórico, en el que las relaciones humanas se piensan bajo la forma de
intercambios entre seres carenciados que satisfacen sus necesidades en el mercado, y que por
tanto, siempre se perciben recíprocamente como medios para la realización de los fines de cada
uno. Y entonces la posibilidad de la cohesión social, el problema moderno de la gobernabilidad
–que en Kant lleva a afirmar la necesidad de pensar todo lo que se quiera y al mismo tiempo
obedecer–,[7] encuentra su solución histórica en la defensa de la libertad de todos, que consiste
en la coexistencia de libertad de cada uno.[8] Pero se trata de una libertad que radica en la
posibilidad de contratar en el mercado el intercambio de lo necesario.[9]
Desde esta perspectiva de interpretación, la universalidad formal, a priori, de las enunciaciones
del Imperativo Categórico y del Principio del Derecho explicitan la lógica subyacente de las
sociedades modernas, explicitan su principio constituyente, sus reglas de juego fundamentales,
los presupuestos necesarios para su reproducción y universales en esta formación histórica.
Articulan la dinámica del intercambio entre propietarios necesitados de los otros como medios
para la realización de sus fines, bajo la exigencia del libre consentimiento de cada uno.
Pero estos presupuestos fuertes del intercambio que comprenden siempre a los individuos como
medios-instrumentos para la autoconservación de cada uno, establece lo que puede visualizarse,
decirse y reclamarse en términos de compromisos de intercambio asumidos libremente. Toda
otra cuestión que vaya más allá, o caiga fuera, de esta lógica constitutiva del orden social
establecido o bien se reduce a especificaciones de situaciones particulares y contingentes,
empíricas, que aceptan ser tratadas formalmente en sus términos, o bien no pueden ser
expresadas en ellos, no pudiendo ser tratadas como cuestiones ni legales ni morales. Cuando aún
así, este último tipo de cuestiones son reclamadas, resultan subversivas.
Un ejemplo de cuestiones que no pueden acceder a ser dichas, reconocidas, legitimadas, fue
señalada por Marx y refiere al hecho de que la fuerza de trabajo no es una mercancía y en el
orden social capitalista es sin embargo tratada como tal. La compra-venta de fuerza de trabajo
está significada por la lógica del intercambio libre en el mercado. Pero cae fuera de tal lógica la
consideración de que la fuerza de trabajo no sea una mercancía, por ser la única fuente capaz de
producir toda mercancía. Como consecuencia, no significa nada en esta lógica, y por lo tanto,
constituye el hecho negado y silenciado de la injusticia absoluta que el capitalismo no puede
reconocer. Entonces sólo vale hablar de trabajo asalariado, entendiendo que el trabajador vende
su fuerza de trabajo a cambio de un salario, y que por tanto es un propietario de algo que
intercambia en el mercado. En cambio, nada significa apelar a que su fuerza de trabajo no es una
mercancía, bajo la evidencia impuesta de que de hecho se vende en el mercado.[10]
Los dictados de la razón en su uso práctico, con su pretensión de validez universal a priori, se
muestran así condicionados por la comprensión instrumentalizadora del otro, que se presenta
además naturalizada en las sociedades modernas. Resulta entonces que la concepción kantiana
articula magistralmente aquello que es fundamental para las sociedades capitalistas: los
intercambios libremente contratados. Intercambios donde todo ser humano siempre es un medio,
un instrumento de fines ajenos, pero que también y al mismo tiempo, exigen un desempeño de
cada agente moral como medio a través de su libre decisión, y por lo tanto en su carácter de fin
en sí mismo, por tratarse de intercambios libres, por definición.
2. La violencia en la coordinación de la acción
La situación permanece igual cuando al promediar el siglo XX, giro lingüístico y pragmático
mediante, Kart Otto Apel y Jürgen Habermas retoman la ética kantiana en una ética del discurso
deontológica, cognitivista, formalista y universalista.[11] El cambio hacia la situación de
interacción dialógica entre actores sociales capaces de lenguaje y acción, introduce innovaciones
que reponen con nuevo ropaje la lógica subyacente a las sociedades modernas –e incluso a las
posmodernas, en su vinculación con una nueva etapa del capitalismo. En última instancia, la
ética del discurso, sostendré, no cuestiona sino que, por el contrario, adopta la comprensión
instrumentalizadora del otro propia del intercambio capitalista.
