Los personajes - Escuela de Escritores

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Escritura creativa en las ondas
Tema 5:
Los personajes
© Escuela de Escritores
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Escritura creativa en las ondas
Tema 5
Los personajes
Ante todo, conviene que desde el principio tengamos clara la diferencia entre persona y
personaje. Así, la persona, el autor, es quien empuña el bolígrafo o pulsa las teclas del
ordenador; asimismo, también es quien se ocupa de todos esos otros empeños cotidianos
que configuran nuestras vidas más allá de la literatura: trabajar, mordernos las uñas,
desayunar café con porras o montarnos en la montaña rusa con unos amigos. El
personaje, por el contrario, no conoce más vida que la literaria, no es más —ni menos—
que un ente de ficción circunscrito al mundo que le inventamos, en el que se
desenvuelve y relaciona con derecho de ciudadanía, pero cuyos límites no puede
traspasar. ¿O acaso alguien ha visto alguna vez a don Quijote en la panadería? ¿Alguno,
después de cerrar el libro, conversa habitualmente con Frankenstein?, ¿os recomiendo un
psiquiatra muy majete que a mí me está yendo de maravilla?
Para precisar a qué nos estamos refiriendo, os propongo la siguiente definición de
personaje: ser de ficción personificado que actúa con intención. Vamos ahora, si os
parece, a desmenuzar este concepto en sus partes constituyentes.
En primer lugar, la palabra «ser» nos indica que los personajes son, existen, están
dotados de vida, ya hablemos de seres humanos, vampiros, zombis, unicornios, lagartos,
amapolas carnívoras, marionetas con ojos descosidos o relojes en desvanes
abandonados. Por otra parte, decir que estos seres son «de ficción» significa, como
adelantábamos en el párrafo anterior, que esa existencia suya es nada más que
imaginaria, carente de realidad al margen de la fantasía, del libro para el que han sido
creados. Además, este ser de ficción está «personificado», es decir, se presenta con
cualidades humanas: habla, besa, escupe, tiene sueños de grandeza, ganas de orinar, se
embarca en aventuras, se enamora... Desde el Espantapájaros de El mago de Oz, hasta
la cigarra y la hormiga de la fábula de Samaniego, todos estos seres de ficción están
hechos a nuestra imagen y semejanza.
Muy bien: ya hemos analizado la primera parte de la definición. Lo siguiente que
encontramos es un verbo: en efecto, resulta que estos seres de ficción personificados
«actúan». Esto es fundamental. Nuestros personajes no se limitan a una existencia
pasiva, sino que constantemente están relacionándose con otros personajes o con su
entorno, clavando cuadros, comprando discos de vinilo, haciendo zancadillas, matando,
resucitando, explorando selvas. Justo esta capacidad de actuar de los personajes es lo
que permite que la narración avance.
Y, por fin, llegamos a otra cuestión de suma importancia: los personajes actúan con una
«intención» determinada. Un niño puede saltar desde la rama de un árbol al suelo y una
manzana puede pasar de hallarse en la rama a caer al suelo. El niño es un personaje,
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porque tiene voluntad de saltar; sin embargo, la manzana no será un personaje a menos
que antes digamos que estaba harta de vivir siempre en la misma rama, que llevaba
semanas soñando con recorrer mundo y que, tras darse impulso balanceándose con el
rabito, se arrojó hasta el césped y empezó a rodar ladera abajo.
Caracterización
Al igual que las personas, los personajes se ven definidos por su físico, su carácter y su
temperamento, por sus gustos y fobias, sus deseos y necesidades, así como por su forma
de vestir, sus palabras y sus acciones. Veamos, sin más rodeos, un pequeño extracto de
El miope y el enano:
Aquella mañana andaba yo ensimismado en mis pensamientos y al doblar una esquina
tropecé con un hombrecito que venía en dirección contraria y llevaba una bolsa de
naranjas entre los brazos. El encontronazo fue tan violento que le dejé sentado en el
suelo y las naranjas rodaron en todas direcciones.
Se levantó sin necesidad de que le diese la mano (lo hizo con la agilidad de un
acróbata) y algunos peatones lo ayudaron a recoger las naranjas. Al final faltaron
algunas (en aquellos tiempos se pasaba bastante hambre) y el enano (porque
efectivamente se trataba de un enano) se puso hecho un basilisco y me dijo que
tenía que pagarle el importe de las naranjas.
