En ambos partidos se ha producido un trauma tan

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FOTO: AFP
LATERCERA Domingo 6 de marzo de 2016
la nominación, habrá de producirse un vuelco masivo de las simpatías populares en su favor.
¿Quién está en condiciones de
ello? ¿Acaso Ted Cruz? Cruz ha
ganado en Texas, que es su propio
estado, y Oklahoma, estado contiguo que forma parte del mismo
mercado mediático que buena parte de Texas y concentra una proporción enorme de evangélicos, su
bastión electoral. Es cierto que
también había ganado antes en
Iowa, donde se realizó una asamblea (“caucus”), no una primaria y
donde había puesto un gran esfuerzo de movilización. Pero a lo
que voy es a que, para destronar a
Trump, Cruz tendría que romper el
confinamiento demográfico de su
candidatura y pasar súbitamente
de ser el cruzado de derecha puro
y duro al que los propios líderes del
Partido Republicano juzgan antipático a convertirse en Míster Simpatía y Míster Moderado.
¿Y Rubio? Tiene, a diferencia de
Cruz, el respaldo abierto y entusiasta de toda la jerarquía republicana, lo que se llama el “establishment”, que quiere a toda costa parar a Trump, esa bala perdida. Pero
Rubio no ha logrado hasta ahora
ganar una sola primaria, apenas
una asamblea en Minesota, y no
llegó a 20% en Texas, Alabama y
Vermont, lo que lo privó, por las reglas del juego, de obtener un solo
delegado en esos estados. Por eso
es que necesita siete de cada 10
delegados en juego para poder ser
nominado, una hazaña que en privado ninguno de sus defensores
cree posible.
El caso de Kasich es aun peor,
pues no ha ganado ni siquiera una
asamblea y, aunque podría triunfar en Ohio, su estado, tendría que
hacerse con tres cuartas parte de
todos los delegados en juego, una
misión imposible, para ser el candidato de su partido.
Esto es, precisamente, lo que explica la desesperación que cunde
hoy en las altas esferas de los republicanos, incluyendo senadores,
representantes, gobernadores, formadores de opinión y donantes.
La prensa –por ejemplo el New
York Times, el jueves- da cuenta
con bastante frecuencia de los esfuerzos supuestamente discretos
pero cada vez más conocidos por
frenar a Trump. El hombre fuerte
del “Weekly Standard”, Irving
Kristol, por ejemplo, ha propuesto lanzar un candidato republicano independiente. Otros, como el
magnate de los casinos Sheldon
Adelson y algunos empresarios de
la costa este, han empezado a mover su considerable músculo para
destronar a Trump a pesar de que
antes habían prometido mantenerse al margen de las primarias y
concentrar esfuerzos financieros
en hacer que se elija Presidente a
un republicano.
Ha surgido un aparato financiero bajo el nombre de “Our Principles PAC” que tiene como director
de comunicaciones a Tim Miller,
hombre de Jeb Bush, el ex candidato al que Trump hizo mucho
daño, con el sólo propósito de impedir la victoria del favorito. Y hasta Mitt Romney, el candidato republicano que perdió contra Obama
hace cuatro años, ha salido a la
palestra a calificar a Trump de
“fraude” y urgir a las huestes a
darle la espalda.
No está claro qué efecto tendrá
todo esto, si el de negarle al líder
populista votos republicanos en
algunos estados o, más bien, ampliar la magnitud de su éxito con
los votantes. Unos votantes que
han demostrado en todo este proceso gran hostilidad contra ese
mismo “establishment” y mucha
sintonía con las barbaridades que
dice el favorito un día sí y otro
también.
En el Partido Demócrata, la división no es ni mucho menos tan
brutal pero sí tiene una profundidad que la hace muy distinta de las
que pudo haber en el pasado reciente en este partido. Esta vez Bernie Sanders encarna una rebelión
de la base, sobre todo la de los estadounidenses blancos y los jóvenes, contra la jerarquía del partido,
de la que Clinton es santo y seña, a
la que juzga parte integral del malsano contubernio entre política y
finanzas que ha provocado el declive del país, el aumento de la desigualdad y la secuela interminable
de la crisis crediticia de 2008.