En la ética del discurso, ya no se trata de la exigencia de realizar un experimento mental para
probar si la máxima merecerá el libre consentimiento de todos, sino de llevar adelante diálogos
donde se pueda obtener tal consentimiento por medio de argumentaciones. En este sentido, la
exigencia moral de tratar a los otros no sólo como medios sino también y al mismo tiempo como
fines, adquiere la forma ideal de un consenso logrado sin violencia y por el peso de las razones
esgrimidas en una discusión regida solamente por pretensiones de validez. En Kant como en la
ética del discurso se pone entonces en juego la cuestión del libre consentimiento de todos los
involucrados, ahora para una coordinación de la acción que se hace necesaria frente a la ruptura
del consenso dado (adscripto), reclamando el logro de un nuevo entendimiento, que permita
continuar la coordinación y reproducir la cohesión social (ya que las sociedades modernas se
caracterizan, en Habermas, porque su reproducción simbólica está signada por el progresivo
pasaje de acuerdos adscriptos a consensos adquiridos).[12]
Los conflictos que exigen recurrir a una discusión que siga el procedimiento racional que
prescribe la ética del discurso están relacionados con conflictos de intereses, de intereses
controvertidos defendidos por distintos sistemas de autoafirmación –individuos, grupos,
naciones, regiones–, que buscan autoconservarse[13] en y por sus intercambios. Tales sistemas
de autoafirmación equivalen a los individuos de la modernidad de Kant, y como ellos se ven
impelidos a entrar en relación con otros sistemas como modo de encontrar satisfacción a sus
necesidades, esto es, se vinculan entre sí debido a sus carencias y para intercambiar lo necesario
para cada uno de ellos. Son entonces conflictos inherentes al intercambio. Y por serlos no se
independizan de la relación medios-fin que quedaba explícita en la formulación del Imperativo
Categórico antes analizada.
Además esos intercambios vuelven a contener la exigencia de ser libres, traduciéndose en
términos de una coordinación de la acción que se logra por libre consentimiento de las partes
involucradas. Es así que el contrato ahora adquiere la forma de un consenso. Los actores sociales
se continúan entonces comprendiendo en términos de medios, de instrumentos, para la
autoconservación de cada cual, ya que persiste la idea de intercambio: las partes se vinculan en
función de los intereses en conflicto generados en el intercambio. Mientras que el contrato es
entendido como consenso, como acuerdo entre las partes, y logrados a través del diálogo,
comunicativamente.
Sin embargo, para Apel y Habermas, la instrumentalización sería propia sólo de un tipo de
coordinación de la acción, la estratégica. En oposición, se define otro tipo de coordinación ideal,
la comunicativa, en la que todos se tratarían recíprocamente como fines, como actores sociales
que pueden dar su libre consentimiento a la interacción en base a argumentos. Se definen de este
modo dos tipos diferentes y opuestas de coordinación de la acción, constituyendo dos formas que
corren por carriles separados y aparentemente irreconciliables, resultando un tipo de
coordinación amoral mientras el otro se identifica con la moral en sentido estricto.
En la acción estratégica, la coordinación se logra por medio de coacciones a algunos
interactuantes por parte de otros, materializadas en el ofrecimiento de premios y en la amenaza
de castigos, ejerciéndose así violencia en la obtención del consentimiento. En cambio, cuando la
coordinación de la acción es comunicativa, el consenso no estaría motivado por otra coacción
que la que se deriva del peso de los argumentos esgrimidos en el diálogo entre los
involucrados.[14] Es en este caso solamente que puede calificarse de moral el consenso así
obtenido, ya que habría habido un libre consentimiento al acuerdo, y las partes habrían
participado en su calidad de fines en sí mismo, pues el acuerdo apela a la racionalidad de los
involucrados, a su carácter de personas, de seres racionales.
Para lograr la coordinación se puede manipular al otro, con amenazas de violencia, de tal manera
que se obtenga coercitivamente el consentimiento a la coordinación.[15] En la guerra, un
estratega victorioso es quien logra con su accionar vencer las resistencias del otro, haciendo que
su enemigo consienta a la voluntad de su vencedor. Y su mayor éxito es que el otro brinde un
libre consentimiento sin percatarse de la coacción que lo impone (por ejemplo, ganándose su
confianza). Por lo tanto, el grado de coerción con el que se obtiene el consentimiento varía en
grado y también en eficacia.