[...] desde el primer momento comprendí que lo que menos le importaba a aquel
hombre (diminuto, pero hombre al fin y al cabo) eran las naranjas desaparecidas, y
que lo único que quería era hacer de aquel incidente una cuestión de honor. Me
acusó de ser miope (como si yo tuviese la culpa de haber nacido así) y añadió,
creciéndose ante mi desconcierto, que los cegatos como yo no deberían salir a la
calle sin que les acompañase un lazarillo.
—De acuerdo —le dije, picado en mi amor propio—, yo soy miope. Lo reconozco, pero
usted es liliputiense. Puede que yo necesite un lazarillo, pero los hombres de su
estatura deberían ir por las calles silbando para que los demás no los pisasen.
El enano enrojeció hasta la raíz del cabello. Se quitó con parsimonia la chaqueta y se
arremangó las mangas de la camisa. Tenía los brazos tan gruesos como mis
pantorrillas.
"El miope y el enano"
TOMEO, Javier
En unos pocos párrafos, Javier Tomeo ha llenado de vida a este hombrecito, a este
enano, a este ser diminuto, a este liliputiense. ¿Veis de cuántas maneras diferentes
insiste el autor en este rasgo del personaje? Y, sin embargo, no sabemos si es rubio o
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moreno, si tiene bigote o barba, si su dentadura es perfecta o mellada... porque nos da
igual, porque es irrelevante para la historia. De todas las características físicas posibles,
Tomeo se centra únicamente en aquellas útiles para el relato: su escasa estatura y el
grosor de sus brazos. Este último dato, por cierto, se introduce en el momento oportuno,
justo cuando el enano se dispone a pelearse. En vez de una presentación estática («Era
un hombre bajito, con camisa y chaqueta, de brazos gruesos»), Tomeo nos muestra
primero la falta de altura del personaje mediante un encontronazo y, más adelante, de
nuevo, solo cuando contribuye a la acción, añade el detalle de sus bíceps pendencieros.
Por otra parte, este hombrecito, ¿será buen marido, mal padre, hijo distante, amante
experto?, ¿le gustará el chocolate?, ¿llevará zapatillas o botines? Ni idea. Tomeo también
omite esta información, porque resulta tan superflua como el champú que utilice. Lo
que importa es su enanez, su sentimiento de humillación (nadie lo ve como un hombre,
sino como alguien pequeño a quien ayudar a recoger las naranjas); lo que importa es su
carácter iracundo (enrojece hasta la raíz del cabello), importan sus palabras de insulto
(el otro es un cegato) e importan también sus acciones, su disposición a liarse a
puñetazos (el gesto concreto de arremangarse la camisa).
En definitiva, caracterizamos a nuestros personajes con lo que sea importante para
nuestro relato o nuestra novela; por otro lado, presentamos esa información de forma
gradual, para que se fije poco a poco en la memoria del lector, a medida que la acción
va requiriendo unos detalles u otros.
Tipos de personaje
Aunque de modo intuitivo ya sabemos que no todos los personajes son iguales, me
gustaría, en este punto, establecer una clasificación en dos grandes categorías:
personajes planos y personajes redondos. Obviamente, este criterio no hace alusión a las
medidas de los personajes —si son delgados como anguilas o redondos como estatuas de
Botero—, sino a su relieve, a la profundidad con la que están caracterizados.
Así, los personajes planos se construyen con un único rasgo sobresaliente, por el cual los
reconocemos en cuanto aparecen: son pesimistas y nada más se muestra su pesimismo,
son padres protectores y nada más se muestra su preocupación por sus hijos, llevan el
pelo de punta y solo se muestra su cresta engominada de colores, son extranjeros y solo
se muestra su dificultad para hablar en un idioma que no es el suyo... Como carecen de
matices, es posible etiquetarlos con una única palabra: el pesimista, el protector, el
punk o el extranjero. Sirvan de ejemplo estos dos extractos de La borra del café:
Sólo al día siguiente del entierro [de mamá], papá dejó su fortaleza de la cocina y se
reintegró a la vida familiar. Ya hacía unos seis meses que se había incorporado a la
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misma una yugoeslava cuarentona, llamada Juliska (se pronuncia Yuliska) [...]. A
Elenita y a mí nos trataba con bastante severidad y un rudimentario castellano, cuya
confusión de géneros derivaba en un involuntario efecto humorístico. Sus caballitos
de batalla eran frases como ésta: «Qué diría madre suya si lo viera con el camiso
sucio». Pero madre mía ya no estaba.
Más adelante, el protagonista —adolescente— tiene sueños eróticos con una tal Natalia:
[...] y, claro, las sábanas sufrían las consecuencias. La marcación de Juliska era
implacable. «Usted dejar sábanos mucho sucio con porquerrío. Una conseja: mejor
usted vaya de putos». Ahí me apresuraba a rectificarla: «Vamos, Juliska, querrá decir
de putas». «Usted saber».