Aunque la percepción es que
Hillary Clinton barrió a Sanders
en el súper martes, lo cierto es que
su contrincante, el senador socialista, ganó en Colorado, Oklahoma y Minesota, y, lo que es
enormemente inquietante para la
campaña de la ex secretaria de
Estado, prácticamente empató
En ambos partidos se
ha producido un
trauma tan profundo,
que convierte en
imprevisible lo que
antes a cualquiera le
habría parecido fácil
de pronosticar: el
resultado de las
generales de
noviembre.
con la favorita en Masachusets.
¿Qué tienen en común los estados
donde ganó Sanders? El hecho de
que la proporción de votantes
blancos en las primarias demócratas es muy superior a la que se
da en los estados en que ganó
Clinton, donde fueron determinantes los afroamericanos y los
hispanos (en el léxico político estadounidense se distingue entre
“blancos” e “hispanos” aun cuando muchos hispanos son blancos
y muchos blancos tienen piel oscura: cosas de la burocracia).
Las cosas se ponen aun más raras
cuando se comprueba que hay vasos comunicantes entre los votantes de Sanders y los de Trump. Los
ciudadanos de condición económica muy modesta, donde se concentra un fuerte resentimiento
contra las elites políticas y económicas, apuestan hoy por Sanders si
son demócratas y por Trump si son
republicanos. Si son independientes (en muchas primarias de ambos partidos los independientes
pueden votar), se reparten entre
Sanders y Trump. Aunque uno es
de izquierda –y está mucho más a
la izquierda de lo que suele estar un
candidato demócrata- y el otro a la
derecha, lo cierto es que el factor
“antielite” es hoy más potente que
el de las ideologías. En cierta forma, ese factor es en sí mismo una
ideología, aunque formulada más
en la forma que en el fondo.
A esto hay que añadir -y con ello
retomo una idea del principio- que
Trump tiene un atractivo entre algunos demócratas e independientes alejados de la ideología conservadora, lo que preocupa a Hillary Clinton por el riesgo de que
algunos votantes de Sanders puedan, en la eventualidad de un
“match” entre ella y el magnate,
pasarse al enemigo. La razón es
que Trump fue demócrata en el
pasado y tiene posturas -en asuntos como la defensa de programas
como el Medicare y la Seguridad
Social, el comercio exterior o el
rol del Estado para prevenir el embarazo- que son un anatema para
la derecha y entroncan con las corrientes “liberales” (en el sentido
estadounidense).
Otro factor que emparenta a los
votantes de Sanders y Trump es el
rechazo a las intervenciones militares en el extranjero. Pocas cosas
indignaron más a muchos jerarcas
republicanos que los recientes ataques de Trump a George W. Bush
por no haber sabido prevenir los
atentados del 11 de septiembre
contras las Torres Gemelas y por
haber, según él, fabricado pruebas
de que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva para
justificar una invasión que nunca
debió ocurrir. Aunque en otros aspectos de política exterior Trump
se acerca a la extrema derecha –
por ejemplo, en su admiración por
Vladimir Putin, que lo ha elogiado varias ve-ces-, en esto su postura se hace eco de la izquierda (y
de los libertarios del propio Partido Republicano, también enemistados con la política exterior del
sector conservador).
Nada de esto garantiza un trasvasije de votos demócratas a
Trump si resulta ser el nominado,
pero sí representa la quiebra del
Partido Republicano y el movimiento conservador en los Estados
Unidos. Del mismo modo que el
fenómeno Sanders es un síntoma
de que el alma demócrata está
partida. Y ambas cosas, como sugerí al inicio, abren toda clase de
extrañísimas posibilidades de aquí
a noviembre.R
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