En cambio, en la coordinación de la acción comunicativa la única coerción debería consistir en
la validez de los argumentos. En este sentido, se afirma que este tipo de coordinación está libre
de violencia. Claro que ello en una “situación ideal de habla” (Habermas) o en una “comunidad
ideal de comunicación” (Apel). Pero en las situaciones reales y en la comunidad real, también
nos encontraremos con mayores o menores grados de no violencia. Pero en tanto idealmente se
define la acción comunicativa por permitir el libre consentimiento sin violencia, en ella todos los
involucrados son tratados como fines en sí mismos, en tanto pueden decidir su consentimiento
atendiendo solamente a las pretensiones de validez de los argumentos esgrimidos por cada uno
de las partes.
Pero si mi interpretación es sostenible, los actores sociales siguen siendo medios, pues se trata de
un consenso acerca de un intercambio. Y nuevamente, el problema moderno de la gobernabilidad
de individuos libres e iguales, la cuestión del lazo social, exige que se llegue al consenso por
libre consentimiento. Ya que ese libre consentimiento garantiza la reproducción social de una
sociedad basada en el intercambio entre propietarios, reproduciendo a su vez la comprensión
instrumentalizadora del otro.
Pero quizá esté aquí la mayor violencia, una violencia anterior a cualquier situación de discusión
para el logro de entendimiento entre intereses controvertidos: la imposición de una
instrumentalización de toda interacción humana, que constituye una violencia simbólica que
clausura la moralidad encerrándola en la lógica subyacente a las sociedades capitalistas.[16]
Pierre Bourdieu llama “violencia simbólica” a la que se ejerce en la “producción de la creencia”,
en el proceso de socialización, que produce “agentes dotados de los esquemas de percepción y
apreciación que les permitirán percibir las exhortaciones inscriptas en una situación o un
discurso y obedecerlas”.[17] Incorporada la comprensión instrumentalizadora del otro, las
exhortaciones de las situaciones o de los discursos son obedecidas, y además clausuran[18] otras
posibilidades, pues reconducen toda pregunta, todo cuestionamiento, a la misma comprensión, a
las mismas exigencias que entienden al otro siempre como un medio, tratando de obtener su libre
consentimiento en aras de la cohesión social, sin posibilidad de escapar de la lógica del
intercambio capitalista y no haciendo mella en el sistema de dominación hegemónico.
3. Una alternativa
Pero ¿no será que no existe alternativa, que no hay ninguna comprensión naturalizada, sino que
efectivamente desde Kant se ha explicitado una lógica social que va más allá de toda
particularidad histórica, siendo el único camino posible para pensar la convivencia humana?
Por ahora sólo puedo esbozar algunos elementos que permiten pensar en una alternativa,
diferenciando la coordinación de la acción de la cooperación. Valgan las anotaciones siguientes
como un primer adelanto para entrever la dirección de mis investigaciones:
a. En vez de pensar el ser como carencia, habría que tratar de pensar el ser como lo quería
Spinoza: los cuerpos son lo que pueden, y no puede determinarse que es lo que un
cuerpo puede con anticipación. La potencia entendida entonces como el conatus, no
como la dynamis: no lo que no es pero puede ser, sino el ser que se define por su
potencia, por su poder. Y teniendo en cuenta además que el encuentro de los cuerpos
aumenta las potencias.
b. La coordinación de la acción puede entenderse como un continuo que en sus extremos
se mueve desde la acción estratégica a la acción comunicativa, en una graduación que va
de la pura violencia al libre consentimiento, pero que en realidad establece una situación
de dominación,[19] una situación que estabiliza, inmoviliza y trata de hacer irreversible,
bloqueando y estereotipando el movimiento flexible y reversible del encuentro de los
cuerpos, de los cuerpos que cooperan.
c. En Marx se encuentra la idea de una cooperación “subjetiva” que queda por fuera al
capital, que no se subordinaba a él, por no ser productiva, aunque es la que reproduce la
misma fuerza de trabajo. Aun cuando hoy esa cooperación parece también quedar
subsumida por el capital –por ejemplo, con el trabajo posfordista-, esta noción brinda
elementos para pensar una relación con el otro basada en la cooperación y no en el
intercambio mercantil.[20]
d. Finalmente, entender la moral como los usos y costumbres establecidos en un grupo
social, y la ética como la crítica de la moral, como la crítica que no acepta lo establecido,
lo dado, por estar dado, y el camino de hecho recorrido, el único posible, habilita nuevas
posibilidades para pensar la moralidad en las éticas de la tradición kantiana, rechazando
que la elaboraciones filosóficas sobre nuestro ethos deban reducirse solamente a una
explicitación o reconstrucción de la lógica subyacente al orden social.