La borra del café
BENEDETTI, Mario
Por el contrario, los personajes redondos adquieren su volumen gracias a una
caracterización más rica. En vez de limitarse a un único rasgo, aparecerán reflejados
mediante una suma de inquietudes, proyectos, recuerdos, particularidades físicas... Esta
mayor complejidad dificultará su etiquetación mediante una única palabra. Fijémonos
ahora en cómo presenta Carlos Cañeque al protagonista de su novela Quién:
Cuando era más joven mi padre siempre me decía: hijo, cuesta mucho salir de la
fila, yo lo he conseguido, tú no lo vas a conseguir jamás, pero no te preocupes, ya te
he dejado bien situado en la parrilla de salida. Hay gente que nace con carisma,
destinada a triunfar, pero ése no es tu caso.
Solía darme ánimos con frases de ese tipo. Otras veces me hablaba de sus triunfos
con una seguridad que me hacía estremecer. Llegué a odiar su capacidad de
humillarme, del mismo modo que pronto odiaré la mirada condescendiente de Silvia,
su falta de confianza en mí, su tranquilididad severa mientras los días avanzan sin
que nada suceda.
Seguramente me engaña, seguramente ha encontrado comprensión en unos brazos
nuevos. Pero a Silvia le falta talento incluso para tener ilusiones. Yo, por el
contrario, fantaseo con mis alumnas, imagino mis manos sobre su piel turgente
mientras les explico mi proyecto, mientras creo adivinar en sus ojos el resplandor de
la admiración.
Quién
CAÑEQUE, Carlos
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Solo en estos tres primeros párrafos ya se introducen varios de los hilos que se van a
desarrollar a lo largo de la novela: la relación del protagonista con el padre, la que
mantiene con Silvia, su función de profesor...
En definitiva, a Juliska la encontraremos siempre empleando «oraciones cortos, llenas
de disparatos humorísticas», mientras que el protagonista de Quién irá mostrándonos
todas las facetas de su vida.
¿De dónde viene?
Hay una edad, de pequeños, en que los enchufes no se tocan, las tijeras no se tocan, el
borrador que te llevas a la boca es caca y la oruga del suelo también es caca. El niño
aprende que el mundo es, como si dijéramos, una vasta mierda intocable, que afecta a
la totalidad de sus iniciativas: no solo reprime el natural impulso infantil de
electrocutarse por inserción de tijera en enchufe, sino que también desvitaliza ese
espíritu lúdico con el que desafía al especialista en radiografías a localizar objetos en el
tracto intestinal. Pero los niños son curiosos, quieren saber y vivir. En mi caso, podemos
discutir si mi curiosidad estaba bien orientada o bizqueaba tres pueblos, pero la
curiosidad estaba ahí, insistente, corajuda, intrigadísima por averiguar si de verdad no
debía tocar la plancha. ¿Por qué?, ¿por qué decía mamá que casi mejor no la tocara?,
¿sería verdad que quemaba? Y si no, ¿para qué me ocultaba esa experiencia?
Personalmente, creo que si hubiesen permitido a Adán y Eva comerse todas las
manzanas, pero les hubiesen dicho que no tocasen la plancha que crecía en el árbol de
los electrodomésticos prohibidos, los habrían expulsado igual del paraíso. Y con ampollas
en la mano.
Yo satisfice mi curiosidad un día de descuido en casa de mi abuela. Quizá, espoleado por
la lógica aplastante de los pequeños, pensé que mamá me había dicho que no tocara la
plancha, es decir, la de nuestra casa, mientras que tocar la plancha de mis abuelos sería
cosa segurísima y de mucha guasa. No me preguntéis qué diablos se me pasó por la
cabeza, pero lo cierto es que el teléfono sonó y mi abuela salió de la cocina para
atenderlo y dejó la plancha sobre la tabla, bocarriba, como si desde pequeño estuviese
predestinado a sentirme seducido por bocas tórridas, y estaba ahí, tan caliente, una
botella de La Casera en la encimera y la boca de la plancha pidiéndome guerra encima
de la tabla... ¿Me resistí a tocarla?, ¿recelo hoy día hasta de los fogones de la
vitrocerámica?, ¿qué ocurrirá si me veo obligado a cocinar?, ¿se me formará un nudo en
el estómago y me empezarán a arder las manos de nerviosismo y las mejillas de
vergüenza?, ¿cómo me afecta en el presente aquel episodio de la infancia?, ¿creceré
algún día o continuaré de por vida como el enano de Tomeo?
