La noche triste - MasterPeace México

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LA NOCHE TRISTE
Resplandece y voy caminando por una vereda, junto al campo verde cubierto de rocío. Había llovido al
amanecer y ahora la sierra se ve clara, el cielo muy azul y las nubes brillantes. Ese día tocaba
coperacha obligatoria acompañado por los compas, los cuates. Era viernes. Ir a exigir derechos y
divertirse en el intento. Tocaba arruinar la fiesta de la mafiosa y culebra esposa del presidente
municipal, insulto andante; pararse fuera del evento, pagado con el dinero de todos, y hacer un poco de
ruido, un poco de nota. Si nos apurábamos, quizá alcanzábamos a echar unas chelas al regresar. Yo
seguía por la vereda y no hacía otra cosa sino caminar y caminar.
La noche era oscura, oscurísima. Al caminar me imagino en la espesa selva cubana, miembro de
las primeras campañas revolucionarias de alfabetización, con noches oscurísimas en las que el burro ya
no sabe para dónde moverse. Eso se lo leí a José Agustín, mi escritor mexicano favorito. Se escucha un
disparo. Sigo en la sierra y pienso, alarmado, en sabotajes contrarrevolucionarios y en el Ejército
Rebelde y las Milicias Revolucionarias. Las fuerzas contrasusurradoras del orden. Rompemos filas, la
masa se disuelve y el individuo se pierde en la obscuridad. Más disparos, gritos. Sólo pude hacerme
para el piso. ¡Ya nos mataron a uno, cabrones! No traigo saldo en mi celular; espero que alguien llame
a la ambulancia, patrulla, compañía de luz. Que alguien haga algo. Corro hacia abajo, hacia donde me
lleva el camino. Escucho voces jóvenes, preocupadas. Me alegro: son de los míos.
Estalla la tormenta. Uniformados con armas larguísimas se acercan a nosotros, nos rodean.
Órale cabrones, van a ver quién manda aquí. Son municipales. Locales. Hay cierto alivio. Uno se pone
rudo y un compa le contesta; se arma la trifulca. Otro disparo. Otro caído. Max Weber en carne y
hueso: la cara violenta, sangrienta y sangrada del Estado. El Reprimero de Reinaldo Arenas. Nos
rendimos y nos hacen agachar con las manos en la cabeza. Nos apuntan, riendo una vez que nos
someten por completo. Con los puercos no hay derechos, hay poder, siempre había pensado. Es una
relación de fuerzas y quien lleva la macana, tiene las de ganar. Echo un largo y sentido susurro.
Rummm, los motores. Nos suben vendados a unas camionetas que arrancan furiosas. Unos
lloran, otros dicen que nos calmemos, otros no dicen nada. Nos descubrimos discretamente la cara y
alcanzamos a ver unas patrullas de la Policía Federal. Aunque no somos de Iguala, conocemos bien la
1
zona y a nuestros adversarios. Sabemos que cerca hay un cuartel del ejército. La camioneta toma
velocidad y la luz se pierde en un instante. Intento dormir, pero no puedo.
A empujones nos bajan en un bosque. Está lloviendo. Nos dicen que ahora sí vamos a ver.
Juegan con nosotros. Preguntan si alguien sabe quién es Arturo Hernández Cardona. Sí, contestan
varios. ¿Y saben cómo le fue? Lo sabemos perfecto, pero no respondemos. Según contaron, hace un
año lo levantaron, lo llevaron a un jardín donde llegó Abarca y le disparó con una escopeta frente a
todos, a un lado de su fosa. Me pierdo en las gotas, en el miedo. Me voy de ahí. Celestino aparece y me
saluda. Juego con él.
Agua, más agua. Me llega al ombligo y pronto la tengo en la nuca. Está helada y de repente muy
caliente en los pies, en las rodillas. Más agua. Me sumerjo todo, pero puedo respirar. Me propongo
llegar hasta lo más profundo y pronto cambia el panorama acuático. Se vuelve azul, se calman las
corrientes, la temperatura sube. Es un cenote en el fondo del mar, lleno de peces. No paro de nadar.
Amanezco. Sigo en Guerrero y sigo en septiembre, pero ahora en 1813. Hace mucho calor. En
unas horas se reúne el Supremo Congreso Nacional Americano, convocado por don José María
Morelos y Pavón. La sesión es pública, agitada y al mismo tiempo solemne. ¡Que la patria no será del
todo libre y nuestra, mientras no se reforme el gobierno, abatiendo el tiránico, substituyendo el liberal,
e igualmente echando fuera de nuestro suelo al enemigo… que tanto se ha declarado contra nuestra
Patria! ¡Que la esclavitud se proscriba para siempre, y lo mismo la distinción de castas, quedando todos
iguales y sólo distinguirá a un americano de otro, el vicio y la virtud! Son los Sentimientos de la
Nación. Me falta el aire. Intento explicar a un señor la confusión y mi alarma. Atrabancadamente le
digo que matan a Morelos en el 14, que la Independencia no la termina quienes la inician, que cien
años después estalla la Revolución, que vino la reforma agraria y luego la guerrilla. ¡Aquí cerquita! Me
mira intrigado y contesta, un tanto molesto: la historia la estamos escribiendo ahora; forme parte.