11
[1] Tanto porque Kant ubica en la naturaleza, bajo el determinismo físico, la relación entre los seres humanos,
como en el sentido en que hoy se utiliza el adjetivo “naturalizado, naturalizada” para calificar algo de natural para
escamotear su carácter socio-histórico.
[2] En primer lugar, tenemos individuos que saben cuáles son sus auténticos intereses, por ser racionales, y por serlo
sabrán también satisfacerlos, y lo sabrán independientemente de sus relaciones con los otros. Por el contrario, los
otros se hacen presentes porque los seres humanos no son autosuficientes, y necesitan de los otros para cumplir con
los propios intereses. Además se supone un mundo de escasez donde necesariamente se entrará en competencia para
el logro de los fines de cada uno.
[3] Se trata de postulados normativos: refieren a lo que debe ser, y no a lo que es (y como sabemos lo que debe ser
no es siempre lo que es). Dicho de otro modo: instituye un ideal que no coincide con la realidad, pero que la orienta
e incluso brinda los elementos para criticarla. Cf. HELER, M., Filosofía social & Trabajo Social. Elucidación de un
campo profesional, Bs. As., Biblos, 2002, capítulo II.
[4] “Es claro que si el hecho de recogerlos no los hizo suyos, ninguna otra cosa podría haberlo hecho. Ese trabajo
estableció la distinción entre lo que devino propiedad suya y lo que permaneció siendo propiedad común. [...] El
trabajo que yo realicé sacando esos productos del estado en que se encontraban me ha establecido como propietario
de ellos.” LOCKE, Segundo Tratado, parágrafo 28 del capítulo 5.
[5] Un análisis interesante de la necesidad de seguridad puede leerse en D’IORIO, G., “El problema de las
necesidades en la génesis del Estado Moderno”, en HELER, M. (comp.), La necesidad de las necesidades. La
categoría de necesidades en las investigaciones e intervenciones sociales, Bs. As., Espacio Editorial, en prensa.
[6] Cf. WEBER, M., Ensayos sobre sociología de la religión, Madrid, Taurus, 1987, tomo I., Introducción, p. 11
[7] KANT, I., “¿Qué es la Ilustración?”, en Filosofía de la historia, México, FCE, 1981, in fine.
[8] Cf. KANT, I., Metafísica de las Costumbres, Madrid, Técnos, 1989 (Introducción a la doctrina del derecho, §
C, 230-1, p. 39), en comparación con las formulaciones del Imperativo Categórico de Fundamentación de la
Metafísica de las costumbres y la Crítica de la Razón Práctica.
[9] Para un análisis crítico de la categoría de las necesidades, ver HELER, M., “La cuestión de la necesidades” y
GALLEGO, F. M., “El concepto de necesidad. Una crítica positiva”, en HELER, M. (comp.), La necesidad de las
necesidades. La categoría de necesidades en las investigaciones e intervenciones sociales, Bs. As., Espacio
Editorial, en prensa.
[10] Cf. LYOTARD, J-F, La diferencia, Barcelona, Gedisa, 1988, RANCIÉRE, J., La mésentente. Politique et
philosophie, París, Galilée, 1995, y para un visión de conjunto SCAVINO, D., La filosofía actual. Pensar sin
certezas, Bs. As., Pidós, 2000, Parte II.
[11] Cf. HABERMAS, J., “¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la Ética del Discurso?”, en Escritos
sobre moralidad y eticidad, Barcelona, Paidós, 1991.
[12] Cf. HABERMAS, Teoría de la Acción Comunicativa, Madrid, Taurus, 1987, I. tomo, pp. 433-4.
[13] Cf. APEL, K-O, Una ética de la responsabilidad en la era de la ciencia, Bs. As., Almagesto, 1990.
[14] No entraré aquí en detalles acerca de la crítica posible a esta suposición de una total transparencia de los
argumentos para todos, ni en la concepción que supone la imagen de una razón que actúa como un balanza que
sopesa argumentos y que está equilibrada en todos los seres humanos competentes lingüísticamente de igual manera.
Algunas de estas críticas fueron formuladas hace ya un tiempo en HELER, M., “Conflictos y racionalidad en el
ethos moderno”, en MICHELINI, SAN MARTÍN y WESTER (editores), Ética, Discurso, Conflictividad.
Homenaje a Ricardo Maliandi, Río Cuarto, Universidad Nacional de Río IV, 1995.