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Porque, en efecto, lo mismo sucede con nuestros personajes. No será con una plancha,
pero todos están «quemados». Todos han sido expulsados de algún paraíso. A su manera,
por un desamor adolescente o por una traición empresarial, todos han sufrido. Y también
han gozado. Sea como sea, lo que es seguro es que nuestros personajes han vivido, no
han sido arrojados al mundo a lo tonto lo bailo con cuarenta y tres años, de golpe y
porrazo liliputiense sin rencores acumulados desde el instituto.
Nuestros personajes, en definitiva, disponen de una memoria emotiva que los
condiciona. En función del tipo de texto que estemos escribiendo, una novela o un
relato, estos acontecimientos pretéritos saldrán a la superficie o permanecerán más o
menos sumergidos, como la base de un iceberg; pero, de un modo u otro, nosotros,
como autores, debemos conocer a fondo esas circunstancias previas. Y esto es así porque
estas circunstancias previas son cruciales para dotar de aplomo y coherencia a nuestros
personajes. ¿El enano del relato de Tomeo está dispuesto a partirse la cara por un simple
encontronazo? Probablemente arrastre un pasado de burlas en el colegio, se sienta poca
cosa hasta para su mujer (que le ha encargado algo tan sencillo como comprar unas
naranjas y se va a enfadar con él porque ni siquiera es capaz de cumplir ese recado) y
hasta el más mínimo incidente bastará para que el enano ventile toda su agresividad
contenida. Lejano o reciente, penoso o alegre, el pasado es parte de lo que somos.
Como autores, para que nuestros personajes resulten verosímiles, necesitamos
relacionar su situación presente con algún acontecimiento relevante de su pasado, al
margen de que este nexo se muestre o no explícitamente en el relato. Y la palabra clave
es «relacionar». Así pues, dos preguntas útiles:
1. ¿Qué siente el personaje en estos momentos, en la situación presente en la que
lo hemos enredado?
2. ¿Por qué siente eso?
La primera respuesta nos informará de su estado anímico actual; la segunda, aunque —
insistimos— quizá solo afecte a la concepción del relato y permanezca latente sin llegar
a escribirse, explicará al personaje, le conferirá solidez y aportará credibilidad a sus
acciones.
¿Adónde va?
Y llegamos, por fin, a la cuestión fundamental para la construcción de los personajes. Lo
habíamos adelantado en la definición del principio: los personajes «actúan con
intención». En todo momento, deben tener un propósito definido, intenso, que los
impulsará a actuar a fin de alcanzar dicho objetivo. Cualquier acción del personaje que,
directa o indirectamente, no vaya encaminada a la consecución de su deseo será una
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acción prescindible. Cualquier acción que no provenga de una motivación profunda y
auténtica resultará falsa y dejará abierta la puerta a las acciones tópicas, a clichés
vacíos «por falta de sentimiento vital». La pregunta clave, entonces, es la siguiente:
¿qué desea el personaje?
Siguiendo con el relato de Tomeo, ¿qué desea el enano? Detengámonos unos segundos a
considerar la respuesta. ¿Qué diríais que desea?, ¿tal vez poder?, ¿quizá cariño?,
¿dignidad? Estupendo. Y si eso es todo, ¿cómo avanza el relato? Desea poder, cariño,
dignididad... ¿y qué hace al respecto? ¿No mejorará el resultado si contestamos que el
enano desea mostrar su hombría, contarle a su mujer un encontronazo del que ha salido
victorioso, vengarse de cuantos lo han insultado? De acuerdo con Stanislavski:
[...] un sustantivo pone de manifiesto el concepto intelectual de un estado de
ánimo, una forma, un fenómeno; pero sólo puede definir lo que es presentado por
una imagen, sin indicar movimiento o acción. Cada objetivo debe llevar en sí el
germen de la acción.
La preparación del actor
STANISLAVSKI, Konstantin
Así pues, acostumbrémonos a expresar mediante verbos los objetivos de nuestros
personajes: nuestro enano desea pegar a alguien para sacar toda su rabia, lo cual da
lugar a un despliegue de ofensas, insultos y desafíos; nuestro personaje desea cumplir el
encargo de su mujer, lo cual lo hace correr en todas direcciones para recuperar hasta la
última naranja.