Todo pasa muy rápido. De repente es noviembre y se declara la Independencia de la América
Septentrional. La fiesta dura poco. Pronto se acercan las tropas de Calleja. Vienen por nosotros.
Huimos. A dónde vamos, pregunto asustado. A tierra caliente, me tranquilizan. Chichihualco,
Tlacotepec, Tlalchapa, Guayameo, Huetamo, Tiripitío, Santa Efigenia, Apatzingán, Tancítaro,
Uruapan. Nos persiguen. Están muy cerca. ¿A dónde vamos? Vamos a un lugar adecuado para
promulgar el Decreto constitucional para la libertad de la América mexicana. Un lugar con un águila
devorando una serpiente, añado, patriótico.
Cañones, seguimos corriendo. Caemos en un lodazal, nos confundimos con la noche.
¡Mátenlos! Sube la temperatura y el agua es salada. Hay destellos de luciérnagas y lo que parecen ser
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ojos de cocodrilo. El agua se agita con los disparos, uno tras otro. A un lado está la base naval de
Guantánamo, que hace sonar una alarma y nos busca con una luz potentísima.1 La policía deja de
disparar; ya no puede acercarse. Los militares tampoco nos quieren cerca de ahí: activan las
metralletas. Sé que me están viendo y, si les asusta verme por lo que ven, a mí me asusta no verlos a
veces. Soy un cocodrilo, soy un delfín, soy su infierno. Estamos en la mira y me sumerjo.
Otra vez el sol que anuncia la mañana. Otra vez despierto de un profundo sueño. Estoy en una
canoa. Ante mí, se abre la dorada ciudad imperial, ciudad de dioses y de infiernos, la gran Tenochtitlan.
¡Qué fortuna la mía! Me doy cuenta de que estoy pensando en tlaxcalteca. Estoy vestido de guerra,
armado de arcos y flechas, cuando los veo, los otros, los recién llegados, recién caídos, grandes
amontonadores de piedras, falsos ibteeles de la tierra que estallan fuego al extremo de sus brazos, los
embozados en sus sabanos, los de reatas para ahorcar a los señores.
Desembarcamos en una calzada y nos enfilamos al centro del imperio. Los españoles, montados
en sus caballos, generan inquietudes y admiraciones. Los reciben con favores, mostrándoles
ornamentos de oro y de obsidiana y penachos verdes y rojos. Los tambores se detienen. Su Majestad
Moctezuma deja verse y pronuncia al calpulli:
¡Ay! ¡Entristezcámonos porque llegaron! ¡Ay del Itzá, que vuestros dioses ya no valdrán más!
Este Dios Verdadero que viene del cielo sólo de pecado hablará, sólo de pecado será su
enseñanza. Inhumanos serán sus soldados, crueles sus mastines bravos. (…) Diferente tributo
mañana y pasado mañana daréis; esto es lo que viene, hijos míos. Preparaos a soportar la carga
de la miseria que viene a vuestros pueblos porque este katún que se asienta es katún de miseria,
katún de pleitos con el diablo, pleitos en el Ahau...
¡Ay! ¡Muy pesada es la carga del katún en que acontecerá el cristianismo! Esto es lo que vendrá:
poder de esclavizar, hombres esclavos han de hacerse, esclavitud que llegará aun a los Halach
Uiniques, hijos de los días de locura lasciva. (…) Si habréis de morir, si habréis de vivir, ¿quién
habrá de saber la verdad de estos signos reales? ¡Ah de Mayapán, Estandarte-Venado! Se hace
pequeña por sí sola la justicia que pone en los calabozos, que saca las amarras, los azotes y
látigos. Cuando se asiente, dobles serán las orejas de Su Hijo, tendrá Su sombrero en la cabeza y
Su calzado en los pies, anudado tendrá el cinturón a la cintura cuando ellos vengan.2
Cortés se va a ver unos asuntos y Pedro de Alvarado queda al mando. La matanza del Templo
Mayor. No la presencio, pero llega hasta mí. El naufragio es total: qué pena. Salgo y logro esquivar a
los españoles que resguardan los caballos. Suerte que sé montar. Intento explicar a los mexicas que soy
de los suyos, que Tlaxcala es un pueblo hermano, que el enemigo es otro. Desconfían. Quieren pruebas,
quieren la verdad, aunque no exista.
1
Véase Reinaldo Arenas, Antes que anochezca, México, Tusquets, 2001 (1992).