[15] En nuestras sociedades pareciera que al menos tiene que haber un simulacro de libre elección, lo inadmisible
sería la esclavitud. Algunas veces las fuerzas policiales han intervenido en talleres o fábricas encubiertas debido a
que en ellas los trabajadores (de origen oriental) estaban en cautiverio. No importaba el grado extremo de
explotación (que se da también en muchos otros talleres y fábricas sin que se produzcan intervenciones de la fuerza
pública), sino que las personas fueran tratados como esclavos, esto es, no podían optar entre permanecer trabajando
o irse (aunque sea a una mayor miseria). El término coordinación alude a un orden impuesto entre todos (el prefijo
“co-“ connota la idea de “común”, “compartido”, “con”, y en este caso ordenar en conjunto, ordenar con el otro),
pero ello supone que las partes ocupan posiciones similares, se da entre ellas una relación de simetría y
horizontalidad. Es obvio que en las relaciones estratégicas se trata de establecer un orden determinado por una de las
partes. Que una imponga sus designios a la otra parte y esta busque adaptarse a ellos, muestra que no se trata de
ordenar en conjunto, de compartir el ordenamiento, de “co-ordinar” entre todos, si no de un orden de dominación.
Pero también, como trataré de mostrar, también en la acción comunicativa la coerción de los argumentos puede ser
violenta.
[16] Aunque, como lo hace Habermas, se llame a esa lógica subyacente “estructuras formales de la racionalidad”
presentes en los mundos de la vida moderna, siendo manifestaciones de un “lógica evolutiva” universal y necesaria,
que reemplaza a la vieja idea de progreso, con su complemento, la “dinámica evolutiva”, y equivalente a la vieja
filosofía de la historia que se encarga de criticar. Para una exposición detallada de la teoría de la acción
comunicativa ver HELER, M., Jürgen Habermas. Modernidad, racionalidad y universalidad, Bs. As., Biblos, en
prensa.
[17] BOURDIEU, P., Razones Prácticas, Barcelona, Anagrama, 1985, p. 173.
[18] Castoriadis caracteriza la “clausura” así: “Cualquier interrogante que tenga sentido dentro de un campo
clausurado, en su respuesta reconduce a ese mismo campo”, esto es, generando los mecanismos que reconducen
todo planteamiento hacia los parámetros y las modalidades aceptados dentro del campo, procurando así desarraigar
las disidencias a través la domesticación de la crítica. CASTORIADIS, C., Hecho y por hacer. Pensar la
imaginación, Bs. As., EUDEBA, 1998, p. 319.
[19] “Los análisis que intento hacer se centran fundamentalmente en las relaciones de poder. Y entiendo por
relaciones de poder algo distinto de los estados de dominación. Las relaciones de poder tienen una extensión
extraordinariamente grande en las relaciones humanas. Ahora bien, esto no quiere decir que el poder político esté en
todas partes, sino que en las relaciones humanas se imbrica todo un haz de relaciones de poder que pueden ejercerse
entre individuos, en el interior de una familia, en una relación pedagógica, en el cuerpo político, etc. Este análisis de
las relaciones de poder constituye un campo extraordinariamente complejo. Dicho análisis se encuentra a veces con
lo que podemos denominar hechos o estados de dominación en los que las relaciones de poder, en lugar de ser
inestables y permitir a los diferentes participantes una estrategia que las modifique, se encuentran bloqueadas y
fijadas. Cuando un individuo o un grupo social consigue bloquear un campo de relaciones de poder haciendo de
estas relaciones algo inmóvil y fijo e impidiendo la mínima reversibilidad de movimientos -mediante instrumentos
que pueden ser tanto económicos como políticos o militares-, nos encontramos ante lo que podemos denominar un
estado de dominaciones cierto que en una situación de este tipo las prácticas de libertad no existen o existen sólo
unilateralmente, o se ven recortadas y limitadas extraordinariamente.” FOUCAULT, M., “La ética del cuidado de
uno mismo como práctica de la libertad”, entrevista con Michel Foucault, realizada por Raúl Fomet-Betancourt,
Helmut Becker y Alfredo Gómez-Muller el 20 de enero de 1984.
[20] Cf. HARDT, M., y NEGRI, A., Imperio, Buenos Aires, Paidós, 2002 y VIRNO, P., Gramática de la multitud.
Para un análisis de la forma de vida contemporánea. Buenos Aires , Colihue, 2003
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