Permitidme que insista: cada acto del personaje ha de estar impulsado por un deseo y, al
mismo tiempo, este deseo ha de constituir una motivación vital. Y si no estáis
convencidos, imaginad el siguiente reto: un personaje dispone de dos días para escribir
la letra de una canción. Y ahora imaginad este otro desafío: ese mismo personaje
dispone de los mismos dos días para escribir la letra de una canción, solo que ahora
añadimos que si lo consigue, optará a los diez mil euros del premio de un concurso
televisivo de jóvenes cantantes y podrá pagarse un billete de avión a Buenos Aires,
donde un familiar querido está muriéndose; si no lo consigue, en cambio, no optará a
ese dinero y no podrá despedirse de ese familiar. ¿En cuál de los dos casos se implicará
más el personaje? En la primera opción, el logro o fracaso del objetivo carece de
consecuencias; sin embargo, la segunda opción obligará al personaje a exprimir cada
segundo de esas cuarenta y ocho horas.
Lógicamente, al lector le sucederá lo mismo: si los resultados no interesan
suficientemente al personaje, mucho menos le interesarán al lector. Y viceversa. Justo
esa necesidad imperiosa de perseguir su objetivo va a ser lo que energetice al personaje
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y lo ayude a enfrentarse a cualquier obstáculo que se le presente en unas circunstancias
específicas (el encargo de las naranjas, el familiar moribundo en otro país).
En este caso, las preguntas útiles son las siguientes:
1. ¿Qué quiere o necesita nuestro personaje?, ¿para qué?, ¿qué se juega o qué
pierde si no satisface su deseo o necesidad?
2. ¿Qué obstáculos, personas, situaciones o complejos y autosabotajes se oponen?
3. ¿Qué hace el personaje para superarlos?, ¿cómo?
Las preguntas del apartado anterior (¿qué siente y por qué lo siente?) remitían al pasado
del personaje, lo estancaban y detenían allí, o, como mucho, mostraban un sentimiento
presente estático; las preguntas y respuestas de este apartado, sin embargo, son mucho
más importantes para el relato, porque proyectan al personaje hacia el futuro, le dan
impulso, dinamizan el texto con una catarata de acciones, contratiempos y respuestas
del personaje.
Conclusiones
Hemos llegado al final de la lección. Ya estáis listos para escribir el siguiente relato. La
buena noticia es que no necesitáis armar todo este entramado biográfico antes de
empezar a escribir. De hecho, lo desaconsejo. Si para escribir la primera línea os
detenéis a analizar tooooda la vida del personaje, desde su más tierno estado fetal hasta
sus actuales y florecientes días, lo más probable es que luego no os queden fuerzas para
sostener el bolígrafo o encender el ordenador.
No, de ninguna manera. A mi entender, sí que es imprescindible saber desde el principio,
aunque sea de modo intuitivo (¡pero con una intuición intensa!), quién es y qué quiere
nuestro personaje. A grandes rasgos. Sobre todo, qué quiere, insisto, pues es el deseo lo
que lo hará actuar y ya sabemos la importancia de la acción.
El siguiente paso, ya sí, sin más extravíos, es lanzarnos a escribir como posesos, con ese
norte como referencia, pero permitiéndonos un generoso margen de sorpresa. Es al
final, una vez que el texto ha concluido, cuando debemos revisarlo de arriba abajo y
contestarnos a todas esas preguntas que hemos ido apuntando en los apartados
anteriores. Aunque nuestro texto se centre en un momento determinado del
protagonista, tras poner el punto final, releemos el texto y nos aseguramos de que,
entonces sí, conocemos su pasado y sus esperanzas. Este es el momento de mirar al
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protagonista con una perspectiva amplia, a fin de garantizar una línea inquebrantable de
verosimilitud.
Para terminar, os dejo con otra cita de Stanislavski:
Al mirar hacia adelante, se nota cierto movimiento, y donde hay movimiento,
siempre empieza una línea.
Si une esa línea con lo que le ha sucedido hasta ahora [al personaje], creará una
línea completa e ininterrumpida que, brotando del pasado, atraviesa el presente, se
proyecta hacia el futuro, desde el momento en que se despierta por la mañana hasta
que cierra los ojos por la noche.
La preparación del actor
STANISLAVSKI, Konstantin
Bibliografía

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Benedetti, Javier: La borra del café, Barcelona: Ediciones Destino Áncora y
Delfín, 1993.
Cañelles, Isabel: La construcción del personaje literario. Un camino de ida y
vuelta, Madrid: Ediciones y Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja, 1999.
Cañeque, Carlos: Quién, Barcelona: Ediciones Destino Áncora y Delfín, 1997.
Stanislavski, Konstantin: La preparación del actor, Madrid: La Avispa, 1992.
Tomeo, Javier: «El miope y el enano», en Cuentos españoles contemporáneos
(1975-1992), edición de Luis G. Martín, Bruño, 1995.
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