2
“Segunda rueda profética de un doblez de katunes”, El libro de los libros del Chilam Balam, México, Fondo de
Cultura Económica, 1948.
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Ofrezco un sacrificio al Gran Huitzilopochtli. Me desnudo y, rituales mediante, entro en el lago.
Nado a toda velocidad y pronto el agua es gris y cristalina. Sigo nadando y de repente estoy en la
ciudad de México bajo el agua, cerca de lo que hace siete siglos era la calzada de Tacubaya. Estoy en el
periférico, que ahora parece más hundido que nunca. Llego hasta el asfalto y nado hacia una coladera.
Sé que abrirla causaría una gran conmoción, nuevo katún. Pienso, dudo, existo. Sé que la coladera es el
traspaso a un mundo paralelo, interdependiente al nuestro; sé que abrirla es hacerlo explotar. Es un
atentado y un sacrificio. Abro la coladera y se empieza a ir el agua. Nado hacia el sur lo más
rápidamente posible. Todavía hay mucha agua, pero noto que el nivel empieza a bajar. Estoy lejos
cuando escucho un estruendo opaco desde la profundidad que hace temblar la ciudad. Sigo nadando, ya
más tranquilo.
Entro por calzada de Tlalpan y me dirijo al poniente. Es madrugada y está lloviendo. Hay
agitación en las habitaciones españolas y los mexicas empiezan a ocupar las calles. Con pretendido
sigilo y fracaso rotundo, los españoles intentan escapar por Tacuba. En un instante se encuentran
rodeados y absolutamente superados en número. Comienza la masacre. Los españoles se resisten,
oponen sus espadas y armaduras, pero no es suficiente ante la abundancia de lanzas y flechas. Me uno
al grito de guerra y consigo matar a un español. Me acuerdo del tenebroso prefacio de Sartre a Fanon:
el que mata a un europeo mata a dos hombres: un opresor y un oprimido. Me asusto. El lago se pinta
de rojo y súbitamente todo arde en fuego. Los caballos relinchan y salen de quicio. La muerte tiene
permiso.
Cortés a esto se paró, y aun se sentó, y no a descansar, sino a hacer duelo sobre los muertos y
que vivos quedaban, y pensar y decir el baque la fortuna le daba con perder tantos amigos, tanto
tesoro, tanto mando, tan grande ciudad y reino; y no solamente lloraba la desventura presente,
mas temía la venidera, por estar todos heridos, por no saber adónde ir, y por no tener cierta la
guardia y amistad en Tlaxcala; y ¿quién no llorara viendo la muerte y estrago de aquellos que
con tanto triunfo, pompa y regocijo entrado habían?3
De un momento a otro, el Templo Mayor estalla en mil pedazos y copiosos torrentes de agua
empiezan a emanar de su seno. La ciudad cruje; el fuego ilumina los rostros, el agua cubre los templos.
Soldados y sacerdotes vuelan por los aires; otros más se ahogan. Los últimos españoles,
desconcertados, corren hacia la escena, hacia mí. No sé cómo me descubren. Rápido me hacen
prisionero. Tras quemarme los pies, no aguanto más, empiezo a delirar. Llega a mis oídos un susurro,
una epifanía:
3
Francisco López de Gómara, Historia general de las indias, 1552.
4
Sueña el rey que es rey, y vive
con este engaño mandando,
disponiendo y gobernando;
y este aplauso, que recibe
prestado, en el viento escribe
y en cenizas le convierte
la muerte, ¡desdicha fuerte!
¿Qué hay quien intente reinar,
viendo que ha de despertar
en el sueño de la muerte?
Sueña el rico en su riqueza,
que más cuidados le ofrece;
sueña el pobre que padece
su miseria y su pobreza;
sueña el que medrar empieza,
sueña el que afana y pretende,
sueña el que agravia y ofende,
y en el mundo, en conclusión,
todos sueñan lo que son,
aunque ninguno lo entiende.
Yo sueño que estoy aquí
de estas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.4
Sonrío, liberado, acompañado. Como decía Benedetti, “resumiendo, estoy jodido y radiante.
Quizá más lo primero que lo segundo y también viceversa”. Otra vez el bosque de Iguala, Guerrero.
Cae un aguacero. A mi lado están quince compañeros. No sabemos dónde están los demás. Silencio
total. Miro alrededor y veo lo que parecen ser fosas. No sé si son recientes o antiguas; poco importa ya.
Nos sueño en las catacumbas de París: sous les pavés, la plage! (¡bajo los adoquines, la playa!) como
gritaban en mayo de 1968. Nos queda poco tiempo, pero tenemos toda la vida por delante. Y es que no
nos fuimos: ya llegamos.
SANTIAGO ÁLVAREZ CAMPERO
4
Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño, 1635.
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